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41.Dejar fluir

Francesca contemplaba su desnudo cuerpo en el espejo de pie de la habitación que había escogido. Luego del baño, pensaba en si era mejor ponerse su sucio vestido o lavarlo en la bañera. No traía consigo una muda, por supuesto. Allí había algo de ropa de hombre, suponía que era de Azazel; quizá si tomaba una camisa no le molestaría tanto. Pese al problema con la ropa, su preocu­pación principal, era la mordiscada sobre su hombro, otra vez perdía sangre. La costra de la misma se había ablandado con el agua caliente, y ahora no paraba de gotear. Era espeluznante, su carne estaba al rojo vivo y dolía demasiado, de hecho, el pade­cimiento nunca se había ido, ya que no contaba con las mordidas de ningún vampiro que la sanase.

Con algo de papel de baño, trató de parar el sangrado, pero todo se volvía peor. El papel se adhería a la herida, y quitarlo era aún más tortuoso.

—Maldita mierda —gruñó dando vueltas a la habitación.

Al final, la joven, decidió improvisar un vendaje con unas medias que encontró en el armario. Asimismo tomó una camisa gris a falta de una negra, en caso de volver a mancharse de rojo. La prenda le quedaba por las rodillas, y de ninguna manera podía verse más parecida a una bolsa de basura, o por lo menos era lo que creía ver frente al espejo.

—Francesca, ¿estás bien? —Víctor golpeó la puerta y la ha­bló sin entrar.

—Sí, sí —dijo ella en un hilo apresurado—. Es solo mi ves­tido, está muy sucio.

—Puedes utilizar mi ropa del armario —le propuso él.

<<¡Un momento! ¿Su ropa?>>

—Sí, gracias —respondió con un tono más tímido que lo habitual.

Un silencio hondo, seguido de unos pasos, la hizo caer en cuenta que su profesor se estaba alejando. Ella se dejó desmoro­nar al suelo, bastante decepcionada. ¿En qué momento se había enamorado de alguien así? Él solo le mostraba indiferencia, dis­tancia, desapego. ¿Debía sentirse ilusionada luego del rescate? No podía estar segura, era muy probable que se tratara de su tra­bajo, su responsabilidad. Tal vez debía dejar de llenar su cabeza de ideas necias. ¿Acaso no aprendía nada de la vida? Por cómo le iban las cosas, el único cariño que podría llegar a recibir de un "hombre" era el un lobo que le marcaba territorio con una mor­dida. ¡Qué desastre! Por suerte tenía amor propio; era leal, la fortalecía y jamás la decepcionaría.

Francesca se abrazó a sí misma y forzó la sonrisa más grande que pudo.

—Todo va a salir bien —se convenció a sí misma—. No volveré al Báthory, no seré una ofrenda. No puedo ser obediente, no después de esto.

—Francesca —volvió a llamarla Víctor.

Esta vez, la muchacha se sobresaltó ¿acaso no se había ido? Ni siquiera lo oyó regresar.

—¿Qué? —preguntó temerosa.

—¿Con quién hablas?

—No hablo con nadie.

—Puedo oír tras las puertas, soy un vampiro.

—Y un chismoso —afirmó la blonda, siendo tan agria como pudo.

—No cambies el tema.

Francesca sintió su sangre descender, había hablado bastante bajito, de todas formas, Víctor no tenía que entrometerse.

La puerta se abrió. Víctor desvió su vista al suelo, en donde estaba la chica encogida y con el rostro asustado. Pero a donde su mirada se desvió, fue al bulto en su hombro, la camisa gris estaba oscurecida justo ahí.

—Estás lastimada —afirmó acercándose a ella.

Francesca retrocedió, arrastrándose con manos y pies.

Estoy bien.

—Esa herida que escondes no ha dejado de sangrar. —Esta vez, el profesor se volvió serio—. Alguno de los chicos podría ayudarte a sanar.

