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43. La vista en el futuro

Azazel y Ámbar tenían una secreta conversación en la cocina.

—Solo un día más —indicaba Azazel—. Luego debes regresar con Catalina, o comenzará a sospechar que es algo más que una visita por duelo.

—Lo sé —farfulló la pelirroja—. Si me escapo, siendo una vampiresa, comenzarán una búsqueda.

—Tendrás que esperar un poco más para tu libertad. —Azazel le palmeó el hombro—, pero ten por seguro que estoy haciendo lo posible por todos los impuros de la hermandad.

Ámbar mordió sus labios, sus ojos brillantes indicaban un inminente llanto. No quería ser dejada atrás, y no podía confiarle su libertad a un hombre que en trescientos años su logro era ser la niñera de un montón de demonios. Aun así guardó sus reproches, obligándose a madurar. Un error y perjudicaría a todos.

Víctor los irrumpió con un aire de sospecha.

—Azazel, es hora de irnos.

Los viejos vampiros tenían que hacer dos paradas más antes del anochecer, a fin de asegurarse la vida, los últimos y caóticos días podrían traerles duras consecuencias si no actuaban con inteligencia. Por ello, emprendieron un viaje extenso hasta un predio de densa vegetación, en el cual resaltaba una impecable iglesia, de altas puntas y ventanales angostos de arco ojival.

No se veía un alma a los alrededores. A pesar que todo relucía, nadie disfrutaba de la belleza del lugar.

Los vampiros se estacionaron frente a la entrada de la edifica­ción, y al descender del vehículo, un hombre vestido de negro, que llevaba el alzacuello de los curas y un maletín en su mano derecha, les dio la bienvenida.

—Lamento hacerlos venir a pleno día —dijo el hombre.

Azazel y Víctor se colocaron lentes oscuros y abrieron una sobrilla para cubrirse de los fuertes rayos del mediodía.

—Es mejor así. —Azazel se encogió de hombros y se dirigió al maletero—. Hagamos esto rápido, traje las mil dosis de elixir, ¿tú tienes todo?

El cura abrió el maletín frente a ellos.

—Documentos y pasaportes originales —enumeró—, tarjetas de crédito, llaves de los apartamentos, dinero en efectivo, teléfo­nos celulares y el contacto que le prometí.

Azazel tomó una pequeña tarjeta situada en medio de los documentos.

—¿La Salamanca? —leyó el director.

—Allí encontrarás a un aliado de tu especie —aclaró el hombre—. Uno tan viejo como el patriarca Arsenic.

—Así que hay otros —murmuró Azazel.

—Son una plaga, hay que saber buscar.

—Con lo difícil que es hacer algo a espaldas de la hermandad, prefiero no encontrarme con otros —concluyó Azazel.

—Como sea. —El religioso sonrió—. ha sido un gusto hacer tratos con usted, le dije era bueno tener más amigos de Dios que de Satanás.

—No es mi intención tener amigos —respondió Azazel—, aunque podemos socios. Mis precios son mucho más accesibles que los de la hermandad, si nos ayudan a crecer podremos elimi­nar la competencia.

—Un paso a la vez. —El cura rió—. Todos ansiamos in­dependizarnos de la hermandad, pero hoy en día manejamos mu­chos entramados juntos, más allá del elixir.

Víctor interrumpió al hombre.

—Deberían apurarse antes que los lobos se coman a todos sus socios.

—Ese sí que es un problema. —El cura esbozó una sonrisa—. Los licántropos están protegidos por quienes están en la cús­pide. Sí, incluso nosotros tenemos a alguien por encima, son los compradores más ávidos del elixir.

—No imaginaba que los lobos tuvieran aliados en el poder —dijo Azazel—, en todo caso, si nos extinguen se les acabará el elixir.

—Te equivocas, la hermandad ya no es la única sociedad de vampiros —explicó el cura—. Y los lobos no necesitan ayuda, con eso quiero decir que nadie intervendrá en sus conflictos in­ternos, ni la iglesia ni el más alto poder político. Es un riesgo muy grande y un desperdicio de recursos. Muera quien muera, nosotros podemos seguir emprendiendo nuestros negocios. Na­die es indispensable en este mundo.

