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3. Eclipse

Las seis siluetas se pararon frente a la puerta de Francesca. Querían ingresar rápido, no se trataba de ninguna visita amable y prolongada.

Francesca abrió la puerta en un sacudón de rabia, y, antes de que alguno dijera algo, lanzó una bofetada a Joan. El chasquido acabó por espantar a todas las aves del bosque. Todos abrieron tanto sus bocas como sus ojos, no podían creerlo. Joan llevó su mano a su mejilla, acomodó sus cabellos castaños, y la miró sin oscilar.

—¡¿Tienes idea lo que generó tu retraso?! —gritó ella—. ¡¿Y, qué mierda hacen todos estos?!

—No es mi problema —contestó Joan, arqueando una ceja—. He venido porque me han insistido. Los traje porque, como mínimo, quiero algo como paga.

Los chicos entraron haciendo a un lado a Francesca; pronto se pusieron cómodos en los sofás sin pedir permiso, claro. Ella abrió la boca a más no poder, no podía creer la desfachatez del "respetuoso" Joan y de todo su maldito grupo de "compañeros". Era un chantajista.

—Eres un maldito... —rumió ella—. Si Víctor estuviera aquí no te atreverías a hablarme así—rumió ella.

—No me conoces en lo absoluto.

—Es verdad —se metió Demian—. Le tengo más miedo que a Tony.

—Como sea, ya no te necesito, Joan —dijo Francesca dejándose caer en una silla—. El lobo está en la habitación con él. Así que tampoco tengo que darte algo a cambio.

—¡Hay un lobo en la casa! —exclamó Jack, saltando de sus aposentos. La rubia giró sus ojos sin responderle.

—¿Lo dejaste solo con el niño? —preguntó Jeff.

—Confío en él más que en ustedes... —contestó—. Tommaso nunca miente, y ama a Leif. Lo sé.

—Como sea —bufó Adam—, no nos interesa tu hijo, ¿dónde está Sara?

Francesca lanzó una carcajada plagada de acidez. Eran tan obvios que le daba más pena que enojo.

—¡No tengo idea! —les gritó con el ceño fruncido—. Lejos de ustedes, haciendo su vida. Solo la vi cuando Leif nació. Me envía regalos sin remitente. No quiere visitas indeseadas.

Los chicos se miraron entre sí, Francesca no intentaba embaucarlos.

—Lo sabía... —murmuró Tony—. Al menos dinos como está.

—Mejor que yo... Espero.

En ese instante, un gruñido peligroso y profundo apagó las voces. Tommaso apareció en la sala cargando a Leif dormido en sus brazos, observó a todos los vampiros con ojos amenazadores. Los chicos sintieron su sempiterno corazón detenerse. No estaban preparados para tener una charla sobre la vida con uno de sus enemigos naturales.

—¡Ve a la habitación! —ordenó Francesca.

Tommaso le prestó atención, desconfiado, no dejaba de gruñir, su cara se estaba transformado y, entre sus labios, sus colmillos desgarradores demostraban estar listos para el asesinato. La tensión los invadía, los vampiros habían decidido no moverse de su lugar, no respirar, no pestañear. Un error y ese tipo los mataría sin pensar.

—¡Tommaso! —volvió a gritar Francesca.

El muchacho inhaló hasta tranquilizarse, era increíble ver hasta qué punto la ira le corrompía la razón a un lobo. Tal vez, en otra situación, Tommaso hubiese atacado sin amenazas previas, de no ser porque cargaba a su hijo y Francesca lo detenía con sus gritos.

Tommaso se espabiló, pero, en el intento de decir algo, su vista se nubló haciéndolo trastabillar. Él sacudió su cabeza buscado recomponerse, podía sentir su cuerpo debilitarse y varios pares de ojos analizándolo con curiosidad.

—¡Nos vamos! —exclamó Jack, rompiendo con el silencio producido por la situación. De inmediato se levantó y se dirigió a la puerta.

—¡Tommaso! ¿Qué te sucede? —preguntó la rubia acercándose al lobo.

Él no respondió, cayó de rodillas sintiendo su cuerpo arder. Las heridas, que se había propinado los últimos días, le hacían pagar por haberlas ignorado. Cada corte, cada golpe o magullón, punzaba como si todo junto se lo hubiese hecho en ese instante.

Tony se acercó para ayudar al lobo en el momento justo que su vista se ennegreció por completo

—Es el lobo blanco, él los salvó una vez, ¿Lo olvidaron? —dijo Tony a sus compañeros.

