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38. Sangre y plata

Sara miró de soslayo a Francesca, quien demostraba una total abstracción, no podía hacer otra cosa que culpar a Tommaso, él era el culpable de la inestabilidad y la ansiedad de su amiga. Francesca se situaba en un rincón, sin siquiera hablar, sin si­quiera poder gesticular esa sonrisa de falsedad que demostraba sus ganas de seguir adelante como fuera.

Elizabeth lloraba por lo bajo y mordía sus uñas con la mirada puesta en los licántropos. Las tres estaban en un rincón de ese sucio y enorme galpón, esperando el fatal destino.

Lejos de todo lo conocido, fugarse a las corridas de un licán­tropo era una idea estúpida; por eso no las mantenían amarradas, porque no tenían chances. Ellos eran fornidos y temibles, impo­nentes para cualquiera.

Rosemary jugueteaba con su cabello, por momentos rodeaba a Sara con sus curiosos ojos, y luego los desviaba con temor. La ofrenda se preguntaba qué podía pensar de ella. Era probable que se hubiera enterado de más de una de sus "hazañas". Sara quería justificarse, y a la vez no le importaba. Si llegaba a tener dos dedos de frente, entendería que solo había hecho lo que su humanidad le permitía.

Con la caída de la noche, los faroles eléctricos iluminaban el galpón. Se suponía que eran las nueve, y que las chicas habían permanecido varias horas en la misma posición. ¿De verdad las irían a salvar?

—Van a matarme —susurraba Elizabeth—. Soy una vampi­resa, y aunque no hice nada, los lobos ya me odian.

—No morirás. —Sara intentó animarla, pero la verdad era que pensaba igual que ella.

Francesca miraba de reojo a Sara, reconociendo la mentira al instante. La piedad no existía en el mundo que conocían.

La pequeña conversación fue irrumpida por el rugido de al­gunos motores. Los focos de algunos autos iluminaron el interior del galpón. El corazón de Sara se aceleró ante el revuelo que se generó. Notó que las chicas tuvieron la misma reacción, pero se tranquilizó en cuanto uno de los hombres dijo "Adolfo regresó".

Odiaba tener que ver su cara otra vez, y odiaba mantener la esperanza.

Adolfo ingresó, abriendo la puerta de un azote, portando una sonrisa de victoria dedicada a ella. No entendía por qué la abo­rrecía de ese modo, ella era una humana, pero la trataba peor que a un vampiro. Al menos a ellos los mataba sin humillarlos. Tras él, entró su séquito de licántropos, por lo menos cuatro hombres fuertes, de rasgos salvajes y cabellos alborotados; dos de ellos morochos y los otros de cabello plateado grisáceo como Tommaso. Pieles bronceadas, y músculos que demostraban su salvaje fuerza y su entrenamiento para la lucha. Ellos ignoraron a las chicas, y comenzaron a conversar con los captores. Rosemary se acercó a las rehenes, parecía más tímida que al principio, intimidada por la presencia de esos hombres.

—Tranquilas, vendrán por ustedes. —Rosemary les extendió las manos para que se pusieran de pie.

Sara abrió sus ojos a más no poder, ¿podía ser eso cierto? No, no lo creería jamás. Francesca tampoco se tragaba ninguna ilu­sión, pero Elizabeth sonreía de un modo penoso, era la única con la ingenuidad para tragarse cualquier cosa.

Ellas se pusieron de pie, sacudiéndose las faldas, quitando los restos de tierra. Sara percibió que Adolfo tenía la mirada clavada en ella, la hacía estremecer al punto de revolver sus tripas. Enco­gió su entrecejo tratando de sostenerle las pupilas, fingiendo no temerle. Aunque no pudo hacerlo mucho tiempo, no tenía sen­tido provocarlo.

—¿Qué le pasa a ese tipo? —masculló Sara por lo bajo.

—No es personal, así son los lobos alfa —dijo Rosemary, casi susurrando—. Además, estoy casi segura que le molestas porque ellos te importan.

