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39.Agridulce

El auto de Víctor avanzaba por la carretera. Ahora, que el galpón se veía como un punto efímero en el horizonte, podía respirar aliviado. Bajando la velocidad, se atrevió a desviar su vista hacia Francesca. Ella agarraba sus piernas, envuelta en sus brazos, miraba hacia un punto ciego. Permanecía en absoluto silencio, con sus rodillas raspadas y su rostro tan sucio como su ropa.

—¿Estás herida? —preguntó él.

Francesca negó con la cabeza baja.

—Huelo tu sangre —insistió el incrédulo profesor.

—Solo me doblé el tobillo, nada grave —respondió ella.

La verdad era que su "anillo de matrimonio" se había abierto con el tropezón. Sangraba un poco y nunca había dejado de do­ler, por lo que desde el principio prefería ignorar esa herida es­pantosa en su hombro. No obstante, Víctor notaba como la ropa de su acompañante se tenía de sangre justo allí.

Víctor decidió no insistir.

El camino habría seguido de un modo silencioso, de no ser por esa silueta bestial que apareció en medio de la noche.

—Maldita sea, ¿acaso es un lobo? —murmuró él, cuando vio un perro, de tamaño descomunal, interponerse en su camino.

Francesca saltó de su asiento, miró por la ventana. Era Tommaso en medio del camino; estaba vivo, y mucho más en­sangrentado que antes. Se acercaba con lentitud hacia ellos, pa­recía muy malherido, rengueaba, y por su boca chorreaba sangre.

Víctor aceleró con el mero propósito de atropellarlo, pero Francesca tomó el volante y obligándolo a girar fuera del camino.

—¡¿Qué haces, Francesca?! —bramó el profesor, al ver como el lobo se había salvado.

—¡Está herido! ¡¿Pensabas matarlo de esa forma cobarde?! —gritó ella a punto de llorar, para luego ver en el retrovisor la imagen del lobo "rojo" alejarse de su vida, dándole una mirada entristecida que le rompía el corazón.

Víctor no dijo nada al respecto, Francesca le gritaba con im­pertinencia. Esta vez no podría darle un sermón sobre los peli­gros de tomar el volante, no era el momento. Tan solo siguió recto por el camino, sin atreverse a realizar ningún comentario; la culpa lo carcomía.

El viaje fue largo y tedioso. Atravesar la carretera en ese es­tado, con la incertidumbre de saber si los demás habían sobrevivido, no era algo agradable. En cuanto podía, el profesor del Báthory, prestaba atención a Francesca. Ella, que tan habladora parecía, no pronunciaba palabra alguna, no se movía de su lugar. La idea de que la hubieran herido, donde no podía percibir, lo tensionaba más. No solo se trataba de una culpa por haberla dejado sola, en la noche del Sabbat, sino, que él mismo la había elegido para ser una ofrenda. Nunca lo había hecho por descarte, o con mala intención, pero de enterarse que él había escrito sobre su destino, era algo que seguro no le agradaría escuchar.

Al contrario de lo que cualquiera podía creer, él le había di­cho a Azazel que la eligiera. La mala salud de Francesca podía ser contrarrestada a través de las mordidas de los vampiros. Pero ahora se replanteaba si tenía sentido seguir prolongando una vida la cual era un calvario.

Él no quería asumirlo, pero suponía que en esas semanas con los lobos nada bueno había pasado. La sangre en su hombro, el lobo en el camino, la información que recopilada sobre los li­cántropos, y sus trescientos años de experiencia lo llevaban a conjeturar cosas que lo asustaban.

Ingresando a una nueva ciudad, el vehículo los fue guiando por calles poco transitadas, hasta llegar a una casa de enrejado plateado. Era una morada amplia de dos pisos, rodeada de árbo­les y brillantes luciérnagas. Nadie lo sabía, pero era una vieja casa que utilizaba Azazel, cada vez que tenía que ir a hacer dili­gencias a la ciudad.

Víctor aparcó la camioneta cerca de la entrada. Francesca ob­servó los alrededores, no podía apreciar demasiado el ambiente, pues todavía no amanecía. El profesor descendió del vehículo, Francesca trató de seguirlo sin decir una palabra, pero antes de que intentara poner un pie en el suelo, él la detuvo.