Al oír tales palabras, el temor de Francesca se transformó en un enojo sin comparación. Su boca se abrió a más no poder, su contemplación encrespada se clavó en la última persona a la que pensaba insultar.

—¡¿Qué?! —Ella se puso de pie, con una impertinencia sin precedentes—. ¡No van a ponerme los colmillos encima nunca más!

Víctor abrió sus ojos estupefactos tras sus cristales. No espe­raba una contestación como esa, menos viniendo de la siempre delicada Francesca.

—Entiendo si no quieres —respondió, tratando de no mostrar emoción—. Solo se trata de que sanes más rápido. He visto como intentabas ocultar lo que tienes ahí.

Los ojos de Francesca se colmaron de lágrimas, ella estrujó sus puños para contenerlas en su lugar. Odiaba llorar, odiaba sentirse mal. Detestaba que no la vieran sonriendo, que notaran su agotamiento.

Ya no podía sostener la sonrisa, ya no podía sostener la farsa.

—En todo caso, usted debería hacerse cargo —dijo ahogada en angustia—. ¡Todo fue su culpa! —le reprochó.

—No puedo morderte —indicó Víctor tragando saliva—. No lo hago hace siglos, además, sé cómo te sentirías. No es un sen­timiento que quiero provocarte.

Francesca sonrió, pero en ese gesto sus lágrimas se liberaron. El aguacero rodó por sus pómulos inflados por esa falsa y resen­tida mueca.

—Lo sé —dijo casi riendo—. Usted me conoce, sabe cuan sucia soy. Es demasiado caballero para mí, ¿no es así?

Víctor intentó decir algo, pero luego se silenció. Se quitó los anteojos, los guardó en su bolsillo y frotó sus ojos. Estaba exte­nuado, estresado por lo que tenía que oír.

—Eres una niña, ¿acaso no recuerdas cuando fui al orfanato? Me pediste que te adoptara —dijo, pero ante la cara de sorpresa de la muchacha, él entendió que era muy chica para recordarlo—. No puedo verte más que como a esa pequeña de aquel día. Soy tu profesor, tu tutor y tres siglos mayor que tú.

—A cada tipo que se aparecía le pedía que me adoptara, y usted no debe haber hecho nada para ser recordado. Y, dudo que todas esas excusas sean un impedimento para amar —respondió Francesca, desabrochando los primeros botones de su camisa—. No soy una niña, nunca lo fui. De hecho, ahora soy una mujer, la flamante esposa de un licántropo.

Francesca terminó por desnudar su hombro para poner en evidencia la herida que la atormentaba. Víctor abrió sus ojos, denotando más que sorpresa, expresando cierto horror ante la purpurea y sangrante mordida. Él se acercó negando con su ca­beza. Esa idea había estado entre sus posibilidades, no creía que su predicción se hubiese cumplido.

—Parece impresionado, profesor —señaló Francesca simu­lando una sonrisa—. Así es el "amor" de los lobos. Rudo, in­coherente, violento. Usted, que es tan centrado y racional, no podría entenderlo. Esos tipos marcan a sus parejas de este modo.

—Tú ganas —respondió el profesor, soltando un largo sus­piro—. Voy a quitártela.

—¡No! —Francesca lo detuvo—. Si me escuchó antes, dije que no quiero que me vuelvan a morder. Y si usted oyó tras la puerta, sabrá que no tengo intenciones de regresar al Báthory.

—No vas a hacerlo —reveló Víctor—. Luego hablaremos de eso. Pero no volverás a ser una ofrenda. Así que no debes preo­cuparte. Por eso, hagamos esto rápido. Voy a quitarte esa marca.

Francesca notó que esta vez el profesor estaba decidido a morderla. Ella se alejó tres pasos, quedando de espaldas contra la pared. No había medido sus palabras. Quería que él se sintiera culpable y lo había logrado. Víctor quería borrar esa marca de su cuerpo, sin embargo las dudas emergían. ¿Y si Tommaso había logrado su cometido? ¿Y si había un lobo formándose dentro de ella? ¿Qué sucedería si él la mordía? ¿Le afectaría? Porque ade­más de ser un lobo también sería su hijo, ¿el lobo moriría? ¿Se convertiría en vampiro? ¿Y si moría ella también?