Sara la observó absorta, ¿cómo sabía de sus sentimientos cuando ni ella los conocía bien?

—La mujer a la que marcó como su esposa, y con la cual tuvo cinco hijos, lo abandonó por un vampiro —cuchicheó Rosemary mientras les alcanzaba un vaso con agua—. Imagínate que la persona que amas te deje solo, con cinco niños, por irse con tu enemigo natural.

—¿Tommaso fue abandonado por su madre? —preguntó Francesca, retomando algo de vida en sus palabras.

—Tenía dos años cuando lo dejó. —Rosemary observó con temor a Adolfo y a sus hijos—. Es el menor de sus hermanos.

—¿Nunca más la vio? —volvió a preguntar Francesca, impaciente.

—No. —Rosemary mordió su labio—. Tampoco quiere ha­cerlo, no podemos pronunciar el nombre de esa...

Rosemary se llamó al silencio cuando la mirada feroz de Adolfo se posó sobre ella. De inmediato la jovencita tragó saliva y dejó de hablar.

—No me interesa —dijo Sara—. Sus conflictos no deberían tener que ver con nosotras.

Los traumas de los lobos no eran su asunto. Estaba cansada de ser objeto de descargas emocionales de "personas" malvadas y frustradas.

—Lo sé, lo siento —dijo Rosemary haciendo un gesto ape­nado, alejándose de ellas.

—Los lobos y sus familias tienen una jerarquía —comentó Francesca en un susurro—. Quien manda es el macho alfa más fuerte. Tommaso está orgulloso de ser uno, pero son los más irracionales de su especie. Se creen con derecho de hacer lo que se les dé la gana. Sea asesinar a una familia de vampiros o so­meter a una mujer con la excusa de que el instinto los une a ella.

Machos alfas o lo que fuera, siempre había alguien que se creía con derecho sobre los demás, y muchas mujeres no queda­ban exentas de ser crueles en el mundo de los vampiros o de los simples mortales. Era una cuestión de poder.

Por un instante, los lobos dejaron de hablar. Todos se queda­ron tiesos mirando hacia las ventanas, aumentando la tensión del ambiente. Ellos se acercaron a la entrada, y Adolfo indicó a dos de los suyos que apartara a las muchachas y las amarrara de las manos. Los hombres hicieron caso y ellas lo dejaron proceder con tranquilidad.

—Alguien viene —dijo Elizabeth—. Oigo el motor a lo lejos.

Por más que lo meditaba, Sara no se imaginaba quien podría ser el osado en ir a recogerlas. Su idea más segura, alguien po­dría haber avisado a los Leone y ellas quedarían en el fuego cruzado.

Las luces iluminaron las ventanas.

El motor se detuvo.

Tres golpes secos sobre la madera del galpón retumbaron en la inmensidad. Tres golpes secos helaron la sangre y secaron la garganta de Sara, más cuanto vio a Adolfo sonreír antes de abrir la misma.

Pasos seguros hicieron eco en el agrietado piso de madera.

La humana reconocía ese perfil de atributos masculinos bien contrastados. Ojos afilados, rojizos y acaramelados, labios renegridos y piel cadavérica. El cabello alborotado de un rojo intenso como la sangre coagulada, la cual era absorbida por las hebras del mismo. Vestido como para un funeral –que no sería el suyo- caminaba; alto, firme, temerario y decidido.

<<Tony está aquí>>. Sara sintió su corazón detenerse y vol­ver a bombear más acelerado.

Tony Leone avanzaba hacia Adolfo sin miedo. Acostumbrado al peligro, a los oscuros negocios. Tony lo llevaba en sus genes, y no se dejaría pasar por encima; porque, al igual que los lobos, era una bestia con las manos manchadas de sangre. Eso era todo lo que demostraba en su forma de ser, de presentarse ante el enemigo, de moverse hacia ellos como un depredador de la misma calaña.

Dos de los hombres, que acompañaban a Adolfo, detuvieron a Tony para verificar que este no estuviera armado. Él levantó sus brazos y se dejó examinar, sin quitarle la vista al líder de la ma­nada.