—Tu tobillo luce terrible, no te atrevas a caminar así —or­denó, tomándola de la cintura para sentarla sobre su brazo, como si no pesara más que una pluma.

—¡Puedo sola! —exclamó abochornada.

—De ninguna manera. —Víctor ajustó su agarre.

De forma instantánea, Francesca enredó sus brazos en el cue­llo de su profesor para no caer. De repente, esa situación, que bien podría confundirse con amabilidad, terminó por espabilarla. No era el momento más apropiado para andar tonteando, mas no olvidaba sus sentimientos. La efervescencia del amor se le subió hasta la cabeza al punto de sentirse como un chocolate al sol. Su corazón bombeaba más sangre de la que había en sus venas, y con cada paso que daba Víctor hacia la entrada, rogaba al cielo que ese momento se detuviera para siempre. Ella quería aprove­char el momento que le costaba una pierna rota. Con delicadeza y disimulo resbalaba sus dedos hacía el cabello fino y oscuro de su "amado" y acercaba su rostro al de él para sentir su fragancia, la misma que tenían todas las personas que pasaban sus días en­teros en el Báthory; rosas, sangre, libros viejos de portadas de cuero, y algo de perfume masculino.

Francesca se embriagaba en su imaginación, en su absurdo deseo adolescente. Hasta que sintió el frío sillón en donde Víctor la sentó de un brusco sopetón.

—Voy a buscar algo para curar eso —dijo señalando el tobillo.

El tobillo de la joven estaba hinchado y azulado. Era más que un simple esguince, era un desastre. Francesca volvió en sí, al verlo alejarse en esa casa de mobiliario vintage, floreado con olor a abuelita. Recostó su cabeza pudiendo sentirse a salvo. To­davía le costaba asimilar que la habían rescatado.

Podía sentirse tranquila, tenía fe que las chicas serían liberadas, y los chicos podrían con los lobos que quedaban. Después de todo, contaban con la ayuda de alguien tan fuerte como Tommaso. Era mejor tenerlo como aliado que como enemigo. Ese lobo era un coctel de intensidad y fortaleza, cuya única de­bilidad era un amor no correspondido y un hijo que no existía.

"Tommaso", ese nombre que prefería olvidar se le presentaba en su mente. ¿Estaría a salvo? Alguien lo había lastimado, él ya tenía sangre al momento de aparecerse. ¿Cómo habría reaccio­nado luego de enterarse de su complot con Adolfo? ¿Qué sería de su vida si había atacado a los suyos? ¿Lo asesinarían por trai­ción? ¿Quién curaría sus heridas? ¿Tendría donde pasar la no­che? ¿Tendría que comer?

—Tommaso... —balbuceó sin darse cuenta.

Francesca agitó su cabeza para tratar de desaparecerlo de su mente. No quería olvidar el daño por culpa de algo de amabilidad. Intentar asesinar a Sara, hacerle una horrible mordida, y mantenerla en su habitación con el fin de embarazarla. Tommaso era un ser diferente, era un animal, o un psicópata irracional, daba igual. No podía perdonarlo o tratar de entenderlo, ya no tenía caso preocuparse por alguien como él. Era momento de olvidarlo para siempre.

—¿Estás bien? —preguntó Víctor a encontrar a la chica agi­tando su cabeza con furia.

—¡S- sí! —afirmó volviéndose colorada—. Pensaba en las chicas. Sara quedó atrás y...

—Los chicos no se permitirían fallar, no pueden hacerlo —respondió arrodillándose ante ella para tomarle el pie.

Francesca ahogó un quejido por el dolor que le provocaba su tobillo. A la vez se avergonzaba de estar tan sucia frente al pro­fesor. A él no le importaba, limpiaba con sumo cuidado la he­rida, la tocaba con la delicadeza que se tocan a los conejitos re­cién nacidos, haciendo del dolor, un leve y embarazoso cosquilleo.

—¿Salvó a alguien la noche del Sabbat? —Francesca rompió el silencio.

Víctor levantó la mirada, en el momento justo que terminó de colocarle un vendaje. No habló, tan solo asintió con la cabeza. Con trescientos años podía deducir que esa no era una pregunta inocente, era puro resentimiento.

