27. Ejecución| parte 1
En un sueño confuso el calor aumentaba, el sudor recorría la piel y caían gotas al suelo. Las imágenes oníricas se evaporaban. Poco a poco, Sara despertaba abrumada por una vil mordida en su cuello, que pretendía drenarla, que la succionaba sin pudor alguno. Unas manos violentas tocaban sus pechos, su cuerpo desnudo; y el peso de un hombre pretendía irrumpir con su tranquilidad, pretendía devolverla a la cruel realidad.
—¡Aléjate de mí! —gritó antes de abrir sus ojos, dando manotazos al aire.
¿En qué momento se había quedado dormida? ¿Había sido antes del amanecer? Estaba exhausta luego de hacer el amor con Joan; y que Jack pretendiera ayudarla la había relajado demasiado, al punto de quedarse dormida en medio de la sesión de pintura.
Unas manos la tomaron de las muñecas y la inmovilizaron por completo. Ella abrió los ojos, y su susto solo tardó el segundo en darse cuenta que quien estaba encima de ella era Jeff.
—Lo siento —jadeó él, sus pupilas se mostraban dilatadas; su rostro estaba empapado de sangre y su aliento chocaba errático contra la piel erizada—. Jack me dejó entrar, no pude contenerme. Hace días no me alimento.
—Jeff —murmuró aliviada, atrapándolo entre sus tibios brazos—, puedes beber de mí, hazlo hacerlo hasta satisfacerte por completo.
Tras lanzar un suave gruñido, Jeff abrió su boca, tomó el cuerpo de Sara succionando otra vez. Ella se adormecía en paz, abrazándolo, volviendo al sueño. Lo último que hubiese soportado era que Jack abusara de ella, pero a pesar de que la noche anterior se había desnudado con un fin artístico, él no la había tocado ni con un dedo. Era un milagro.
Una vez saciada su sed, aún quedaba su lujuria. Sin preguntar, Jeff entró en ella, haciendo movimientos desesperados y espasmódicos, en un interior húmedo que se contraía suplicante por su hombría. Tras las feroces mordidas, la lujuria de Sara iba en aumento, lo deseaba tanto como él a ella.
Jeff daba descargas frenéticas. Obligaba a Sara a lanzar suspiros agarrotados, gemidos agudos y arrebatados. Él sacudió el cuerpo femenino sin dejar de lamer las gotas carmesí que aún resbalaban por la piel transpirada. Él se detuvo al ver los ojos de su amada perdidos en la sala, la boca semiabierta recuperando el aliento, con su piel ardiendo y el pulso acelerado.
Había sido un hermoso modo de despertar.
Jeff se recostó sobre el pecho de ella, frotando sus mejillas en la suavidad de su cuerpo curvilíneo.
—Al menos sabes que no estuve con otra mujeres —ronroneó besándola en donde pudiera.
—Jamás pensaría eso de ti —respondió enredando sus dedos entre sus cabellos negros—, me algra verte en libertad, pero hay algo que me preocupa.
Sara buscó a Jack, no estaba en la sala.
—¿Ámbar, Leif? —preguntó Jeff, buscando su mirada—. Jack habló con Ámbar esta mañana, pero no creo que pueda hacer mucho. En esto le doy la razón a Jack.
Sara trató de sentarse, Jeff la ayudó a cubrirse con las pieles que decoraban el sofá, envolviéndose junto a ella.
—No voy a soportarlo —masculló ella con un ligero temblor en su mentón—, si alguno muere no podré...
—Está bien. —Jeff la apretó con fuerza—. Nadie está preparado para esto, pero, pase lo que pase me mantendré a tu lado. Saldremos de esta situación.
Esas eran las palabras que necesitaba, ciertas o no. Agradecía al cielo tenerlo de vuelta, tener a uno de sus amores a su lado, tener una mano que la sostuviera. A Jeff, su esperanza.
—Gracias, pero no vuelvas a perder los estribos. —Sara dijo esto casi balbuceando, le avergonzada de lo que estaba por decir—. Mientras esté aquí las cosas van a tener que ser del modo que tu padre quiere.
—¿Te hizo daño? —preguntó Jeff, Sara revoleó sus ojos al cielo, era obvio—. ¿Y Jack? Aparte de las idioteces que dijo, ¿hizo algo más que te molestara?
