11. Secretos
Francesca decidía, esta vez, sentarse al lado de Sara. Ámbar no estaba, y no les era de extrañar. Desde aquella discusión, las dos parecían querer evitarse antes de arrancarse los ojos. Entre tanto, ambas se ponían al tanto de sus vidas. Francesca contaba algunos chismes que se enteraba, gracias a la buena relación que había logrado con sus "comensales". Daba a entender que su simpatía para con ellos era con el fin de obtener información. En realidad, ella era una chica bastante antipática, desconfiada y calculadora. Sólo quienes la conocían en profundidad podían distinguir una sonrisita cínica de una real, la cual era mucho menos frecuente.
—Esa mujer rara resultó ser la ofrenda que le enviaron a Azazel por su cumpleaños—concluyó Francesca, luego de un extenso cotilleo.
—Pensaba que los vampiros adultos no consumían sangre de los humanos. —Sara frunció su entrecejo—. Azazel dijo que los adultos se conforman con donaciones.
—Es así, pero no todos lo cumplen. —Francesca se encogió de hombros y dio un sorbo a su taza de té—. De todas formas, él no pidió una humana, se la enviaron como obsequio... o eso dicen.
—¿Quién le hizo el regalo?
Sara comenzó a hurgar de más, aunque era en vano, Francesca volvió a encogerse de hombros. Muchas cosas seguían siendo reservadas entre vampiros. En tanto a Sara le preocupaba perder la poca confianza que Azazel le generaba. Si era mentira que los adultos no consumían sangre de las ofrendas, su esperanza de un futuro en libertad se esfumaría por completo. Así que agitó su cabeza tratando de dispersar esos lúgubres pensamientos, volviendo a concentrarse en lo que sería su presente día: su día con Jack, quien no paraba de lanzarle miradas ponzoñosas desde que había entrado a la cafetería.
Por ser sábado, los profesores no daban cátedras. En cambio, los internos, podían aprovechar las diversas habitaciones equipadas con elementos de arte o hacer lo que quisieran. Sara debía admitir que esto la tenía más que expectante; podía elegir entre tocar un instrumento, pintar, dibujar, o lo que fuera artístico. Pero, como jamás había hecho ninguna de esas cosas, subestimó lo que era la pintura, yéndose para ese salón de pinceles y lienzos, esperando poder trasladar a un paño el dibujo de sus nuevos vestidos, y quizás los decoraría con rosas o realizaría nuevos diseños.
Notó que la sala estaba vacía y era enorme; con ventanales de marco de roble y cortinas aterciopeladas. Una lámpara de cristal colgaba a lo alto, la rodeaban decenas de lienzos en blanco con mesas llenas de pinturas, olía a acrílicos, aceites y trementina.
No estaba segura de cómo empezar, pero Jack logró sorprenderla, como si la hubiese seguido todo el día solo para ver su expresión de asustada.
Unas manos pellizcaron su cintura y Sara chilló del susto.
Jack carcajeó muy divertido, sin embargo Sara comenzaba a ponerse a la defensiva. Otra vez no hallaba parecido con su hermano.
—No grites —dijo a carcajadas—. Pensarán que te estoy chupando sin tu consentimiento.
Sara no respondió, su furibunda mirada lo dijo todo.
—No me mires así —bufó él, levantando un ceja, paseándose a su alrededor como una hiena midiendo a su presa—. Siempre vengo a pintar. Soy muy bueno y talentoso. Deberías ver mis cuadros, se venden bien entre las familias.
Jack tomó un lienzo en blanco y algunos pomos de color rojo y tierra.
—Yo me voy, esto no me interesa. —Sara tensó sus puños con intenciones de huir.
—No te vas —ordenó oscureciendo su mirada de demonio—. Es nuestro día.
Sara apretó sus muelas y allí se quedó, estática, sabiendo que prefería evitar una catástrofe.
—¿Qué vas a pintar, Sara? —inquirió alegre, como si nada—. ¿A Jesús, a Dios? ¿Sabes cómo es él?
Sara ciñó su entrecejo denotando la obvia ofensa. Ella, al final, optó por quedarse parada en un rincón, mientras él daba las primeras pinceladas como un verdadero profesional. En ese mismo instante, Sara no podía sentir más que odio por Jack. Él, no solo le recordaba que estaba a su merced, sino que le había quitado la posibilidad de hacer algo que anhelaba demasiado; le quitaba la oportunidad de distenderse, de olvidarse en donde estaba. En definitiva, era el opuesto de Jeff.
—¡Hace mucho no tenía un modelo vivo! —Jack volteó a verla, enarcando una enorme y colmilluda sonrisa—. Casi pareces una estatua. Vamos, mujer, toma un lienzo. ¿No ibas a pintar?