—Me alegro —respondió ella—. No ha sido en vano.

El vestigio de tristeza que derramaba al decir esto, provocaba en Víctor un nudo de angustia. Francesca volvía a ser un sacrificio para que otros vivieran, el destino le indicaba haber nacido para ser una ofrenda, dentro o fuera del Báthory. Eso es lo que se traducía en su falsa alegría. Le importaba una mierda que los demás vivieran, era agotador no tener un respiro, estar al servicio de otros.

El ruido de la motocicleta alertó a Víctor, salvándolo de una incómoda situación. Tony arribaba a la vivienda con Sara desfallecida en sus brazos.

Francesca corrió hacia su amiga, de inmediato tapó su boca ante la catástrofe que se le presentaba.

La imagen que exhibían era la misma de una película de horror. Sara, con espantosas ci­catrices y desmayada; Tony, despeinado y herido por doquier. Ambos bañados en sangre, con sus ropas destruidas. Ambos, apestando a muerte.

—¡Dios mío! —exclamó Francesca, horrorizada.

—Está bien. —Tony le ofreció una mirada amable—. Demian la salvó, y yo la he mordido una vez más en el camino. Sus heri­das ya no sangran, vivirá.

—Pueden asearse —indicó Víctor a Tony y Francesca—. Yo haré guardia y esperaré a los demás.

Con un arma en las manos, Víctor comenzó a cargar balas plateadas en caso de una represalia. Francesca y Tony le hicieron caso. La jovencita rubia ingresó a una habitación, la cual tenía su baño personal. Lo mismo hizo Tony, con Sara en brazos, diri­giéndose a la habitación de enfrente.

—Tal vez debería encargarme de ella —dijo la rubia, al ver como el vampiro pretendía entrar al baño con Sara.

—Tu tobillo se ve terrible, Fran —respondió el muchacho—. Y el peso muerto de Sara no es broma. No me aprovecharé de la situación, si esto te preocupa.

La joven se puso roja al instante, se sintió estúpida. Era verdad que Tony no era Jack, aun así quedaba extraño.

—No quise decir eso. —Francesca desvió su mirada, y luego lo volvió a mirar a los ojos—. Por otro lado, gracias, Tony. Ni Sara ni yo teníamos esperanzas.

Tony asintió, sin más que decirle, desde su perspectiva era lo que le correspondía, y lo que ansiaba hacer.

Ya en la habitación; Tony comenzó a llenar la bañera con agua, procurando que la temperatura fuera perfecta para una humana. Luego, dejó a Sara en un rincón del baño. Se quitó su chaqueta y su camiseta, sus zapatos y sus pantalones quedándose en ropa interior. Nada de sus prendas servía, si no estaban bañadas en sangre estaban destrozadas a arañazos y mordidas; por lo que metió todo en un cesto para la basura. Ahora le tocaba el turno a Sara. Él mordiscó su labio algo pensativo, luego de pedir a Francesca que no se preocupara, pensaba en una manera no depravada en la que un hombre desnudara a una chica desmayada.

—Vamos, Tony —dijo a regañadientes, acercándose a Sara—. No es el momento de comportarte como idiota.

Primero sus zapatos, luego tragó saliva para quitarle el ves­tido y arrojarlo a la basura.

Sin desnudarse, y sin desnudarla por completo, la levantó para sumergirla en la bañera junto a él. Así sería más fácil lim­piarla, y tardarían menos.

Tony se metió primero, apoyó su espalda en la pared, y co­locó a Sara entre sus piernas, con la espalda en su pecho. Enca­jaban justo, la bañera era a medida de los dos.

Con el duchador de mano mojó su propia cabeza y luego la de ella. El agua se volvía rosada de a poco. Luego tomó el jabón, y un poco apenado, empezó a deslizarlo sobre la piel de la mucha­cha, frotando por las zonas en que la sangre se seca era más difí­cil de limpiar: el brazo, la espalda, las piernas. En un momento, por tratar de ser suave, el jabón se le resbaló de las manos, yéndose entre medio de los muslos de Sara.

—¡Mierda! —gruñó para sí mismo.

