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4. Rueda de la fortuna


El eclipse había pasado como un tornado, dejando destrucción a su paso, pero no impedía que al día siguiente saliera el sol. Leif se mantenía tranquilo en los brazos de su madre, y Tommaso se mantenía de pie, cumpliendo con su parte del trato.

El lobo estudiaba los objetos de Sara, a la mira expectante de los vampiros. Aún no se tenían confianza, por eso ninguno comentaría una estupidez y rompería con la frágil tensión que los mantenía sin matarse.

—Por cómo trata a estos simples objetos, es posible que siga en una zona costera —expuso Tommaso, tomando los caracoles con sus manos—. Las postales no dicen de donde son aunque indican una clara preferencia, todas tienen imágenes de playas y...

Tommaso tomó una de las tarjetas, tenía la imagen de un parque de atracciones sobre un muelle. La misma mostraba una rueda de la fortuna, muy grande y luminosa, en medio de la noche que alumbraba el agua del mar en tonos rosados, violetas y azules.

—Su amiga no es muy perspicaz para esconderse, ¿no? —dijo Tommaso negando con su cabeza.

—No trataba de esconderse de mí —respondió Francesca—. No tenía por qué ser precavida.

—¿Tienes idea de dónde puede estar? —preguntó Tony.

—Sí. Ni siquiera debo usar mi instinto lobuno, solo el sentido común.

—¡Eres un genio, Tommy! —exclamó Jeff, pero Tommaso lo miró de mala gana. Los estaba ayudando porque se veía obligado, seguía discriminando a los vampiros en silencio.

—¡Muy bien, nos vamos! —exclamó Adam, levantándose de su silla—. Siento que voy a pudrirme en este espantoso lugar con olor a bebé.

Tommaso dirigió su vista a Francesca, ella no dijo nada, era momento de separarse. Él se acercó una vez más a ella, solo para despedirse de Leif, no sabía cuánto tiempo estaría lejos, esperaba encontrar a Sara pronto. Eso significaría obtener la mejor de todas las recompensas.

Los seis malditos vampiros, junto al lobo blanco, pisaron la nieve que se había amontonado en la entrada de la casa. El sol pegó directo en sus ojos. Los vampiros se cubrieron los rostros, el reflejo que se proyectaba, les ardía la piel, aunque no llegaban a quemarse. No obstante, eso sería un problema en una zona costera, la elección de Sara les punzaba en el corazón, ¡lo había hecho a propósito!

Justo, cuando la despedida se daba al fin, un auto negro los increpó.

—Es Víctor —susurró Francesca, reconociéndolo al instante.

El ex profesor del Báthory se acercó lo más que pudo a ellos. Detuvo su vehículo sin cuidado y abrió la puerta de un sacudón. Parecía más que enojado que nunca, se aproximó con dirección fija a Tommaso, el cual estaba tan quieto y expectante como todos.

Víctor, con arrebato, tomó a Tommaso del cuello de la camisa. Nadie pudo reaccionar ante tal atropellada reacción.

—¡Esperaste a que me fuera, hijo de perra! —gritó Víctor, con el rostro comprimido por la rabia, apretando sus muelas y sus puños.

Tommaso no se echaba atrás mientras mostraba sus dientes en un gruñido, manteniéndose en guardia para atacar.

—¡Basta! —exclamó Francesca, pretendiendo mediar con Leif llorando en sus brazos.

Víctor no escuchaba, e hizo lo que nadie se esperaba de él, lanzó un puñetazo de lleno en la cara del lobo, torciéndole el rostro y haciéndolo escupir sangre. Tommaso se tomó la cara, observándolo con un profundo odio; estaba en un estado intermedio de transformación, queriendo contenerse, pero no pudiendo soportarlo. El lobo deseaba destrozarlo tanto como el vampiro a él.

—¡No, Víctor!—se interpuso Francesca, estirando sus brazos para tomar distancia entre los dos hombres.

—¡Víctor, detente! —exclamó Joan, acercándose a él para contenerlo en un fuerte agarre..

—¡Voy a matarte, lobo! —amenazó Víctor.

—¡Ya nos íbamos, Víctor! —señaló Jack, de nada les serviría el cadáver de Tommaso.

El lobo, por su parte, no tenía nada que decir, de igual modo odiaba a ese tipo, por lo que le gruñía rabioso, con ansias de desgarrarlo por completo.

Considerando que el hombre de trescientos años no quería entrar en razón, entre Tony y Joan lo tomaron por la fuerza, y lo llevaron dentro de la casa.

—Genial, nos vamos a atrasar por sus estupideces —murmuró Adam de mala gana.