Francesca envolvió su vientre entre sus manos, el terror a la incertidumbre la invadió.

—¿Te preocupa? —preguntó Víctor acorralándola contra el muro.

Volviéndose asustada como una liebre en una jaula, Fran­cesca se volvió pavorosa. Las palabras no le salieron. "¿te preo­cupa?" él preguntaba, ¿a qué se refería? ¿Él lo sabía?

Víctor hizo un mohín de desagrado al ver la última expresión que quería provocarle a Francesca: miedo. Él sacó de su bolsillo una daga de plata. Era brillante y plateada como la luna, así como filosa y amenazante. Él la acercó con cuidado al vientre de la muchacha.

—Si hay un lobo en tu vientre ya debería sentir la plata quemándolo, morirá fácil, todo acabará.

Ella sintió como el aire abandonaba sus pulmones, asfixián­dola en la desesperación. Más cerca tenía el metal, más era el terror.

—¡No! No lo hagas —gimoteó.

Él arrojó la daga al suelo.

Francesca titiritaba sin poder contener las lágrimas que esca­paban de sus ojos. El profesor Víctor extendió sus brazos para envolverla en los mismos. Las cataratas llenas de angustiosa agua no se detenían. El abrazo que siempre había soñado se daba de un modo justo para sostenerla, pero en un momento dema­siado oscuro como para apreciarlo del modo que quería.

—No sucederá nada malo, te lo prometo —susurró él, hun­diendo sus dedos entre la melena rubia—. Voy a quitarte la marca y cuidaré de ti. Ya no llores.

Si despegarse del vampiro, Francesca asintió. Él, con cuidado y con algo de impresión, corrió los cabellos que caían sobre la marca. Cuanto más la observaba, más podía imaginarse el dolor sufrido. Era algo bestial, admiraba a Francesca por soportarlo. Él no recibía heridas desde hacía mucho, creía haber olvidado algo como el dolor físico, pero esa lesión parecía querer recordárselo.

Tomando aire, Víctor llenó sus pulmones. Estaba por hacer algo inimaginable. Morder a una persona se alejaba de todos sus planes. No podía calcular el modo en el que se comportaría su cuerpo. El solo oler el perfume de la sangre lo alborotaba, podía disimularlo, no era un chiquillo descontrolado. Sin embargo, beber esa sangre, directamente drenada de las venas, era un pla­cer culpable que había desatado guerras enteras, ese era el pe­cado por el cual los condenaban a los vampiros a las penumbras.

Víctor chasqueó la lengua. No podía decidirse. Al final resol­vió que lo mejor era ir lo más lento posible. Recordaba como Azazel se había subido sobre Elizabeth, como una bestia, dre­nándola por completo en cuestión de segundos. No podía dejar que su lado atroz le ganara.

Un ligero y húmedo, cosquilleo recorrió el hombro de Fran­cesca, al sentir una lengua pasearse por su herida. Ella, que tan sumida en su llanto estaba, se sobresaltó clavando las uñas en la espalda de quien la sostenía.

Él saboreaba de a poco la sangre, la piel, la lesión. La taqui­cardia lo invadía como un huracán, su respiración se volvía errá­tica al momento que sus pupilas se dilataban. Su lengua oscilaba cada vez más rápido alborotando sus sentidos, obligándolo a segregar más saliva de lo habitual. El cuerpo de Francesca había comenzado a estremecerse, a arquearse al sentir los jadeos áspe­ros, las lamidas desesperadas del hombre al que creía hecho de hielo.

—¿Qué está haciendo? —dijo ella limpiando su llanto con la manga de la camisa.