Adolfo soltó una risotada al confirmar que no traía nada con­sigo. Tony relamió sus labios y sonrió de lado.

—¿Tony Leone? —preguntó Adolfo—. Tal vez no seamos tan diferentes, al final los vampiros sienten amor.

—¿Amor? —Tony tenía la voz enronquecida—. No te pongas sentimental, perrito. Hace años que nos están jodiendo, dime, ¿qué mierda quieren los tuyos?

Tony no había mirado a Sara, ella se mantenía helada ante su presencia, ante esa oscura faceta. Su corazón latía al punto de sentir sus costillas resquebrajarse, podía pasar cualquier cosa. Tenía sentido, lo había visto atacar a dos espías de los lobos, nadie era tan indicado como él para hacerse presente. No se tra­taba de ir a salvarla, eran transacciones, gajes del oficio.

—Por el momento te queremos a ti y los cuerpos de los nues­tros —respondió Adolfo con la mirada ennegrecida—. Sin em­bargo, rompieron el trato. No estás solo. ¿Quién te trajo?

Sara no podía distinguir quien estaba allí, en el auto que lo había transportado.

—Liberarás a las ofrendas, alguien las tiene que llevar a casa. —Tony arqueó una ceja—. Respecto a los cuerpos, esto está claro, me refiero a qué quieren de nosotros desde el inicio.

—Extinguirlos —sentenció Adolfo sin titubear.

Tony fue el que sonrió esta vez. Él le extendió sus muñecas. Adolfo hizo un gesto para que Tony fuera amarrado, los licántropos hicieron caso, pero antes, Tony volvió a hablar.

—Primero, déjalas ir.

Adolfo asintió, e hizo un gesto con la mano a Rosemary para que llevara a las mujeres hacia la salida trasera. La joven asintió, guiándolas a la salida. Sara se dio la media vuelta.

Francesca y Elizabeth tomaron la delantera, apresuradas por salir. En cambio ella, quería saber que sucedería, le preocupaba Tony, ¿entregarse como si nada? Moriría.

Si la misión de los licántropos era acabar con los vampiros, no tenía nada que negociar.

—Apresurarte. —Rosemary insistió a Sara, quien seguía viendo como amarraban a Tony, mientras sus amigas ya estaban en el umbral de la puerta.

En cuanto ataron a Tony, con cadenas y candados, Adolfo giró su vista hacia Sara, volviendo a sonreír, volviendo a hacer un gesto con la mano para que las detuvieran a todas. No las liberaría.

Los hombres avanzaron hacia ellas, pero Rosemary empujó a Francesca y a Elizabeth.

—¡Váyanse ya! —ordenó a las chicas, en un acto por salvarlas.

Elizabeth y Francesca, huyeron despavoridas, corriendo como liebres. Elizabeth podía hacerlo más rápido gracias a sus nuevas habilidades, pero Francesca no se quedaba atrás.

Sara, al atrasarse, fue atrapada al instante. No tenía sentido intentarlo.

—¿Así lo harás? —preguntó Tony, aunque no muy preocupado—. ¿No podías hacerlo más fácil?

—¿Qué haces, Rosemary? —reprochó Adolfo, ignorando a Tony, ya que lo tenía atrapado.

—¿Por qué no quieres dejarlas ir? —irrumpió la chica buscando valentía en sus palabras.

—¡¿Me estás cuestionando, chiquilla?! —preguntó el hom­bre, lleno de rabia.

Rosemary no respondió. Temblaba del miedo.

—Vayan por ellas —ordenó Adolfo a dos hombres.

Ellos asintieron transformándose en enormes lobos, rompiendo sus ropas, haciendo un show de su extraña metamorfosis, para salir a cazar como los devastadores que eran.

Era cuestión de minutos para que terminaran atrapadas.

Sara acechó a Tony con la mirada, y en un instante volvió a reconocerlo. Él sonrió y ella no supo por qué, en ese mismo momento podían morir.

