Capítulo 3. Nigromantes.
Alexander Cásterot
Habían cabalgado cuesta arriba en un sendero que se alzaba irreverente, la niebla maldita había hecho de aquel camino un rumbo difícil de reconocer. Cada roble parecía rugir con el movimiento del viento como si anunciaran una advertencia. Si ellos no la entendían, de seguro los animales parecían comprenderla. A medida que se acercaban a la torre de la Casa Tárrenbend era menos frecuente ver a los animales salvajes que habitaban aquellas tierras, el cantar de las aves era una melodía inexistente, y hasta los caballos se rehusaban a seguir aquel rumbo aterrador.
Tuvieron que hacer varias paradas que en un recorrido normal serían innecesarias, examinaban a los caballos e intentaban alimentarlos, pero se rehusaban a comer. Florence maldecía impotente y caminaba inquieto de un lado a otro hasta sentirse mareado, y algunos guardias se quejaban atemorizados por aquella misión tan incierta. La debilidad de los hombres era la mayor de las preocupaciones para el noble Alexander: algunos habían vomitado durante aquel camino. Había comenzado a creer que fue una mala idea haber ordenado aquella misión. Pero las peores dificultades habían iniciado cuando apenas faltaban unas tres millas para llegar; no era momento para abandonar aquel cometido; tenía que averiguar lo que había ocurrido.
A medida que avanzaban, las paradas se hacían más frecuentes, más duraderas y los problemas más graves. En cada una de ellas Alexander se acercaba a cada uno de sus hombres, les preguntaba cómo se encontraban y los animaba a seguir. Les recordaba que encontrar una respuesta del misterio que había detrás de aquella niebla salvaría a su pueblo y a sus familias. En la quinta parada, o la sexta, tal vez, uno de los guardias se desmayó. Fue uno de sus momentos más difíciles porque la debilidad y el terror se habían adueñado de alguno de ellos. Estaba totalmente seguro que aquellos ya no eran sus mejores hombres, valientes, leales y fuertes: la niebla maldita los estaba transformando en cobardes. Algunos hasta le habían cuestionado irreverentemente.
—¡Maldita sea Alexander! —le había gritado Charles Lonesteam lanzando una roca al aire con tal fuerza que perdió el equilibrio por un breve instante—. Debimos habernos quedado en la posada y esperar que el chico despierte.
Florence Cóterger le reprendió al escucharlo y se apresuró hacia él para golpearlo por su rebeldía, pero antes de que pudiera formarse una pelea Alexander le tomó del brazo impidiendo que lastimase a Charles Lonesteam. Como Señor de todos ellos, era su responsabilidad mantener la calma en medio de la tormenta, escuchar a sus hombres y disolver cualquier disputa que destruyera la unidad.
—¡Escúchenme todos! —exclamó con fuerza y autoridad—. No quiero obligarlos a dar su vida por ésta causa, una causa que sin duda, aunque es incierta su proceder, no es solo para resguardar la seguridad y la salud de los grandes señores, sino la vida de un pueblo entero, y eso incluye a sus seres queridos. Si alguno de ustedes no siente fuerzas para continuar tienen tres opciones: pueden regresar a la posada y esperar allí a nuestro regreso; pueden aguardar aquí, o continuar con nosotros. Pero está decisión solo incluye a cinco de ustedes: a quienes se encuentren más débiles para continuar, y no serán castigados por eso. Les dejaré un momento para que se pongan de acuerdo.
Dicho esto ordenó a Florence mediar entre los hombres y se apartó del grupo. Una vez en la soledad, sacó de su bolsillo la nota que Thomas le había entregado en la posada, aquella nota que traía un mensaje de Marfín. Leer aquello era lo que más le atemorizaba, estaba evitando descubrir el contenido de aquel mensaje, pero no podía seguir con su misión si no afrontaba pronto la realidad. Si desenrollaba aquel pequeño pergamino, tal vez lo que tanto temía no era lo que contenía; quizás escondía una buena noticia. Después de pensarlo detenidamente, se armó de valor y desenrolló el papel.