Francesca había quedado arrodillada sobre la nieve, llorando al igual que su bebé. Tommaso tomó aire y logró recomponerse. Se acercó ella y la ayudó a ponerse de pie.

—Lo siento —dijo Tommaso.

Francesca no lo miró, se secó su rostro con su mano y se dirigió hacia adentro de la casa, en donde estaba su pareja.

El hombre aguardaba sobre una silla, Joan y Tony le hablaban en bisbiseos, algo inentendible para Francesca, quien pretendía justificarse.

—Víctor... yo... —balbuceó la joven—. Tommaso apareció y calmó a Leif, no podía echarlo.

—Lo siento, perdí los estribos. —Víctor frotó su rostro con la mirada en el suelo—. Si no hubiese hecho una parada en el pueblo, jamás me habría enterado que ese lobo había estado acechando el bosque desde semanas atrás. No puedo soportar verlo.

Francesca puso a Leif en manos de Joan, y les hizo un gesto para que los dejaran un instante a solas. Considerando que Víctor estaba más tranquilo, ambos se retiraron con el niño.

—No me vi con otra alternativa —explicó ella—. El eclipse fue lo que alteró a Leif.

—Lo imaginé —interrumpió él, frotando sus ojos cansados—. Necesita a su padre, el calor de los lobos. Yo no puedo hacer nada con eso. No puedo proporcionar a Leif lo que necesita.

Víctor parecía entristecido, sobre todo estaba abatido. La situación sobrepasaba sus capacidades. En tanto años de vida era la primera vez que se sentía superado por la situación. No podía dialogar ni pensar de manera correcta. Deseaba bajar los brazos. Francesca lo tomó del rostro con ambas manos, lo besó con suavidad en sus labios, plantando sus pupilas en él.

—Todo este tiempo me has ayudado con él, como un padre, así que no digas eso.

Víctor levantó la vista angustiada.

—Tony y Joan me dijeron que van a buscar a Sara. El perro los ayudará.

—Yo se lo pedí.

Él asintió conforme.

—Tal vez deberías ir con él.

—¿Qué dices? —preguntó confundida.

—Soy eterno, el lobo no, tampoco Sara —dijo—. Puedo esperarte. Leif lo necesita y no puedo interponerme. Además, ¿tú no quieres ver a Sara también?

La rubia frunció el ceño, no podía creer lo que oía. Hacía dos minutos había querido matar a Tommaso y ahora le decía que fuera con él. ¿Se había vuelto loco?

—¿Crees que los vampiros son eternos? —rió Francesca, para no insultarlo—. ¡Esa es la idea más estúpida! Hay miles de formas de exterminarnos. ¿Dónde está Imara Báthory? ¿Los Belmont, los Nosferatu?

—Solo estoy diciendo que te esperaré si deseas darle a tu hijo lo que necesita. ¿Acaso una niña años quiere dar una lección a un viejo?

—Esta niña ha vivido más que tú. Sara no me necesita, y Leif no morirá si no está Tommaso.

Francesca envolvió a Víctor en un abrazo, él la apretó con fuerza, queriendo unirla a su cuerpo para siempre. Que un vampiro no fuera territorial como un lobo no significaba que no sintiera celos, miedo, ira. No importaba cuantos años tuviera, cada demonio tenía su lado humano, su debilidad, su talón de Aquiles.

El lobo y los vampiros, una vez solucionado el pequeño altercado, pusieron en marcha su viaje. Tommaso, como todo un lobo alfa, tomó la delantera, haciéndose cargo de las decisiones a tomar. Él era quien conocía el mundo humano, de ahora en más era su nexo con una realidad que les era ajena, con un mundo que los ignoraba, que los desconocía al punto de tomarlos como una fantasía inexistente.

En un autobús vacío, al anochecer del día siguiente, los exóticos forasteros recorrían las rutas de California. Tommaso había hecho un buen trabajo, sacando en conclusión que Sara había pasado por esa región. La humana era adicta a las mudanzas, pasando por San Francisco, San Diego, Long Beach y, según la última postal, residía en Santa Mónica.

El nuevo amor de Sara era el mar, del sol y la arena; la sensación de la libertad, las gaviotas, los peces y los atardeceres rojizos. Aunque los chicos bien pensaban que se trataba de una estrategia para evadirlos. Al parecer, los vampiros no la arrastrarían a las penumbras sin antes ganarse unas cuantas ampollas. Debían sufrir las consecuencias del sol costero, aunque se alegraban haber llegado a la época más fresca: diciembre, en donde las temperaturas no superaban los dieciocho grados.

