10. El regalo del director
Los pasillos del Báthory aguardaban con calma a lo que precedía una nueva visita de los religiosos. Esta vez, traían un presente del mismísimo pontífice. Azazel no le daba mucha importancia a estas parsimonias, hacía rato había dejado de hacerlo. Su tiempo lo usaba de forma expresa para trabajar, de hecho no hacía otras cosas más que eso. Revisar archivos, ocuparse de la vida de los vampiros del Báthory; y, en especial, en la estadía de las ofrendas. Pero, cordial como era, debía atender a los santurrones otra vez.
Golpearon la puerta de su despacho, Azazel balbuceó un "pase" sin sacar la vista de los documentos que leía, pero fue en cuanto oyó ese agudo gimoteo que miró directo a sus invitados.
Levantó sus cejas en signo de sorpresa, pero sin perder su caballerosa compostura. Incluso el arzobispo de la nación vecina estaba allí, junto dos sacerdotes y una joven muy harapienta que lloraba a cántaros.
—¿Puedo saber a qué se debe su grata visita? —preguntó, tomando una disimulada bocanada de aire para esbozar una picaresca sonrisita.
—Venimos a felicitarlo, trescientos años no cumple cualquiera —respondió el arzobispo, con un asqueroso cinismo.
—Trescientos dieciocho, mis años como humano también cuentan —dijo Azazel volteando su rostro a la mujer que no paraba de gimotear—. ¿La señorita es...?
—Elizabeth —respondió el arzobispo—. Una joya única, un presente directo del Papa, para usted, que tan bien ha mantenido la paz, y ha colaborado.
Azazel giró sus ojos y negó con su cabeza. Acomodó sus papeles y tomó bastante oxígeno antes de responder.
—Debo desistir de su hermosísimo regalo, pero hace siglos que no me alimento de ofrendas.
—Por eso mismo —dijo un sacerdote—. Usted puede disfrutarla como desee, la han conservado veinticinco años virgen, casta y devota.
—¿Virgen, casta y devota? —Azazel ahogó una carcajada—. ¿Cómo podrían interesarme tales valores arcaicos en una presa?
—Nos dijeron que de ese modo su sangre es mejor —advirtió un sacerdote.
—La calidad reside en sus alimentos. —Azazel giró sus ojos—. Lo demás es superstición.
La chica lloraba sin parar, y Azazel parecía no poder soportarlo más. Ella lo estaba sacando de quicio, odiaba a las personas lloronas.
—La iglesia ha preparado esta ofrenda durante un buen tiempo —explicó el arzobispo—. La mayoría de las mujeres, que eran sometidas al régimen de Elizabeth; escapaban, se volvían locas, o se suicidaban. Al menos tiene una voluntad fuerte.
Azazel frunció el ceño, ¿voluntad fuerte? Más le parecía una cabra degollada.
—Déjenla por ahí —finalizó haciendo un despectivo gesto con su mano, regresando a sus tareas.
Los tres religiosos sentaron a Elizabeth en un sillón antes de la pobrecilla cayera desmayada. Los susodichos se retiraron al notar la furia de la mirada de Azazel sobre ellos.
<<¿Regalo del papado? Pedazos de mierdas, me conformaba con uno de esos vinos de misa>>.
Azazel dejó sus papeles a un lado y sorbió una taza de café, entre tanto observaba a esa pobre ofrenda. ¿Quién sabía las penurias que había pasado solo para conservarse de ese modo para su deleite?
Su tersa piel blanca, casi translúcida, dejaba ver sus venas fervientes de sangre dulce, denotaban nunca haber sido expuesta al sol. Sus labios rojos y resecos afirmaban que venía llorando hacía días, al igual que sus párpados hinchados, al igual que su nariz enrojecida, al igual que sus pómulos mojados y sonrosados. Era linda, en el sentido de "apetecible". Su cabello color almendra caía en forma de rizos por lo que era su pobre y andrajoso vestido, sus rodillas descubiertas mostraban lo que habían sido largas jornadas de rezos innecesarios, y sus piececillos ni siquiera llevaban zapatos.
Azazel se levantó de sus aposentos para cargarla con sus brazos. La muchacha era tan pesada como una almohada de plumas.
—Agradece que te acepté —farfulló el morocho de belleza endiablada, hastiado como pocas veces—. De lo contrario, tu vida habría acabado. Tal vez no hubieses notado la diferencia, pero siendo tan joven no lo mereces. Las jovencitas valientes tienen mucho que vivir.
Él vampiro más respetado del Báthory, llevó a la mujer a otra habitación lejos de su despacho, y así también, lejos de su antigua y tortuosa vida.
Una vez que dejó a la joven dormir, pensó en buscar una solución; pero el desmayo le había durado poco. La misma comenzó a ensordecerlo a los gritos limpios, enroscada entre las sábanas de la cama, perturbando la paz que Azazel mantenía durante décadas y décadas.