Se estaba comportando como un completo imbécil, ni si­quiera entendía porque su corazón latía como el de una rata asustada. ¿Dónde estaba el gánster, el maldito temible vampiro Leone? Ah, sí, teniendo miedo de meter su mano entre los mus­los de una muchacha, buscando un jabón de mierda, sin quedar como un degenerado ante su conciencia.

Él tomó aire, y sin cuidado deslizó su mano entre las piernas de Sara, eran jodidamente suaves, ¿cómo era posible? ¿Cómo se sentiría tener una almohada como esa? ¿Cómo sería clavar sus colmillos y sustraer la sangre de algo tan tierno? ¡Qué delicia! Dormir la siesta entre sus piernas luego de consumirla sería ge­nial, el maldito edén.

Él apretó sus muelas tratando de disipar sus lujuriosos y ham­brientos pensamientos de vampiro, y siguió buscando.

—¿Dónde mierda te metiste? —refunfuñó.

—¡Ah! —Sara se retorció, estaba despertando—. ¿Tony? —preguntó al oírlo maldecir.

Por un microsegundo Tony no tuvo reacción, pero de inme­diato volvió en sí.

—¡Sara! —dijo sobresaltado, quitándole la mano, rozándole su femineidad.

Sara comenzó a agitarse desesperada, al tratar de levantarse, resbalándose una y otra vez. Tony intentaba sostenerla, antes de que cayera y se golpeara con algo.

—¡¿Dónde estoy?! —gritaba en un estado de frenesí y dolor.

Las heridas volvían a abrirse, la sangre salpicaba el suelo.

—¡Tranquilízate! —gritó Tony y la atrajo a su pecho de un fuerte tirón—. Estás a salvo.

—¿Qué me estás haciendo?—murmuró Sara al sentir su cuerpo semidesnudo contra el de Tony, su boca se frunció y aguantó el llanto, antes de escuchar su excusa.

—Nos estoy limpiando la sangre. —Tony le mostró el ducha­dor, tomando con ligereza el jabón que había salido a flote por sí solo—. ¿Recuerdas algo de lo que pasó? No podía dejarte así.

No era como si la amnesia fuera a ganarle, Sara recordó todo, hasta el momento en el que cayó dormida. De inmediato se vol­teó a ver su pierna y su brazo; tenían horribles costras rojizas y dolía como la muerte, aunque ya no sangraban

—Gracias —dijo entre dientes, tratando de levantarse.

Tony la volteó y la volvió a sujetar contra su cuerpo.

—No te muevas —dijo mojándole la cabeza—. Tienes sangre hasta detrás de las orejas. Y lo otro, puedes agradecerle a De­mian, fue más rápido que los demás, la pureza de su sangre, hizo que en un mordisco no perdieras la vida.

—¿Demian? —El corazón de Sara se aceleró.

<<¿Demian estaba allí?>>, pensó.

Tony rodeó sus ojos al ver esa maldita expresión de enamorada.

—Sé que no nos esperabas. —Tony le colocó champú y le masajeó sus cabellos—. Pero ellos no iban a abandonarte, yo tampoco.

Sara tragó saliva, sentía las manos de Tony tocarla con cui­dado, palpándola con sugestión, y algo de timidez, sin olvidar como era su situación con él. Ya le había dicho palabras bonitas, demasiadas, más que los demás, por lo que debía ser precavida antes de ser enredada en otra ilusión.

—Ya no hay más sangre —dijo Sara al ver su cuerpo limpio y el agua rosada yéndose por el drenaje.

Tony asintió previendo la incomodidad de la chica, por lo que salió de la bañera, tomó unas toallas y la ayudó a salir envol­viéndola en las mismas.

A cada movimiento, Sara hacia un gesto de estar pisando cla­vos, y es que el dolor de una mordida de un canino era algo in­tenso e impresionable. Por momentos solo le dolía el recuerdo de su carne triturada. Adolfo era despiadado, podría haberla asesi­nado en un mordisco y eso le provocaría temporadas de nuevas pesadillas.

Cual saco de papas, Tony sentó a Sara en la cama para secarla con las toallas.

—Puedo sola. —Con un leve tirón, Sara tomó las toallas.

