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21. Crónicas de centenarios

Hacía trescientos años, en una remota tierra entre Hungría y Eslovaquia, pero en ninguna de las dos naciones, las cosas eran peculiares, mas no muy distintas de como en el resto del mundo. El hedor a hierro que quedaba impregnado en las calles, luego de las batallas sangrientas, hacía arder las fosas nasales y dar vueltas el estómago; incluso más que los deshechos que bañaban las apedreadas aceras. Así y todo, el peor foco de infección se encontraba en los callejones, entre bares y burdeles: en el mercado de esclavos.

La familia Báthory estaba compuesta con fervientes compradores y vendedores, ellos eran los amos del mercado, en especial Imara, la hija mayor de la familia, la de belleza sepulcral. A ella le gustaba comprar hermosas muchachitas para degollarlas, tor­turarlas, y bañarse en su sangre.

Pocos humanos sabían de estos horrores, y a los proveedores poco les importaba, ella pagaba con monedas de oro macizo. Sin embargo, otra cosa que le encantaba comprar, eran niños varones, ella los adquiría desde muy pequeños para "moldearlos a su antojo", así algún día pasarían a ser parte de su harem, hasta que se cansara de ellos, por supuesto.

Fue un día gris en la ciudad, que Imara recibió la noticia de que un barco, en Francia, había sido tomado por piratas. Ahora, algunas mercancías, lograban llegar por las rutas hasta su tierra. No tenían mujeres, pero sí muchos niños. Imara saltaba de la alegría. El pequeño Víctor, quien había sido su máxima joya en un momento, comenzaba a perder el encanto.

Decenas de críos hacinados y harapientos, lastimados y su­cios, esperaban en una jaula cual cerdos. Algunos, los más pe­queños, lloraban; otros, esperaban su fatal destino con tranquili­dad.

Imara miraba la jaula con frenesí, su locura no tenía límites, se regodeaba con esa lamentable escena.

—¡Por Lucifer! —dijo tomándose el corazón, como si hu­biese visto la obra más magnánima de la historia—. Son hermo­sos, y más lo serán de adultos. Lo sé. Los quiero. Deben ser míos.

Imara se deleitaba en profundidad, relamía sus labios carmesí, sus pupilas centellaban, sus manos blancas se movían de manera errática, meditando decenas de perversidades.

Ella había puesto sus ojos en dos niños de no más de seis años. Uno, tenía la piel sonrosada, y los labios de fresa, su cabe­llo era rubio, casi blanco, y sus ojos tan celestes, parecían invisi­bles, era un pequeño ángel. El otro, era pálido, de cabello tan negro como el carbón, y unos ojos grises, afilados como los de un gato, su belleza singular era intrigante.

—El rubio se llama Evans, viene de una embarcación de Sue­cia —dijo el vendedor, un gordo grotesco y nauseabundo—. Di­cen que es hijo de un príncipe, su cabeza tiene un alto precio. El moreno, se llama Azazel, es el hijo de una prostituta francesa, una tal Brigitte Delacroix, y un diplomático inglés. Al parecer un romance prohibido, así que también vale un dineral.

—Evans, Azazel, qué hermosos nombres. —Imara se regocijaba , entregando una gran cantidad de monedas al vendedor.

Los pequeños, fueron encerrados en una jaula más pequeña, y colocados en la carreta junto al equipaje. Los niños no hablaron, no se quejaron, ni siquiera se entendían entre ellos. El viaje fue largo, pero luego de unas cuantas horas, el castillo principal de los Báthory los recibía con las puertas abiertas.

Imara siguió su camino, dejando a los niños en manos de las doncellas encargadas, quienes los bañaron, los vistieron de ma­nera sencilla y los enviaron a una habitación grande, llena de chicos y jóvenes muchachos. Los pequeños miraron el lujo que los rodeaba, estaban limpios y les habían servido comida.

Lo que no se enteraron hasta más tarde, era que no intentaban halagarlos. Ellos acababan de llegar al infierno, un infierno que les costaría trescientos años a sus almas.



Durante semanas, meses e incluso años, Imara los sometió a sus más retorcidos caprichos. Con el tiempo, ellos asumieron que eran las presas de una endiablada mujer vampiro, a la que debían complacer si apreciaban su vida. Ella, no solo estaba loca, no tenía escrúpulos. El dinero y el poder lo podían todo; Imara era el demonio de la tierra, las palabras no alcanzaban para describir su sadismo.

Los años pasaban, y la profecía de la malvada vampiresa se hacía real. Los chiquillos que ella escogía se volvían hermosos jóvenes. Una terrible maldición. De algunos se aburría y los ol­vidaba, a otros los torturaba hasta matarlos; otros, en vanos in­tentos por destruirla, terminaban ejecutados. De no ser por la preferencia que tenía con algunos, habría matado a, por ejemplo Evans, cuando lo descubrió besándose apasionadamente con Liam, un joven proveniente de Irlanda.