«Caroline Cásterot ha muerto. Lamentamos su pérdida»
En ese preciso momento, como si la soledad se burlara de él recorriendo el lugar transformada en una brisa larga y melancólica, atravesó su alma y se la llevó con ella. No era un instinto lo que le había advertido su muerte, eran las noticias que le habían llegado días atrás lo que le hacían saber el avance de la enfermedad en su amada esposa. La última que había recibido antes de llegar a Galeán, informaba que una fuerza repentina la invadió y ella atacó a quienes se encontraban cerca, incluyendo a Héctor, su segundo hijo, a quien por suerte no le hizo daño a su cuerpo, aunque probablemente sí a sus sentimientos. Aquella actitud agresiva anunciaba siempre que el enfermo estaba a punto de morir. No importaba cuánto se había preparado, nunca estuvo listo para aquella noticia.
Sin poder contener la tristeza que ahogaba su ser, se alejó más de sus hombres, desenvainó su espada y con ella golpeaba la corteza de un roble mientras gritaba con fuerza. Tras aquél esfuerzo repentino se sintió mareado, y enterrando su espada en la tierra se sostuvo sin dejarse caer por completo, quedando de rodillas mientras jadeaba y las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Señor, ¿se encuentra bien? —escuchó la voz de Florence tras de sí—. Mi Señor, ¿qué ha pasado? —preguntó de nuevo colocando sus manos sobre los hombros de Alexander—. Le escuché gritar y vine hasta aquí para ayudarle ¿qué hace tan lejos?
Sin decir ni una palabra Alexander sacó de su bolsillo la nota y la entregó en manos de Florence.
—Lo siento mucho mi Señor —lamentó tristemente al leer la nota mientras otros guardias se acercaban al lugar.
—No quiero tu comprensión —respondió Alexander secando sus lágrimas y levantándose del suelo. No quería que más de sus hombres lo vieran llorar.
Regresó a dónde se encontraban todos, y cómo si nada hubiese ocurrido preguntó a sus hombres que decisiones habían tomado. Cinco de ellos habían decidido quedarse en ese lugar a esperar su llegada. Charles Lonesteam se acercó a él y le pidió disculpas.
—Aún tengo fuerzas para continuar —admitió cabizbajo que se había portado como un cobarde—. Tuve que convencer a algunos hombres aquí, más afectados que yo, para que se quedasen a descansar. Lamento haberme comportado como un idiota.
—No te lamentes —contestó Alexander—, sencillamente no lo vuelvas hacer o no tendré consideración —advirtió—. No podemos demorar más tiempo —se dirigió a todos—, sigamos nuestro camino, nos falta poco por llegar.
Dada la orden, los hombres que habían decidido seguir, subieron a sus caballos y continuaron la marcha cuesta arriba. Lo que quedaba del recorrido no fue menos cruel que las primeras millas y cada legua parecía más larga que la anterior, pero lo que parecía un camino eterno, al alcanzar la puesta del Sol, llegó a su fin. Tras haber alcanzado una planicie colmada de sembradíos y cabañas aisladas, al fin divisaron a los lejos el fuerte Tárrenbend que se alzaba sobre una colina. Subieron a un terreno elevado para presenciar mejor el panorama antes de realizar alguna acción imprudente.
—Es extraño, el rastrillo de la muralla está levantado —acotó Florence Cóterger— puede que sus atacantes lo hayan abandonado.
—¿Atacar un fuerte y no conservarlo? —cuestionó Alexander—. Tal vez nos vieron venir y al saber que somos pocos nos tienden una trampa.
—Entonces unos de nosotros tiene que ir a explorar, si no regresa en una hora es que algo anda mal —dijo Charles Lonesteam.
—Bien, esa será tu misión —ordenó Alexander y Charles tragó grueso del miedo, pensaba que tal vez su Señor no lo había perdonado y se vengaba de él, o tal vez probaba su lealtad.
—¿Me permite el honor, Señor? —pidió John Serpenthelm.
John Serpenthelm era un caballero de treinta años, alto, delgado y sombrío. Su rostro largo y puntiagudo, y sus ojos hundidos le daban una apariencia aterradora. Sus hábitos tampoco eran para nada agradables a la vista de muchos. Decían que desde niño le gustaba cazar roedores para abrirles el vientre y ver cómo eran por dentro, y por eso le gustaba la casa y se desempeñaba como carnicero en sus tiempos libres: todo lo que hacía siempre tenía que ver con sangre. No le gustaba hablar con nadie a menos que fuera para hacer un negocio o una misión peligrosa. Si alguien intentaba hablar con él o hacerle una pregunta, respondía con rodeos evitando conversación alguna. La única amistad que tenía era un perro mestizo que le había rescatado cuando un lobo le había atacado, lo que le daba un toque humano. Cada vez que Alexander necesitaba quien hiciera el trabajo sucio, él jamás se quejaba y a veces se ofrecía.
