2.Híbrido
El tiempo era fresco y húmedo allí, en los bosques de Quebec. Era el inicio de la temporada más gélida y las personas se preparaban para un blanco y largo invierno al lado de la chimenea. Francesca y Víctor habían encontrado la paz en una enorme cabaña rodeada de un bosque boreal, lejos de las ciudades, del ruido y las miradas curiosas. Adaptarse a la vida de los humanos les sería imposible en su condición.
Rodeados no más que de pinos, alerces, y abetos, podían disfrutar de los sonidos de los animales que estos albergaban; ardillas, alces, e incluso algunos lobos.
El lugar había sido escogido por ambos, los dos preferían el frío al calor, las noches largas, el silencio, el aroma a madera y el café caliente. Además, Francesca quería un lugar propicio para ver a Leif crecer, sin contener su naturaleza. Estaba decidida a no mentirle sobre quien era: el hijo de un licántropo y una vampiresa impura y novata.
Víctor había estado de acuerdo; de hecho, estaba orgulloso de las decisiones maduras que podía llegar a tomar Francesca. Era por eso que podían llevarse tan bien, a pesar de lo elevado de su diferencia generacional.
No obstante, la quietud de todo el lugar se veía prorrumpida de una forma exasperante desde hacía días enteros. Leif no paraba de llorar. El pequeño, de no más de un año y medio, parecía una bomba de tiempo a punto de estallar. Chillaba y chillaba durante horas enteras, no comía, no dormía; para colmo, ahora que sabía dar unos cuantos torpes pasos, corría de un lado a otro escapándose, espantado, de los brazos de su propia madre.
Eran las tres de la mañana y Francesca lloraba al igual que su primogénito, sin saber qué hacer. Víctor tenía que tranquilizarlos a ambos, pero no sabía cómo. El vampiro centenario acunaba al niño de cabellos blancos y ojos celestes, sin resultado alguno. En toda su longeva vida no había visto un niñito tan llorón e insistente. Pero no iba a sacarlo de quicio, sabía bien que trataba de comunicarse, y era culpa suya no poder entender al pequeño lobito. En cambio, Francesca no podía más, ella lloriqueaba llena de frustración y desesperación por no entender a su hijo, se sentía como un completo fracaso.
—No mueras... Leif... —gimoteaba Francesca, acariciando la cabeza del pequeño llorón.
—No va a morir, Fran, tranquila —respondía Víctor, tratando de entender su dramatismo—. Ya buscaré una solución. Mañana partiré a la ciudad, esto pasará pronto.
—Pero Joan aún no ha llegado...
—Debe haber tenido un inconveniente, él vendrá. —Víctor sonrió a su mujer—. Conserva la calma, eres fuerte.
Él decía esas palabras de manera muy despreocupada, pero ella no se creía capaz de pasar un día a solas sin él. Víctor, no solo tenía que hacer unas cuantas diligencias con respecto al Báthory, sino que iría en busca de información sobre los lobos. No tenía que pensar demasiado, lo que le pasaba a su niño se era algo que estaba fuera de su comprensión; un tema de licántropos.
Por la mañana, todo seguía igual, el niño sólo había dormido en intervalos de quince minutos para volver a berrear. El aspecto demacrado y sin vida de Francesca era la prueba de su agotamiento. Víctor ya tenía su maleta lista, estaba a punto de partir dejando al niño en los brazos de su mujer. Él le regaló una sonrisa compasiva, no le gustaba dejarla sola, mas no había remedio, no hasta que se solucionara el problema de Leif.
—No te vayas, no me dejes sola... —murmuró Francesca, abatida, aunque conocía la respuesta.
—Tengo que hacerlo. —Víctor le acarició el rostro—. Quiero que los dos estén bien.
Francesca asintió dejando caer una lágrima. Él la besó con ternura en sus labios, y luego besó la frente del pequeño para poder partir.
El auto de Víctor se fue alejando por el sendero boscoso, mientras la nieve blanca comenzaba a caer. Sería un largo día.
