33. Botín de guerra
El tiempo se escurría de un modo abismal. Tras una semana de la desaparición de las ofrendas del Báthory, las cosas querían retomar un ritmo habitual, o por lo menos era lo que intentaban uno pocos. A decir verdad, las cosas empeoraban a cada instante.
De urgencia, una nueva ofrenda había llegado para alimentar a las bestias. Su nombre: Rosemary. Una chica cálida y respetuosa, de sonrisa perfecta, pecas salpicadas y melena castaña tal como sus ojos. Pero nadie tenía ánimos más que para tomar su sangre. Ella pagaba los platos rotos de la frustración que generaba la vida misma.
Por otro lado, Tony traía muy pocas noticias. El exorcista que interrogaban los Leone no daría ningún tipo de pista sobre el paradero de sus compañeros, era mucho más inflexible que los dos a los que había golpeado en el granero, sin mencionar que también era mucho más fuerte y resistente. Asimismo se había confirmado que estos, no eran hombres comunes. Sus sentidos y fortaleza eran tan increíbles como las de un vampiro.
Los exorcistas eran un perturbador enigma, uno bastante fácil de resolver. Todo indicaba que, los planes de los vampiros, consistirán en seguir protegiéndose bajo el ala del Vaticano, y así buscar un método para exterminar a los exorcistas para seguir viviendo aislados en los bosques.
Nada cambiaría, todo seguiría igual. Los monstruos no escarmentaban.
Otro hecho que perturbaba la paz, era la transformación de Elizabeth. Ahora ella era una vampiresa, y su presencia se oía solo cuando comenzaba a gritar y proferir maldiciones a Azazel, de otro modo se encerraba en su habitación durante días enteros.
La joven era consumida por una furia endiablada, algunos se lo atribuían a los primeros días de transformación, a pesar que ella gritaba a los cuatro vientos el porqué de su enojo.
—¡Toda mi maldita vida estuve encerrada para que tuvieras mi sangre! —vociferaba en una discusión que nadie había visto comenzar—. ¡Tu existencia monstruosa me quitó la infancia y la juventud! ¡Siendo una humana podía recuperar algo de mi vida! Quería ser optimista, no echarte la culpa de todo, y algún día ir a la ciudad, conocer el mundo, casarme, tener hijos. ¡¿Por qué me hiciste esto?! —dijo a punto de quebrarse.
—¡Ibas a morir! ¡Te regalé una eterna salud! —respondía el director fuera de sus casillas—. Pero tú no piensas más que en sueños corrientes y estúpidos. ¡De todas formas no se hubiesen cumplido!
—¡Serán corrientes y estúpidos, pero es mejor que vivir trescientos años encerrado en un castillo asqueroso! Es mejor a estar condenada al infierno, a tener que vivir como un inmundo parásito —escupió con asco—. Eso es lo que eres, Azazel. Eres un ser desagradable que manipula la gente a su antojo, que vive arruinando vidas de inocentes chicas que nunca podrán ser feliz. ¡Mereces morir!
Azazel apretó sus puños repleto de cólera.
—¡Vete! ¡Te vas a ir del Báthory hoy mismo! —Por un segundo Elizabeth no supo que responder—. Te conseguiré una mugrosa casa en la ciudad, y buscarás un hombre estúpido con cual casarte y tener una inmunda familia. ¡Pero no quiero ver tu maldita cara nunca más!
—¡¿Ahora?! —preguntó cargada de sarcasmo.
—Sí. —Azazel fue directo—. Y si no estás satisfecha, puedes suicidarte. Requiere menos valor que atreverse a vivir como esto que somos.
Azazel cumplió su palabra, esa misma tarde un auto esperaba por Elizabeth. Él se había encargado de conseguir una casa a los alrededores de la ciudad, asimismo se había asegurado de que ella tuviera todas sus necesidades cubiertas, incluyendo la sangre que debía beber. A pesar de su enojo no la dejaría a la deriva.
De todas las personas, nadie de la hermandad tenía idea que Elizabeth había sido convertida, ni siquiera tenían en cuenta su existencia. Ella era pura y exclusiva responsabilidad del director, por lo que corría con la ventaja de poder irse de aquel sitio sin que nadie lo notara, a diferencia de las ofrendas y otros vampiros.
