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1. Nuevo hogar

Dios no le había dado la espalda, Dios nunca había estado a su lado. Sus oraciones eran poesía vacía sin un des­tinatario. La persona que habían hecho de ella, la persona de la que debería estar orgullosa de ser, la devota Sara, se avergonzaba de su existencia.

Todo había sido una fachada con un fin maquiavélico, ese fin que reducía su humanidad a un vil sacrificio. Po­dría haber le­vantado su voz, podría haberse quejado hasta que se la recono­ciera, hasta demostrar su valor, hasta salirse con la suya. No sería el caso. Sara había pasado una gran parte de sus diecisiete años rodeada de seres que la instigaban a convencerse que, ella y sus compañeras, estaban donde tenían que estar, que ese era su lugar en el mundo. La vida que llevaban era su destino, y no se podía cambiar.

Esa mañana, en la que las obligaron a guardar sus pocas co­sas, fue particular y dramática. Francesca trataba de parar el san­grado de la espalda de Sara, pero era inútil, no habría forma de vestirse sin mancharse con sangre otra vez. Los vendajes no eran suficientes, nunca lo eran. Ese tipo, el que venía cada tanto, se había encargado de dejarle un último recuerdo en su ya maltre­cha piel.

Esta vez, los azotes tardarían más en cicatrizar.

Ámbar las observaba de reojo, hastiada de que la situación se repitiera. Entre tanto, guardaba sus últimos andrajos en su equi­paje.

Una vez alistadas, abandonaron la habitación.

Sin despedirse de las demás, se alejaron del orfanato antes de la hora del desayuno. El cielo se mantenía de un tono violeta pálido, y en el ambiente solo se olía el cemento humedecido por el rocío. Subieron a un auto negro partiendo lejos, muy lejos de todo lo que conocían en el mundo, del único sitio que habían habitado hasta entonces.

Se alegraban tenerse las unas a las otras, juntas eran fuertes. Sara, Francesca y Ámbar, se consolaban entre sí, evitando hablar con la madre superiora y el padre, que las escoltaban con su des­preciable silencio.

¿A dónde vamos? ¿Por qué solo nosotras? ¿Qué nos ha­rán? Eran las preguntas recurrentes durante el viaje, pero las respuestas eran poco convincentes y muy cortantes. ¿Qué más podían esperar? Siempre las habían tratado igual, ese trato era el único que conocían. Solo eran tres aspirantes a novicias que no tenían dónde caerse muertas, tres malditas crías que debían aca­tar órdenes y que no eran libres de su propia carne; y no se tra­taba de un simple decir, literalmente era así, sería así.

Resignadas, mirando las imágenes rápidas pasar por las ventanas, se dejaron llevar con el mal sabor en la garganta, con sus estómagos hechos una maraña ácida, con la dejadez de saber que no habría forma de conseguir una réplica diferente.

Frente a un tremendo castillo fue que se detuvieron, en una zona desolada, alejado de la sociedad moderna, de sus edificios y tecnologías. Un mundo aparte, separado de la realidad, pero ¿qué era la realidad? La realidad para la mayoría de las personas era algo ajeno a ellas, entonces no importaba.

Creyeron buena la idea de un pacto suicida, antes de pensar en el desenlace en ese sitio. No lo hicieron, puesto que no tenían ánimos para recoger el valor que el acto requería.

—La casa Báthory, esté será su nuevo hogar —sentenció la madre superiora, haciéndolas descender frente a la pomposa fachada.

—¡¿Qué?! ¿Por qué? —Ámbar se quejaba, rebotando sus rizos colorados con sus saltos. De las tres era la que más carácter tenía; y, a pesar de la cara de perro de la madre, ella decía lo que pensaban todas—. ¡¿Por qué nos transfirieron sin avisarnos?! ¡Ni siquiera nos despedimos como se debe!

—¡Silencio, niña! —exclamó la vieja, haciéndolas sobresaltar—. ¡¿Vas a cuestionar mi decisión?!

Sara desvió su vista de la veterana, Francesca giró sus ojos celestes al cielo, Ámbar frunció los labios lanzándole todo su odio en una punzante mirada, ahogando sus más profanos insul­tos. No había caso, siempre se salían con la suya. No discutieron más. Sara ya había tenido bastante la noche anterior. Además, el padre y la madre le generaban pavor, bien sabía de lo que eran capaces de hacer.

Las puertas, de altísimas rejas, les abrieron el paso a un jardín con una fuente central rodeada de rosales. Un intenso aroma aterciopelado arrulló sus rostros en un saludo de bienvenida, era el intenso aroma del infierno. En el horizonte, la enorme entrada al castillo Báthory, ese sitio del que jamás habían escuchado hablar.

