2.La ofrenda de sangre
Voy a morir. Ese era el único pensamiento de Sara, un pensamiento muy recurrente desde que tenía memoria. Sin embargo nunca había sido un condicionante para sus travesuras, pecados o crímenes. Y, con el pasar de los años, la muerte se volvía más una esperanza a una pesadilla.
—No se queden ahí paradas, tomen asiento. —indicó el director, haciendo un ademán con su mano—. Es hora de ponerlas al tanto de la situación. Por cierto, mi nombre es Azazel. ¿Cuál es el de ustedes?
Ninguna de ellas respondió. Se dedicaron a apretar sus puños, mirándose llenas de incertidumbre y frustración, queriendo comunicarse con la mente, queriendo buscar una salida rápida, la que fuera. Las tres sostenían el mismo sentimiento de impotencia.
—Supongo que no quieren hablar, pero si tengo en cuenta sus expedientes puedo adivinar —añadió, con un tono amigable, aunque sólo parecía estar degustando el pavor ajeno—. La chica de cabello rojizo y carácter impertinente es Ámbar, ¿verdad?
Ámbar agachó la vista y asintió de mala gana, ¿qué más podía salir mal? Que ese tipo supiera su nombre era una mancha más al tigre.
—La pequeña y observadora muchacha rubia, Francesca. —Azazel rió, como si hubiera algo divertido en ella. Francesca no se inmutó, era difícil sorprenderla—. Y la asustada morocha de ojos miel, a la que la vieja llamó "demonio", Sara.
La sangre de Sara se drenó cuando lo oyó pronunciar su nombre con tanta claridad, como si la conociera desde siempre. Creía verse morir.
—Ámbar, Francesca, Sara —suspiró agobiado, quebrando ese porte misterioso del inicio—. No voy a hacerles daño, ustedes son personas valiosas aquí; y, considerando que las han abandonado sin explicación, es mi deber ponerlas al tanto de todo, así que tomen asiento, lo necesitarán.
Por un momento pudieron respirar, ese hombre al que habían juzgado mal, desde el primer instante, pretendía dar la explicación que toda la vida les habían negado.
El relato comenzó cuando se dejaron caer, con todo el peso del mundo, sobre sus aposentos. De ahí en más, todo se convirtió en un ridículo sueño, una película estaba pasando delante de esos no tan inocentes ojos de cordero; haciéndolas sentir fuera de su cuerpo. No podían evitarlo, esa ahora iba a ser su realidad.
Hacía miles de años, algunos demonios descendientes de Asmodeo, el demonio de la lujuria, y Lilith, la primera mujer de Adán, tuvieron hijos, éstos se involucraron con humanos. Las criaturas que nacieron, de cuyas relaciones, fueron seres débiles y parasitarios, más conocidos como vampiros. Sí, vampiros; estos seres necesitaban de una dosis de sangre humana para poder subsistir en el mundo de los mortales, era su alimento vital.
El odio y la desesperación, la sed insaciable, la soledad y la falta de un lugar propio, llevaron a los vampiros a cometer atrocidades. Pronto se dieron cuenta que su sed se saciaba mejor con la sangre de niños pequeños, hermosas doncellas, gente pura e inocente. Lo que sucedió después fue una terrible masacre sin precedentes. Decenas de centenares de niños muertos por los pueblos, y los humanos sometidos a una soez voracidad, monstruosa y sin escrúpulos.
Los vampiros ya no buscaban mantenerse con vida, sino arrasar con todo lo que se les cruzara, dominar las tierras y arrear a su "ganado". Allí fue cuando las congregaciones religiosas tomaron cartas en el asunto. Los chupasangre ya se habían establecido como una sociedad en el mundo, eran fuertes y poderosos, por lo que la iglesia no podía pensar en exterminarlos sin desatar tragedias peores; por consiguiente, se pidió llegar a un acuerdo.
Las civilizaciones estaban floreciendo, los humanos eran superiores en armas y cantidad; por lo que era momento de actuar de manera protocolar. Los seres de la noche dejarían de matar a los niños y jóvenes de manera indiscriminada, a cambio, la iglesia formaría y entregaría personas de las cuales pudieran beber sangre, sin hacer daños mayores, es decir "ofrendas de sangre".
El ritual prosiguió a través de los siglos, ambas partes aceptaron convivir bajo ese acuerdo. Dos mundos distintos habían sido unidos por un lugar en la tierra. Estaba claro, Sara, Ámbar y Francesca eran parte de ese rito, eran las ofrendas de sangre. Se sentían aterradas, traicionadas, embaucadas. Tal vez si hubiesen tenido familia jamás habrían sufrido ese cruento destino; tal vez, si hubiesen insistido en rebelarse, en vez de aferrarse a la fe ciega, nada, nada de eso habría sucedido.
Ahora debían escuchar, con impotencia, la sentencia que le imponía un acuerdo que las traspasaba por completo; donde su opinión no era válida, donde no era más que una cosa, una moneda de un intercambio en una negociación en donde no tendrían ni voz ni voto.
Esta vez ni Ámbar podía emular palabra, o un insulto, y no era para menos. Costaba creer la historia, parecía una grotesca fábula, pero ¿acaso la biblia no tenía algo de eso? Ángeles, demonios.
¿Por qué desconfiar cuando su vida estaba trazada por relatos similares? ¿Cómo podían imaginar que se trataba de otra cosa cuando apenas sabían leer?
