31. Derrota
El claro de la madrugaba alumbraba las caras de los pálidos que buscaban, entre los restos de cuerpos descuartizados y la sangre coagulada, algo de vida. Esta vez era diferente, entre los cadáveres de los vampiros, también había unos pocos cuerpos de exorcistas, cubiertos con gigantescas capas negras y nada más de ropa.
Adam, Joan, Demian, Jack, Jeff e incluso Tony vagaban por los pasillos ayudando a los sobrevivientes a ponerse de pie, a ser trasladados en los autos a sus hogares. Entre tanto, pretendían descifrar los cuerpos de esos enigmáticos hombres, esos que los acechaban como su peor pesadilla desde los tiempos más remotos. Para ser humanos estaban a su par, y eso era abrumador; tenían fuerza y una velocidad descomunal.
Un joven exorcista, que había sido abandonado moribundo, ahora era un rehén. A ese chico, de piel tostada como su cabello y ojos anaranjados como el atardecer, había que tenerlo bien amarrado con un decenar de fuertes cadenas, pues no solo gruñía como un perro, tenía la potencia de una jauría entera.
De los cuatrocientos vampiros, ofrendas, profesores y sirvientes presentes esa noche, solo debían lamentarse una pérdida de ciento setenta miembros. Habría sido una masacre sin igual, de no ser por los Leone que por fin habían podido matar a unos cuantos aunque no tantos como ellos a los vampiros
Luego de revisar cada recoveco, y ver que ya no había nadie a quien salvar, Demian se dejó caer al suelo con sus manos ensangrentadas, las cuales se llevó al rostro para contener sus desesperadas lágrimas.
—S- Sara... —lloraba abatido.
Joan se sentó a su lado poniéndole la mano en la cabeza.
—No la han matado —dijo con la intención de calmarlo—. Si sus enemigos somos nosotros, ellos están del lado de los humanos.
Demian se abrazó a Joan haciendo que este se sorprendiera, pero la situación lo ameritaba. El joven Báthory le correspondió consolándolo como una especie de hermano mayor.
Adam dio un puñetazo a la pared destrozando sus nudillos.
—¡Estaba en nuestra cara y no pudimos hacer nada! —gritó Belmont, lleno de odio.
Tony apareció en ese instante, parecía el mismo diablo pintado de sangre. Él se había cargado a unos cuantos exorcistas, junto a su familia. Pero antes que dijera algo, Jeff se le abalanzó tomándolo del cuello de su camisa, perdiendo todo el respeto que antes le tenía.
—¡Pedazo de mierda! —le escupió en la cara sin temor—. ¡Usaron el maldito Sabbat como excusa! ¡Sabían que vendrían aquí!
—Arsenic, primero deberías preguntarte quién organiza el Sabbat —respondió Tony—. Si quieres culpar a alguien no me mires a mí, bastante les salvé el culo.
Jack tomó a su hermano antes que se descontrolara por completo. Tony miró a un costado sin agregar nada más. En ese instante, Evans y Liam corrían hacia los chicos.
—¡Nos vamos! —ordenó Liam—. Ya no hay nada que hacer aquí.
—¡¿Dónde está Azazel?! —preguntó Adam fuera de sí.
—Se ha ido antes, han herido a Elizabeth de gravedad —dijo el profesor Evans, antes de adelantarse—. Sus quejas van a tener que esperar.
Ante la noticia los chicos se quedaron mudos. De esa mujer poco sabían, solo que era la secretaria que Azazel instruía, luego de negarse a utilizarla como ofrenda. No hacía falta recalcar el gran cambio que había tenido en poco tiempo gracias a su protección.
Al llegar al castillo, todo gemido era aplacado por un funesto silencio. Muchos internos del Báthory, alumnos impuros y mestizos, eran un número más en el conteo de cadáveres.
A pesar que Tony había demostrado no querer volver, estaba ahí, presente. Se mantenía en el castillo para tener una charla con sus antiguos compañeros de clase.
El clima fúnebre se sentía en todos los rincones.
En la enfermería se encontraba Azazel, tomando la pequeña mano de Elizabeth. Los médicos vampiros la atendían bajo un pronóstico que indicaba un inevitable y nefasto final.
La joven agonizaba y convulsionaba en los últimos minutos de vida. La sangre que perdida era más de la que se podía contar. Su rostro y estómago, sus piernas y brazos, habían sido desgarrados sin clemencia, el malestar había sido insufrible.
De no haberlo visto, nadie lo habría creído, pero a pesar de que su rostro estaba tieso, gotas tibias y dulces caían de los ojos del director, que oía como el corazón de la muchacha se iba apagando poco a poco, para sumirse en la eterna oscuridad.
Era su culpa, lo sabía, el ataque de los exorcistas era para él. De no haberla sostenido entre sus brazos la situación sería opuesta. Se odiaba por ello.
Víctor lo acompañaba en el silencio, esperando el momento culminante para poder sostenerlo a él. Azazel levantó su rostro mojado y miró suplicante a su hermano de toda la vida.
El director negó con la cabeza, su mentón comenzaba a temblar, sus cejas se contraían por el dolor que le provocaba verla despedirse del mundo en un ahogo de amargura. Elizabeth, la joven de tan solo veinticinco años, quien toda su vida había vivido encerrada como un animal, por su culpa, ahora perecía de una manera cruel e injusta, también por su culpa.
—No —susurró Azazel a Víctor—. No puede irse así.
—Hazlo. —Víctor habló con firmeza—. Una mordida no bastará, devuélvele la vida.
Uno, dos... Los latidos se apagaban.