Tomando sus pocas cosas, la mujer salió por la puerta grande, recordando ese penoso momento en el que lo había visto por primera vez. La primera vez, Azazel le había causado tanto espanto como resentimiento. Esa idea sobre él había cambiado en cuanto la recostó en una cama, una de verdad, no los harapos en el suelo en los que había dormido toda la vida. Él la consoló cuando los hombres de la iglesia la abandonaron, él la había alimentado cuando sus temblequeos del miedo no le permitían moverse, él le había enseñado a leer, a ser su secretaria, su compañera de trabajo, a sentirse tranquila y segura.
El castillo de naipes se desmoronaba, todo ese odio acumulado en su juventud renacía de un modo incontrolable.
—¡Elizabeth! —exclamó Evans antes de que ella pusiera un pie en el auto.
—¿Qué quieres? —preguntó de mala gana, antes de arrepentirse.
—Él no es un monstruo —dijo con los puños tensos—. No tienes idea quien es él, tus palabras son crueles e injustas.
—¿Me vas a decir que no arruinan la vida de la gente? ¿Qué no son demonios?
—No voy a negarte que no somos perfectos, pero él no es la autoridad máxima, él no decidió que te encerraran —respondió Evans—. Él ha salvado incontables vidas con sus tratados. ¿Sabías que él fue un humano y fue el que transformó a todo el harem de Imara en vampiros?
—Sí, algo sabía —respondió desinteresada—. Pero parece que se olvidó lo que significa ser humano, el poder lo corrompió.
—¡No sabes nada! —La voz de Evans se quebró—. Él se sacrificó para darnos a todos una segunda oportunidad. Sólo tenía seis años cuando nuestra vida fue arruinada de maneras que no podrías imaginarte jamás. Él se casó con la mujer que nos destrozó para salvarnos. Azazel quería que viviéramos tantos años como fueran posibles para poder rehacernos, para poder tener vidas felices, él quiso darte una segunda oportunidad a ti también, Elizabeth.
Las lágrimas de Elizabeth se deslizaron en sus mejillas, ¿seis años? Sí, había escuchado bien, ahora entendía mejor sus comportamientos, sus miedos absurdos y su debilidad con el alcohol en las noches de soledad. Trescientos años no le habían sido suficientes para sanar esas profundas heridas. Azazel seguía sin tener su segunda oportunidad.
Sin saber cómo reaccionar, con torpeza, Elizabeth subió al auto sin decir responder. Era tarde para recomponer lo que siempre había estado roto.
En la aldea de los exorcistas el paso del tiempo también se hacía notar. Todos las acechaban sonrientes, todos pretendían satisfacerlas con lo que necesitasen, pero al darles la espalda los murmullos se hacían inevitables.
Las ofrendas, querían convencer a todos que no tenían ningún vínculo especial con los vampiros, con la esperanza de que se rindieran a utilizarlas, pero ahí seguían, fingiendo estar agradecidas por su asilo.
Era una pesadilla que las mantenía en una constante tensión. Las alimentaban, daban paseos por el jardín y las lugareñas les enseñaban algunas artesanías y recetas de comida, no más. Lo cual hacía pensar que Francesca tenía toda la razón del mundo, eran rehenes, y les querían hacer creer lo contrario. Todavía no se sentían libres, bien sabían que no podían irse por la puerta grande hacia donde quisieran.
En definitiva, su situación no mejoraba. A donde fueran siempre eran objetos. La desconfianza sobre los exorcistas crecía a cada momento. Francesca apenas podía comer con el incesante acoso de la intensa mirada de Tommaso, en poco tiempo se había vuelto débil y asustadiza. No se trataba de un simple chiste, ese joven llevaba su obsesión a otro nivel.
Tommaso la acechaba incluso de noche. Francesca juraba haber visto sus brillantes ojos en la oscuridad. Ella sentía la respiración errática del platinado en las penumbras. Era como un maldito espectro, esperando a que se distrajera para poder robarle el alma.
Era cantado, solo podían esperar un mal desenlace de ese joven. Tenían que huir cuanto antes, si no era al Báthory sería en cualquier otro sitio, sus vidas corrían peligro. No podían esperar nada de nadie.
Más que nunca, un escape era necesario.