—No perdoné a Jack si eso te preocupa —confesó Sara, evitando entrar en los detalles escabrosos—. Jack decidió pintarme, lo instigué a hacer algo más decente con su talento —añadió, fingiendo una sonrisa.
No podía decirle que su gemelo la había azotado, hasta destrozarle la espalda. No podía decirle que había sido la cena de su familia, la presa de Bladis Arsenic. Era algo que debía guardar para no generar más malestar.
Jeff observó los alrededores con la misma inquietud que Sara. Si bien sabía de qué el pasatiempo de su gemelo consistía en pintar, ver todas esas obras juntas lo intimidaba un poco, incluso parecía desconocerlo.
—Ya no puedo tenerle pena, y tú tampoco debes hacerlo —dijo Jeff, sonando amenazador—, son momentos decisivos, dependerá de él lo que elija, dependerá de él en qué clase de persona quiere convertirse.
Jack, quien oía tras la puerta, decidía alejarse, estaba exhausto luego de haber hecho lo que creía imposible. Había comenzado una nueva obra, en tonos claros, como la piel de Sara. Primero había bocetado su sonrisa, esa de labios rosados que impartían besos a todos sus "maridos" con el mismo amor. Y si bien extrañaba fundirse en ella, de momento se conformaba con inmortalizarla en un lienzo; pero antes del amanecer, ella se había dormido.
Los humanos podían sufrir de un extremo sueño ante el estrés, y eso lo llenaba de culpa. Por eso, antes de que los rayos del sol tocaran la ventana, él se había marchado a cumplir una de sus promesas regresando a su casa antes de lo imaginado.
Jack, habiendo cumplido su palabra, comenzó a caminar por aquellos lares que conocía de memoria. Pensaba en pasar un rato con su madre, algo que no hacía desde que era un niño; aunque su plan fue truncado. Nikola regresaba de su viaje junto a su séquito de guardias. Aquel hombre se interpuso en el camino de su hijo.
—¿No es un gran día, Jack? —preguntó Nikola, viendo hacia el ventanal—. ¿Lo has notado, no? Incluso fuiste a tomar el aire de la madrugada —sonrió reluciendo sus colmillos.
Jack sintió un tintineo en todo su cuerpo, quería evitar que vieran su malestar, su temblequeo.
—Fui a...
—No digas nada, sé a qué fuiste a la casa de los Leone. —La mueca grácil de Nikola se esfumó, y su mirada se oscureció por completo—. Es inútil, todos sabemos que intentarán algo estúpido. Están en la mira, y, ¿sabes qué? Me gusta que lo intenten, por eso dejé a Jeff salir, porque cuando vean la cabeza de Azazel rodar hasta sus tobillos, asumirán su lugar, dejarán la fantasía inmadura que vive en sus cabezas. Todo se acomodará.
—Yo solo... —musitó Jack en un intento por cubrirse, pero Nikola lo pasó por alto. Él ya no escuchaba sus pretextos. El tiempo corría rápido, una noche excepcional los esperaba y no podía perder tiempo con un chiquillo de menos de un siglo.
Una noche excepcional para algunos, se volvía una prueba contra reloj para otros, una situación desesperante que atentaba con desestabilizarlos y hacerlos caer. Algunos lo entendían, otros no, y ese caso era el de Elizabeth, cuyos alaridos espantaban a las tranquilas aves del bosque a pesar de estar dentro de la cabaña.
—¡No, no, no! —gritaba empapada en llanto, siento contenida de los brazos por el lobo negro—. ¡No puedes ignorar esto, Adolfo, no! ¡Yo te ayudé en todo lo que me pediste! —Ella se desgarraba con cada palabra.
—¡Cálmate de una vez! —decía él, zarandeándola sin resultado. La última carta de Laika estaba en el suelo, todos lo sabían, la ejecución tenía fecha y hora—. No podemos hacer nada hoy, seremos masacrados de intentarlo. Han tomado todas las precauciones posibles, ¡somos pocos y nuestro plan no está listo! Debemos aguardar a la luna azul.