—Tommaso, despierta —pidió Francesca, agarrándole el rostro, pero él no respondía.

—El eclipse se aproxima... —explicó Joan, mientras Tony llevaba el cuerpo a la habitación.

—¿Qué pasa con eso? —preguntó Francesca, sin perder de vista al chico del pelo plateado con cierta compasión.

—Los lobos puros se debilitan demasiado, el poder de la luna se ve interrumpido —explicó, al momento que Tommaso era recostado—. Es como si se volvieran simples humanos. A juzgar por esas heridas, sin su resistencia, la debe estar pasando muy mal.

—¡Mierda! —gritó ella—. Si él pierde su calor, no me servirá de nada. ¡Leif volverá a llorar!

—¿Es lo único que te importa? —preguntó Jeff, notando como Tommaso parecía estar sufriendo en silencio.

Francesca rechinó sus dientes, no quería admitir que le daba algo de pena verlo en ese deplorable estado.

Tommaso comenzó a abrir los ojos más rápido de lo que se esperaba. El chico lanzaba quejidos tratando de acomodarse en su cama.

—¡Tommaso! —Francesca lo tomó de los hombros—. ¡¿Qué te sucede?!

—Duele... las heridas... —gimoteó retorciéndose.

Al lobo se le resbalaban lágrimas hacia la nuca, hacía fuerza con su mandíbula y todo su cuerpo para no demostrar su agonía. Sus habilidades lobunas parecían haberse desvanecido, y ni siquiera era de noche. Faltaban algunas horas para el eclipse, y él ya sufría las consecuencias. Leif volvía a llorar, y Francesca sentía sus problemas multiplicarse.

—Dame al niño —dijo Joan extendiendo sus brazos—. Yo lo haré dormir y tú ocúpate del lobo. Pero luego de esto quiero más información de Sara.

Francesca mordió sus labios, y sin pensarlo dos veces extendió al niño. El pequeño detuvo su llanto en cuanto apoyó su cabeza en el cuerpo de Joan Báthory, que lo acunaba con calma y dulzura, casi de manera instintiva.

—¡¿Te llevas bien con los niños?! —exclamó Demian, asombrado.

Joan arqueó una ceja, y sin responder, se retiró hacia la habitación de Leif, allí lo haría dormir sin que nadie más los molestara.

—¿Cómo es que con Joan no llora? —preguntó Adam a Francesca.

La rubia bufó, no lo miró ni le respondió, buscaba a su alrededor algunos paños para poner en la frente de Tommaso, algo que aliviara su fiebre.

—¡Responde! —insistió Adam, ante la vista curiosa de todos—. ¡¿Por qué lo llamaste para que cuidara de tu hijo?!

—Él es tu novio, deberías preguntárselo —farfulló sin darle importancia, ahora Francesca iba hacia la cocina para mojar los paños y preparar un caldo.

—¡No es mi novio! —gritó a punto de salir de sus casillas—. Que sea el novio de mi novia no significa que sea también mi novio. ¡Y eso ya es parte del pasado! ¡Ya no soy novio de nadie!

—Joan tendrá más instinto paternal que tú, no me molestes —dijo Francesca, para regresar con Tommaso.

Los chicos dejaron a Francesca a sola, debían esperar si querían un mísero dato de Sara.

—¿Dónde está Leif? —preguntó Tommaso con la voz ronca y débil.

Francesca le colocó un paño frío sin contestarle. Le preocupaba lo rápido que los mismos empezaban a hervir.

—Fran —insistió gimoteando.

—En buenas manos —respondió ella, acercándose al rostro del muchacho convaleciente.

—¿Qué...? ¿Qué haces? —preguntó al notar los amenazantes colmillos de su amada, acercándose a su cuello.

Ella se detuvo un instante, no quería hacerlo, pero no tenía más alternativa. Se odiaba, iba a morder a Tommaso sabiendo lo que le provocaría, lo haría en la cama que compartía con el hombre de su vida. No podía sentirse peor.

Francesca cerró sus ojos y clavó sin piedad sus agujas sobre la piel gruesa y sudada de Tommaso.

—¡Ah! —Tommaso lanzó un quejido desesperado, que terminó ahogando en un profundo y confuso sentimiento.

Francesca bebía la sangre con avidez ahora que su sed se despertaba. Era demasiado caliente, demasiado dulce, embriagadora como ninguna... tal vez porque era un lobo, un alfa, esa sangre era especial.