No podían discernir la mentira de la verdad, la fantasía de la realidad. Era un problema.
—No es tan terrible como parece, nuestros chicos solo necesitan pequeñas dosis, tenemos la ley de sacrificar lo menos posible —explicó Azazel, para cortar el amargo silencio, pero era inútil, parecía una tomada de pelo—. Además tendrán sus habitaciones, su espacio personal. La casa Báthory sigue formando a los vampiros en su etapa de desarrollo final, tanto en lo físico como en lo intelectual. Este es un lugar de contención para evitar daños mayores. —Azazel inspiró buscando las palabras más contenedoras que pudiera—. Ustedes pueden aprovechar los conocimientos y servicios. No se vean a ustedes mismas como víctimas, sino como colaboradoras de una buena causa, por eso son bienvenidas.
—¿Cuánto tardaremos en morir? —interrumpió Francesca.
Sara y Ámbar la miraron absortas, no entendían como quería saber algo tan siniestro, pero ella era así, dulce por fuera, amarga por dentro.
Azazel rió a carcajadas, aunque a las chicas no les hizo ninguna gracia.
—Lo siento, la pequeña me ha desconcertado —expresó tomando aire; de verdad parecía divertido, ellas deseaban que se atragantara con su saliva—. Nadie se atreve a preguntar cosas así, pero para su suerte debo decirles que no morirán. De hecho verán como su salud mejora día a día.
—¡No mienta, sabemos que no hay salida! —gritó Francesca, sorprendiendo a sus compañeras con lo que era capaz de decir, ella solo hacía esas cosas cuando estaba segura de que viviría para contarlo—. ¿Tres chicas para un castillo? Nuestra sangre no es ilimitada. —Su voz se resquebrajó con esto—. ¡Dígame cuando moriremos! ¡Tenga al menos esa decencia para con nosotras!
<<¿Qué importa eso?>>, pensó Sara.
—Los vampiros son pocos, y la dosis de sangre necesaria es mínima; además, sus colmillos les traerán más beneficios que daños —reiteró Azazel, volviéndose serio.
No podían creerlo, incluso hacía chistes sobre ello. Parecía una ilusión, una maldita pesadilla de la cual no podían despertar. No había más manera de sentirse que atadas de pies y manos a un terrible destino. Todos los sueños del paraíso quedaban destrozados para ellas. Ahora que su existencia se iba a limitar a ser la de la comida de los demonios, ya no podían soñar con nada; ni siquiera con una muerte digna, o con una escalera al cielo.
Tres golpes suaves en la puerta fueron suficientes para espabilarse.
Azazel dio el paso y un joven hombre entró al despacho. Éste las sorprendió tanto como el que giraba en su silla, pero lo hizo de un modo más grato. Sus ojos eran claros como el agua y su sonrisa calma como una tarde de otoño, eran casi como las de un ángel, una de esas pinturas renacentistas. Su cabello, enmarañado de color rubio, estaba mal atado con un lápiz, y su ropa arrugada daba la impresión de una persona humilde.
—Oh, lo siento, ¿estabas ocupado? —preguntó el joven hombre.
—Ya terminaba, por cierto ellas son las nuevas ofrendas, vienen de "Cordero de Dios" ¿recuerdas? —dijo Azazel, arqueando una ceja con disgusto—. Ámbar, Francesca, Sara, él es Evans, cuida de los chicos y da cátedras de Historia del Arte y Literatura.
Las tres lo miraron de pies a cabeza, él saludaba con una dulce cordialidad. Para nada parecía alguien que pudiera enseñar o un demonio vampiro, más bien un bohemio, un limosnero.
—Estoy por ir a dar una clase a los bellos y puros —comentó Evans, rodeando sus ojos, en alguna especie de chiste interno y sarcástico.
—Ah, ¿esos desgraciados? —preguntó Azazel revisando los papeles de su escritorio—. Sí, sí, ya lo recuerdo. Sara, ve con Evans, te presentará y podrás tomar algunas clases con él si te interesa.
—¿Iré sola? —indagó la joven morocha, aprisionada por el vértigo.
Las chicas la miraron, igual de angustiadas.
Azazel suspiró al cielo.
—Dividimos a los vampiros para cada una de ustedes. Ya lo dije, no sacrificaremos más de lo justo. Así que vas sola. —Azazel regresó a sus asuntos, su repentina autoridad y actitudes ambiguas la acongojaban.
No supo bien que sucedió en ese lapso, Sara no podía resistirse ¿cómo hacerlo? ¿Serviría acaso? Estaba a la corriente que debía caminar por los largos pasillos detrás de Evans, quien la guiaba hacia una de las múltiples salas. De repente, se vio entrando a una grandiosa habitación, en el que sus pasos hacían eco, y su respiración generaba resonancia en el profundo y sepulcral silencio que la acechaba para devorarla.
Se estaba ahogando en una terrible desesperación.
Miró al frente de lo que sería un lugar que recorrería a menudo. Los sillones, sus "comensales", todo estaba allí, y no podía distinguir ninguna forma, o mejor dicho no quería hacerlo, el susto la poseía, la paralizaba.
Evans la presentaba.
—Muy bien chicos, ella es Sara —decía, y las palabras comenzaban a oírse cada vez más lejanas.
Todo parecía tener el peor desenredo.
La vista de Sara se nublaba por completo, y su alma huía despavorida dejando su cuerpo a la buena de Dios, un Dios ausente.
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