—¡Nada! —gritó ella, empujándolo, pero sin deshacerse de su agarre—. No quiero esperar a ese momento, no quiero vengar una muerte. ¡Quiero salvar a Azazel ahora que está vivo! ¡¿De qué sirve que Tommaso y Sara se hayan arriesgado?! ¡¿De qué sirve que yo esté aquí si vamos a dejarlos morir?!
Adolfo la soltó empujándola al suelo.
—¡No podemos salvarlos a todos! —rugió Adolfo, comprimiendo sus puños, conteniendo su respiración—. Tenemos un plan, tú ayudaste a hacerlo. Sino no apegamos a él moriremos nosotros.
—¡Tommaso te pidió hacer esto por Leif!
—¡Yo no voy a arriesgar toda mi familia con la certeza de que morirán! —exclamó el lobo y esta vez sus ojos se volvieron rojos—. Ya lo hice una vez, atacamos el Sabbat. No matamos a nadie importante, no logramos retener a nuestros rehenes y perdimos la vida de muchos. No voy a cometer el mismo error dos veces.
Elizabeth limpió sus ojos y se puso de pie.
—Entonces no tengo más que hacer aquí —resolvió ella, temblando para no llorar—, mi objetivo era rescatar a Azazel y hoy morirá. No me quedaré sentada, esperando a que tú escojas el momento propicio para hacer algo.
—Morirás, ¿no lo entiendes? —Él trató de detenerla—. Estás yendo demasiado lejos por un hombre que debería haber muerto hace años.
—¡Es porque lo amo! —chilló apartándose de él—. ¡Y si no murió antes, es porque no debía serlo!
—¡¿Lo amas?! ¡Tú no sabes qué es eso! —gritó él, todavía más enojado que ella—. ¡Confundes admiración, confundes cercanía, confundes gratitud! ¡Necesitas conocer el mundo que te rodea antes de hablar de amor! ¡Antes de pretender arriesgar tu joven vida por una momia decrépita! ¡No hay nada que te pueda unir a ese anciano más que un apego enfermizo!
—¡No soy tan joven, tengo casi veintiocho! —vociferó ella, con las venas de la cabeza hinchadas de gritar, estaba segura que todo el clan se había alertado de su pelea—. ¡Y un lobo que vive en soledad, y que ha sido rechazado, tampoco puede hablar de amor!
Dicho esto, Elizabeth abandonó la habitación, y con ello el clan de los lobos. Tras su huida oyó un terrible estruendo, era Adolfo rompiendo todo lo que tenía a su alrededor; mesas, sillas, libreros. Las palabras hirientes de Elizabeth eran dichas sin pensar en los sentimientos ajenos, pero quizás Adolfo se lo había buscado.
Ella corrió a la vista de todos, hundiéndose en la aspereza del bosque, pretendiendo perderse hasta llegar a su amado Azazel. Nadie osó seguirla, era mejor así, era lo que todos pretendían en un principio: que la vampiresa se fuera. Hasta que Adolfo se tranquilizó y salió de su hogar.
El cielo se entintaba de violetas pálidos, pronto caería el crepúsculo. Él se trasformó y siguió los pasos de Elizabeth, sin dar explicaciones a nadie.
Ella todavía corría, y parecía estar haciéndolo en círculos. Se desesperaba al sentirse inferior entre la vegetación, ¿a dónde debía ir? ¿Norte, sur, este? No tenía ni idea de dónde estaba parada.
Al ver la primera estrella brillar en el cielo, se dejó caer en la tierra. Tomó su cabeza y las lágrimas salieron por sí solas, debía admitirlo: no podía hacer nada. El crujido de las hojas, y un sonido galopante, la puso en alerta y la sonsacó de su depresión.
—¿Qué quieres? —murmuró al ver la sombra del sigiloso licántropo negro acechándola.
Él, antes de responder, se acercó lo suficiente para volverse a su forma humana, haciendo que Elizabeth desviara su mirada pudorosa del cuerpo desnudo.
—Pones en riesgo al clan dejando todas tus estúpidas huellas —dijo Adolfo, señalando el suelo, que en efecto, estaba plagado de las pisadas de la vampiresa—. No puedo permitir que todo lo que construimos se destruya por una mujer tan inmadura.
—¡No me detendrás!