Ella lo drenaba cada vez con menos timidez, aferrándose a su cuerpo. Necesitaba que Tommaso no le trajera problemas. Él, por su parte, se retorcía sofocado, era una sensación inexplicable de placer, algo sublime y jamás experimentado. Todo el dolor se iba, toda la fatiga se esfumaba, el eclipse era un chiste y él se sumía al encanto de una vampiresa. Estaba excitado, y se sentía mal por ello, deseaba con locura tomar a Francesca en la cama y morderla, como aquella vez, para luego hacerla suya sin pedir permiso. Pero no, no lo haría. No se sucumbiría a la diabólica sensualidad que ahora habitaba en ella.

Francesca se separó, suspiraba con su cara enrojecida, aturdida. Su boca chorreaba sangre y saliva a montones. A penas podía mantenerse firme. Ella estaba mejor que nunca, hacía tiempo que no probaba un manjar de ese calibre, pero no lo admitiría. Se relamió extasiada, deseaba drenarlo por completo, pero se controlaría. Debía recordarse que, el único motivo por el cual había bebido de su sangre, era por su hijo. El pequeño Leif quería estar al lado de su padre, de un lobo.

Tommaso y Francesca chocaron sus pupilas de manera errática y alterada. Los dos estaban de acuerdo en algo, detestaban que sus instintos les provocaran impulsos pecaminosos.

—¿Estás mejor? —Francesca se dio la media vuelta y siguió limpiándose con los puños.

—Sí... —dijo él, en un jadeo—. Aún siento malestar, pero al menos puedo moverme. Gracias.

—No me agradezcas, sabes porque lo hago —respondió, pero, antes de retirarse, una idea voló por su mente, entonces lo llamó por su nombre—. Tommaso.

—¿Si? —preguntó embobado.

—¿Qué tan bueno era tu clan rastreando gente?

—El mejor.

Ella rodó sus ojos, qué pregunta tan estúpida. Él la había encontrado incluso en un lugar tan apartado de mundo. Los lobos eran unos rastreadores por excelencia. No tenía que dudarlo.

—Te cobraré los cuidados con un favor —indicó Francesca.

Él rió por lo bajo, observándola con cariño, con un amor que lo convertía en un esclavo. Estaba dispuesto a hacer todo lo que le pidiera, sin chistar.

—¿Qué deseas que haga por ti?

—Buscarás a Sara.

Él asintió, no le daría una negativa. Además, si se trataba de una petición sobre esa mujer, a la que había amenazado terriblemente, también debía tomarla. Después de todo, Francesca no era la única persona que le debía una disculpa. Recordaba, como si se tratara de una película, ese día en el que su instinto le había ganado, convirtiendo los recuerdos dulces en amargos, punzándole un error imposible de remendar.



Francesca salió de la habitación, dirigiéndose a una pequeña sala, en dónde tenía su piano de cola y algunos libros; allí siempre lograba encontrar la tranquilidad. Junto a Víctor pasaban sus días en ese sitio, disfrutando uno del otro. Tommaso aún necesitaba reposo, y más por la noche, ese maldito eclipse había desestabilizado toda su casa, por lo que prefería estar en el único lugar que no había sido copado por usurpadores. Seis vampiros, un lobo, un niño con ataques de nervios y Víctor lejos de ella. La joven de cabellos rubios no podía hacer más que mirar a la luna con rabia, parecía haberla maldecido por algún extraño ensañamiento.

Ella tocó algunas notas improvisadas en el instrumento que más adoraba. Hacía mucho no podía practicar; Leif le quitaba todo el tiempo y las energías, pero eso no le importaba demasiado. Su vida sería tan larga como pudiera conservarla, el tiempo no le faltaría para realizar sus sueños. Francesca dirigió su pensativa mirada hacia una pequeña caja rosada junto a los libros, allí tenía algunas cartas de Sara, sus regalos, esos que le enviaba en cada ocasión importante. Su hermana del alma jamás se olvidaría de ella, pero sabía bien que deseaba tomarse su tiempo. No tenía idea que estaba haciendo con su vida, lo que le hacía replantearse la idea de ayudar o no a los vampiros, al final se suponía que debían aceptar su decisión de alejarse de todo.