—Bien, necesito que no vayas a caballo y entres con sigilo si es necesario —le ordenó Alexander —. Te esperaremos solo media hora.
John se bajó de su montura y emprendió la misión a pie hasta que le perdieron de vista. Esperaron hasta que el tiempo previsto se había cumplido y la noche se había hecho presente. Algunos ya lo daban por muerto cuando apareció.
—¿Y bien? —le preguntó Alexander.
—Evidentemente hubo una masacre: hay cuerpos por todos lados, pero no encontré indicios de que hubiera enemigos adentro. Encontré aldeanos recogiendo los cuerpos.
—¿Intentaste hablar con ellos?
—Así es Señor, pero deben creer que soy el enemigo. Cuando intento acercarme huyen de mí y los pierdo de vista.
—Eres un cazador, ¿cómo es posible que se te escabullan tan fácil? —preguntó Florence.
—¿No ves el rostro que tiene? —intervino Charles—. Los animales no le huyen porque no lo ven como una bestia, pero los hombres sí le temen porque ven a un monstruo.
—¿Hablas por experiencias? —le refutó John con una sonrisa.
—¡Basta! —reprendió Alexander—. Me alegra que estén de buen humor, pero no es momento para tonterías. Vamos a entrar.
Una vez cruzaron el puente levadizo los aldeanos que recogían los cuerpos del lugar se escondían de ellos. Florence les gritaba diciéndole que ellos no les harían daño pero eran como si no les entendían. Alexander y los guardias bajaron de sus monturas, amarraron los caballos en los establos y se dividieron para examinar los cuerpos que se encontraban en el patio de armas y el patio menor. Luego se reunieron para deliberar.
—¿En dónde demonios se escondieron esos aldeanos? —maldecía Charles–. Han desaparecido por completo, ¿no les parece raro?
—También lo he notado —afirmó Alexander—, pero no solo eso, el enemigo abandonó el lugar muy pronto, tan pronto que no creo que les haya dado tiempo suficiente de darle sepultura a los suyos. ¿Dónde están los cuerpos del enemigo? ¿Acaso no murió ninguno de ellos? Creo que no es posible, es como si...
—Los Tárrenbend se hubieran matado entre ellos mismo —interrumpió John Serpenthelm culminando la frase con su voz siempre sombría.
—Por los Dioses, ¿qué está pasando aquí? –exclamó Charles.
—Para saberlo debemos seguir revisando el lugar —contestó Alexander—. Florence, John y Charles, vengan conmigo a la torre del homenaje, los otros cuatro quiero que inspeccionen las torres, la herrería, la armería y las estancias de los criados, y cualquier cosa extraña la notifiquen de inmediato.
El Fuerte Tárrenbend era una edificación cuadrada con grandes torreones en sus esquinas. Cada lateral tenía dos más pequeñas de por medio para un total de doce torres. Su interior estaba dividido en tres segmento: del lado norte se encontraba el patio de armas donde estaban las cabañas, la herrería, la armería, la prisión ubicada bajo el torreón noreste, y un terreno extenso para los entrenamientos; del lado sur estaba un segundo patio donde se encontraba el edificio en el que vivían los criados y los hombres más leales, la taberna, el matadero y la despensa de alimentos; y por último, del lado norte, al fondo del fuerte se encontraba la torre del homenaje que era la torre donde vivía el Señor de aquellas tierras y su familia. Para ingresar a la Torré del Homenaje había que cruzar una segunda muralla. El rastrillo de esta también estaba abierto, y cruzaron aquella puerta sin ninguna complicación.
Una vez dentro, en el salón de ceremonias había una oscuridad endemoniada: las antorchas de los hombres apenas lograban alumbrar el paso, pero a medida que avanzaban encontraban más cadáveres, y el olor repugnante de la muerte comenzaba a ser latente. Alexander y sus hombres revisaban uno a uno los cuerpos intentando encontrar a Edmund Tárrenbend, Señor de aquellas tierras. No habían terminado cuando la risa divertida de una mujer, proveniente de la tarima del Gran Señor, llamó la atención de ellos.
—¡¿Quién anda allí?! —preguntó Alexander mientras todos se tornaron alertas.