—¡Claro que lo haré!
Adolfo se lanzó sobre Elizabeth, la cual espantada al sentir ese cuerpo desnudo aprisionándola, gritaba y se retorcía como una cabra. Hasta que él puso fin a sus gritos tapándole la boca, conteniendo sus intentos de escape enredándola con sus forzudas piernas, pero ella clavó sus colmillos en la palma de su mano, el cuerpo del lobo se tensaba hirviendo, y eso los ponía más agresivos a ambos. ¿En qué momento habían llegado a esa decadente escena? Ninguno de los dos parecía estar pensando con la cabeza. En sus tonteras solo acortaban su tiempo y posibilidades de hacer algo bien.
Con una velocidad inverosímil, el cielo se cubrió en un manto estrellado. La luna se encontraba en su cuarto creciente, como una sonrisa burlona que advertía a los licántropos de hacer una estupidez. Ámbar podía verla desde su ventana, el brillo de la noche le daba igual. En su cabeza había una gran preocupación, la vida de Leif dependía de ella, y aunque Simón no pretendía comentarle de la ejecución, ella ya lo sabía y tenía miles de ojos de guardias, posados, asegurándose de que no intentara estorbar con los planes de la noche.
La colorada tomó el vestido que se le había dejado en su habitación, era entallado de sedas azules, no muy propicio para la acción. No hubo remedio, tuvo que ponérselo.
Ámbar, vestida para matar, estaba dispuesta a morir.
Lo mismo sucedía en la recámara de Jeff. Sara había tenido la suerte de poder pasar el día con él, quien la ayudaba a vestirse. Sus ropas eran más sencillas, aunque seguían siendo demasiado para una esclava; un vestido negro, y un abrigo del mismo tono para aplacar algo del frío que caía en su quebrantable cuerpo humano.
—Debemos partir —dijo Jeff, ya vestido de gala para la noche sangrienta.
Él extendió su fría mano a la temblorosa de ella, que dudó un segundo antes de tomarla. Sus piernas iban a derrumbarse, pero se mantuvo erguida, porque, ante la desventura, debía hacer lo que fuera posible para llevar la corriente a su favor.
Francesca, sin saberlo aún, también asistiría a la ejecución. La familia Däemonblut presenciaría el hito histórico en la hermandad, además que algunas de sus hijas sería presentada a Adam, de este modo sellarían con sangre su unión.
Las tres, que alguna vez habían sido ofrendas, y que ahora eran parte de un submundo que las sometía, se reunirían en un mismo lugar. Su presencia era intencional, era necesario que las tres tuvieran una última lección. La caída de un símbolo como Azazel, tan esperanzador para los rebeldes e impuros, significaría la desmoralización completa, la desesperanza total que las hundiría a merced de sus amos y señores.
Tommaso, quien inocente como el animal que era, se dejaba lavar en la bañera junto a Charlotte, también asistiría al evento. Él no lo sabía, de haber sabido que presenciaría la muerte de su primogénito ya hubiera intentado masacrar a quien tuviera al lado. No obstante, sonreía cálido. La vampiresa lo trataba con demasiada humanidad, sus muñecas y tobillos iban mejorando y aseguraba que pronto todo acabaría.
—Tendré que ponerte las esposas de plata, aunque no quiera —siseó ella nadando hasta su pecho, en donde se recostó para abrazarlo—, la gente te teme, y lo nuestro es un secreto.
¿Lo nuestro? El lobo no diría nada al respecto, era ella quien lo mal interpretaba. Si le daba migajas de lujuria era por pura conveniencia; pero de ningún modo habría algo más entre ellos. De la misma manera, Charlotte temía lo que sucediera después, temía perder la confianza de Tommaso, temía que lo mataran o que él intentara matar a alguien. Ya estaba al tanto de lo único que le importaba, y si descubría que ella lo había ocultado, la catástrofe sería inevitable entre ellos.
Quienes estaban al tanto de todo eran las mismas víctimas del fatal destino.
Los cuatro preferidos, los impuros, los traidores, los profesores del Báthory o como quisieran llamarlos, se mantenían relajados. Un poco mejor que los primeros días. Las dosis que Joan les había dado les otorgaban la fuerza para soportar algunos días más, aunque en vano, pues ese sería el último día de sus longevas vidas.