Algo de ropa para el nacimiento de Leif, confeccionada por sus propias manos; flores marchitas, postales del mar, caracoles, un mechón de cabello negro, un CD con música mezclada, un libro de poesía. Esos pequeños detalles guardados en un rincón, describían a Sara, ahora Aneska Delacroix, que vivía en algún lugar del planeta como cualquier humano común y corriente.

Una chica que vivía cerca del mar, que disfrutaba de largos y soleados días, que pasaba sus horas de ocio con pasatiempos que la fortalecían, que le inundaban el corazón de buenos sentimientos. ¿Querría a un montón de vampiros con problemas demenciales? ¿Querría que le succionaran la sangre? ¿Qué se la llevaran a las penumbras de una mansión húmeda y oscura? Ver a uno de ellos, la retrotraería a las memorias de todo lo malo, estar con ellos conllevaba ese terrorífico karma. ¿El supuesto amor que se tenían lo valía? ¿Ella de verdad los había amado para aceptarlos con sus extrañezas, sus desperfectos, y sus pesares?

No era quien para decidirlo, pero estaba claro algo, si tenían algo en común los lobos con los vampiros, era su maldita tenacidad, su molesta obstinación. Los noctámbulos chupasangres pecaban de orgullo por su eternidad, el tiempo les sobraba si querían buscar una aguja en un pajar. No la dejarían en paz hasta hallarla, y así como ella se enfrentaba a Tommaso, Sara debía hacerse cargo de la relación enfermiza que había comenzado con esos tipos. Si no los quería debía decírselos a la cara, clavarles una estaca de desprecio, justo en el corazón y con sus propias manos.

Francesca tomó la caja y la puso en la mesa del living, donde todos estaban reunidos, incluso Joan, luego de haber hecho dormir al niño.

—Esto es Sara... —dijo—. Es todo lo que sé de ella desde que abandonamos el Báthory.

Los chicos tomaron los objetos con estupefacción, les parecían ajenos a toda su realidad, pero en cuanto los olieron pudieron sonreír. Tenían su perfume, su simpleza, su delicadeza.

—Si ella no los quiere, respeten su decisión —añadió observando cada par de ojos con detenimiento.

—Lo haremos —respondió Tony—. Solo queremos saber que ha sucedido, nuestras vidas también deben continuar. Nuestras familias están esperando demasiado de nosotros y debemos dar respuestas a ellos.

A pesar que Jack, Demian e incluso Adam la miraron con algo de fastidio, sabía que podía contar con Tony, Jeff y Joan. No todos los vampiros estaban locos, algunos parecían tener un atisbo de cordura, o por lo menos lo aparentaban.

—En cuanto el eclipse acabe, y Leif pueda estar bien, Tommaso los acompañará —expresó para sorpresa de todos—. Él podrá rastrearla.

Los vampiros se miraron entre sí, después de que ese lobo les había mostrado los dientes no les parecía buena idea.

—No es necesario —se interpuso Joan, mirando en complicidad a Francesca.

—No lo digo por el olfato, si ese fuera el caso podrían hacerlo solos... —respondió la vampiresa—. Tommaso es bueno buscando pistas de todo tipo. Está claro que si ella está en otro país, será imposible olerla desde aquí. La rastreará como hizo con las familias... a las que sus clanes asesinaron. No solo eso, él conoce el mundo de los humanos, ustedes no podrían tomar un autobús.

Francesca frotó el puente de su nariz, su cabeza se partía en dos.

Ellos volvieron a intercambiar miradas, no tenían opción, debían confiar en el enemigo si querían acabar con la agonía de la ansiedad cuanto antes.



La medianoche llegó al fin, el eclipse estaba en todo su esplendor. Leif había despertado hambriento y ahora se quejaba en su cuna.

Joan dormía con la cabeza sobre la mesa. La persona que se suponía que la ayudaría con el niño no servía demasiado, por suerte tenía una segunda opción. Tommaso, por más convaleciente que estuviera, la ayudaría en todo, más si se trataba de alimentar a su pequeño.

Antes de retirarse a la habitación, Francesca echó un vistazo a los chicos, no parecían traer problemas, entre ellos eran silenciosos.

Tony jugaba al ajedrez con Jeff; Jack dibujaba algunos garabatos en un papel; y mientras Joan dormía, Adam y Demian leían algunos libros de la biblioteca en completo silencio.

Francesca entró a la habitación más tranquila que en la mañana. Tommaso dormía con un paño en la frente, la fiebre había subido y se sentía debilitado. Ella le colocó a Leif al lado de su pecho; y, al sentir las pequeñas manos tocarlo, comenzó a despertar con una sonrisa de lado a lado.