Caminaron lentamente hasta que la luz que emanaba de la antorcha de Alexander, dejó al descubierto a la mujer que se recostaba relajada sobre la silla del Lord. Vestía una túnica elegante y púrpura, con bordados plateados en las orillas que exhibían las hojas de malorkino. Tenía una capucha, y sobre su cuello un collar de plata con un colgante triangular en cuyas esquinas se encontraban tres medallones. En cada uno de ellos estaba dibujada una flecha: cada una en distintas direcciones representando el pasado, presente y futuro, y en medio de ellas un cuarto medallón con un ojo en alto relieve. Aquel artilugio evidenciaba que se trataba de una prodigio vidente.
—Es reconfortante ver que mantienen sus espadas desenvainadas —dijo aquella mujer—; pero no es contra mí que deben alzarlas.
—¿Qué haces aquí? —exigió Alexander: no podía desaprovechar la oportunidad para saber que estaba ocurriendo teniendo una vidente frente a ellos.
—¡Vaya!, pero qué mala educación —dijo aquella vidente con tono divertido—: creí que los nobles tenían mejores modales. Mi nombre es Nelda —dijo poniéndose de pie y descubriendo su rostro dejando en evidencia una cabellera abundante, roja y encrespada. Aquello dejó anonadado a Alexander que halló en ella un parecido con su difunta esposa—. ¡Lamento su pérdida! —exclamó ella simulando tristeza; era evidente que le estaba leyendo el pensamiento.
—Esa bruja, ¿cómo lo supo? —preguntó Florence impresionado.
—No es una bruja: es una vidente —aclaró Alexander.
–—¡Gracias! Me alegra que sepas la diferencia —dijo Nelda con ironía.
—Deja de jugar con nosotros ante una situación como ésta —reclamó Alexander—. ¿Acaso no ves la catástrofe que acontece aquí y en toda Bástagor? O es que has sido parte de todo esto. Dímelo de una vez y te daré una muerte rápida.
—No, no, no... ¡Por los dioses! ¿Por qué tanta hostilidad? Sé que piensas que soy el enemigo, pero he visto una serie de sucesos futuros y en ninguno de ellos debes matarme si quieres salir de aquí con vida. Si decides hacer lo que digo tal vez podremos sobrevivir.
—¿Tal vez? ¡Ésta chica está loca! —farfulló John Serpenthelm—. Pretende saber el futuro y...
—Cree que dejaremos nuestra vidas en manos de una estupidez —interrumpió Nelda remedando su voz—. ¿Era eso lo que ibas a decir, John? Lamento decepcionarte, pero es mejor que hagan lo que yo digo si no quieren terminar como ellos, y no creo que quieran eso, ¿verdad?
—¿Es una amenaza? —Florence preguntó airado.
—¿Acaso no escuchaste que no soy el enemigo? Los brujos han hecho un conjuro maligno en este lugar diseñado para que todo aquel que entre no pueda salir —Nelda bajó de la tarima y se agachó tocando a uno de los cadáveres—. Como algunos de ellos han logrado recuperar las habilidades nigromantes de antaño, ahora creen que tocando las vísceras de los muertos pueden ver el futuro como nosotros los videntes —dijo esbozando una sonrisa—, creen que nunca saldremos de aquí.
—¿Nigromantes? —preguntó Alexander preocupado—. Estás diciendo que...
—Sí, —interrumpió ella y se puso de pie— pueden levantar a los muertos.
—Por favor, dinos que es lo que está ocurriendo y te seguiremos —pidió Alexander.
—¿Por qué no? Parece que he captado tu atención y al fin tengo un poco de cortesía —dijo esbozando una sonrisa—. Hace como cuatro meses se comenzó a notar que un número considerable de brujos comenzaron a salir de sus guaridas en las montañas de Garcún, para asentarse en los pueblos de la provincia de Navián. Allí comenzaron a negociar con rebeldes, ofreciéndoles conjuros malignos a cambio de confidencialidad y protección; desafiando así al Tratado de Jumbría.
El Tratado de Jumbría se realizó en el año 225 del Nuevo Mundo para poner fin a las disputas entre las hermandades de prodigios. Todas las hermandades existentes estuvieron presentes excepto la Hermandad de los Brujos y la extinta Hermandad de los Guerreros Guelpas. El tratado llevado a cabo en Jumbría, dejaba en claro que ninguna hermandad de prodigios debía inmiscuirse en asuntos políticos, militares ni de gobierno alguno, que solo debía concernir a los hombres comunes; la labor de un prodigio solo debía ser la de servir y no la de gobernar.