—Lo sé. —Azazel entregó las cajas de elixir que llevaba en el auto—. Imagino que es algo que no podemos manejar con nuestro estatus. Gracias por todo.

Los vampiros siguieron un trecho más, hacia aquella zona in­visible para la ley. Carreteras sin dueños, pueblos fantasmas y añejos castillos en medio de inhóspitos bosques, a los que ni el más intrépido turista podría llegar jamás.

Tan pronto como se hundieron en la espesura del bosque, un camino rocoso les indicaba que debían subir una colina.

—Déjame por aquí —dijo Azazel a su amigo, quien conducía—. Tú asegúrate de poner los documentos a salvo.

Víctor hizo caso y Azazel siguió hasta toparse con la antigua morada de Bladis Arsenic, el líder indiscutido de la hermandad, un demonio en la tierra, un hombre de más de mil años.

Traspasó la seguridad impuesta por los Leone, hacia los salo­nes oscuros. La luz a penas se filtraba por los ventanales obstrui­dos por maderas y largas cortinas de pesadas telas. Una anciana lo guió hasta el comedor principal, allí, el viejo Arsenic lo espe­raba sentado en la cabecera, comiendo un sangriento filete al que cortaba despacio con cubiertos de plata.

—Lamento interrumpir su cena, mi señor. —Azazel sonreía, procurando no demostrar la pavura que el milenario le provocaba.

Bladis hizo un ademán con su mano para que Azazel se sen­tara, y éste obedeció.

—¿Dejar la dirección del Báthory? —preguntó Bladis—. ¿Qué intentas esta vez, Azazel?

—Voy a ser sincero. —Azazel tomó una bocanada de aire—. Este año fue un rotundo fracaso para mí. Muchos internos murie­ron, los impuros fueron expulsados, y perdí a todas las ofrendas; una fue convertida, dos raptadas por licántropos; y, la última, escapó a no sé dónde. Ni siquiera los Leone la localizaron.

—¿Eso te preocupa? —Bladis alzó sus fríos ojos—. Cuando comenzaste como la autoridad en el Báthory, los nuestros des­membraban a las ofrendas delante de tus ojos, escupían en tu cara. Lo sucedido no debería derribarte. Planeas algo, lo sé, como cuando asesinaste a Imara.

—¡Yo no...! —Azazel intentó excusarse.

—Olvídalo. —Bladis engulló un bocado entero—. Imara era un problema tras otro, y tarde o temprano íbamos a ser sometidos por el poder de los humanos. Tan solo espero que te sinceres luego de trescientos años de servicio.

—Es un pequeño distanciamiento, nada más —explicó Azazel—. Dejaré a Evans y a Liam a cargo de los pocos internos que quedan. Y, como no ha habido natalicios, ni nuevas transforma­ciones, el Báthory permanecerá cerrado tras la estadía de los últimos puros en estas dos trágicas décadas. Ya están avisados, pueden comunicarse conmigo con regularidad, no es como si estuviera huyendo.

—¿Quién dijo eso? —Bladis alzó una ceja.

—Nadie. —Azazel respondió rápido y volvió a sonreír con calma—. Pensé que era lo que querían, que me apartara de sus chiquillos y dejara de ablandarlos, ¿por qué se me cuestiona tanto cuando reconozco no poder más con esta situación? ¿Licántropos? ¿Dos familias casi extintas? Una guerra se aproxima y yo solo soy un instructor.

—Muy bien, Azazel. —Bladis se levantó de sus aposentos—. Supongo que has tomado tu decisión. Sé que los demás se pondrán felices al oírte abatido, yo no, sé reconocer las mentiras de los niños. Tienes suerte de encontrarme cansado de todos, en otra ocasión no te habría dado la posibilidad de pensarlo. Así que aprovecha tu fortuna, han sido años aburridos, estoy ansiando como nadie la ofensiva para ver hasta dónde llegan los herederos de mi legado.

Azazel permaneció algunos segundos sin parpadear, temiendo por su vida. Luego lo entendió. Pretender engañar a un demonio de mil años era una tontería de su parte. Ese hombre era el depredador natural con más experiencia que cualquiera. Le daba ventaja de correr primero para hacer más divertida su cacería, o quizás eran suposiciones, era inútil tratar de comprender una mente tan diferente a la suya.