Por el momento trataban de evadir esos malos pensamientos, después de todo, se suponía que solo iban a echar un vistazo. Pese a eso, en silencio, más de uno no pensaba quedarse cruzado de brazos al momento de verla. ¿Cómo estaría? ¿Habría crecido un poco más? ¿Y su piel, seguiría oliendo a sangre? ¿Habría besado a otro chico? ¿Se estaría riendo de ellos, o escapando? ¿Seguiría habiendo lugar en su corazón para unos amantes corrompidos?

Demian, encapuchado de negro, observaba por la ventanilla. Mucho más que unas cuantas palmeras, y luces a los lejos, no se podía distinguir. El muchacho de cabello cobrizo y ojos inquietos, se mantenía más callado que de costumbre, absorto en sus pensamientos, apretando la fotografía de Sara contra su pecho. Jamás se había alejado tanto de su mundo, había tirado todo por la cornisa, todo por la única mujer que había amado, así como cada uno de ellos.

A su lado estaba Adam. Desde que vivían juntos se habían adaptado el uno al otro. No se llevaban del todo bien, tampoco hablaban demasiado, y siempre que conversaban de Sara era para sacarse los ojos, por lo que evadían ese tema, pero aceptaban sus diferencias como para querer seguir cohabitando.

Adam trataba de cerrar sus ojos para descansar la mente, la cual iba a explotar, quería golpear a alguien, a Tony por ejemplo, o a cualquier otro de los imbéciles que lo acompañaban. La presión lo carcomía, y si bien tenía un espíritu aventurero, parecido al de Jeff, él era mucho más reservado y menos demostrativo, sin mencionar que los humanos le generaban ansiedad, sofocamiento, ¡y la ciudad estaba llena de ellos! No podía creer hasta qué punto había llegado por esa humana a la que había llegado a amar, luego de que la misma hubiera entrado en su intimidad y hubiera hurgado en lo más profundo de su ser.

Tony prefería la compañía de Joan. Él no quería ver por la ventana, le costaba asumir lo que había hecho. Él era fuerte, valiente y responsable, incluso más maduro que otros, por eso tenía un nudo en el estómago. Solo él sabía la peligrosidad de lo que acaban de hacer. Y, de verdad, quería hallar a Sara con todo su corazón, saber que estaba bien. Pero, ¿qué pasaría si ella quería volver con él, con ellos? En realidad ese era el verdadero problema, porque esa relación estaba prohibida en todos los mundos posibles. Esa relación era la manzana que desataría el caos.

Joan se distraía viendo como Jeff molestaba a Tommaso, y como Jack se escondía tras el asiento en caso de que el lobo se volviera loco. La mente de este chico era un enigma sin descifrar. Ni él tenía idea como había terminado envuelto en eso, o tal vez sí, pero no quería admitir que, la imagen que tanto le había costado moldear, al final hubiese sido destruida por un maldito instinto llamado amor. Joan había fracasado, había cedido a los impulsos sobre la lógica, y se castigaba por ello. Todo lo que sus padres habían deseado de él se esfumaba al recordar a Sara.

Jeff disfrutaba del viaje, era el único que demostraba plena felicidad. Probablemente porque era el único con la conciencia limpia. Podían decir lo que quisieran de los Arsenic, pero no de él. No tenía nada de que arrepentirse, siempre había hecho lo que creía mejor, y no tenía miedo de lo que se avecinaba, porque la aventura significaba que su vida no era solo un desperdicio en un castillo de mil años.

Jack, en cambio, había cometido más pecados de los que podía contar. Se avergonzaba de su existencia, no tenía excusas ni remedio. Ni siquiera se sentía digno de ir a buscar a Sara, él sabía que sus palabras no tenían valor, y para colmo era pésimo expresándose. No podía más que sentirse como un miserable, esperando algo de compasión, algo de verdadero amor aunque fuera compartido.

Tommaso tenía la mirada sobre la ventana, no entendía como había terminado en esa locura, ayudando al enemigo, ¡peor aún!, soportando sus estupideces. Al parecer, los vampiros, se tomaban un buen tiempo para madurar.

—Cuándo cambias de lobo a humano... —dijo Jeff a Tommaso, quien iba a su lado—. ¿Las pulgas van a la cabeza o caen al suelo? ¡No, espera, tengo otra! —irrumpió antes de que el lobo respondiera—. ¿Siempre haces la pose del perrito? ¡No! ¿Te desnudas para transformarte?

Tommaso inspiró con fuerza, no pretendía comenzar una riña en el autobús, aunque las ganas no le faltaban. Jeff era exasperante para su gusto, pero podía contenerse, porque también le hacía repensar su idea sobre los noctámbulos, eran bastante penosos.