—Trescientos años han pasado muy rápido —murmuró Evans, tomando la mano de Liam, su pareja de toda la vida—,al menos vivimos bien la mayor parte de nuestros días, y eso te lo debemos a ti, Azazel. Fuiste el único capaz de poner un freno a la malicia de Imara.
—Evans, no hables como enfermo terminal —barbulló Azazel, tumbado en el suelo—, sabes que odio tu dramatismo.
—¿Qué tiene de malo? —rió Liam—. ¿Qué mejor momento para volverte a agradecer por nuestras vidas? No habrá otra oportunidad.
Víctor rodó sus ojos por el techo y tronó sus dedos para hablar.
—Han sido muchos años, pero nunca se está listo para la muerte.
Azazel carcajeó con la vista en la nada.
—¿Quién diría que el más recto sería el más miedoso al final?
—¿Tú no sientes nada? —indagó Víctor sin sentirse ofendido—. No tiene que fingir frente a quienes te conocemos.
—Ansiedad, tal vez —respondió el morocho de ojos gatunos—. Nos creemos tanto el cuento de la inmortalidad que cuando llega la hora es algo inconcebible. Al menos será sin dolor. La guillotina baja y ¡bum! Nos vamos al infierno, o nos volvemos materia inorgánica, según Joan, lo cual es menos emocionante.
—Lo importante es que nos iremos juntos —expresó Liam antes de dejar un beso en los labios de Evans.
Azazel y Víctor desviaron sus miradas previendo que pretendían despedirse una vez más. No pensaban en detenerlos; sus minutos estaban contados, y los invitados empezaban a hacer su ingreso al castillo Báthory.
Las puertas de altísimas rejas daban paso a un jardín de rosales, cuyas flores se mantendrían invisibles hasta los días de verano. En el horizonte, se hallaba el castillo Báthory con todas sus luces resplandecientes. Un centenar de vehículos recorrían los alrededores, y más aún, una cuantiosa cantidad de guardias y soldados armados de plata para cualquier improvisto.
En el tumulto no podían verse, pero Sara, Francesca y Ámbar se adentraban hacia la morada.
—Este lugar es puro lujo —farfulló Ámbar con Leif en brazos y la vista a aquel lugar en donde su humanidad había sido masacrada. Simón Leone la observó interrogativo—. Francesca tenía razón, este no era un lugar en donde fuéramos a encontrar imágenes de santos o ángeles.
Por otro lado, cruzando el verde jardín, la familia Arsenic se abría el paso.
—Éramos personas valiosas para él —gimió Sara, apretando la mano de Jeff—, éramos personas valiosas aquí.
—Lo sigues siendo —corrigió Jeff, viendo como su hermano y su madre iban adelante.
En cambio, Francesca estaba más retrasada. Ella debía estar junto a la servidumbre, pero una vez que llegó al castillo sintió un verdadero dolo de estómago. La idea que fueran a ejecutar a Víctor la desesperaba ¡y cómo! Lo único que la salvaba de la locura era la particularidad de ser más cautelosa que sus compañeras. Sabía que las emociones tormentosas la llevarían a la desgracia. "¿Cuánto tardaremos en morir?" fue lo primero que preguntó a Azazel, ahora sabía que la respuesta estaba en sus acciones.
Con la mirada puesta en un modo panorámico, buscando la bendita posibilidad que un dios supremo salvara a su amor de la tragedia, sus ojos celestes se detuvieron en una cabeza plateada, y de inmediato, como si hubiese olfateado su perfume, él clavó sus ojos de sol en ella.
El tiempo se detuvo, y el paisaje se volvió borroso. No supieron por qué, pero al fin se veían otra vez. Francesca mantuvo los ojos en Tommaso y eso los tranquilizaba.
Tommaso sonrió y se sintió como una caricia al alma. No estaría sola, él siempre estaría allí, arriesgándolo todo; encontrándola en cualquier lugar del mundo para sostenerla o para escuchar sus reproches, que bien merecidos los tenía.