Aferrándose a la suerte, Azazel se retiró de la añeja mansión bajo la tétrica mirada de un vampiro del que se salvaba porqué éste así lo quería.



En cuanto a Sara, descansaba por todas las noches en vela por el terror. Las intensas emociones, tales como estar al borde de la muerte, sobrevivir a la ciudad, a los lobos, reencontrarse con los chicos, y, lo peor, enterarse de quien eran hijos los gemelos, la dejaban sin una gota de energía, un fuerte dolor en todo el cuerpo le impedía ponerse de pie. Cerró sus ojos, a pesar de que aún era de día, siempre lograba dormir luego de permanecer en reposo, lo malo eran las recurrentes pesadillas. Ya estaba acostumbrada, y cuando despertaba nada le parecía tan malo como los mons­truos creados por su mente.

Sin embargo, Sara despertó en medio de la noche, tras un mal sueño. Sacar a relucir cosas que creía enterradas, traía sus conse­cuencias. Ese monstruo, que se aparecía de vez en cuando en el Cordero de Dios, ahora tenía un apellido y un nombre: Nikola Arsenic, padre de sus preciados Jack y Jeff. La llenaba de cólera que tuviera que ser el padre de ellos, se negaba a despreciarlos, tenía que ser fuerte. Los gemelos no tenían nada que ver con la maldad de su progenitor, con los horrores vividos por su culpa. En cambio, eran parte de lo mejor que le podía estar pasando.

Ella se levantó a hurtadillas, aunque lo más probable era que los vampiros estuviesen dando vueltas por ahí. Para su suerte, oyó el parloteo de dos chicas: Ámbar y Francesca. Ellas habla­ban en el comedor, allí se dirigió.

Compartían un café, y parecían haberse puesto de acuerdo para hablar como gente adulta.

—Sara, estabas aquí —susurró Ámbar, sorprendiéndose de verla.

—¿Interrumpo? —preguntó ésta, arqueando una ceja.

Francesca negó con una sonrisa y enseguida le hizo un lugar a su lado. Sara hizo una mueca dubitativa, no se sentía muy bien después de haber despreciado a Ámbar, y que Francesca la tra­tara de un modo más relajado, la hacía sentir culpable de algo. Se sentó, después de todo, hacía mucho que no compartían nada las tres desgraciadas ofrendas.

—Tengo que aplaudirte de pie, Sara —comenzó diciendo la colorada—. De verdad pusiste el Báthory de cabeza, y yo que creía que la vieja tú había muerto.

Sara rodeó los ojos, era el comentario más desafortunado.

—No hice nada para que se enamoraran de mí, si a eso te re­fieres —respondió con seriedad, le molestaba que lo tomaran como un chiste o una farsa—. Se ha dado así, y no sé a qué quie­res decir con la "vieja yo".

—¿Me estás jodiendo? Te rebelabas contra todos —recordó con sus ojos brillando ante los recuerdos que creía dorados—. ¡Te importaba una mierda los castigos, estabas loca! Yo tenía fe en que un día ibas a matar a la vieja superiora, y nos marcharía­mos. No resultó, pero siempre admiré tu demencia. Luego cam­biaste.

—¡Basta, Ámbar! —bramó Sara, dando un golpe a la mesa—. No era algo por lo que estaba feliz, solo era mi manera de sobre­vivir. ¡No estaba loca! ¡No quería ser una homicida! Ellos me enloquecían y luego me culpaban.

—Ámbar —interrumpió Francesca, notando como Sara con­tenía el llanto—. Ya no hables del pasado. Ninguna es la misma de ayer, porque todas crecimos y maduramos. Sara ya no va actuar como criminal.

—¿Es preferible que actúe como suicida?

—Vete a la mierda, Ámbar. —Sara se levantó de la silla, an­tes de que la vieran derramar una lágrima. Quería perdonarla por su desplante, pero su boca floja lo arruinaba todo otra vez.

Ámbar quiso seguirla y disculparse, pero Francesca la detuvo, esta vez siendo la intermediaria del grupo.

Sara salió al jardín para tomar aire, necesitaba hacerlo más que cualquier otra cosa. Miró hacia el cielo, era una noche os­cura, con pocas estrellas; la arboleda se veía más tétrica que in­teresante. Hizo unos pasos, y se arrepintió de seguir cuando le pareció ver dos ojos brillantes y amarillos, los cuales se esfuma­ron al instante, como una ilusión.