El tintineo de una campanilla la espabiló en el caos. Tony ensanchó sus músculos y destrozó las cadenas que lo aprisionaban. Adolfo giró su vista hacia él, pero el vampiro le dio un puñetazo más rápido que el sonido, el mismo se estrelló contra el rostro del lobo, rompiéndole la nariz. La sangre comenzó a derramarse como una canilla abierta.

Adolfo dio tres pasos hacia atrás, gruñendo y sosteniendo su herida.

—¡Qué idea estúpida la de amarrar a un vampiro de linaje puro! —rió Tony, alejándose de él.

Los cuatro hombres restantes quedaron absortos. De inme­diato, todos, incluyendo a Adolfo, comenzaron su transforma­ción.

Tony era un kamikaze con amplia desventaja.

Las ropas de los licántropos se destrozaban a medida que sus cuerpos crecían el triple de su tamaño, sus cuerpos se cubrían de cabello, sus dentaduras se volvían rabiosas y sus ojos se tornaban amarillos. Adolfo era un enorme lobo negro, dos eran pardos, y los otros dos negros.

Gruñían, ya no hablaban, no podían hacerlo.

Por más que Tony demostraba su fuerza, no tenía chances contra cinco de ellos. Aun así, él quiso atrapar a Adolfo, pero los otros cuatro saltaron interponiéndose en su camino. En cambio, Adolfo se dirigió hacia Sara.

Los lobos no solo eran bestias, eran seres que calculaban cada paso con extremo cuidado.

Dando pasos erráticos hacia atrás, la muchacha trató de ale­jarse, tenía a ese lobo negro mostrándole sus dientes amenazan­tes, esos dientes que podían separar su cabeza del cuello de un solo mordisco.

—¿P-por qué? —tartamudeó desesperada.

Su corazón latía al punto del infarto, transpiraba miedo puro. Adolfo quería matarla.

—¡Ven aquí, maldito animal! —gritaba Tony tratando de es­quivar los ataques de los lobos.

<<Piernas, no me fallen ahora>>, suplicó Sara dándose la vuelta para correr.

Aceleró, aceleró sin mirar atrás. Debía huir de Adolfo.

Deseaba que Tony no fuera herido, pero no podía hacer nada por él, no podía hacer nada por nadie.

Sara corrió hacia la salida, y supo que Adolfo jugaba con ella. Él le dejó un margen para correr y cuando estiró su brazo hacia afuera, antes de sentir la brisa de la noche, unos colmillos se en­terraron en su carne haciéndole gritar como nunca antes.

Sara lanzó un fuerte alarido antes de desplomarse en el suelo.

Adolfo la tenía de la pierna, la misma perdía sangre como una catarata. Los filosos dientes pretendían perforarla por completo. Ella prefería morir antes de seguir viendo como su carne era des­garrada. Ni siquiera podía suplicar piedad, se ahogaba en sus gritos.

—¡Adolfo! —gritó Tony.

La vista de Sara estaba salpicada en sangre, inundada en lá­grimas, no podía diferir con claridad, más que la silueta de Tony, aún peleando. Él tenía sangre en su cuerpo, los lobos estaban manchados de igual manera, pero no podía aseverar que se libra­ría. Era demasiado para él solo.

No podría, haberse arriesgado era una gran idiotez. Adolfo la soltó de su terrible agarre, ella pensó que la dejaría, pero en cambio la tomó del brazo de igual manera arrojándola hacia un rincón.

A punto del colapso, su brazo perdía demasiada sangre y la pierna estaba peor. Las heridas eran letales, la fuerza la abandonaba. Sus lágrimas caían, sin poder moverse de su charco rojizo, su carne lacerada le dejaba ver algo blanco en su interior, proba­blemente su propio hueso.

Entre gemidos, haciendo un sobresfuerzo, estirando su brazo sano hacia Tony, Sara empezaba ver como todo se ennegrecía. Pronto vería las puertas del infierno.

Las voces se volvieron murmullos, un griterío intenso co­menzó. Más gente entró al galpón, pero esto, Sara no lo pudo ver. La razón la abandonó.