—Mañana te irás —dijo ella, mostrando su antipatía—. Ayudarás a los vampiros a encontrar a Sara.

Él bajó la mirada y abrazó a Leif.

—Lo haré —respondió sin quejas.

—Te dejaré verlo cuando quieras, pero te irás con ellos —añadió, sintiéndose culpable—. Necesito hablar con Víctor.

Tommaso apretó su mandíbula al oír el nombre de "ese tipo" e ignoró por completo lo que ella acababa de decirle.

—¿Vas a darle el pecho? Tiene hambre —dijo notando que el pequeño se movía y lloriqueaba a pesar de estar a su lado.

—Sí, le daré de comer, pero no toma mi pecho. Nunca lo hizo, supongo que no le gusta le leche helada de vampiresa —resopló atinando a retirarse—. Voy a preparar algo para ti también.

—¡Espera! —exclamó el lobo, un nudo se le había formado al oír tal confesión.

Francesca era muy joven, una madre de tan solo veinte años, pero aun así estaba su corazón preparado para dar amor. Ella era apta para cuidar del pequeño a pesar de la manera terrible en la que había sido concebido, a pesar de haberse encadenado en una forma vampírica, demoníaca. Francesca había vendido la vida al diablo a cambio de la vida de su pequeño lobito.

—Ven conmigo —dijo extendiéndole la mano, pero Francesca no entendió que quería—. Te daré mi calor, te ayudaré a alimentarlo.

La rubia abrió los ojos a más no poder, ¡¿qué pretendía ese lobo retorcido?! Un nudo se formó en su garganta a medida que sus ojos se cristalizaban. ¿Podía ser que si su cuerpo se calentaba su leche también? ¿Podía ser que al final, después de tanto tiempo, podría alimentar a su bebé como deseaba? Eso estaba mal, porque significaba dejarse tocar por el monstruo, la bestia.

—¿No quieres probar? —preguntó Tommaso bajando su mano.

<<Maldito lobo. ¡Cínico y cruel!>>

Francesca apretó sus ojos y limpió unas pequeñas lágrimas que saltaron de sus ojos. Leif estaba quejándose más y más, y si era sincera consigo: sí, deseaba sentirse más cerca de su hijo.

Ella, con un paso inseguro, se acercó a la cama, el lobo sonrió con levedad y levantó las sábanas para que pudiera introducirse en la cama.

—Solo es colecho —expresó Tommaso al ver a Francesca tan dubitativa.

—¿Qué?

—Se llama así cuando los hijos comparten la cama con los padres, para fortalecer los lazos, para darnos calor, es común entre los lobos.

Ella mordió sus labios, ¿qué diría de eso Víctor? Era casi como ser infiel. Lo pensaría después. Ella se subió a la cama, y con lentitud se colocó de costado, pegada al pecho de Tommaso. El muchacho hervía como agua a punto de ebullición. Ella comenzaba a sudar como él, por lo que acercó a Leif a su cuerpo. La misma sonrió al notar que el niño ya no estaba incómodo con sus toques.

Tommaso comenzó a bajar las mangas de su ropa, a desnudarle los hombros. Francesca inspiró con fuerza y cerró sus ojos, no se sentía muy cómoda con el roce de los dedos callosos de él, pero lo soportaría. El lobo siguió tocándola hasta desnudar sus pechos, los cuales tomó, estaban tan helados como los de cualquier demonio; pero, poco a poco iban tomando una temperatura normal. Francesca fue acercando a su pequeño, que, con una naturalidad, que nunca había experimentado, abrió su boca para sustraer su alimento.

Francesca lanzó un pequeño quejido, tratando de evitar la emoción que sentía. Quería parecer fuerte, mas su cuerpo se derrumbaba. Era injusto.

—Puedes llorar —dijo Tommaso.

<<Cállate>>, pensó Francesca.

Ella lloró en silencio, observando a su bebé comer.

—¿Por qué... lo hiciste? —preguntó Francesca gimoteando—. No me conocías, no sabías nada de mí. ¡Y no digas esa idiotez de la luna! Odio esa excusa. No había ningún motivo para que te enamoraras de mí.