Otra vez somatizaba, las pesadillas la seguían en vigilia.

Francesca la llamó.

Ella se dio la vuelta y la abrazó con ganas. La quería más que nunca, ella era tan fuerte, ¡optimista como nadie! Era su maldita salvadora.

—No le hagas caso a Ámbar, sabes cómo es —dijo frotándole la cabeza—. No tiene maldad, es lenta para algunas cosas.

—Tampoco soy una maravilla —resopló Sara—. Eché a perder tu sacrificio en menos de una semana. Soportaste a ese animal por mí y...

—Y estamos vivas —la interrumpió Francesca—. Fue estúpido pensar que podía salvarte, si los lobos quería podían buscarte con su olfato. Pero ese no es el problema, Ámbar te ha irritado.

Sara debía admitir que Ámbar tocaba la llaga en el momento menos oportuno. Con Francesca se sentaron en el césped húmedo, en medio de una fría noche, por lo que se abrazaron.

Era increíble que pudieran gozar de algo de paz, cuando hacía pocos días se veían tres metros bajo tierra.

—¿Estás bien? —preguntó Sara—. A veces siento que solo hablamos de mí.

Francesca rió, y mostró la cicatriz de su hombro. La marca que le había hecho Tommaso pronto sería historia. Sara la ob­servó anonadada, llevando sus manos a la boca.

—Iré a vivir con Víctor —confesó con la mirada en la lejanía.

—¿Sí? —Sara enmudeció y su vista se fue al vientre de su amiga, no estaba segura de preguntárselo.

—El lobo lo hizo, me embarazó —murmuró bajando la mi­rada—. Por el momento no quiero pensar demasiado. La idea no me entusiasma y estoy aterrada con la idea de criar a un lobo. Es una mierda.

—Cuentas con mi apoyo, lo sabes. — Sara la tomó de la mano.

Francesca colocó su rostro en el hombro de su amiga, y co­menzó a contarle todo lo que le había sucedido, con Tommaso y con el profesor. No pudo evitar ruborizarse, no se imaginaba que pasaría en esa relación; la diferencia de edad era abismal, y ese tipo parecía ser un glaciar. Una vez más, Sara prefirió guardar su opinión respecto a su enamoramiento, era la menos indicada para ello.

Luego, para estar a mano, Sara se desahogó contando la ver­dad de los gemelos Arsenic, dejándola sin palabras.

—Entiendo porque te enojaste con Ámbar —comentó, siendo perspicaz como siempre—. Toco el tema en el momento menos apropiado.

—No he parado de pensar al respecto —dijo Sara—. Si hay algo que quería enterrar era a ese tipo. No pensé que terminaría enredada con sus hijos.

Francesca lo sabía, y Ámbar también. El padre de los Arsenic era el causante de su cambio de personalidad. Él había hecho negocios en el orfanato, que terminaron condenando a todas las que allí vivían. Colocar gente de su confianza, aumentar los cas­tigos, la vigilancia; y lo peor eran sus visitas. Habían sido pocas, muy pocas, pero las suficientes para someterla al punto de per­derse por completo, al punto de creer en todas sus palabras, al punto de olvidar su humanidad. Sara podía asegurar que ni los gemelos se imaginaban lo que allí sucedía, y no iba a decirlo jamás, era algo que tendría que superar por sí misma.

—La idea de ir a vivir con ellos no me parecía mala —co­mentó Sara.

—No es mala —afirmó Francesca—. Ellos te aprecian. Te cuidarán.

—Pero la mierda se ha removido —murmuró Sara—. Nece­sito dejar de ser una muerta viva para poder avanzar. ¿Esto es lo que quiero u otra vez estoy intentando conformar a todo el mundo? ¿Ellos me quieren o desean escapar? Fran, no sé hasta que punto hay verdadero amor en esto.

—Lo que decidas, estará bien.

Francesca la envolvió en sus brazos y no hablaron más.

Por mucho que lo pensara, Sara tenía una decisión tomada, la cual creía correcta, ahora restaba comunicársela a los demás. Eso sería lo difícil.

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