3.Plato de entrada
Frío, piel de gallina, olor a sangre. Una leve fragancia procedente de los pétalos de rosas, suspiros agobiados, un corazón vibrante a punto de explotar: la ofrenda estaba en el infierno.
—Sara es enviada por el "Cordero de Dios". Será su ofrenda, y como ya saben, deben respetarla. —Evans la presentaba, mientras el cuerpo de la susodicha tambaleaba en el centro de la escena—. Supongo que no hace falta decir que gracias a ella ya podrán estar tranquilos y plenos.
De inmediato los murmullos se hicieron presentes.
—Parece descompuesta, ¿su sangre estará bien?
—Quizás está ebria.
—O aterrada —murmuró otro.
—La piel parece fácil de perforar, es lo que importa.
— ¿Deberíamos decirle "buen provecho"?
Ella no miró a esos "vampiros", tan solo veía unos cuantos pies por debajo de los sillones. No se animaba a levantar la vista, jamás había visto un demonio y no quería hacerlo ahora, menos sin una preparación física y mental.
Pero ahora estaban todos allí, acosándola con sus comentarios, donde no era más que una presa indefensa a punto del colapso. La taquicardia no se hizo esperar, sus oídos resonaron, pues ahora no escuchaba palabras, solo murmullos. El sudor frío recorrió las heridas recientes de su espalda, provocándole quemazón, y su vista en negro le dio el último empujón para una caída que no notó.
Sara se desmayó antes de dar un paso.
No supo cuánto tiempo pasó, sólo supo que, por un momento, su mente se mantuvo en un limbo: congelada, como si todo fuese una aterradora pesadilla de la cual se le dificultaba escapar. Un terrible sueño lúcido que confundía su realidad.
Despertó con la peste del antiséptico de la enfermería. No hizo escándalo, Francesca sostenía su mano, la cuidaba como siempre.
—Sara, todo está bien. —Fue lo primero que le dijo—. Tu presión se bajó, anoche perdiste mucha sangre. No desayunaste, y no sólo fueron los azotes, te cortaste otra vez. Todavía no hablamos de ello.
—La vieja inmunda no dejó que me desangrara. —Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos furiosos de Sara. Tapó su rostro con ambas manos antes de hacer algún sonido, avergonzada de sentirse débil—. Si moría no hubiese tenido ese gusto de tirarnos aquí.
—No llores, y no digas esas cosas tan horribles —dijo Francesca, abrazándola y acariciando su cabello negro mal peinado y reseco—. No podría haber soportado tu pérdida, estamos juntas en esto. Mira, me han dejado venir a verte. No es una prisión, sé que la historia que contó Azazel es terrible, pero ¿acaso no era terrible en convento también?
—No quiero ser la comida de demonios. —Los dientes de Sara rechinaron.
Francesca lanzó una risita.
—¿Demonios? Esa historia no es más que una farsa. —Francesca frunció el ceño, pensativa—. Si Dios no existe, Satanás tampoco.
Las lágrimas silenciosas no cesaban. Era cierto, el convento era espantoso, pero era todo lo que conocía. Tan solo podía imaginarse eso como un nuevo tipo de castigo, tan solo podía imaginarse sufriendo nuevas torturas, y ahora ni siquiera podía esperar irse al cielo, porque no habría lugar para ella. Eso se lo habían dejado bien claro.
—Todo estará bien —insistió Francesca, limpiándole las gotas con el puño de su viejo vestido gris—. Los chicos me han recibido de un modo muy amable, tal vez no sean malos.
—¿Chicos? —preguntó Sara, se refería a los vampiros, ahora lo recordaba. No se había animado, ni siquiera, a ver sus rostros de soslayo.
—No tengas miedo, debemos ser fuertes. Los hombres, por más vampiros que sean, no parecen tan distintos de nosotras.
Era digno de admirar la facilidad con la que Francesca comenzaba a comprender y analizar la situación.
—¿Y si son...?
—¿Cómo el padre? ¿Cómo los demás? —inquirió Francesca, con la mirada apagada—. Sabemos cómo sobrevivir a ello. Será más de lo mismo.
Ese era el don de Francesca, el goteo de su compañera se fue calmando pudiendo sentirse acompañada. Ella tenía el consuelo justo, las palabras más sensatas. Pero en cuanto se tranquilizó un alarido desgarrador irrumpió con esa mínima paz.
—¡Ámbar! —gritaron al reconocer el chillido de la pelirroja.
Ámbar era arrastrada por Azazel y otro hombre más. La tenían de los brazos mientras ella pataleaba y gritaba como cerdo en el matadero. La estaban ingresando a la enfermería, y ni siquiera se había percatado de cómo perturbaban a las que ya estaban allí.