En cuanto Tommaso se distrajera, se irían sin tomar nada, correrían lejos, muy lejos. Ese era el único plan.
Luego de la cena, aguardaron a que todas las voces se acallaran. Francesca apretaba la mano de Sara con demasiada fuerza. Temblaban, pero nada las haría dar un paso atrás.
Una vez que el mutismo fue absoluto, se miraron a los ojos y asintieron en señal de estar listas. Se levantaron de la cama y abrieron la puerta.
Debieron quedarse en su lugar.
Tommaso se mantenía parado, viendo a Sara en completa furia, gruñendo como un demonio hambriento a punto de atacar.
Sin reacción, ambas sintieron que su cuerpo no podía responder.
Las fuertes manos del joven las empujaron dentro de la habitación. Él cerró la puerta tras ellas.
—No se van a ir —siseó bajo.
—Íbamos a la cocina —respondió Sara.
—Tú eres la perversa mente de esto —gruñó hacia la morocha—. Te oí susurrarlo una vez, no puedes engañar a mi oído.
—Espera —dijo Francesca y éste pareció ablandarse—. ¿Acaso no somos libres? ¿Qué problema hay?
—No lo serán hasta que dejen de mentirnos. Hasta que digan todo lo que saben y dejen de encubrir a esos demonios.
—¡Ya les dijimos toda la verdad! —reclamó Sara, pero éste pareció volverse rabioso con sus palabras.
—¡Mentirosa! —gritó tomándola del cuello. Francesca chilló, y Sara se mantuvo inerte ante su bestialidad.
Él la apretaba, el aire no ingresaba, la ahogaría, sentía como la sangre de su rostro se alborotaba sin salida. Moriría en ese instante.
—¡Basta! —gritaba Francesca, queriendo deshacer su agarre, pero sus músculos poseían una fuerza brutal y sanguinaria—. ¡Por favor, es mi única familia! —suplicaba comenzando a llorar, encarnando sus uñas en los brazos fibrosos de Tommaso.
Él soltó a Sara, arrojándola por el suelo con ímpetu. El cuerpo de la joven chocó contra la cama. Al caer, comenzó a toser sangre. Tragar lastimaba, sus pulmones no se llenaban por completo. El daño recibido era atroz.
—No llores. —Tommaso ablandó su mirada y se dirigió a Francesca.
—¡¿Estás loco?! —Francesca le golpeó el pecho con sus puños, sin hacerle daño alguno.
Él la tomó de las muñecas, inmovilizándola, sin mucho esfuerzo.
—No quería que te llevara, y haré lo que sea para detenerla —dijo helándoles la sangre.
—¿Q- qué? ¿Qué tienes conmigo? —balbuceó Francesca en estado crítico.
—Tu aroma, tu voz, y la luz de la luna que me indicó tu paradero ese día, que me mostró tu hermoso rostro —dijo, sin ser claro ni conciso, pero sí aterrador—. No puedo dejar ir a la mujer que me ha enamorado. Por eso, ante la duda, debo deshacerme de ella —añadió girando su rostro maniático hacia Sara.
La sangre de la morocha se drenó por completo. No podía con él.
—¡No! —Francesca se le colgó de los brazos, comenzando a hablar de un modo frenético y desesperado—. ¡Por lo que más quieras no le hagas daño! ¡¿Me quieres a mí?! ¡Haré lo que me pidas! ¡Todo, todo!
Tommaso miró a Francesca con intensidad, su respiración iba creciendo, sus muelas apretaban su mandíbula, estaba desequilibrado. Ese extraño muchacho era un animal desquiciado. Tomó a la chica por los hombros y estrelló sus labios con los de ella, siguiendo con un desesperado y apurado beso en el que los dos se sofocaban.
El cuerpo de Tommaso parecía ensancharse, lanzaba extraños gruñidos y la apretaba contra su cuerpo, dejándola sin escape.
Muerta del miedo, con un dolor punzante en su garganta, a Sara le quedaba observar, desbordada de frustración y dolor. Ese demonio pretendía rasgarle la ropa, ir hasta el final. Todo este tiempo él no había querido matar a Francesca, todo ese tiempo la había visto con el hambre de la lujuria.
—Aquí no —jadeó Francesca liberándose del beso.