Leif se mantenía en silencio por la mañana, Francesca decidió no alegrarse demasiado y aprovechó el momento para cocinar hasta que la paz se esfumara con el primer llanto de día. Ella batía la mezcla para un pastel, observaba la ventana que daba al bosque, recordaba que había juntado algunas bayas, y que los mismos quedarían deliciosos en la preparación. Pensaba en consentir, aún más, a su chiquillo..., en caso que le diera otro ataque de nervios.
Todo estaba listo, el pastel se horneaba lentamente, mientras disfrutaba de un café. Leif llevaba más de diez minutos callado. Oh... ¿hacía cuanto no tenía un momento de paz? ¿Un momento de paz?
<<¡¿Paz?!>>
—¡Leif! —Francesca lanzó la cuchara de madera por el aire y corrió hacia la habitación del niño.
El silencio prolongado era peor que los incontrolables gritos.
Su espanto fue notorio cuando vio la cuna vacía.
—¡Leif! —Francesca corrió hacia la sala.
No quería preocuparse de más, ya sabía bien que el pequeño había aprendido a escaparse de su cuna, salvo que, considerando el tiempo que no lo escuchaba, él podía estar en cualquier parte. Era la peor madre, ¡la peor!
—No, no, no... no puede ser —farfulló al borde del llanto, más cuando notó la puerta principal abierta, y la ventisca glacial haciendo remolinos en su alfombra.
Si Leif había salido, podía estar en cualquier parte del bosque. El niño había vuelto a huir de su madre, las pequeñas pisadas sobre el manto de nieve lo confirmaban. Francesca se tomó de la cabeza y alborotó sus cabellos en un gesto desesperado. Agudizó su vista y siguió las pisadas. Su corazón latía muy deprisa, temía lo peor: no poder encontrarlo o que se hubiera convertido en lobo, y entonces hubiera escapado, un conductor desconsiderado podría atropellarlo, y dejarlo tirado a un lado de la carretera; como si fuese cualquier perro callejero.
<<Mi pobre bebé...>>
La nieve se acumulaba en las pequeñas huellas de sus zapatitos de invierno, el rastro se desvanecían borrando el largo trayecto recorrido. Francesca mordió su labio amoratado y limpió sus lágrimas con la vista al cielo. ¿Por qué tenía que sucederle eso? Jamás iba a perdonarse de pasarle algo a Leif.
No quedaba más que recorrer cada rincón del bosque hasta hallar a su hijo, pasaría la noche en vela si así lo ameritaba. Pero, como tantas otras veces, Francesca exageraba como una joven madre que había crecido sin una familia. Leif se encontraba a pocos pasos del de la entrada del pinar. El niño corría hacia el interior del mismo, con sus pequeños bracitos bamboleándose para todos lados.
Francesca quedó en blanco, sin reacción en el cuerpo. Lo había hallado, aunque de la peor manera posible. Ella tragó saliva, tratando de controlar la respiración que amenazaba con abandonarla y asfixiarla a causa de un pánico justificable.
El niño, Leif, corría a los brazos de su padre.
Francesca podía reconocer ese cabello plateado, ese cuerpo tostado y fornido con cicatrices, esas manos de garras fuertes; y, sobre todo... esos ojos amarillos tan profundos como amenazadores.
Él, Tommaso, sonreía con sus brazos extendidos al pequeño, que de igual modo iba hacia él.
No lo permitiría.
Utilizando sus nuevas habilidades; Francesca corrió a una velocidad inconmensurable, hasta alcanzar al niño antes de que el lobo le pusiera un dedo encima. Ella, lo observó llena de terror y, antes de que Tommaso pudiera decir palabra alguna, corrió hasta su casa, cerrando la puerta con llave, como si de algo sirviera con una bestia infernal.
—¡No, no, no, no! —Francesca se recargaba contra la puerta de entrada—. ¡No puede estar pasando esto!