—El creciente número de crímenes ocurridos en Navián llamó la atención de los curanderos —continuaba explicando Nelda, la vidente— haciendo que su Orden de Guarda se concentraran en dicha provincia. Pero toda esa situación de caos fue provocada para despistar a los curanderos, que una vez en marcha hacia la provincia de Navián, no se percataron del nacimiento de la niebla y descuidaron la provincia de Marfín. Los curanderos de la Orden de Cuidado, querido Alexander, no desaparecieron: fueron asesinados.
—¿Me estás diciendo que deben haber brujos en Escortland? —preguntó Alexander angustiado.
—Eso es correcto, y seguramente esperan el momento oportuno para tomar el Castillo Cásterot.
—Dime, ¿por qué atacaron éste fuerte?
—Hubo un tiempo en que los Tárrenbend fueron grandes reyes del antiguo reino de Ástergon, por tal motivo saben casi tanto de la existencia de los prodigios como los Cásterot. Es probable que buscaran alguna información importante.
—¿Es probable? —se quejó Florence—. Después de toda la información que nos has dado y siendo una vidente, ¿no sabes lo que buscan los brujos?
—Somos humanos errantes, no dioses omniscientes —refutó ella—. Ver los tiempos como ningún otro no es fácil y agota nuestro espíritu. Ésta niebla también dificulta nuestra visión —dijo tocando su colgante.
—¿Conoces dónde están los cuerpos de Edmund Tárrenbend y su señora esposa? —preguntó Alexander.
—Están en la habitación del Lord, pero no creo que debas verlos: no sacarás nada importante y las probabilidades de salir de aquí con vida disminuirán.
—Debo verlos, es mi responsabilidad verificar cada información que recibo.
Nelda sacó un frasco de su túnica que contenía una especie de poción curativa y la entregó en manos del Noble Alexander
—Es un elixir curativo: no es tan bueno como el de los curanderos, pero es mejor que la medicina que prepara tu hija.
El noble tomó de aquella pócima y le dio de beber a sus hombres. Los efectos de curación se hicieron sentir de inmediato, y la moral de ellos creció devolviendo el valor a sus corazones. Alexander, sus hombres y Nelda subieron al quinto y último nivel de la torre del homenaje, y una vez ingresados en la habitación del Lord Tárrenbend, la escena que presenciaron atentó nuevamente contra la moral de ellos. El cadáver de Emma Tárrenbend se encontraba totalmente desnuda, tendida de espaldas sobre la cama, atada con cuerdas a cada esquina, y sobre su piel estaban escritas con sangre runas antiguas. Frente a ella se encontraba el cadáver de Edmund Tárrenbend que atado con cadenas al techo, había sido suspendido en el aire. Por el aspecto que tenía se evidenciaba que fue golpeado hasta el cansancio antes de ser degollado.
—Pobres —lamentaba Nelda sin su tono jovial: aquella imagen le había impresionado—, a él le obligaron a ver todo lo que le hacían a su esposa antes de degollarlo. Eran buenas personas; no se merecían esto.
Nelda caminó hacia la ventana que tenía una vista hacia al norte de aquellas tierras, cerró sus ojos y se tornó inmutable. Charles Lonesteam murmuraba plegarias a los dioses mientras que Florence Cóterger murmuraba maldiciones. John Serpenthelm se encontraba inmune siguiendo los pasos de Alexander a la espera de una orden. Alexander miró con miedo los ojos de Edmund que aún los tenía abiertos, espabilados de terror. Cerró los ojos de su difunto amigo y ordenó a John que cubriera con sábanas el cuerpo desnudo de su esposa.
—¡Es hora de irnos! —gritó Nelda después de dar un sobresalto que alertó a todos.
Nelda se aproximó a John y le haló con fuerza cuando éste se disponía a arropar al cadáver de Emma Tárrenbend, John le maldijo de la impresión, pero cuando vio al cadáver abalanzarse sobre él, retrocedió y Nelda clavó un cuchillo en la frente a aquel muerto viviente. Todos sobresaltados por lo acontecido dieron un paso atrás alzando sus espadas.