Él la observó con su ceño fruncido, agobiado y disgustado.
—Si quieres mi cuerpo te lo daré, déjame complacerte —dijo ella entre temblequeos—. Pero no en frente de Sara, es vergonzoso.
Tommaso lanzó una última mirada de odio a Sara, antes de llevarse a Francesca lejos de su lado.
La puerta se cerró. El cuerpo de Sara no respondía, su corazón quería escaparse por su boca, un nudo aprisionaba sus palabras, su respiración. Francesca le salvaba la vida entregando su integridad a la bestia. Francesca había hecho lo que sabía hacer desde muy pequeña, complacer con su belleza para evitar la violencia. La impotencia la invadía.
Con desesperación limpió sus lágrimas, las cuales pretendían no cesar. Se levantó de manera tambaleante y corrió a buscarla. Morir, vivir, en esas situaciones daba igual. Ya no tenía caso tanto sufrimiento por un poco de oxígeno en un mundo cruel e injusto. No podía dejar que le hicieran algo horrible a Francesca sin siquiera intentar detener a Tommaso. No se lo perdonaría.
Atraída por los sollozos agarrotados, quiso abrir la puerta de la habitación contigua. Solo pudiendo mirar muy poco, pero lo suficiente para espantarse.
Era un monstruo, el cuerpo de Tommaso no era suyo.
Su compostura era como la de un animal, se posaba encima de la joven y hacía movimientos que la destrozaban. La sometía con una mordedura en su hombro, para que no se revolviera de su agarre. Las garras de esa bestia, estaban clavadas en los brazos delicados y pequeños de Francesca.
¿Por qué era tan brusco con una persona decidida a complacerlo?
—De- detente —dijo Sara con la voz resquebrajándose, con la garganta rompiéndose por la angustia.
Alguien la tomó por atrás y cerró la puerta antes de que Tommaso la viera.
—No los molestes. —Adolfo la apartó—. Al menos que quieras morir.
Sara hipó dentro de su llanto incesante, no pudo responderle, tan solo quería apartar a ese tipo de su amiga. Pero Adolfo la sostenía y la llevaba lejos de la habitación, con la tortura de oír los gritos de Francesca alejarse de ella, con la tortura de ser una completa inútil.
—Así que Tommaso tenía razón —dijo arrojándola a un lado—. Parece que no nos han dicho todo.
Sara quería golpearlo, escupirle en la cara, quería salvar a Francesca, pero no podía. Conocía su desventaja.
—Supongo que no son tan estúpidas. Ahora tendré que resguardarte con mucho más cuidado.
—No importa lo que hagan. —Sara tragó su odio y limpió sus lágrimas—. Nadie vendrá aquí, no somos importantes.
—No pierdo nada con intentarlo.
Adolfo arrastró a Sara un largo trecho más, lejos de las cabañas en donde todos dormían, lejos de todo.
En el sótano de una pequeña posada, Adolfo amarró a su rehén como habría pretendido hacerlo desde un principio. Sara se quedaría en una celda oscura, con el olor a humedad invadiéndole el interior de su nariz. Sentada sobre el suelo frío y sus brazos atados a cadenas gruesas y oxidadas. Quiso gritar, en vano, puesto que las heridas hechas por Tommaso tardarían en sanar un poco más. Doblegada por la situación, dejó caer su peso en el suelo, cayendo en cuenta lo inservible que era. Todas sus esperanzas acababan de morir.
—Padre, esto no es necesario. —Un joven alto y fornido ingresó al sótano—. Solo son niñas, ¿por qué no la dejas ir como a los de las otras misiones?
Sara intentó oír un poco más la conversación, ese joven parecía en único cuerdo en esa secta de dementes.
—Adriano —habló Adolfo—, confía en mi olfato. Encontré a esta chica siendo protegida por vampiros, a diferencia de quienes usaron a otras como escudo.
—No estoy de acuerdo, debiste atacarlos a ellos, no encerrarla a ella —recriminó Adriano—. No estoy de acuerdo con el trato que les están dando, y Tommaso con esa chica...
—No podemos interferir con Tommaso en celo. —Adolfo carraspeó su voz—. No era mi intención llegar a esto, pero los Leone nos tendieron una trampa. Tuve que tomar una decisión rápida. ¿Arriesgar mi vida intentando matar a unos puros, o tomar una carta del mazo y esperar una nueva ronda? De eso se trata de ser el líder.