Francesca sonrió también, le regaló la mueca más amplia y feliz que pudo, una mueca que nunca le había dado. Él soportaba el dolor de la plata, él se sometía a todo tipo de torturas, se arriesgaba cuando ella no podía hacerlo. Ya no lo despreciaba, ya no lo odiaba, ya no debatiría lo inmoral de sus actos, porque él no era un hombre común, era un hombre lobo, y su corazón siempre sería el más puro que jamás hubiese merecido. Un regalo divino difícil de aceptar, pero imposible de rechazar.
El tiempo siguió corriendo, y, de un momento a otro, la sala principal, los comedores, escalinatas y pistas se infestaron de una revuelta de vampiros ansiosos, deseosos de sangre.
La primera en desaparecer del sitio fue Ámbar, los guardias la rodearon en silencio, guiándola hacia una habitación apartada del jolgorio.
Ella ingresó a la fuerza. Uno de los guardias, que ella reconocía como su antigua ofrenda en el Báthory de mujeres, no tenía tacto a la hora de tocarla. Estaba resentido, ella había pecado de soberbia con él, maltratándolo, humillándolo sin pensar que al final estarían en iguales condiciones.
—Ámbar, entrégame al niño —dijo Simón.
Ámbar estrechó a Leif contra su pecho, recién se había dormido.
—Lo sé, sé que lo ejecutarán —barbulló la pelirroja, aguantándose el llanto—. No voy a hacer nada, solo permíteme estar con él hasta el final.
Simón tomó su entrecejo con los dedos, no estaba de ánimos para discutir.
—Ni siquiera intentes pensar en interrumpir la noche, Ámbar.
Con un simple gesto, Simón se retiró, dejándola con el niño y un par de guardias en la puerta. Si apreciaba su vida, más que la del bastardo, sabía bien en dónde debía quedarse.
Sara analizó el panorama, Jeff la paseaba en busca de los demás. Aunque, con suerte, sólo podrían encontrarse con Tony o Adam. Por el momento, las noticias sobre Demian eran un misterio, lo retenían en su castillo alejado de la realidad que se vivía.
Adam, quien mantenía a Conde Negro sobre su hombro cual lechuza, los había localizado. Desde las escalinatas podía ver las cabezas azabaches de Sara y Jeff moviéndose en la multitud. Él, por su parte, no se apuraba en descender para besar a Sara, por más que quisiera. Había tomado una resolución y no podía distraerse.
—¡Adam! —exclamó la siempre amable voz de Tony. Adam se dio la vuelta con el ceño fruncido—. ¿Tienes un murciélago en tu hombro?
—Sara está abajo, ¿por qué no vas a verla? —preguntó, queriendo escaparse de él.
—No puedo, acabo de enterarme de algo horrible —respondió Tony, bloqueándole el paso, tomándolo de las manos, incomodándolo—. Ejecutarán a Leif. No sé qué hacer para detener todo esto. Si no intento nada, si no podemos siquiera salvar al pequeño todo será en vano.
—Lo sé, lo sé —farfulló Belmont, un poco más pensativo, y viendo a sus alrededores. Catalina lo observaba desde lejos como un águila—. Mira, durante la ejecución habrá un punto ciego, quizás sean segundos, quizás se prolongue un poco más, trataré que sea antes de la ejecución, quizás puedas intentar algo.
—¿Un punto ciego? —preguntó Tony, intrigado.
—En un momento, todas las miradas estarán sobre mí. —Adam dijo esto sin titubear—. Es lo único que puedo hacer.
—¡Adam Belmont! ¡¿En qué estás pensando?! —Esta vez Tony perdió la paciencia al punto de tomarlo del cuello de la camisa—. No se te ocurra hacer algo estúpido.
—¿Belmont? —sonrió Adam—. Vamos, Tony, haz tu parte. No pierdas tiempo, esto no es solo por Sara, es por todos.
Tony lo soltó aun resoplando con los nervios de punta, y resolvió que lo mejor era ir por Ámbar, la ayudaría a aprovechar ese punto ciego que dependía de Adam.
La gente se situaba en la sala, la que tenía la tarima en donde se encontraba la gloriosa guillotina de estilo alemán. ¿Por qué guillotina? Bueno, era la manera más factible de deshacerse de un vampiro. Una vez separada la cabeza del cuerpo no habría regeneración que aguantase.