Él no respondió, tan solo intensificó los movimientos de su lengua, recorriendo la herida, deslizándose hasta el cuello, au­mentando su agarre. ¿Acaso no iba a morderla? Solo la lengüe­teaba. Víctor se estaba comportando de un modo extraño y ani­mal, el efecto de la sangre se hacía notar.

—Si te muerdo... —resopló, a punto de quebrarse—. No po­dré contenerme, esto es demasiado para mí.

Víctor estrechó a la jovencita contra su cuerpo. Ella sollozó a pesar que no dolía tanto, en realidad su cuerpo cedía al regocijo que le provocaba ser saboreada con tanta pasión. No podía eva­dirlo, ¿cómo hacerlo? Era su maldito sueño hecho realidad en el peor momento de su vida. A pesar de eso, debía mantener su endereza.

Francesca se liberó del agarré de Víctor y corrió algunos pa­sos detrás de él.

Él, aún aturdido, giró su vista desesperada hacia ella. Sus pu­pilas se mostraban ennegrecidas por completo, sus labios y mentón manchados con la sangre derramada; su cabello perfecto era un desastre. Era temible, algo inesperado.

—¿Profesor? —preguntó Francesca al verlo perturbado de ese modo.

—Fran... —dijo él en un gruñido acongojado.

—¿Puede calmarse?

—Sí, lo siento —respondió avergonzado, limpiando los restos de sangre con su mano.

Ella volvió a acercarse hacia él, esta vez, con cada paso que daba, desabrochaba uno a uno los botones de su camisa. Cuando estuvo frente a frente, supo que él hacía un esfuerzo sobre hu­mano por aplacar sus impulsos demoníacos. Podía notarlo con el incremento de saliva que se corría de sus comisuras, en la ma­nera que evitaba respirar el aroma de la sangre y su vista enlo­quecida no podía posarse en ningún punto fijo.

Trescientos años de abstinencia tenían interesantes conse­cuencias, pero él seguía manteniendo a la bestia enjaulada, aun­que ésta pretendiera desgarrarle el alma.

Poniéndose en puntas de pie, Francesca tomó el rostro del vampiro entre sus manos, él cerró sus ojos apretando su mandí­bula, la tibieza humana lo derretía. Él deslizó sus fríos dedos en la cintura de ella, recorriendo su contorno; el de sus caderas, el de sus pechos.

Aunque la culpa lo matara, debía convencerse que Francesca no era una niña ni la podía seguir subestimando.

Ella acercó más su rostro hacia él, y él volvió a abrir los ojos. Los labios rosados de la joven le suplicaban, en silencio, que la uniera a él con un beso. La nuez de Adán del él hizo un rápido movimiento ascendente y descendente, como quien ante los ner­vios se atraganta con sus propias inseguridades.

—No sé —dejó escapar el profesor, advirtiendo lo que quería la muchacha.

—Está bien, yo lo ayudo a decidirse —respondió Francesca corriendo sus manos por el cuello de su amado.

Él, con el temor propio de un niño, acarició las mejillas es­ponjadas de Francesca con el reverso de su mano. Poco a poco fue acercando su rostro al de ella. Ambos vibraban, la electrici­dad los invadía. Los nervios los carcomían provocándole palpi­taciones al momento justo en que sus labios se sellaron con ter­nura. Se quedaron un momento unidos, con sus alientos colisio­nando, sin saber para donde moverse, pero a punto de volar en mil pedazos. Los labios se enredaban, adentrándose uno sobre otro, moviéndose para fundirse más y más. En un beso deseado, en un bálsamo con sabor a miel y sangre. A veces suave y otras más violento, hasta atraparse en un abrazo que los mantenía uni­dos y seguros.

Víctor se separó sofocado, temblando, en su mente seguía una lucha interna entre lo que era honesto y lo que más anhelaba. Ella lo miró suplicante "por favor, no des marcha atrás".