—No es algo que los lobos podamos elegir. Estaba en celo y me enamoré de cómo te veías, de cómo olías, y tuve miedo de perderte —explicó él—. Sentí ira cuando quisiste escaparte, demasiada ira y miedo, mucho miedo. Te observaba queriendo descifrarte, conocerte, pero todo se arruinó. Mi instinto aplastó mi lógica, y sé que no tengo perdón.

—No, no tienes perdón —sentenció—. Yo estaba bien en el Báthory y tú me lo recordaste todo, ¡todo lo malo!

—¿Qué? —indagó susurrante en su oído—. Cuéntame de ti, quiero saberlo todo.

—Espero que te gusten las historias de terror, lobo —dijo ella.

Mientras el eclipse se completaba, y Leif bebía hambriento de la leche materna, Francesca le contó toda su vida, tal y como la recordaba. No omitió detalle alguno, por más escabroso que fuera. Tommaso debía darse cuenta de su error, entender lo que había significado, para ella y para Sara, aquel momento en el que los lobos las habían mantenido cautivas.

El eclipse no solo se veía en aquella casa de un bosque de Quebec, llegaba a varias partes del mundo. De hecho, la luna ya se había posado en un pequeño departamento de la ciudad de Santa Mónica. El mismo se entremezclaba con las luces de la rueda de la fortuna del parque de atracciones. Pero a ella no le importaba, tenía un desastre descomunal en ese pequeño loft.

Hilos, agujas, tazas de café sucias, migas de galletas de chocolate, almohadones por doquier, entre otras cosas. Todavía no podía descansar, tenía que terminar su trabajo.

La pava silbadora le indicó que el agua había hervido, se prepararía otra infusión para terminar su trabajo.

Aneska Delacroix, amarró su largo cabello negro y frotó sus ojos somnolientos. Tenía el pijama puesto; unos shorts y una camiseta gris claro. Andaba descalza, porque así le gustaba. Tronó sus dedos y preparó su sexto café.

Observó por la ventana de la cocina, la misma daba a una pequeña calle y se enfrentaba con un departamento igual al de ella. Miró hacia el cielo, la luna estaba roja, como la sangre, suspiró haciendo una mueca de desagrado. Parecía un mal presagio. Ella dirigió sus ojos a un calendario pegado en su heladera, habían pasado seis meses exactamente.

Seis.

La muchacha caminó por su espacio dando sorbos a su taza. Se dirigió a su pequeña habitación blanca. Esa estaba adornada con más almohadas que colchón, tenía una tenue luz amarilla y muchos objetos curiosos sobre una cajonera. Pero, sobre todo, tenía un vestido de novia tan blanco como hermoso.

Sara o Aneska, se paró frente al mismo, le echó una mirada analítica, tomó un enjambre de hilos y comenzó a bordarle algunas flores en el tul que lo recubría.

El timbre de su puerta sonó, ella dejó los hilos a un lado. Y se levantó dibujando una sonrisa en su rostro, un gato negro se cruzó entre sus piernas, casi haciéndola tropezar.

—¡Jeff! —gritó, haciendo que el mismo corriera a esconderse bajo la mesa.

Sara observó por la mira de quien se trataba, y abrió la puerta.

—Es muy tarde, ¿qué haces aquí? —preguntó sonriente.

—Recién salgo del trabajo, horas extras —dijo un muchacho.

El mismo era de piel bronceada y cabello ondulado, algo desteñido y atado con una cola. Tenía ojos marrones con destellos verdosos, un cuerpo alto y una sonrisa pura.

—Ya te lo dije, Noah, no voy a mostrártelo —indicó ella poniéndose en el marco de la puerta.

—¿No me vas a invitar a pasar siquiera?

—Todo es un desastre, voy a terminar con el bordado y me iré a dormir.

El chico bufó, dirigiendo la vista al gato que tenía sus pelos erizados y le gruñía enojado.

—¡Hola, Jeff! —saludó contento, Aneska rió—. ¿Dónde está Jack?

—No me hables, lo atropelló un camión.

—Te dije que castraras a ese callejero, o se escaparía.

—Buenas noches, Noah —dijo la muchacha, cortando la conversación—. Dile a tu hermana que puede venir la semana que viene.

—De acuerdo —musitó el muchacho girando sus ojos—. Buenas noches, Aneska.

Sara cerró la puerta tras su espalda y suspiró agotada. Jeff comenzó a ronronear entre sus piernas, frotando sus bigotes en sus talones.

—Hora de dormir, Jeff —suspiró Sara, con agobio—. La luna roja y el calendario no me dejarán trabajar esta noche, me rindo.



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