—¡¿Qué le hacen?! ¡¿Qué le ha sucedido?! —prorrumpió Francesca poniéndose de pie.
Los hombres no respondían, trataban de sosegarla con una inyección en su brazo.
—¡Me van a matar! —Ámbar vociferaba a todo pulmón, a medida que su cuerpo se adormecía bajo el efecto del tranquilizante.
Asustadas, miraron a Azazel con disgusto, él les devolvió la mirada.
—Es un calmante —explicó, apoyando la cabeza adormecida de Ámbar sobre la camilla—. Se ha perturbado de manera innecesaria.
<<¿Manera innecesaria?>> se preguntó Sara, viendo a su amiga sumida en el sueño.
Ese tipo lo tomaba muy a la ligera, o no quería reconocer la situación de sus invitadas.
—Supongo que por hoy puedo puede descansar —dijo el hombre que había ayudado a Azazel, vestía muy formal y usaba lentes que opacaban su mirada—. Evans ha tomado la misma resolución, hoy no es un buen día para comenzar.
Sara dedujo que ese hombre, al igual que Evans, era un tutor del castillo, con la diferencia que no se veía tan amigable. Más parecía fastidiado e inflexible ante la situación.
—Tienes razón, Víctor —respondió Azazel, y de inmediato se volteó a ellas—. Les indicaré en dónde están sus habitaciones. Pueden asentarse y sentirse como en casa, mañana será otro día.
Azazel parecía bastante agotado, sus aires misteriosos se había esfumado; y, a pesar de que les hablaba de sentirse como en casa, ellas seguían horrorizadas. Ese no era su hogar, era una enorme y asquerosa jaula.
De inmediato, ambos las dejaron en la habitación a solas. Sara seguía confundida, Ámbar estaba dormida y la pobre Francesca intentaba mantener su compostura para contenerlas a ambas. Se oían los murmullos detrás de la puerta, pero no se escuchaba con claridad de que hablaban.
Hicieron silencio, pero no funcionó, Azazel reingresó y tomó a Ámbar entre sus brazos.
—Vamos, las llevaré a sus habitaciones.
Ellas lo siguieron, acostumbradas a someterse a las órdenes.
Caminaron a través de extensos alfombrados bermellón, de muros repletos de cuadros de estilo barroco y arañas de cristales, llenos de habitaciones que parecían estar habitadas sólo por el aire. Subieron escaleras tapizadas con bordados, e ingresaron por inmensos salones de suntuosas decoraciones. Y, en lo alto de una torre, tres habitaciones estaban dispuestas para ellas.
—Acompáñenme con su amiga —ordenó Azazel, abriendo una de las puertas.
Ellas lo siguieron.
No podían creerlo, la habitación era enorme, casi tan grande como la del convento, con la diferencia que en aquel sitio dormían unas veinte, todas juntas. Allí, en la nueva habitación de Ámbar, se situaba una enorme cama con almohadones rechonchos y delicadas sábanas blancas. Además de un formidable ropero, un escritorio con espejo, una mesa con sillones aterciopelados, un ventanal, y alrededor decenas de cajas, vestidos y flores esparcidos por todos lados.
—Ayúdenme a correr las cosas de Ámbar para poder recostarla —indicó Azazel.
—Estas no son las cosas de Ámbar —afirmó Francesca, plantándose firme frente a él—. Sólo teníamos un pequeño equipaje.
—Estos son los regalos de las familias.
—¿Regalos? —preguntó Sara, sin pensarlo.
—Sí, es la costumbre —dijo Azazel, arropando a Ámbar con cuidado—. Las familias de los chicos dejan sus agradecimientos por brindar su sangre a sus hijos. Desde hace varios años implementé los obsequios para fomentar el respeto. Aunque...
La pausa prolongada de Azazel no generaba un buen augurio. Con Francesca se miraron, pero no dijeron nada, dejaron al hombre proseguir.
Él les extendió las llaves de lo que sería sus cuartos, y no podían evitar sentirse confundidas. Jamás habían poseído una llave. La privacidad en el claustro estaba prohibida, jamás le habían hecho regalos, y menos tan suntuosos, jamás habían tenido ropa linda, perfumes o una cama enorme.
La confusión era demasiada, y eso no las halagaba, no las ponían feliz en lo absoluto. No entendían que se pretendía de ellas, no entendían hasta qué punto era malo que las trataran de ese modo. Aunque tampoco era difícil deducir que quisieran endulzarlas para que no pensaran a cada instante en que serían parte del menú del lugar.
Con Francesca, decidieron cada una ir a su habitación, poner los "regalos" en orden y sobre todo descansar, aunque no pudieran pegar un ojo. Al día siguiente las excusas no serían suficientes, se enfrentarían a los vampiros.
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