—¡Jeff! —llamó Nikola Arsenic, quien estaba junto a Helena.
Sara y Jeff se voltearon. De inmediato, un par de guardias los tomaron de sorpresa esposándolos con plata.
—¡¿Qué es esto?! —bramó Jeff, al verse aprisionado al igual que Sara.
—No hace falta ninguna explicación —dijo Nikola—, ¿crees que no me espero alguna sorpresa tuya?
El momento había llegado. Bladis arribaba al castillo y se situaba en uno de los altos palcos privilegiados del primer piso, junto a él iban algunos guardias. Nikola, Jack y Helena estaban tan solo un poco más apartados, el resto de la familia Arsenic se mantenían en la planta baja con Sara y Jeff esposados. Las demás familias se distribuían uniformes por todos los rincones.
Quienes se habían quedado fuera eran Laika y Stefan.
—¡No puedo entrar! —decía Laika, apretando sus dientes, derramando lágrimas desesperadas. Stefan frotaba su espalda sin poder tranquilizarla un poco—. Toda la vajilla es de plata. Mi nieto, al que nunca vi, va a morir y no puedo hacer nada. ¡Soy débil! Y Tommaso va a presenciar esa monstruosidad.
—Puedes quedarte aquí, si preguntan diré que no quieres ver —dijo Stefan, dejándole un beso en la frente—. No hagas ninguna locura por favor. Intentaré hacer lo que esté a mi alcance.
Stefan sabía que mentía, y Laika no le creía. ¿Qué podían hacer con el mundo en contra? ¿Qué podían hacer dos míseras personas contra todo ese monstruo llamado hermandad? Lo que no sabían era que no estaban solos, más de uno pretendía derribar el mismo muro, más de uno pretendía ir contra la corriente hasta que esta misma cambiase el rumbo.
Los sonidos se apagaron, los labios se sellaron; y ahora, el solo ruido de unas cadenas arrastrándose por el suelo, eran la canción más lúgubre que jamás hubieran escuchado: era la marcha fúnebre de los vampiros impuros.
Azazel, Víctor, Evans y Liam se aparecían en el escenario entre hierros y guardias. En sus rostros no había miedo, ni llanto, incluso, el director se atrevía a sonreír como siempre. Hasta último momento trataba de burlarse de la situación.
La consternación estaba sobre lo demás, sobre Francesca que iba a desmoronarse, que sus palabras no salían, que quería gritar y correr y detener la barbarie. Pero, encadenada de pies y manos, como todo esclavo, no podía hacer nada más que presenciar el show. Sara, de igual manera, sentía su estómago dar vueltas. Incluso Tommaso quería intentar algo, sabía lo que causaría en Fran la muerte de Víctor, no quería que pasara por ello.
La mayoría de los puros aplaudían fervientes; los demás, murmuraban o intentaban quejarse.
—¡Gracias a todos por venir! —exclamó Azazel, con una mueca de falsa alegría.
Adam pretendió correr hacia el escenario, pero una orden de Catalina bastó para que lo detuvieran en el acto.
—No sé qué intentas, Belmont, pero no lo harás. —Catalina caminó hacia el escenario—. He esperado mucho por esta noche para que un niño la arruine.
Sara tomó las manos de Jeff, y este comenzó a deshacerle las esposas, del mismo modo que Sara lo hizo con las suyas. Estaban libres, pero al tratar de moverse se dieron cuenta que seguían rodeados.
—¡Querida hermandad! —exclamó Catalina Báthory, posándose sobre el escenario, extendiendo sus brazos como alas—. ¡El gran momento ha llegado!
—¡Yo no confiaría en alguien que tarda trescientos años en hacer algo bien! —vociferó Azazel, a pesar de su debilidad no perdía la chispa—. ¡Oh! Quizás hablé muy rápido, sigo vivo.
Los cuchicheos se hicieron inminentes, Francesca comenzó a gritar.
—¡Deténganse! —bramó desesperada.
Víctor no pudo mirarla, Tommaso sintió su corazón agrietarse, más aún cuando la silenciaban a la fuerza.
—¡¿Esas son tus últimas palabras?! —preguntó Catalina roja de furia.
—No, sólo, ¡somos muy hermosos para este mundo!