Elizabeth tomó la delantera en medio de la noche. Corría bajo las estrellas en el descampado total. Tan solo miraba hacia atrás para aseverarse que Francesca la siguiera.

—¡Apúrate, vienen por nosotras! —gritaba distinguiendo dos lobos oscuros saliendo del galpón.

—¡Adelántate, no puedo más! —Bramó la rubia, que ya lo había dado todo por su vida—. ¡Ve hacia el auto, alguien espera por nosotras!

—¡Vamos, Francesca! —insistió Elizabeth, al ver como los lobos estaban más y más cerca de su presa.

Pero los pasos de Francesca se detuvieron, ella cayó de rodi­llas. El agotamiento era demasiado para una simple humana. Correr de los licántropos era lo mismo que nadar contra la co­rriente en un mar de tiburones. Dedicándole una sonrisa a Eliza­beth, cerró sus ojos esperando su destino, sin remordimientos, porque al final, ella se iría sin arrepentimientos.

Uno...

Dos...

Tres.

La muerte no le llegó a Francesca. Elizabeth se quedó muda en su lugar.

La blonda se atrevió a girar su cabeza.

¿Un lobo rojo? No.

Un lobo blanco, iluminado por la luz de la luna, manchado de sangre en su totalidad, le cubría la espalda y gruñía con ferocidad a sus "enemigos".

Francesca se tambaleó, pero sin pensarlo dos veces se puso de pie, quitándose los transpirados cabellos de su rostro.

—To... —murmuró en estado de shock—. Tommaso.

El lobo acechaba a los suyos, tal y como le había prometido. No le tocarían un pelo sin pasar por su cadáver.

—¡Corre! —berreó una vez más Elizabeth, espabilándola.

Los lobos se abalanzaron hacia Tommaso. Ella sintió el llanto de los perros al ser heridos, pero no quiso voltearse a ver, tapó sus oídos antes de oír lo que sucedía a sus espaldas. La sombra en el suelo proyectaba una feroz pelea entre caninos.

Tommaso era capaz de herir a los suyos por ella, una humana capaz de engañarlo y que recién conocía. Él era capaz de encon­trarla en cualquier parte del mundo, siguiendo el rastro de su aroma.

Francesca corrió y corrió, Elizabeth seguía ganándole.

—¡Viene un auto! —Elizabeth señaló al sur.

Sus agudos sentidos le permitían preverlo.

—¡Ve hacia él! ¡Tienen que ser aliados! —dijo Francesca, no se tragaba que Tony se inmolara solo.

Elizabeth asintió.

—¡Vendré por ti! —Elizabeth aceleró aún más su trote.

Francesca siguió corriendo, y de inmediato se vio iluminada por los faroles de una camioneta. El resplandor no la dejó ver, pero no iba a quedarse a ver quién iba dentro; siguió corriendo aunque no hubiera donde esconderse, aunque todo pareciera per­dido. Tommaso le daba tiempo y no podía desperdiciarlo.

La camioneta estaba más y más cerca de ella, ¿iba a ser atropellada? Por distraerse pensando, ella tropezó, su tobillo se dobló al punto de dejarle el pie destrozado.

La camioneta se detuvo al lado de su cuerpo tumbado, en el pasto lleno de gotas de rocío. Francesca ya no tenía aire, pero una vez más intentó escaparse, arrastrándose en la tierra, clavando sus uñas en la misma para impulsar el peso de su cuerpo.

La puerta del conductor se abrió, y ella empezó a gritar de forma desesperada. Más cuando una enorme mano la tomó del suelo, rodeándole la cintura, como si de una muñeca se tratara. La misma mano, sin hacer mucha fuerza, la metió a la camioneta sin problemas. Francesca tapó su rostro aullando de un modo histérico, desequilibrado. Prefería mil veces ser comida por perros, atropellada por un auto, atravesada por una bala, que ser tomada de prisionera y ser torturada otra vez.

Las manos la tomaron de los hombros y la zamarrearon.

—¡Francesca, soy yo! —dijo esa voz masculina y profunda que podía reconocer en sus pesadillas.