—¡Cuidado! —le gritó Nelda a Alexander, cuando el cadáver de Edmund Tárrenbend se desprendió de sus cadenas y se dirigió a atacarlo, pero Alexander dando un giro blandió su espada cortando su cuello de un tajo.
Seguidamente unos gritos se escucharon en distintas zonas del fuerte junto con el relinchar de los caballos en el patio de armas.
—Son nuestros hombres —alertó Florence.
—No hay tiempo —advirtió Nelda—, ya están todos muertos. Debemos huir, pero los rastrillos han sido cerrados y estamos atrapados aquí. Alexander —se dirigió al noble Cásterot—, ¿conoces los secretos de esta torre?
—Edmund, imprudente, me los contó cuando éramos jóvenes.
—Guíanos.
Pronto se dispusieron a bajar, y una vez en el cuarto nivel los alaridos de los muertos se escuchaban acercándose por las escaleras. En el centro de las habitaciones se encontraba una reja de hierro forjado y detrás un puente levadizo diseñado para conectarse con el adarve de la muralla norte. Allí los guio el noble para usarlo como vía de escape
—¡Maldición! —exclamó Alexander—. ¡Las llaves!, ¡debemos buscarlas!
—¡No hay tiempo! —gritó Charles cuando vio a los primeros muertos llegar hasta ellos.
Algunos eran aldeanos, otros niños, algunos soldados; pero todos se acercaban a la misma velocidad de los vivos y con una desesperación endemoniada. Alexander y sus hombres les hicieron frente propinando tajos a cuántos cuerpos se acercaban, pero aun los cuerpos desmembrados parecían conservar vida. Florence aún luchaba contra el cuerpo de un cadáver decapitado cuando los demás ya habían derrotado al primer grupo de muertos. Charles y John le ayudaron una vez estuvieron libres de combate.
—Muy bien, ya dejen de jugar y ayúdenme —dijo Nelda divertida—: esto está muy duro.
—¡¿Te parece gracioso?! —farfulló Florence mientras jadeaba—. ¡Qué has hecho para ayudarnos!
—Abrir la reja —contestó Nelda con una sonrisa, señalando con una mano la reja y con la otra mostrando las llaves—, planifiqué la huida con anticipación.
—John y Florence, halen la reja hasta que esté totalmente abierta —ordenó Alexander—, Charles, encárgate de bajar el puente levadizo.
Con fuerza tiraron de aquella reja hasta abrirla totalmente y justo cuando Charles había culminado de bajar el puente, una docena de muertos llegaba hasta ellos. Nelda fue la primera en correr de salida hasta el adarve; luego le siguieron Florence y Alexander; pero John y Charles quedaron rezagados luchando contra aquellos cadáveres vivientes. Los primeros en cruzar tampoco tuvieron descanso: por el adarve corrían hacia ellos muertos desde el Este y el Oeste, y rodeados luchaban, Nelda y Florence por un lado y Alexander por el otro.
—¡Debemos bajar por las escaleras, y regresar al salón de ceremonias! —gritó Alexander.
Golpeó a uno de los muertos con la antorcha, logrando que este se incendiara y lo empujó con fuerza. Aquel cadáver llameante chocó contra los otros transmitiéndoles el fuego. Alexander se dio cuenta que las llamas los debilitaba, se abalanzó sobre ellos propinándoles tajos con la espada, y derribándolos de la muralla se abrió paso por el camino de ronda. Casi al mismo tiempo Nelda y Florence se libraron de los muertos que les atacaban, pero John y Charles aún se encontraban en la torre del homenaje luchando contra los muertos que no dejaban de llegar.
—¡No vengan! —gritaba Charles—. No todos podremos escapar.
—Tiene razón —confirmó Nelda—, no hay ninguna visión que muestre que Charles saldrá de aquí con vida.
—¡John vete con ellos! —gritó Charles.
—¡¿Crees que soy cobarde?! —respondió John.
—Ordénale a John que venga —dijo Nelda a Alexander—. Lo necesitamos si queremos salir de aquí con vida.
Alexander dio la orden y John a toda prisa cruzó el puente levadizo. Mientras Charles contenía a los muertos, todos se dispusieron a correr hasta el torreón de la esquina noreste haciendo frente a cuántos cadáveres se encontraban en el camino. Al llegar al torreón, comenzaron a bajar las angostas y oscuras escaleras con resistencia: Alexander luchaba a la vanguardia y John cuidaba la retaguardia.