Los hombres se retiraron de la cabaña para seguir hablando de cosas que la ofrenda no debía escuchar. Sara se rindió sobre el suelo, ya sin fuerzas para lamentaciones.
Tras unas largas horas, unos pasos siniestros hicieron eco en el vacío de la oscuridad. Los mismos se acercaban a ella. Adolfo y Tommaso regresaban para su interrogatorio.
—¿Dónde está Francesca? —Sara les dedicó una mirada rabiosa.
—En mi cama. —Tommaso habló con calma.
—Al final han sido dos hallazgos maravillosos —comentó Adolfo—. Una mujer para mi hijo y una carnada para vampiros.
<< Bestia asquerosa>>.
—Nadie vendrá por mí, pueden matarme de una vez —dijo con sus fuerzas agotadas—. De verdad, podrían hacer algo bueno y terminar con mi miseria.
—Veremos —respondió Adolfo—. Me he encargado de tomar unas fotos mientras dormías. Buscaré la forma de que los religiosos se la lleven a tus allegados.
Sara no creía en la posibilidad de que alguien fuera por ella. No solo era estúpido y peligroso, sino que los vampiros no salían de sus mansiones y castillos. Menos lo harían por una ofrenda, aunque pensar que personas como Demian o Jeff podría arriesgarse más que el resto, era lo único que la perturbaba. Los vampiros no tenían chances contra los exorcistas.
Los hombres se retiraron dejándola en completa soledad, sin comida, sin luz, sin esperanza. Otra vez volvía a ser lo que siempre había sido: una cosa.
Dos días más tarde, un blindado negro paraba en la puerta del Báthory. Un hombre con las vestimentas eclesiásticas era recibido en la puerta por el profesor Evans. El mismo era trasladado al despacho de Azazel.
El hombre ingresó, y sin mucho preámbulo, extendió una carta sin remitente.
—¿Esto? —preguntó Azazel con intriga.
—Los exorcistas la hicieron llegar a la capilla del pueblo.
Azazel se puso más blanco de lo que era. Tragó saliva y de inmediato abrió el sobre. De allí cayeron unas cuantas fotografías y una carta. El director tapó su boca lleno de horror.
Sara encadenada en una celda. Francesca durmiendo con lágrimas en los ojos en lo que era una cama.
El director dio la señal para que el hombre se retirara de inmediato, y comenzó a leer la carta.
"Supongo que los vampiros siguen divirtiéndose, ¿qué tanto les lavan la cabeza a estas niñas como para que prefieran la muerte a delatarlos? Sin embargo también tenemos tácticas para conseguir información que no dudaremos en usar, de lo contrario podemos reunirnos entre nosotros y dejar a los inocentes en paz".
Su compostura se turbó por completo, temblaba. Él mismo corrió hacia la puerta y abandonó su habitación hasta chocarse con Víctor, Evans y Liam, quienes compartían un silencioso almuerzo en la cafetería. Él los obligó a reunirse en su despacho, en donde les mostró las fotografías y la carta.
La reacción parecía calcada, el espanto en sus caras era el mismo.
—Una trampa muy obvia —indicó Víctor.
—Nadie va apoyar esto, nadie quiere rescatarlas —dijo Liam—. Son ofrendas, no vampiros. Nosotros cuatro no podemos hacer nada, por más que nos duela. Hay que olvidarlas.
—Los puros querrían salvar a Sara —añadió Evans—, pero no entenderían el problema que esto conllevaría.
La charla fue irrumpida, alguien golpeaba la puerta con frenesí. Azazel tomó toda la evidencia con velocidad y la escondió antes de dar el pase.
Tony llegaba desde la guarida de los Leone para dar una noticia de suma urgencia.
—N-no son humanos. ¡Yo nunca había visto uno! ¡Pero todos los viejos ya lo sabían! —dijo jadeante y agitado—. Los exorcistas, sus sentidos, su fuerza...
—Tranquilo, Tony. —Azazel se levantó de sus aposentos con gran preocupación.
Tony negó con la cabeza.
—Los exorcistas no existen más, ellos son licántropos.
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