—Deja de molestarlo... —gruñía Jack, a quien tenían adelante.

—Está bien, eso fue ofensivo —reconoció el gemelo—. Bien, otra pregunta. ¿Crees que puedes enamorarte de otra persona que no sea la indicada por tu instinto?

—No, no lo creo —farfulló Tommaso, esta vez con la mirada apenada.

—¿Y por qué no la compartes con Víctor? —insistió Jeff.

—¡¿Estás loco?! —protestó indignado—. Ustedes están mal, si Francesca ama a... ese tipo, debo dejarla que sea feliz con él. ¿Cómo podría compartirla? ¡Me enfermaría de los celos!, lo mataría o moriría en el intento. Mi vida sería una tortura.

—Qué exagerado —murmuró Jack, pero al ver las pupilas furiosas del lobo se escondió tras su respaldo.

—No los entiendo, vampiros.

—Si amamos a alguien —se interpuso Adam—. No vamos a dejar que sea feliz con otro ¡Vamos a meternos en el medio y ganarla por cansancio!

—No es así —dijo Joan—. ¿Tú crees que el amor tiene un límite? No se trata de repartir dulces. Los sentimientos no tienen un tope, y puede darnos a todos amor por igual, entendiendo eso podemos amarla también. Su felicidad es nuestra felicidad.

Tommaso desvió su vista con desagrado, no lo entendía, la simple idea lo enervaba, lo asqueaba al punto de provocarle el vómito. ¿Cómo compartiría al amor de su vida? ¿Qué clase de hombre aceptaría eso? Los vampiros eran despreciables en todas sus maneras posibles. Y esa mujer, Sara, resultaba ser más sofisticada y manipuladora de lo que había creído. La maldita tenía seis demonios comiendo de su mano, y a Francesca protegiéndola como a una mosca muerta. Sin embargo, la rabia del lobo se aplacó en cuanto recordó lo que ambas habían vivido en el Cordero de Dios. Él recordó toda la historia que su amada le había contado, tenían motivos de sobra para ser una descarriada sin moral.

—Aquí nos bajamos —dijo el lobo, tratando de ignorarlos, aunque sería difícil.

La noche era avivada por las estrellas y un clima de ensueño. Los vampiros se quedaron atónitos ante el mundo de los humanos. Su nariz se infestaba de nuevos aromas; sal, mariscos y mucha sangre fresca. El Pacific Park iluminaba la playa, el muelle y el mar con su estridente reflejo violáceo. Pero ellos no entendían de que se trataba ese sitio tan alborotado, en donde se oían risas, gritos y se veían construcciones amorfas al aire libre.¿Sería una especie de Sabbat? Si ese era el caso debían ir a comer un poco.

—Debemos buscar un lugar donde pasar la noche —musitó Tommaso, ignorando la fascinación de sus seguidores.

—Tenemos que comer —dijo Jack.

—¡¿Van a atacar a la gente?! —prorrumpió Tommaso turbado ante la idea.

—Sí —respondió Adam, echando un vistazo a los alrededores—. ¿Piensas que nos vamos a comer una liebre? ¿Qué vamos a pedir donaciones al hospital? ¡¿Qué vamos a buscar toallas sanitarias usadas?! ...

—No puedes traernos a un gentío y pretender que no se nos haga agua la boca —añadió Demian, relamiéndose.

—Tenemos que hacerlo, hace días no bebemos —comentó Tony, sintiendo un poco más de culpa—. Quédate tranquilo, no causaremos problemas.

—Esto es para ti —dijo Joan, extendiéndole algunos billetes—. Cómprate tu comida.

Tommaso mordió sus labios, tan solo esperaba que esos tipos, a los que le tenía que hacer de vigilante, no lo metieran en problemas. Después de todo él lo estaba haciendo por algo serio, algo que valía la pena: su hijo.

Los vampiros se adentraron al parque de atracciones, como si fuesen habitués del lugar. Divertidos, y astutos, comenzaron a elegir víctimas al azar. Por fin podrían aprovechar sus habilidades para hacer algo que ya casi ningún vampiro hacía: conseguir alimento por sus propios medios. Darían rienda suelta a su naturaleza, era emocionante.

Los chicos se mezclaron entre la multitud, los juegos y los puestos de comida. Y, siendo sutiles, se dirigieron a esas chicas tontas, a las que podían seducir con facilidad para quitarles algo de su tierna vitalidad.