Tony le dejó el trabajo, pero en cuanto ella quiso levantar sus brazos, chilló como cerdo en el matadero. El muchacho ladeó la cabeza con pena.

<<Tonta>>, pensó sin decirlo.

—Déjame hacerlo, por favor —rogó Tony, con una mirada lastimera, logrando que Sara se resignara a sus buenos tratos.

Tony prosiguió secándole el cabello. El aire entre ellos dos se cortaba con cuchillo, a pesar que tenían miles de cosas que de­cirse, guardaban silencio. Era el miedo de no poder entender las palabras del otro. De arruinarlo todo otra vez.

—Perdóname —susurró Tony en su espalda.

Era su deber hablar primero, su responsabilidad.

—Fue para limpiarme la sangre, lo entiendo.

—Por lo que sucedió en la granja —aclaró Tony.

—¿La granja? —Sara bajó la mirada y ladeó la cabeza—. Eso fue mi culpa, no debí interponerme, debiste golpear a Adam, ¡es muy insolente! De hecho, no debí ir allí, meterme en tus asuntos. Azazel casi me traslada por ello. Debió hacerlo, y me ahorraba todo esto.

—¡Sara! —gruñó Tony, con la voz resquebrajada, arrodillán­dose frente a ella—. Sabes de lo que te hablo. Te llamé ofrenda cuando te dije que serías mi novia, que te daría la dignidad que merecías. Fue cruel, injusto, te oculté cosas.

Sara apretó sus puños y desvió su mirada de él. Pensaba que nunca lo admitiría, o que nunca se daría cuenta del daño causado.

—Me ofendió, pero luego pude entenderte. —Sara fortaleció su postura—. Yo nunca fui tu novia real, ibas a tratarme de ese modo con la intención de que todos me respetaran. Fue un gesto lindo, pero nunca dejé de ser tu ofrenda, la comida. No debí entristecerme por algo tan superficial. A pesar de que quería usar ese título a mi favor, terminé por enredarme en mi mentira como una completa idiota.

—Jamás se me cruzó por la cabeza que irías a buscarme. No pensé que... —Tony se detuvo al sentir el cuerpo de Sara tensio­narse—. ¿Por qué lo hiciste, Sara? ¿Por qué fuiste por mí?

—Quería hacerlo, y la verdad es que me confundí, comencé a sentir cosas —dijo devolviéndole la mirada—. Me preocupaste, y no quería que te fueras del Báthory porque de verdad me agra­dabas, te apreciaba por todo. Al menos tu ausencia sirvió para conocer mejor a los demás, y entender que no iban a dañarme; en cambio, me consintieron en lo que quería. Estuvieron para mí. Más tarde, entendí que lo mejor era que te alejaras de esto.

—¿Alejarme de esto? —preguntó Tony, algo confundido, pero curioso por escuchar más.

—Esta relación ridícula que tengo con los demás. —Sara vol­vió a relajar su cuerpo—. Cuando te oí con Clarissa, supe que tenías una visión romántica de la vida, que querías ser como esas personas que vi pasear por la ciudad, con un solo compañero; entregando su corazón a un solo amor. Yo no podría darte eso jamás, porque soy una ofrenda, porque no podría elegir a uno solo de ustedes, porque no sé cómo debería ser una relación normal. Además, está claro que me trataste así frente a ella para que no se arruinara tu relación. A pesar que le decías que todo había acabado, no pudiste romper los lazos en ese instante.

Tony quedó perplejo, y de inmediato negó con la cabeza.

—Te equivocas, lo único que quería era un amor verdadero, no puedo pedir nada "normal" siendo un vampiro. Y si te refieres a Clarissa, todo lo que teníamos terminó esa noche. En parte, gracias a ti.

—¡¿A mí?! —Sara se sobresaltó.

—No es una acusación —rió Tony—. Ella no me amaba. Quería escalar en nuestro mundo y no la culpo. Clarissa quería ser libre como cualquier ofrenda. En cuanto se enteró que mi padre me pondría como su mano derecha a mí, y no a mi her­mano, ella volvió por una segunda oportunidad. De verdad pensé que iba enloquecer, porque la había idealizado demasiado.

—¿Qué tengo que ver? —preguntó Sara.