Leif volvía a romper en llanto. Sus gritos la ensordecían al borde de la locura. El pequeño se estaba pasando del rojo al violeta.
<<No, él no... no puede ser, no puede estar aquí...>>
TOC, TOC, TOC
"Alguien" golpeó la puerta.
—¡Aléjate! —Francesca apretó sus ojos y ciñó a Leif contra su pecho.
—Francesca... no voy a hacerte daño —murmuró él, con la voz quebrada.
—¡Vete, vete de aquí! —gritó, pero lo único que lograba era intensificar el llanto desesperado de su hijo.
—No va a parar de llorar... —dijo Tommaso—. Has cometido un error en convertirte en vampiresa. Él eclipse se aproxima, necesita el calor de su manada, tu cuerpo de ahora es frío... No le gusta.
Al oír tales palabras Francesca no pudo contener sus sentimientos amargos. La indignación la inundaba por completo. ¡¿Qué sabía él lo que ella había pasado?! Sí, ahora era un vampiro, un ser de cuerpo gélido y eterno. Pero no había tenido más remedio al quedar embarazada, Tommaso la había tomado como esposa sin siquiera estar al tanto de que su frágil cuerpo humano y de su corta esperanza de vida de no ser por el elixir vampiro. No había tenido más alternativa que convertirse en una inmortal estando embarazada, con la incertidumbre de lo que pudiera sucederle a su hijo. Y ahora tenía que soportar que le dijera que se había equivocado, entonces, ¿debía haberse muerto junto con Leif?
—¡Cállate! —gritó Francesca, agobiada, sus lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas, mojándole todo el rostro—. ¡Tuve que hacerlo! ¡Íbamos a morir!
Tommaso hizo silencio, por un largo instante reflexionó en lo poco que sabía de Francesca. Reconocía sus equivocaciones, reconocía que las cosas no funcionaban como sus costumbres lo indicaban, o como sus instintos demandaban, y en un desafortunado momento de su vida había cometido más de un error. Pero ya no podía volver el tiempo atrás. Tan solo debía pensar en cómo enmendar algo del daño.
—Estaré aquí, afuera —dijo.
—¡Dije que te vayas, lobo! —insistió Francesca.
De inmediato, ella observó por la ventana, esperando a que él desapareciera, pero lo único que vio fue como Tommaso se convertía en ese descomunal lobo blanco, como sus ropas se destrozaban, y se acomodaba en el colchón de nieve; con su cabeza en sus patas, lanzando agudos suspiros parecidos a un llanto.
<<¡Maldita sea!>>
Francesca tomó a Leif y de inmediato se lo llevó al baño, soportando que se quisiera escurrir entre sus brazos, sin parar de berrinchar. Ella, abrió la canilla de agua caliente, encendió una estufa. Si lo que decía Tommaso era verdad, y lo único que necesitaba su hijo era calor, se lo daría, no necesitaba un perro al lado.
Con cuidado le quitó todas las prendas que llevaba; y, asegurándose que el agua estuviera en condiciones, introdujo al pequeño Leif en la misma. El niño se iba callando de a poco, no obstante, pequeñas gotitas salían de sus lagrimales, rodando por sus rosadas mejillas hasta llegarle al puchero que hacía con su boca.
Francesca sonrió, aunque le duró poco cuando se dio cuenta que no podría mantenerlo en una bañera por siempre; que cada vez que quisiera besarlo o abrazarlo él la rechazaría. Ahora entendía porque ni siquiera podía darle su leche materna. Su gesto se borró.
Era inútil. No podía ser una buena madre, no podía ser la madre de Leif.
Ella envolvió al niño en toallas, manteniéndolo cerca de la chimenea de la sala, pero no sirvió, el niño empezaba a hacer pucheros, pronto estaría a los gritos, ya lo sabía. De ahí, echó un vistazo a la ventana, podía ver a Tommaso siendo cubierto por la nieve. No se había movido, pero suponía que con su pelaje espeso no debía tener tanto frío. No obstante, no podía permitir que se quedara en la puerta de su morada para siempre.