Sus impulsos ganaron. De un tirón le quitó la camisa deján­dola desnuda, la alzó para lanzarla sobre la cama, y allí continuar con su beso, con las caricias que querían recorrerle todo el cuerpo.

—Muérdeme ahora —rumió Francesca, desabrochándole los botones de la camisa.

Él asintió cerrando los ojos. Era una promesa. Debía quitarle la marca del lobo y dejarle la suya.

Los relucientes colmillos de Víctor centellaron, las gotas de saliva caían sobre la piel de la humana, ansiaba con locura drenar cada gota de esa sangre joven. Él decidió no dudar más; y, con un rugido gutural, le enterró sus colmillos en la tierna carne del cuello. Ella dejó escapar un agudo alarido. El dolor era intenso, pero como siempre, se volvía progresivamente celestial, embria­gante. Los gritos se volvían suaves gemidos, que incitaban a su depredador lujurioso a continuar con su hazaña.

La sangre se resbalaba tiñendo las sábanas, las pieles. La marca de Francesca se recomponía, la herida lobuna cerraba a una inconmensurable velocidad. Lo que se creía imposible para cualquier mundano estaba sucediendo. El hombro de la mucha­cha pronto quedaría libre de ataduras. Víctor logró separarse, al notar que, no solo la marca había disminuido, sino que Francesca estaba a punto de perder la razón entre suspiros orgásmicos.

—¡Fran! —exclamó con la sangre escapándole de los labios.

—Es- estoy bien, profesor... —suspiró exhausta, con las me­jillas enardecidas.

Él respiró aliviado, y con el dorso de su mano limpió su boca, para luego terminar de quitarse el saco y la camisa ya desabro­chada.

—Ya no me llames así —dijo él, antes de apoyar sus labios contra los de Francesca.

Ella sonrió desde lo más profundo de su ser. Ya, sin miedo, acarició la espalda de Víctor, quien estaba decidido a darlo todo hasta el final. Así que, sin separarse del beso, deshizo el engan­che de su cinturón para quedar igual que ella. Ambos, pudieron tocarse como deseaban, sintiendo sus cuerpo friccionarse excitados.

Víctor acarició la entrada de Francesca, ya lista para lo que siguiera. Él podía sentirse tranquilo de estar haciendo las cosas bien, a pesar de que nunca haberlo hecho por iniciativa propia, por elección. Esta vez era diferente, quería hacerlo y quería ha­cerla sentir de esa manera. Mantenerla con el cuerpo encendido todo el tiempo que pudiera.

Él entró en su cuerpo, de forma lenta y pausada. Ella agarrotó un suspiro, sabiendo lo que podía desatar en él. Y, envolviéndose entre sus brazos, atrapándose entre besos, continuaron movién­dose de forma calmada hasta que ya no pudieran más.

Adam y Demian parecían estar jugando una carrera. Como caballos, subían por la escalera. Los dos querían ser los primeros en reencontrarse con Sara. Poco les importaba estar hechos un desastre; sucios, ensangrentados y con las ropas despedazadas. Aprovechando la distracción de sus compañeros, competían por ganarse puntos de cariño.

—No corran por los pasillos —protestó Tony al toparse con ellos.

Los dos se detuvieron asombrados por su aspecto. Impecable, en ropa interior, descalzo y despeinado. Lo peor era oler las fe­romonas de Sara regadas en toda su piel, y que en sus manos llevaba una bandeja con un suculento desayuno.

—No te metas, Tony —dijo Adam, siendo provocativo—. ¿Ahora eres nuestra mamá?

—Supongo que los huerfanitos necesitan una —respondió ar­queando una ceja—. Parecen dos niños.

—No me importa lo que digas —dijo Demian—. Quiero ir a ver a Sara, ¡rápido! ¡Ya, ya, ya!

—Tú ve, y llévale el desayuno. —Tony le entregó la bandeja a Demian—. Contigo quiero hablar, Adam —dijo interponién­dose en el camino del rubio.