—No voy a matarte, ¿puedes dejar de chillar? —decía él, manteniéndose a una cuantiosa distancia de su "regalo de cumpleaños", pensaba que hubiese preferido un pastel de papas.
—¡Yo lo oí, lo oí! —dijo Elizabeth, hablando al fin—. ¡Eres un vampiro de Satanás, y vas a chuparme la sangre!
—¿Y por qué no lo hice? —preguntó el vampiro—. Mírame, Elizabeth. No tengo necesidad alguna de beber tu sangre, no fue mi idea que vinieras aquí. No voy a hacerte daño, así que deja de lloriquear antes de que te mande de patitas a la calle.
Elizabeth lo miró de arriba abajo, dejando de llorar. Si lo pensaba, tenía sentido, ya la habría matado para callarla. Pero, si lo pensaba más, tal vez se trataba de un hombre perverso que disfrutaba de engañarla con su belleza y bondad.
—No te creo.
—Bueno, de todos modos cierra la boca, por favor.
Azazel pretendió dejar a Elizabeth a que se calmara por su cuenta, ella lo vio darse la vuelta y de inmediato lo caviló un poco más.
—¡Espera! —lo detuvo ella, Azazel se volteó a verla—. Tu nombre es Azazel, ¿cierto?
—Sí —dijo él haciendo una amable mueca, le alegraba oírla hablar en vez de aullar. Entonces esperó a que ella siguiera preguntando.
—¿Quién eres? ¿Qué es este lugar? ¿Qué será de mí?
—Esas son muchas preguntas. —Azazel se acercó con sigilo a la cama, para sentarse en el borde de la misma—. Pero bien, esta es mi casa y también un lugar de asilo para otros como yo. ¿Quién soy? Soy un vampiro, uno viejo y muy guapo, de trescientos años; y sabes, una vez fui humano, como tú. Y de ti, ¿qué será?
El vampiro la miró con lástima, Elizabeth abría sus castaños ojos a la espera de una respuesta.
—Dejarte a tu suerte sería un despropósito. —Azazel frotó el puente de su nariz, pensativo—. Quizás pueda buscarte algo que hacer.
Azazel se quedó analizándola. Tal vez no era tan mala su presencia, necesitaba una secretaria, ya se sentía un explotador con el dulce Evans, teniéndolo de un lado a otro.
—No va a comerme, ¿verdad? —preguntó sintiendo esos ojos filosos examinándola con cuidado.
—De ningún modo —dijo él, poniéndose de pie—. Y bien, Elizabeth ¿qué sabes hacer? ¿Cuáles son tus aptitudes laborales?
La joven se quedó en blanco, ¿qué pregunta era esa? La verdad que, en cuanto más lo pensaba más aturdida se sentía. ¿Qué sabía? Pues ni escribir ni leer, ni coser ni cocinar, tampoco hacer cuentas, tan sólo dibujar con piedra sobre los suelos; dibujar castillos, casas, casitas, estatuas, aves, flores o lo que viera por la ventana de la torre en donde había sido criada.
Recordaba que había estado toda su infancia encerrada, con monjas que la cuidaban. Algunas eran hoscas y otras amables, todas la acompañaban a misa, le hacían de comer, pero ninguna la dejaba salir, ninguna la dejaba aprender nada. Solo Sor Marina le leía algunos cuentos y le daba hojas y papel para dibujar; claro que lo hacía a escondidas, eso la había mantenido entretenida veinticinco años. Eso la había salvado de suicidarse.
—Dibujar. —Elizabeth se ruborizó, sabía que de nada servía su estúpida habilidad.
—Maravilloso —comentó Azazel, era demasiado astuto como para ponerla en vergüenza y hacer trizas su orgullo—. No lo hubiera pensado jamás. Aquí tenemos una sala donde puedes dar rienda suelta a tu talento.
Ella mordió su labio sintiéndose feliz y aliviada.
—Pero esto no puede quedar así —dijo Azazel, mostrando una falsa preocupación—. A cambio tomarás clases conmigo, necesito una compañera de trabajo, alguien que me ayude a sobrellevar el papelerío que tanto odio.
La joven aceptó, no tenía más remedio; aunque, si era verdad, la idea la entusiasmaba muchísimo. Azazel respiró aliviado al llegar a un consenso. De un principio se creía capaz de hacerlo, tenía conocimiento de la palabra, y con una inocente mujer como Elizabeth, todo se volvía más fácil. De todos modos no se beneficiaría con eso, él también era compasivo, era fácil prever que la pureza de ella estaba intacta, que nada se parecía a las descarriadas y profanadas ofrendas. No se atrevería a corromperla, como pretendían quienes se la habían entregado, él era un vampiro, no un monstruo.
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