Ella acomodó a su pequeño en el sofá de la sala, y abrió la puerta de entrada de par en par.
—Entra —le ordenó al lobo.
Éste se paró en sus cuatro patas y se sacudió la nieve. Con la cola y la cabeza gacha, el gigante lobo la siguió, no lo pensó dos veces. Tommaso comenzó a entrar, en su forma lobuna, no era la misma forma que había usado para forzarla, la cual era una mezcla entre humano y animal, esta era la forma que había usado para luchar aquel día contra los suyos.
Francesca veía pasar al lobo de tres metros a su lado, si él quería, podía comérsela de un bocado. Podía hacer lo que quisiera con ella, así como lo había hecho una vez. Ella asumiría ese riesgo. Tenía que dejar el miedo y el orgullo de lado por Leif.
Tommaso se acercó con cautela al pequeño, que lo observaba a través de sus pupilas redondas. El lobo aullaba como un perro apaleado, y en cuanto estuvo frente a frente, comenzó a lamerle la cara. El pequeño comenzó a reír mientras estiraba sus manitos para tocar a la bestia.
—¡Detente! —Francesca dio un empujon a Tommaso—. ¡No hagas eso, sinvergüenza!
Tommaso la miró confundido, pero en esa forma no podía hablarle para explicarle que era un beso. Él volvió a su forma humana, con el crecimiento de su cuerpo, su ropa había quedado hecha harapos. Francesca lo miró con odio. Al ver su humanidad recordaba todo lo que le había hecho pasar. Aunque también observaba sorprendida la cantidad de heridas y magullones que tenía en todo el cuerpo. Sus manos, sus pies, sus brazos, todo su cuerpo mostraba evidencias de un mal pasar.
—¿Su nombre es Leif...? —preguntó Tommaso, conteniendo un nudo en su garganta y lágrimas en sus ojos—. Te oí llamarlo de esa manera.
Ella no respondió, sólo le sostuvo la mirada.
—Es raro, pero me gusta... —dijo él, volviendo su vista al pequeño—. Voy a cargarlo.
—Ten cuidado —indicó Francesca entre dientes.
La sonrisa de Tommaso, al tomar a su niño entre sus manos, no tuvo comparación. La emoción iba a derrumbarlo. Había esperado ese momento más que nada en el mundo. Francesca sintió como su porte se ablandaba, de alguna manera sabía que su hijo estaba en buenas manos.
¡Tin! La campanilla del horno había sonado para avisarle que el pastel estaba listo.
Francesca se dirigió a la cocina, quitó el pastel del horno; había salido perfecto, ya no le importaba, deseaba arrojarlo a la basura. Ella frotó su agotado rostro, esperando a despertar de la pesadilla. Tommaso cumplía con su amenaza de encontrarla en cualquier parte del mundo. Ese lobo salvaje e insistente regresaba a su vida, recordándole de dónde había salido su pequeño, al que tanto amaba. Pero, aunque tenía algunos cuchillos de plata, no pensaba en clavárselos por la espalda. Ese maldito hacía estallar de risa a Leif, algo que ella no había logrado hacer desde hacía noches enteras.
Las mejillas de Francesca se aguaban al escuchar como el niño reía; era una hermosa maldición, una alegría amarga.
¿Por qué ese maldito podía hacerlo feliz y no ella? Era injusto.
Fran limpió su rostro y fue a supervisar la situación.
Su corazón dio un vuelco cuando vio a Tommaso, de rodillas, abrazando a su hijo en medio de un llanto desconsolado y silencioso.
—Tommaso —lo espabiló. Él le sonrió con ternura y con su cara empapada—. Ve a bañarte, estás ensuciando a mi hijo.