Demian sonrió a una jovencita de lentes que comía una manzana acaramelada; tan solo tuvo que acercarse a su cuello para que la chica se quedara sin habla y pudiera morderla. Adam vio a una joven voluptuosa fotografiándose a sí misma, que en cuanto lo vio le lanzó un beso; él no desaprovechó la oportunidad, y se abalanzó sobre ella. Jack y Jeff acorralaron a una pequeña castaña, que se había alejado de su grupo de amigas, pobrecita, tuvo que soportar dos mordidas a la vez; la misma se desmayó al no entender que le sucedía. Joan tuvo suerte de ver como una deliciosa treintañera salía llorando del parque, luego de ver a su pareja con su amante, ese día a la mujer no le fue tan mal como pensaba, la mordida de Joan la alzó al cielo hasta hacerla perder la cordura. Ese hombre le parecía un sueño hecho realidad, aunque no lo vería nunca más.

Tommaso, por su parte, se había comprado una hamburguesa con papas; él también moría de hambre. El joven de pelo plateado se sentó en un banco a cenar. En cuanto terminó, buscó en su bolso los objetos de Sara. Tomó el mechón de cabello y lo olfateó un par de veces. Debía tener ese aroma presente si quería hallarla rápido. Él analizó sus alrededores e hizo una rápida inspección del lugar.

Mientras los vampiros jugaban al Don Juan, él tenía trabajo que hacer.

Cerró sus ojos y trató de sentir el perfume del ambiente que lo rodeaba. No se equivocaba, Sara seguía allí. Incluso, parecía estar en cada rincón del parque. Su instinto no le fallaba. Por el momento no diría nada a los demás, no crearía falsas expectativas hasta conseguir una prueba fehaciente.

Sara se deleitaba con la vista, ignorando a cualquier perro rastreador. En la altura, todos parecían graciosas hormigas, yendo y viniendo de un lado a otro, pero lo que más le gustaba era ver el mar de noche. Era mágico, misterioso, profundo. Lo adoraba con todo su corazón. Respiraba el fresco aire que de allí emergía y sentía la felicidad en su piel.

La última vuelta de la rueda de la fortuna estaba llegando a su fin. Había sido un largo día en compañía de Noah. Ella había tenido que aceptar la cita con ese muchacho, luego de tantas insistencias; pero, como el vestido de novia estaba listo, ya no tenía excusas para evadir una inocente salida al parque. Después de todo, pretendía relajarse, cambiar el aire para tomar una resolución sobre como continuaría su vida. El tiempo nunca le alcanzaba para todos sus proyectos, la vida humana estaba demasiado acelerada, el reloj no tenía piedad.

—¿Cómo te encuentras, Aneska? —preguntó Noah, a quien tenía al lado—. Pareces algo perdida.

—Estoy cansada —respondió, dejando escapar un suspiro—. De todos modos, gracias por el paseo. A pesar de que estoy a pocas calles, casi nunca vengo.

—Entiendo, no es divertido si estás sola. Nunca estás con ninguna amiga, o un chico.

—Estoy contigo ahora.

—Me refiero a que nunca te vi con un novio.

Sara no respondió. Otra vez Noah se metía en sus asuntos, mostrando sus intenciones. Ese muchacho, desde el primer día, la había ayudado con la mudanza que traía desde Long Beach. Era divertido y servicial, pero Sara no era tan estúpida para no darse cuenta que su amistad no le bastaba, que era un camuflaje para llevarla más allá. De todas formas no podía ignorarlo o maltratarlo, era un vecino presente, un amigo servicial, aunque fuera por interés.

La vuelta acabó, Noah rozó la mano de Sara, ella la corrió de inmediato. Bajó la mirada sofocada por no poder hacer nada en esa situación.

—Te acompaño a tu casa —dijo el muchacho, reconociendo el rechazo en un simple gesto. Su vecina: Aneska Delacroix, era demasiado difícil e indescifrable. Todos sus intentos por acercarse a ella siempre se hundían en la nada.

Sara sonrió de lado, aceptando de mala gana. Lo único que quería era regresar a su departamento, más cuando comenzó a ver chicas tiradas por todo el parque, ¿acaso se vendía drogas en un lugar donde habían tantos niños? Ella esperaba que Santa Mónica siguiera siendo la ciudad tranquila de la que se había enamorado; por eso, lo que veía le parecía desagradable. Lo último que deseaba era que la juventud ebria arruinara la bella postal de su ciudad.

Ella se alejó del parque, no sin antes voltear la vista a la muchedumbre. Había sentido una punzada en su nuca.

Tal vez se debía a un par de ojos amarillos que la habían localizado, salvo que ella no pudo percibirlo.


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