Francesca no destapó sus ojos, pero dejó de gritar al entrar en razón. Enseguida comenzó a llorar, a ahogarse en gimoteos desesperados, a atragantarse en su doliente hipo.

La camioneta arrancó. Por el momento, huir era prioridad.

Con desesperación, la jovencita limpió sus ojos. Su rostro su­cio y húmedo le dificultaba sosegarse. Cuando logró establecer su respiración, miró hacia su acompañante. Él manejaba a toda velocidad, mordía su labio con fuerza y parecía haber perdido la compostura que todos envidiaban.

—Profesor Víctor —murmuró al momento que se le iba for­mando un puchero en sus labios.

—Estás a salvo —dijo sin devolverle la mirada, no podía ha­cerlo, no se atrevía a hacerlo, no tenía derecho.

"A salvo", salvada tres veces en una noche indicaban que no era su momento de partir al averno; primero Rosemary, luego Tommaso y por último Víctor. Francesca se encogió en su asiento para poder seguir llorando, tan solo deseaba que Eliza­beth y Sara corrieran con su misma suerte. Y, muy en el fondo, también se lo deseaba a Tommaso, quizás era síndrome de Estocolmo o a lo mejor comprendía que no podía juzgarlo con la misma vara que a los humanos.

El vehículo de Víctor se cruzó con la camioneta oída por Elizabeth. Francesca alzó la cabeza, y se calmó al ver, por un fugaz instante, a Azazel conduciendo. En el mismo iban los chicos, incluyéndola a Ámbar. Él aceleraba a toda velocidad era su turno de aparecer. De haber seguido a Tony, los lobos habrían dado por finalizado el trato, y habrían masacrado a las ofrendas, y luego a ellos.

Lo único que les restaba esperar era que Tony distrajera sufi­ciente a los lobos y Víctor enviara mensajes con las posiciones de los mismos, tal y como venía haciendo.

"Cinco lobos y dos hombres humanos armados". Informó Víctor a su compañero.

Quienes iban con Azazel debían atacar luego de Tony. Era fastidioso depender de quien consideraban como un igual, mas no quedaba chance si querían intentar hacer algo bien.

Azazel sentía la adrenalina al acelerar. No lo disfrutaba, no acostumbraba a esos trotes, habían sido trescientos años muy tranquilos, solo diplomacia, nada de ensuciarse con sangre ni mucho menos.

Al cruzarse con Víctor vio a Francesca en el asiento de acompañante y entendió que esta vez, su amigo, no dejaría a la chica esperar. Con que la salvara a ella bastaba.

En eso, la silueta de una mujer, haciendo señales como una azafata enloquecida. Venía hacia su auto.

—Elizabeth —señaló Adam.

Azazel se detuvo al instante.

Elizabeth corrió hacia la puerta que Azazel abría con suma tranquilidad. Los chicos aprovecharon para bajar, corriendo a una velocidad sin igual hacia el galpón. El único que se quedó en el descampado fue Azazel.

—A- Azazel —balbuceó Elizabeth, tratando de recobrar el aire, era la primera vez que corría de tal manera.

—¿Cómo va la independencia? —preguntó achicando sus ojos y conteniendo una risotada.

Elizabeth abrió los ojos como un búho, ¿cómo se atrevía a bromear de esa forma en ese momento? Ese tipo era un bastardo, a veces parecía que lo único que le importaba era mantener su largo cabello brillante, nada más. Dejaría los reproches para des­pués. Había ido por ella y su calvario terminaba antes de medianoche. Ella bajó la mirada, recordando que, además de las gracias, le debía una disculpa.

—Hay cinco lobos atacando —dijo Elizabeth—. Luego apa­reció uno de color blanco, manchado con sangre, nos salvó al igual que Rosemary nos ayudó a huir.

Azazel abrió sus ojos sorprendido.

—Debiste decírselo a los chicos, yo no me uniré a la pelea —se encogió de hombros.

Elizabeth suspiró hundiéndose en su asiento, Azazel volvió a acomodarse en el lugar del conductor. Tan solo esperaría a que los demás cumplieran con su misión de traer a Sara de vuelta.