Tommaso se puso de pie y acunó al pequeño que, finalmente, se quería dormir. Lo acostó sobré el sofá al lado de la estufa, e hizo caso a Francesca. Él la siguió hasta el baño, y ella le alcanzó algo de ropa, esa que Víctor usaba para estar cómodo en la casa.
—Gracias —dijo él, siendo bastante tímido.
—No lo hago por ti —respondió con amargura—. No quiero que te lleves a Leif lejos de mí.
Tommaso abrió sus ojos de par en par.
—¡Jamás haría eso! —exclamó casi indignado—. Fui cruel hace un momento, no sé por lo que has pasado. Pero no me importa si eres un vampiro ahora... eres la madre de Leif y él te necesita.
—¿Sabes que Leif no es como tú? —le preguntó ella, siendo desafiante.
—Sí... puedo olerlo.
—Fui convertida cuando estaba embarazada... asimismo él también fue convertido en el proceso, es un híbrido —confesó Francesca—. Mitad lobo, mitad vampiro.
—¿Bebe sangre?
—Pequeñas dosis... —respondió ella—. Pero solo necesitará morder cuando sea mayor, cuando sus colmillos crezcan, tampoco se ha convertido el lobo. Por ahora solo es un niño... pero, a decir verdad, no sé qué le deparará.
—Tener la sangre de dos demonios no es algo que he visto antes, sin embargo sé que será un niño fuerte —respondió él con amabilidad.
Tommaso salió del baño justo cuando Leif comenzaba a reclamarlo. Francesca lo tenía en sus brazos, sin darse cuenta lo agitaba con nerviosismo. Odiaba ver al lobo vestido con la ropa de Víctor, odiaba esa mirada inocente, odiaba que Leif lo necesitara.
Para ella, Tommaso era un lobo vestido de cordero, y no quería dejarse ganar por sus excusas, no quería creer lo contrario.
—Tómalo —dijo Francesca extendiéndole a Leif—. Hace días no duerme bien, si lo logras hacerlo dormir te perdonaré por hoy.
Tommaso sonrió tontamente, estaba feliz, embelesado con la ternura de su descendiente.
—Puedes ir a mi habitación y descansar con él —señaló ella, acercándose a su pequeño y así contemplar un poco de su pacifico rostro.
—No me gustaría ir a la misma cama que compartes con él... —dijo borrando su mueca y desviándola al suelo.
—No me interesa lo que quieras —alegó ella—. No tengo otro lugar para ti. Lo único que importa es que Leif pueda descansar.
Tommaso dejó escapar un leve gruñido y siguió a Francesca, hacia la habitación que compartía con Víctor. La cama era grande, las sábanas eran rojas y los muros negros con detalles dorados; había por lo menos una docena de almohadones; y todo apestaba a la sangre que los vampiros consumían. El lobo sintió sus tripas revolverse con imaginarse a Francesca acostada con otro hombre. Cerró sus ojos y trató de contar hasta diez, no podía enojarse, tampoco podía odiar a ese tipo que había cuidado de ella y su hijo, le debía mucho.
Él se acostó en la cama, envolviendo al pequeño entre sus brazos. Leif dormía tan plácido como nunca antes. Ella les dedicó una mirada resignada, antes de dejarlos descansar.
Francesca regresó abatida a la sala, ¿qué le diría a Víctor cuando regresara? Estaba segura que él escucharía todo lo que tenía que decir, pero ¿la comprendería? Para ella no había opción, había tenido que abrirle las puertas de su casa al lobo, había tenido que darle asilo, para que Leif no sufriera.
Observando por la ventana vio que la nieve no cesaba, sabía que estaría así un buen tiempo, quizás algunas semanas. Nadie saldría de sus casas con ese clima, el frío aumentaba cada vez más, pero... al parecer a algunos seres les daba igual. Por la ventana de la sala principal podía ver unas cuantas siluetas bajando de una camioneta.
La cabeza de la rubiacomenzó a arder en llamas al ver como sus problemas se multiplicaban, sabía queno podría deshacerse de esos malditos seis vampiros que acechaban su morada.
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