Ella negó con la cabeza. De saber hacerlo como él, quizás lo habría hecho, pero no era el caso y no tenía ganas de pasar vergüenza.
—Entonces sé mi musa. —Jack arqueó una ceja, para luego añadir sin tapujos—: posa desnuda para mí.
Sara lo observó entre atónita e interrogativa, ya estaba perdiendo la línea de la broma o la verdad, lo cual comenzaba a provocarle escozor. Jack la llevaba al límite de la tensión.
—Vamos —insistió sonriente, dando un paso hacia ella, dejando sus pinceles a un lado.
Su mohín se mantenía, sus pasos la iban a alcanzar.
Ella seguía quieta en la esquina, esperando el momento en el que la mordiera y satisficiera su inmunda sed, y así dejarla en paz. No obstante, no podía negar el nerviosismo, el temblor de su mentón, de sus piernas. Ese vampiro era un monstruo que se deleitaba con el sufrimiento ajeno.
Jack se plantó frente a ella, le levantó el mentón con su mano para que pudiera verle a los ojos. Sara sentía el sudor frío recorrer su espina. Él sonreía y dejaba entrever sus largos colmillos. Con su mano libre comenzó a despejarle el cuello. Ella cerró los ojos, haciendo sus plegarias en silencio, pero nada sucedió como lo esperaba.
De un brusco tirón la dio vuelta, dejando su rostro contra la pared, sostenía con fuerza su cuello, para que no se volviera otra vez. Sara se agitó, todo su cuerpo entero se volvió rígido ante una inminente muerte, pero antes de lanzar un chillido, él le tapó su boca con la mano.
Ella comenzó a retorcerse con desesperación; aunque, cuanto más lo hacía, más la aprisionaba contra la pared, apoyándole todo su peso, frotándose contra ella.
—Te gustará, ya no te resistas —susurró en su oído, dejándole una lamida.
<<No, por favor >>.
Las inútiles lágrimas de Sara, caían a medida que hacía fuerza para zafarse de su agarre. Su cuerpo se sacudía, sus pulmones no tenían el oxígeno suficiente, se ahogaba en la desesperación, no podía gritar, no podía moverse. Él iba a hacer lo que quisiera con ella, tenía la fuerza para hacerlo.
<<¡Suéltame, suéltame!>>. Sólo podía pensar en esas palabras al sentir como sus manos bajaban el cierre de la espalda de su vestido.
—Quédate quieta —mascullaba entre dientes, al presionarla más contra el concreto—. No tienes que complicarlo tanto.
Ella se agitó de forma violenta, cayendo al suelo para arrastrarse a la salida. Jack la retuvo antes de que pudiera alcanzar el umbral de la salida, y de un tirón le desnudó la espalda.
—¡Sólo tomaré tu sangre, mierda! —Jack berreó disgustado.
Sara sintió como deshacía su ropa por completo, como pretendía ultrajarla con tanta facilidad. Lo peor iba a pasar y no había forma de que ella pudiera pararlo.
—¡Basta, basta, basta! —clamó Sara, soportando el dolor de su garganta desgarrada por el llanto.
Había podido hablar, había podido gritar. Jack se apartaba de su cuerpo, poniéndose de pie mientras ella seguía temblando en el piso.
—Tu espalda —señaló él, clavando sus pupilas dilatadas en los ojos lacrimosos de ella.
Sara lo había olvidado; los cardenales, los cortes, los latigazos. Las marcas de los castigos en el Cordero de Dios aún no se desvanecían por completo. Siempre tardaban meses en hacerlo, pero antes de cicatrizar, le hacían nuevos. De hecho, antes de irse de ese lugar, la tunda recibida había sido tan dura, que a pesar de las milagrosas mordidas vampíricas, no sanaban con facilidad.
Siempre estaba marcada. Deformada.
Tenía vergüenza de su aspecto, el aspecto de los pecadores, por lo que no respondió a su asombro. Trató de unir los harapos para cubrirse la espalda, limpiándose nerviosa el rostro aguado.
—Yo... —farfulló Jack, ya sin su maldita mueca burlona.
Ella le devolvió una mirada asustadiza, pero él se fue con un paso acelerado a quién sabe dónde. Huyendo de la escena que él mismo había provocado.
Sara procuró quedarse en el cuarto de arte hasta tranquilizarse. Él no volvió, no tomó su ración de sangre, y a ella poco le importó que pasara por su cabeza en ese momento. Había sido su culpa abrir una puerta que quería cerrar, había sido su culpa creer que podía pasar por sobre cualquier situación.
Ya no importaba la faceta que Jack intentara mostrar, era un cobarde y ella una pecadora; y ahora ambos sabían un secreto del otro, secretos que no tardarían en aflorar frente a los demás.
Los fantasmas estaban demasiado presentes y sería difícil ocultarlos en el averno.
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