Me mostraste tu amor. —Tony sonrió—. Y pude darme cuenta de lo estúpido que era.

—No hice nada de eso —murmuró Sara, otra vez le hablaban de sus sentimientos como si fueran tan evidentes.

—Me salvaste la vida una vez, te preocupaste por mí, te pu­siste en riesgo. Nunca nadie hizo lo más mínimo por mí —co­mentó Tony con una mueca apagada—. Eso es amor, Sara, y en cuanto me di cuenta de eso, y que no pides nada a cambio, pero lo mereces todo, supe que no me importaría compartirte, supe que debía atesorarte mejor, que era a tu lado que debía permane­cer, que eran tus sueños los que quería proteger.

Al oír estas palabras Sara apretó sus ojos, era demasiado. Quería controlar su corazón, pero ¡mierda!, era difícil con una confesión así. ¿Quería volver a su lado? ¿Debía acep­tarlo? ¿Debía creerle? ¡Ah, qué idiota! Se había inmolado frente a los malditos licántropos, se había parado, sin miedo, frente a cinco de ellos sabiendo de sus masacres. No era un juego, nadie podía llevar una mentira tan lejos.

—No eres mi preferido. —Sara lo observó con seriedad—. Los chicos piensan eso, pero es mentira. No hay uno preferido; mi corazón está destrozado, mi dignidad, mi moral. No me queda nada. No me idealices a mí también, yo no sé amar, nunca he sido amada. No me gustaría que sufrieras por tener ilusiones conmigo.

Tony rió deslizando sus manos por los muslos de Sara.

—Puedes golpearme por lo que voy a decir, pero, por un lado que tu corazón esté destrozado es un beneficio, puedes darnos un poco a cada uno sin problemas.

Sara sintió sus ojos aguarse, era cruel y a la vez dulce. Tony era agridulce, le hacía sacudir el alma llena de sentimientos con­fusos, alegres y tristes, todos mezclados. Su forma de ser era avasallante, entraba en su corazón sin permiso, hacía lo que que­ría, tenía la fuerza y las palabras justas para hacerlo.

—No lo sé. —Sara tapó su rostro con sus manos, no quería que Tony la viera lagrimear, sus cuerdas vocales se anudaron en la angustia—. No tienes idea de cómo ha sido mi vida, no me conoces en lo absoluto. No los conozco a ustedes, no sé qué es el amor, pero estar con varios a la vez no lo es, es perverso, o no sé, porque aunque los quiera conmigo, aunque adore sus besos, sus palabras y caricias... siento que no tengo idea de lo que estoy haciendo.

Tony suspiró poniéndose de pie, quitándole las manos del rostro para poder ver esos ojos llenos de lamentos sinceros, des­consolados, llenos de apenados recuerdos, de naufragios, de un indescriptible dolor. Sara era sincera, y eso le bastaba.

—Sara. —Tony le habló, acercando su rostro al de la mucha­cha—. Lo sé, sé lo que sientes, por eso podría apostar todo lo que tengo, mi eterna vida, todo a ti y a esta relación extraña. Sé que lo vales. Sé que eres capaz de amar de verdad, y es lo mismo que ven los demás en ti, lo único que importa. Por eso prefieren compartirte a perderte. Yo quiero ser parte de eso, ¿puedes per­mitírmelo otra vez? ¿Puedo estar contigo y con ellos?

Sara ya no supo que responderle, la respiración de ese chico palpitaba en su rostro, los labios de Tony se habían acallado para escuchar la última palabra de ella. Sus penetrantes y afilados ojos oscuros la reflejaban en la espera, le suplicaban una respuesta inmediata.

—Yo... —dijo Sara en un gemido ahogado, deslizando su mano sobre la mejilla del muchacho.

—¿Tú qué? —preguntó él, en un ronroneo al sentirse acari­ciado de un modo tan dulce.

—De verdad lo quiero, me cuesta mentir y decirte que no, pero ¿qué hay si fallo? —confesó, sintiéndose estúpida por decir todo lo que pensaba.

—No lo harás. —Tony la tomó de los hombros y la tumbó de espadas en la cama.