Ese día explotó de ira ante la traición, de no ser porque le en­cantaban los dos, ¡los adoraba! Y en cierta medida, verlos, le generaba un morbo inexplicable. Por lo que solo los azotó hasta cansarse y luego los encerró en calabozos separados por un tiempo.

Sin embargo, quien estaba en el pedestal de los preferidos, era Azazel. Ese niño cada día se parecía más al anticristo. Su cabello crecía, se había vuelto alto y esbelto, su mirada era hermosa y expresiva como ninguna, y siempre sonreía como si tramara algo malévolo contra ella.

Imara Báthory lo admiraba como a ningún otro, enorgullecida de su buen ojo para los hombres.

Azazel era distinto del resto; la mayoría vomitaba con solo pensar en Imara, no porque fuera poco agraciada, de hecho su belleza no tenía comparación. Pero sus retorcidas ideas, a la hora de deleitarse, escapaban a cualquier mente saludable. Azazel la complacía, la elogiaba, era el único en el grupo que la escuchaba, y él era al único que ella escuchaba, podía decirse que estaba enamorada de él.

En secreto, Imara fantaseaba ser ultrajada por Azazel, ser deseada, pero eso jamás sucedía, siempre era al revés.

Cierto día, Evans se encontraba llorando en un rincón de la habitación que compartía el harem. A pesar de no ser un niño, no podía dejar de comportarse como tal.

—No irás al Sabbat, iré yo, ya no llores —decía Azazel, aca­riciándole la cabeza con cariño, desde el primer día esos dos eran como hermanos.

—¿Cómo puedes soportar sonreír a esa mujer? —sollozaba Evans—. ¿Por qué no la matamos de una vez? Esa maldita, esta tarde trajo más niños. Oía sus llantos, sus gritos proviniendo de la cámara de torturas.

—No podemos hacer eso, no eres el primero que lo piensa —dijo Víctor, acercándose al grupo—. Antes de nosotros había otros. Ellos solo lo pensaron y fueron masacrados. La familia Báthory es grande, los vampiros son fuertes, tienen ejércitos a los que pagan bien. Los únicos maltratados somos nosotros y a nadie le importamos.

—¿Y qué vamos a hacer?—preguntó Liam colocándose al lado de Evans para envolverlo en sus brazos—. ¿Esperar a morir en una de sus rabietas, en una de sus orgías? Eso es lo que hici­mos toda la vida. Además, el hecho que haya traído niños, signi­fica que pronto nos cambiará. Envejeceremos y perderemos nuestra gracia.

Azazel sonrió y puso el dedo en sus bocas haciéndolos callar.

—La paciencia los premiará —dijo con aires misteriosos—. He conocido a Imara más que todos. Está loca, enferma, pero incluso así, es caprichosa y con la capacidad de volverse una idiota ante sus deseos. Hoy la acompañaré al Sabbat, su familia quiere que consiga marido, deséenme suerte.

Esa noche, la suerte no le faltó. Mejor dicho, su paciencia, su falta de emociones y un estómago inviolable, le proveían la oportunidad de controlar a esa mujer. Ella, Imara, odiaba que le dijeran que hacer, no quería un marido al que no pudiera domi­nar, y en su torpeza, la cual no era recurrente, convirtió a Azazel en uno de los suyos para desposarlo, aún si ponía a todo el linaje de su familia en juego.

El plan había comenzado, los roles se invertían. Una vez unido en matrimonio, una vez siendo tan fuerte y poderoso como ella, Azazel tomó cartas en el asunto; organizando negocios, ocupándose de los ejércitos y haciendo todas esas tareas que Imara odiaba, ya que prefería estar abusando de niñitos pequeños o degollando jovencitas.

A cambio de monedas de oro a sicarios, la mayoría de los Báthory fueron muriendo, hasta reducirse a un pequeño grupo. Las sospechas contra Azazel crecieron, por lo que tuvo que dete­nerse y tomar una magnífica resolución. Considerando que no podría él solo contra todos los vampiros, se alió con la iglesia, con el mismo Vaticano.

Los católicos tomaron el crédito de los asesinatos a los vampiros, para que Azazel quedara libre de sospechas y trabajara de incógnito para ellos. Más temprano que tarde, todo el pueblo se unió en contra de los chupasangres. Pero, para cerrar el trato en­tre la iglesia y Azazel, él debía entregar la cabeza de la infame Imara Báthory, la cual ya traía problemas con la mayoría de los pueblerinos por robar a sus niños y mujeres.

No fue un problema.