Demian sonrió burlón, poco le importaba Adam, así que si­guió con su camino.

—¿Qué mierda quieres? —refunfuñó Adam.

—Estuve con Sara, ya arreglamos nuestros problemas —dijo Tony, sin cambiar de expresión.

Adam comprimió sus muelas y arrugó su ceño.

—¿Y qué ha decidido el señor Leone? ¿Será tu ofrenda, tu amante...?

—Mi novia, nuestra novia. Terminé todo lo que tenía con Clarissa para estar con ella —respondió Tony—. Así que, si piensas un poco, sabrás que soy capaz de pararme frente a una jauría de lobos por ella. Por eso mismo consiento que esté contigo y los demás, ya que tienen el mismo valor. Espero que lo sepas aceptar, sé que nuestra relación ha quedado tirante desde la última vez.

—Si ella está bien, estaré bien. —Adam rodeó sus ojos y tronó sus dedos—. Pero ante un nuevo error no te lo perdonaré, y ni se te ocurra hacerla llorar otra vez.

—Dejaré que tu puño no falle si eso sucede.

Tony hizo una media sonrisa y se alejó bajando por las esca­leras. Adam suspiró maldiciendo por el hecho que Demian hu­biera ganado la carrera. Ahora tendría que esperar un momento si no quería despertar el lado oscuro del Nosferatu.



Demian abrió la puerta con cuidado, con su única mano libre. Tenía suma precaución de que no se le cayeran las cosas que llevaba; café, croissants, jugo, frutas. No obstante, todo su cui­dado tambaleó en cuanto la vio.

Sara dormía en medio de la cama, desnuda, envuelta con sutileza en las sábanas. Parecía estar teniendo una pesadilla por la forma en que movía su cuerpo y sus labios, ella babeaba y en­corvaba sus cejas con preocupación. Aun así se veía hermosa. Su cabello brillaba como una noche estrellada, su piel transparente resplandecía gracias a los rayos del sol que entraban por la ventana. Era un maldito sueño. Demian ansiaba lanzarse a morderla toda, hasta teñir la habitación de rojo, pero no podía hacerlo, pensarían mal de él, todavía más.

—M-mierda... —tartamudeó.

Procurando no hacer bullicio, se acercó a ella. Conteniendo sus impulsos grotescos, se recostó a su lado, de modo que observaba su rostro de más cerca. Él rozaba con sus dedos su cabello, y lo corría tras su oreja. Si bien lo intentó, no pudo soportarlo más, aproximó sus labios a los de Sara y la besó con suavidad. La boca de ella parecía deshacerse de tan tierna que era. Él, siguió dejando pequeños besos en su mejilla, en el cuello, en el hombro y en el brazo. Estaba decidido a despertarla con sus arrumacos, y ella, mucho más no pudo aguantar.

Sara se desperezó con una sonrisa debido al cosquilleo de las caricias. Con sus ojos aún cerrados, estiró sus manos hacia el rostro su acompañante. Demian mordió sus labios al sentirse mimado por esas pequeñas y tibias manos. Ella, sin mirar, recorría el rostro de él, quizás, tratando de adivinar de quien se trataba. No tardó demasiado en hacerlo. Rostro delgado, cabello enmarañado, nariz afilada, ojos grandes de pestañas tupidas y labios finos.

—Demian —suspiró alegre antes de abrir sus ojos.

Demian, como un estúpido, se sintió feliz como nunca. La verdad tenía miedo que lo confundiera con otro, hubiese enloquecido.

—Sara... —gimió con la vista empañada en lágrimas—. Te extrañé, te extrañé demasiado.

Ella mordió sus labios conteniendo una sonrisa sincera. Jamás había estado tan feliz de ver a ese demente, sin contenerse, lo atrapó en un fuerte y sorpresivo abrazo. Demian sintió su sangre subírsele a la cabeza, su corazón daba vueltas y vueltas.