Sara sintió su raro corazón vibrando con locura, Tony se co­locaba ahorcajas sobre ella. Los dedos fuertes del muchacho se habían deslizado por sus muslos antes de que pudiera percibirlo, su nariz palpaba su cuello desprendiendo soplos agónicos. Él no pudo más, su lengua húmeda la deslizó sobre el cuello de su presa, ahora, su novia.

Tony abrió su boca, dejando sus relucientes colmillos hacer el ademán antes de la mordida. Los dientes se hundieron en la carne, una gota de sangre se resbaló, Sara gritó para luego suspi­rar. Los químicos infernales, fusionados con su tibia sangre, pro­vocaban una reacción asfixiante, era una sobredosis de dopa­mina, de adrenalina.

Él no la succionaba, ya había perdido demasiada sangre, sin embargo la mantenía en su posición, disfrutando de ese sádico padecimiento. Tony aprovechaba la situación para recorrer el cuerpo de Sara con sus manos. ¡Era demasiado suave y blanda! El contorno de su cintura, su vientre, sus delgados brazos, sus mejillas, sus piernas. Él la liberó de su mordisco solo para poder ver el goce en su expresión. La boca semiabierta de Sara, sus ojos entrecerrados, suplicantes, sus mejillas sonrosadas. Ella era evidente, le gustaba, se excitaba y no podía hacer nada para evi­tarlo.

Tenerla de ese modo, a su merced, lo estimulaba de igual modo. Tenía su entrepierna palpitando. Era un vampiro, y tam­bién un hombre.

—Quiero hacer el amor contigo —gruñó Tony, deslizando sus manos hacia los pechos que seguían tapados con la ropa interior mojada.

—¿El amor? —repitió Sara en forma de pregunta.

Esa dulce propuesta era algo que podía negar. Él se había en­cargado de prepararla para que su respuesta fuera un sí, era in­justo. Si se lo proponía, Tony podía ser diez veces más manipu­lador que ella. Agradecía que en él no hubiera maldad. Sara asintió, conteniendo algunas gotas en sus ojos. Otra vez el senti­miento agridulce: felicidad, pasión, nostalgia y angustia.

Tony mordió sus labios mojados en sangre, y de inmediato comenzó a quitarle el sujetador, de hecho lo destrozó por la falta de paciencia. No pudo evitarlo, sus manos se dirigieron allí. Si sus piernas eran suaves, ¿cómo debía llamar a lo que sentía? Tony tenía los pechos de Sara en sus manos, eran tan blandos que parecían a punto de deshacerse con su áspera ru­deza, pero antes de derretirse, él lo haría primero. Él acercó sus labios para besarlos, para lamerlos con cuidado, el cuerpo de Sara se con­traía tratando de no demostrar su goce. Enlo­quecería con la len­gua de Tony jugando con sus pezones, su miembro palpando entre sus piernas, su mano izquierda desli­zándose bajo lo que quedaba de su ropa interior hacia lo prohibido.

Agitado, Tony tomó a Sara por las caderas para quitarle su última prenda, luego de hacerlo, y deleitarse con la figura de la muchacha sobre la cama, él terminó de desvestirse mos­trando una emocionante tensión. Separando las piernas de Sara para poder besar en su interior. Sin querer, y no pudiendo contenerse, dejó una mordida en su parte femenina, que acabó con un agudo chillido, producido por un orgasmo.

¿Cómo podía Tony resistirse a eso? Ya no podía aguan­tarse más. Dejando un tierno beso entre sus piernas, las cual levantó y colocó a los lados de su cadera. Con cuidado, como si de su primera vez se tratara, fue ingresando al cuerpo em­papado de Sara. Tony gimió al hacerlo, era el paraíso, un mal­dito vampiro había logrado alcanzarlo. Él era el afortunado que se burlaba de Dios por haber entrado, de contrabando, al cielo.

¿Hacer el amor? Sí, Tony cumplió con su palabra. Moviendo su pelvis con lentitud, tratándola con cuidado, estando atento a los espasmos del cuerpo de Sara ¿qué le gustaba más? Él podía saberlo por las graciosas y dulces expresiones de placer en su rostro. Hasta que fue su cuerpo el que no podo sopórtalo, y luego, de darle todo lo que podía, Tony, pudo dejarse ir.

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