Él ya era tan fuerte como ella, ahora el manejaba las tropas, ahora tenía a quien echarle la culpa. Tan solo tuvo que llevarla de paseo.

—Sé lo que harás, mi amor —comentó ella, al verse en las profundidades del bosque, con el único hombre al que había ado­rado dentro de su locura enferma—. Vas a matarme, después de darte la vida eterna, después de haberte dado todo —farfulló an­gustiada.

Azazel rió un poco.

—No creas que por eso te subestimo —dijo el vampiro—. Sigo siendo un niño a tu lado. Eres muy perspicaz.

Azazel la tomó del cabello con furia, como siempre había deseado. Ella chilló ruborizada. Hasta último momento no podía más que sentir placer cuando él la tocaba, aunque fuera violento, sádico y tuviera intenciones de matarla.

—No lo hagas, por favor. —Imara lloriqueo llena de terror y excitación, ese sentimiento que jamás había experimentado. La muerte soplaba en su nuca.

—No esperé tanto para dudar ahora.

Sin más, Azazel desenvainó una daga guardada entre sus ro­pajes. .

De raíz, arrancó la cabeza de la vampiresa, deseando haberla hecho sufrir mucho más, pero él no era como ella. No podía arriesgarse a perderlo todo, a ser descubierto por querer jugar al justiciero rencoroso con su única oportunidad.

La cabeza de Imara rodó hasta los pies del pontífice y sus cardenales, dando por hecho que el trato estaba cerrado.

—Yo, Azazel de Báthory, confío en que entregarán las ofren­das y ayudarán a reducir las muertes de inocentes a cambio del elixir. De lo contrario me encargaré de ustedes —dijo a los hom­bres.

—¿Crees que los vampiros dejarán de ser crueles algún día? —preguntó el Papa—. Por más ofrendas que les demos, son ase­sinos natos, hijos de Satán.

—Lo harán con el tiempo. Yo sé esperar, las cosas van a cambiar, mi paciencia siempre me da frutos —dijo Azazel, con­templando con una sonrisa la cabeza inerte de su mujer—. Es­pero que ustedes también lo hagan, sé que no son unos santos.

—¡Impertinente! —vociferó el Papa, dejándolo ir, pues sabía bien que a ambos les convenía la dependencia del otro. Jugosos negocios beneficiarían a unos cuantos.

Azazel, la nueva cabeza de la familia Báthory, un vampiro de linaje impuro, se retiraba en silencio. Tenía mucho trabajo por hacer en un mundo que se negaba a caer por las buenas.



En la actualidad, Azazel tronaba sus dedos, exhausto de tanto trabajo. Elizabeth le acercaba los documentos que aún faltaban firmar, no eran más que recibos de mercadería y utilidades.

—Esa chica... —murmuró el director, pensando en Sara—. En cierta parte me recuerda a mí. Ha sufrido tanto que solo piensa en sobrevivir. Jamás ha pensado en un futuro en libertad. No sabe lo que significa ser dueña de su vida, no sabe que puede querer a otros y ser querida.

—¿Le preocupan las ofrendas? —Elizabeth esperó una respuesta.

—Por supuesto. —Azazel respondió sin dejar de revisar sus papeles—. Debido a los tratados que hice, es que ellas deben estar aquí. Son mi responsabilidad, soy su tutor legal. El pro­blema, es que Francesca es una chica inteligente, que busca aprobación para salvarse el pellejo. En cambio, Sara es apática y desconfiada, por lo que es impredecible.

—Nadie le ha enseñado a ser optimista, nadie le ha enseñado a querer, nadie le ha dado el ejemplo —dijo Elizabeth, a pesar de que ella también carecía de experiencias.

Azazel asintió y elevó su cabeza, sonriendo de repente.

—No es algo que no tenga solución, lo peor ha pasado. No regresará al Cordero de Dios. —El director elevó sus cejas—. Incluso yo pude salir, y mírame ahora, soy muy exitoso y bello.

—Usted se la pasa trabajado, y es un solterón de trescientos años.

—No soy soltero. —Azazel contuvo el aire—. Soy el viudo de Imara Báthory. —Añadió forzando una sonrisa.

—Pero eso pasó hace tanto que nadie debe recordarlo. —Elizabeth se encogió de hombros y se retiró a seguir trabajando.

Azazel sonrió ante la inocencia de aquella joven. Ese era su mayor deseo, dejar de recordar a Imara que tanto daño lo había dañado; ansiaba que todos la olvidaran alguna vez. A pesar de sus trescientos años vampíricos, ante las cabezas más altas de la hermandad, él seguía siendo un niñito esclavo con buena suerte, de sangre impura, un humano traicionero con aspecto de vam­piro. Un hombre condenado a una eternidad que detestaba. 

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