La ofrenda yacía agonizante en su propia sangre, y nada podía enfurecerlos más. Los chicos atacaron sin piedad a los lobos, porque esta vez tenían un as bajo la manga.

El olor a carne y pelo quemado comenzó a empantanar el lu­gar; los jóvenes contaban con armas, anillos y collares de plata, estos eran letales para los lobos. Esa información ya la tenían los vampiros más añejos como Bladis Arsenic, no era un secreto. Los lobos comenzaron a aullar como cachorros malheridos, per­dían su fuerza y retrocedían ante el dolor.

Adam lanzó una daga de plata a Tony, el mismo seguía de pie a pesar de ser un total desastre repleto de cortes y mordidas, las cuales cerraban tan pronto como podían.

Demian corrió hacia Sara, antes de que siguiera perdiendo su vitalidad, él la mordió con cuidado, para que sus heridas dejaran de gotear. Así fue. El chico estrechó a Sara contra su pecho, le alegraba haberla salvado justo a tiempo, ni siquiera había tenido que convertirla, lo cual era una buena noticia.

—¡Demian, cuidado! —exclamó Joan.

Adolfo saltaba hacia Nosferatu con la clara intención de matarlo.

Demian apartó a Sara de un empujón, haciendo frente al feroz lobo negro. Qué a pesar de estar siendo quemado por la plata de los anillos del vampiro, no se daba por vencido, y ya le estaba clavando los dientes en todo el brazo.

Jack disparaba con balas plateadas al lobo, procurando no darle a su amigo. Una bala fue despedida al aire, otra a la pata trasera del lobo y una tercera a su estómago. Jeff contraatacó, lanzándose a la bestia con una daga.

Joan y Adam atacaron a los dos lobos que quedaban, mientras que Rosemary y los dos cómplices de los lobos huyeron de la escena, en tanto Tommaso se encargaba de dos de sus hermanos fuera del galpón.

—¡Llévate a Sara, Tony! —Ámbar, cubierta en joyería de plata, pretendió relevar a Leone—. ¡Ya has hecho demasiado!

—¡Hazlo! —gritó Adam consintiendo lo que Ámbar decía—. ¡Saca a Sara de aquí!

Tony asintió, quedaba fuera del combate. Con un veloz mo­vimiento rodó en el suelo y tomó a Sara, colocándola en su es­palda. La fe era creciente, sin las ventajas que calculaban los licán­tropos en sus ataques, podían mantener una lucha pareja.

Con su cuerpo sin recuperarse por completo, Tony corrió con el cuerpo moribundo de Sara por el descampado.

—¡Mierda! —gritó al darse cuenta que Víctor le había dejado una motocicleta, parte del plan B si debía huir antes.

Haciendo un sacrificio sobrehumano, se subió, y colocó a Sara delate de él para poder sostenerla con una mano y con la otra procurar el equilibrio. Era una tarea jodida, pero necesitaba alejarla lo más pronto posible de aquel infierno. Era una promesa implícita con sus compañeros. Si Sara sufría otro rasguño él pagaría las consecuencias.

Tony arrancó con dificultad. No obstante, al oír el motor y el olor a nafta, Adolfo soltó a Demian y pegó un salto hacia afuera. El perverso lobo comenzó a correr tras la motocicleta a pesar de sus terribles heridas. Los chicos quisieron detenerlo, pero los lobos que quedaban de pie no se daban por vencidos.

Tony aceleró aún más de modo que el insistente lobo quedó atrás.

La obstinación de Adolfo era indiscutible, pero su cuerpo co­lapsaría en cualquier instante. Heridas de balas y cuchillos de plata eran algo que terminaban de dejar en jaque a los licántro­pos. El líder de la manada se quedó a mitad de camino, viendo a ese maldito vampiro huir tras salvar a una humana.

Resoplando con alivio, Tony continuó el camino por la ca­rretera hacia un secreto punto de encuentro. Confiaba que pronto todos se encontrarían allí.

Lo peor era historia.

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