No había caso, ni aún en la muerte los vería caer.
—¡Guardias! —Catalina señaló a Evans primero, y eso lo hizo por mero capricho. Dejaría a Azazel a lo último para que presenciara la muerte de todos los suyos, empezando por su siempre protegido, su pequeño y dulce hermanito adoptivo: Evans Báthory.
La compostura de Azazel se deshizo, su mirada alerta lo delató. Esperaba morir primero, pero no, esta vez no se saldría con la suya. Liam apretó la mano de Evans, pretendiendo no dejarlo. Los ojos celestes de aquel hombre de aspecto angelical se volvían llenos de temor ante su fin.
La revuelta en la gente se volvía un barullo, todos pretendían acercarse más, para ser salpicados de sangre o para intentar evitarlo.
La cabeza de Evans fue colocada en la guillotina. Los prisioneros trataron de zafarse. Los escoltas los aprisionaron más.
El acero cayó, provocando el ruido del filo al zanjar el aire, los alientos.
—Adiós... —dijo antes de que su cabeza se desprendiera y su alma abandonara a los vivos.
La sangré salpicó, la cabeza de cabellos rubios blanquecinos rodó.
Evans había muerto.
Azazel cayó de rodillas, y por un momento se sintió tan asustado como un niño, un niño de seis años atrapado en un mondo de bestias.
Los gritos, los chillidos ensordecedores comenzaron a copar y entremezclarse con los aplausos fervientes.
Sara estaba al punto del desmayo. Francesca ya había perdido la compostura, tan solo Ámbar se preguntaba que clases de horrores sucedían fuera de la habitación, ¿cuál era el momento del que Tony le había hablado al pasar "el punto ciego? Los guardias aún la vigilaban.
Los escoltas arremetieron contra Víctor, sería el siguiente, pero Liam se interpuso.
—¡Sigan conmigo! —Liam ya no podía aguantarlo más. Deseaba morir más que nada en el mundo, o enloquecería con solo girar su vista a esa cabeza de mirada quieta. Catalina asintió sin importarle, Azazel estaba en blanco, sus lágrimas caían y esta vez no podía hacer nada al respecto.
Era el fin.
Liam fue ubicado bajo la cuchilla, siendo mojado por la sangre de la víctima anterior, su amor. Sin apartar los ojos de la multitud, esperó ansioso la muerte. No podría sobrevivir otro segundo ahí.
—¡Deténganse, tengo algo que decir! —clamó Adam una vez más, pero todos procuraron ignorarlo.
El ruido mortal de la guillotina caía otra vez, pero sobre Liam, quien se iba para siempre, deseando encontrarse con Evans del otro lado.
El dolor era inconcebible, la desesperación total.
—¡Familia Däemonblut, quieren engañarlos! —gritó una vez más Adam, y esta vez Edwin, el líder de su clan alzó la vista interrogativa hacia Adam, a quien trataban de contener.
—¡¿Qué dices muchacho?! —preguntó más que interesado, provocando que esta vez, toda la atención fuese dirigida a Adam.
Catalina rechinó sus dientes, pero no podía hacer nada, Edwin Däemonblut quería saber lo que su futuro yerno pretendía confesar.
—¡La hermandad te ha mentido! —chilló, y un coro de asombros hizo eco en todo el lugar—. ¡La familia Belmont está extinta! ¡Yo soy un bastardo, hijo de una ofrenda! ¡Soy un mestizo, no soy puro!
El secreto de la familia Belmont salía a la luz, quizás, en el momento propicio, o tal vez un poco tarde. Bladis se levantó de sus aposentos, era algo que se había escapado de sus manos, algo que no habría previsto jamás, todo el mundo intercambió miradas atónitas.
—¡Cállate, Adam! —exclamó Catalina—. ¡Tus mentiras no van a impedir que mate a Azazel!
Edwin Däemonblut sacó un arma de su cinturón, la misma apuntó contra Adam, quien al final fue liberado por los guardias.
—Solo hay una manera de saber si la hermandad pretendía mezclar la sangre de un impuro con la nuestra —dijo el vampiro.
Adam se extendió de brazos ampliando una gran sonrisa.
Una balacera arremetió contra él.
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