Azazel abrió su boca, mostró sus colmillos y lo decidió, los clavó en Elizabeth antes que tener que oír el silencio de su corazón. Víctor cerró sus ojos al oír el succionar de la sangre pura. Azazel no bebía sangre de un cuerpo desde hacía siglos, ahora tenía que sorber todo lo que quedaba de la muchacha, hasta dejarla seca para verla renacer como una de ellos. Víctor se retiró dejando al director en intimidad.
Deliciosa como una ambrosía, la sangre del Elizabeth era lo más puro que jamás había existido, una dulce miel que no sería probada nunca más. Azazel no podía detenerse, y lo sabía desde un principio, por eso prefería evitar la situación. Ni el más añejo de los vampiros podría contenerse a sorber hasta la última gota de esa belleza moribunda.
Azazel succionó y succionó. Ya no había sangre en ese cuerpo, solo esa saliva que segregaba dentro de su víctima. Elizabeth se mantenía pálida, con sus labios morados y sus venas azules. El director se apartó de ella cuando notó las heridas comenzar a cerrarse.
—Lo siento, he sido egoísta —murmuró en medio del silencioso llanto—. Espero que no hayas visto las puertas del cielo, porque allí no regresarás jamás.
Cuando todas las horribles cicatrices cerraron, él esperó paciente por ella, ya habiendo secado esas hipócritas lágrimas de un hombre que, por segunda vez, decidía sobre su vida, que había preferido condenarla al mundo de las eternas tinieblas a quedarse sin su sonrisa.
En la sala, el silencio se había irrumpido con la presencia de Víctor, quien daba pasos seguros hacia la reunión de internos y profesores.
—¿Cómo está? —preguntó Evans.
—Depende de él —respondió a sabiendas que él lo había instigado.
—Por lo menos sabe dónde está —gruñó Adam—. ¿Qué vamos a hacer con las desaparecidas? Los Leone se llevaron al único exorcista que capturaron, deben interrogarlo, deben encontrarlas.
Los profesores intercambiaron miradas exhaustas.
—Conseguiremos nuevas ofrendas, pronto llegarán —respondió Víctor—. Y, en cuanto a lo otro, es un tema muy delicado que no nos compete. Solo somos profesores del Báthory. Los Leone tratarán de protegernos de los exorcistas y nos darán noticias en cuanto terminen de investigarlos.
—¡¿Protegernos?! —exclamó Jeff—. ¡Eso quiere decir que no las buscarán! ¡Seguiremos esperando a que nos extingan por completo!
—¡No se trata de conseguir nuevas ofrendas! —añadió Jack.
—¡Gemelos Arsenic, si algo no les agrada hablen con su familia! —Víctor elevó su voz, al borde de perder la compostura—. ¡Todos aquí saben que los Báthory impuros no tenemos voz ni voto! ¡Quéjense con los responsables de que todo siga igual que hace siglos!
Dicho esto, el profesor dio la media vuelta para retirarse, dejando a todos mudos. Debido a su inestabilidad se corría el rumor que, por salvar a unos cuantos, Francesca pagaba las consecuencias.
Poco a poco los sobrevivientes fueron retirándose para continuar con sus vidas. Tan solo el pequeño grupo de seis vampiros quedó en el hall para llevar a cabo una conversación que se debían.
—Mi familia se está encargando de conseguir información —dijo Tony—. Ni Sara ni Francesca son prioridad, ni siquiera están en los planes. Si buscan a los exorcistas es para asesinarlos, o cuidarnos de ellos.
—Tengo que ir a buscarla —pronunció Demian, que daba vueltas al lugar, mordía sus dedos y no podía mantener la vista en un punto fijo.
—Es estúpido —respondió Adam—. No tenemos idea de donde puede estar.
—Tony, eres el único que nos puede proveer información —masculló Joan—. No hace falta que te involucres en una búsqueda por Sara, solo debes darnos el dato de donde pueda estar.
Tony asintió sin problemas, de hecho el motivo por el cual estaba ahí era para ayudar y llegar a un acuerdo, a pesar de las miradas odiosas que recibía de Adam.
Las locuras quedarían descartadas, pero era necesario tomar riendas sobre el asunto. Si querían un cambio, y si querían recuperar a Sara, el trabajo en equipo debía ser fundamental, pero ese trabajo debía ser a consciencia.
Tony volvió a su trabajo; los Arsenic regresaron a su morada en soledad, la hermandad había llamado a todas las cabezas de familia para hablar de lo sucedido. Jack se refugió en su cuarto de pintura, Jeff en los jardines de invierno a escuchar su música.
Demian prefería mantenerse en el Báthory, en su castillo solo lo esperaban las sirvientas, prefería descansar en la cama de Sara, oliendo su ropa. Para su desgracia, Adam había tenido la misma idea, si no querían problemas, deberían compartir un lado cada uno.
Joan deseaba pasar un momento con sus padres: Laika y Stefan, por ser hijo único podían dedicarle el tiempo para oírlo. De todos, era el más afortunado si de familia se trataba.
—No le harán daño —afirmó Laika, ella le había heredado su mirada, pero su cabello era más bien blanco, en eso no se parecían—. Si se la llevaron es por algo, supongo que es porque previeron que esta vez no podrían con todos. Los Leone los sorprendieron.
—No te preocupes, Joan —le dijo su padre, él tenía la cabellera y los ojos castaños, un rasgo común en los Báthory puros—. Tu madre tiene razón. Mantén la calma, ahora, más que nunca, un error y caemos todos.
—Lo sé —gruñó Joan—. No me he contenido tantos años como para arruinarlo ahora..
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