No había nadie más que ellos por los alrededores, eso que aún era temprano. Se suponía que algún que otro interno debía andar rondando los pasillos. Tampoco se oía los ruidos de lápices y borradores, si es que se trataba de un orfanato escuela. Pero nada, sólo los pasos en esos enormes caminos de alfombras rojas, de paredes empapeladas, de espejos de marco dorado y puertas de roble.

—Este lugar es puro lujo —masculló Francesca al oído de Sara—. Es demasiada ostentación para una escuela religiosa, y el nombre "Báthory" no me suena a ningún santo, o ángel.

Era verdad que a Francesca no se le escapaba nada, y eso le daba a Sara que pensar. Toda su entera vida había sido influen­ciada por la religión ortodoxa, todos los días de sus vidas habían sido visitados por la palabra del señor; pero desde que habían salido de su antiguo hogar: "Cordero de Dios", no había visto siquiera una crucecita, y el lugar que ahora les presentaban estaba lejos de parecerse a un templo de paz.

Los recién llegados se detuvieron frente a una puerta, como si supieran de antemano moverse por ese sitio, no era casualidad. El padre golpeó la misma, y una suave voz masculina les otorgó el pase.

Supusieron que "él" lo notó, y ellas estuvieron seguras que lo disfrutó.

Si alguna vez habían oído hablar de Lucifer, las tres coinci­dían que ese tipo, tras el despacho, era él mismo. Una belleza cuasi macabra, ojos profundos, grises y gatunos; el cabello de un lacio escandaloso y largo hasta su cintura, y esa sonrisa de col­millos afilados que no anunciaba más que desgracias. El director de la institución era demasiado joven, quizás unos treinta años o quizás un centenar, pero el poder del innombrable, tal vez, lo había congelado en su forma más perfecta.

—Vaya, se han vuelto muy bellas, espero que no sea un pro­blema —siseó el hombre, girando en la silla de su escritorio, provocando un escalofrío en las jóvenes.

—No lo creo, para eso las educamos —respondió el padre, quien hasta el momento había dicho poco y nada—. Una vez aquí, ya serán su responsabilidad, sólo espero que sean capaces de seguir con el tratado como corresponde.

El hombre de cabello negro lanzó una risita divertida.

—El mínimo sacrificio posible. Yo inventé eso, a cambio del dinerillo y elixir que tanto ansían. No me traten como a un irres­ponsable cuando ustedes son los hipócritas.

—¡Qué insolente! —bramó la madre superiora fuera de sí.

—¡Por favor! —rió ese demonio—. A juzgar por los rostros de pánico de estas tres muchachitas, estoy seguro que me han dejado el trabajo difícil —añadió rodando sus ojos.

Sólo a él podía ser descarado con esas momias sá­dicas.

—¡¿De qué hablan, qué es esto?! —exclamó Ámbar, ya sin ningún tapujo, imaginando que su sentencia de muerte estaba escrita.

Sara se alegraba de tenerla a su lado, esta vez ella no se ani­maba a decir nada. No quería provocar la ira de las personas para ganarse otra tunda por parte de esa gente.

El hombre sonrió, y nadie pudo descifrar que escondía tras esa mueca.

—Lo sabía —dijo entre risas—. No saben dónde las han me­tido.

—Como sea, nos vamos —farfulló el padre con asco—. No quiero tener que pasar un segundo más en este infausto lugar.

El corazón de Sara se detuvo, porque sabía que no regresaría al convento, a su hogar de toda la vida, a aquello que era malo, pero era conocido.

—Esperen —musitó Sara, volviendo a la realidad, tomando consciencia de que pretendían dejarlas allí. Abandonarlas a su suerte. Su maldita suerte.

—¡Calla, demonio! —prorrumpió la madre superiora, provo­cándole una terrible desazón, odiaba que la llamaran así, la vieja lo sabía. Pero esas serían las últimas palabras que oiría decir a la inmunda.

Sara enmudeció, por miedo. Aunque consideraba la idea de no verles la cara nunca más. Quería creer que no había mal que por bien no viniera, pero nada pintaba bien. Todo se había vuelto extraño, surreal.

El padre y la madre abandonaron la habitación, cerraron la puerta de un azote y las dejaron con ese hombre. Él sonreía observándolas con curiosidad, relamía sus labios, entrecru­zaba sus dedos, disponiéndose a hablar.

Ahora estaban en casa: la casa Báthory. 



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