—Lo siento —susurró Sara, enterrando sus dedos entre el en­redado cabello cobrizo—. No pensé en la posibilidad de que in­tentaran buscarme.

Demian tomó aire para dejarlo escapar en un suspiro, intensi­ficó su abrazo al punto de hacerle tronar los huesos de la espina Ella lanzó un quejido, pero le correspondió de igual manera.

—Te amo. —Demian susurró a su oído—. Puedo ser raro, siempre dicen eso de los Nosferatu, pero no soy un mentiroso, d-de verdad te amo.

Sara se apartó de él solo para contemplarlo. Tan solo podía ver sinceridad en su mirada; tan solo veía a un maldito vampiro enamorado que le repetía esa frase sin cansancio.

—Me gustas y te quiero, Demian —confesó Sara, clavándole la mirada, quería responderle con la misma sinceridad—. Lo­graste agradarme tanto que fuiste el primero al que consentí para beber mi sangre. Recuerdo que me sentí enamorada cuando nos acostamos juntos, a pesar de todas tus locuras.

—Si me dejas estar contigo, quizás algún día... —dijo él ba­jando la mirada

—Tengo problemas. —Ella lo interrumpió—. Mi cabeza es un desastre a un nivel que no te imaginas. No me conozco, y no quiero decir cosas que no comprendo, pero puedo decirte que quiero estar contigo, que me gustas y te aprecio. Y, puedo jurar que lo que más quiero es poder devolverte esos sentimientos que me expresas.

—Lo haces, aunque no lo digas —sonrió Demian—. Eso me es suficiente.

Él se acercó una vez más a los labios de Sara, pero un portazo en la habitación terminó por asustarlos. Era Adam, ya no sopor­taba tener que oír tras las paredes sus cursilerías.

—Bien, Nosferatu, puedes prenderme fuego, pero no puedo soportarlo más —dijo Belmont, notando cómo se dibujaba la más hermosa sonrisa en el rostro de Sara.

Ella, pegando un brinco de su cama, corrió hacia Adam. Su cuerpo desnudo, y aún tibio, lo envolvió por completo. Él so­portaba su emoción, respondiéndole con besos exasperados en la boca, en el cuello. Demian desvió la mirada, todavía sentía mo­lestia al verla con otro, pero así eran las cosas. Oír su risa, ver su sonrisa, esa que tanto costaba sacar, lo valía todo.

—Sara, mierda —gruñó Adam antes de quebrarse—. De ver­dad estaba desesperado.

—Ya estoy a salvo, gracias a ustedes —respondió desha­ciendo su abrazo para cubrirse con la camisa—. ¿Y los demás? Quiero verlos a todos.

—Joan seguía malherido —respondió Demian.

Y los gemelos caminaban como si tuvieran piedras en los zapatos —añadió Adam—. Vi que se quedaron hablando con Azazel.

—Me alegro que todos estén bien —respondió Sara, aboto­nando la ropa que parecía de Azazel.

—Sí, salimos corriendo justo a tiempo —dijo Demian—. No es como si hubiésemos podido matar a esos perros. Además tu­vimos suerte que un lobo blanco nos salvara.

—¿Un lobo blanco? —preguntó Sara consternada, solo se le cruzaba una idea y era certera.

Los chicos asintieron contentos, no tenían idea.

Ella sacudió la cabeza tratando de olvidarlo. Fuera Tommaso o no, estaban exentos de peligro. Tampoco iba a agradecérselo luego que quisiera matarla, era lo menos que podría haber hecho por ellas.

Por el momento era tiempo de celebrar. Por fin las cosas sa­lían bien, y aunque en su cabeza no dejaran de fluir las dudas sobre el futuro, prefería ignorarlas. De verdad le estaba gustando sonreír, reír, abrazar y besar sin culpas ni falsedades.

Sara apreciaba la compañía de los chicos, ya no cabía la idea de ser solo un juego para ellos, por eso debía pensar en cómo corresponderlos de forma debida.

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