Una vez abajo un estruendo se escuchó a las afueras del torreón. Alexander cruzó la puerta y vio el cuerpo de Charles en el suelo que había caído desde el puente levadizo. Observó a lo alto a los muertos que corrían libres para bajar por el torreón noreste hacia ellos, miró de nuevo al frente y observó cómo Charles corría hacia él espada en mano. Contrariado, vaciló y no le hizo frente, pero antes de que el cadáver de Charles blandiera su espada contra él, John apareció y detuvo el ataque contraatacando en defensa de su Señor. Nelda lanzó su daga contra el cadáver de Charles clavándolo en su frente, provocando que este dejara de moverse.
—¡Necesitamos más armas como esas! —dijo Florence impresionado. Nelda le sonrió prepotente y tomó de nuevo su arma.
Se dirigieron de nuevo al salón de ceremonias, pero los cadáveres ya no estaban porque estos eran los que habían subido al cuarto nivel cuando dieron inicio al escape. Alexander los guio al asiento del Lord donde encontraron a Nelda y les ordenó a sus hombres que lo ayudaran a moverlo. Aquel pesado asiento se resistía y apenas lograron moverlo cuando fueron alcanzados por los muertos que les perseguían. Todos abandonaron aquella labor para hacerles frente excepto John, que tomó su espada y lanzando tajos contra aquel asiento lo destrozó, y moviendo los restos notó que en el suelo se hallaba una abertura con un gancho de hierro que sobresalía. Haló con fuerza y se desprendió parte del suelo dejando un agujero que conducía a un túnel subterráneo.
—¡Alexander! —gritó John Serpenthelm—. ¡El túnel está abierto! ¡Entra pronto! —Le dijo mientras se incorporaba a la lucha.
Nelda sacó de su túnica un frasco que lanzó al aire, y tras impactar contra el techo, se quebró y emanó de él un fuego que se apoderó de los cuerpos de los muertos. Una vez librados de lucha entraron a aquel túnel secreto emprendiendo la huida, alumbrados con la escasa luz que quedaba de las antorchas. Después de un largo recorrido al fin encontraron la salida. Cansados y seguros que nada los perseguía se recostaron en los árboles jadeando.
—No puedo creer nada de lo que ha pasado —comentó Florence rompiendo el silencio—, no se supone que los muertos caminen.
—¿Qué le diremos a los Cóterger sobre Charles? —preguntó John Serpenthelm.
—Diremos la verdad —intervino Alexander—, que murió con honor y valentía. Pero no es momento de lamentarnos ahora, tenemos que regresar y pedir ayuda.
—Cómo —preguntó Florence—, no sabemos exactamente dónde estamos y no tenemos caballos... ¡¿De qué te ríes?! —le gritó a Nelda después de escucharla con su risa habitual.
—¡No le hables así! —le increpó John fuertemente—. Si no es por ella todos estaríamos muertos.
—¿Confías en ella? ¿El hombre sobrio está enamorado?
—¡Silencio! —increpó Alexander—. Estás vivo gracias a ella; discúlpate y dale las gracias —le ordenó a Florence.
—No quiero su agradecimiento ni su disculpa —dijo Nelda—: puedo leer su mente y no será sincera por ahora.
—Sé que sabes algo y por eso te ríes —comentó Alexander—, dinos qué has planeado o qué debemos hacer.
—Solo sé que deben esperar un poco y luego marchar de regreso a Galeán para defender a su hija.
—¡Qué pasa con ella! —interrumpió Alexander angustiado.
—Aún no lo sé con exactitud, pero presiento que su vida corre peligro. Es una prodigio y los brujos lo saben: han sentido su esencia y la quieren para ellos. Si no logran reclutarla serán capaces de matarla.
Para aquel noble la espera era interminable, se cuestionaba haber dejado a su hija. Jamás se perdonaría perderla y mucho menos después de la muerte de su esposa. Caminaba impotente de un lado a otro cuando escucharon las pisadas de caballos acercarse a ellos. Todos se alertaron poniéndose de pie y desenvainaron sus espadas hasta que reconocieron a los cinco hombres que dejaron atrás. Aquellos se bajaron de sus monturas y se abrazaron al encuentro.
—¿Cómo nos encontraron? —preguntó Alexander impresionado.
—Un hombre de Túnicas extrañas llegó al campamento —respondió Peter Mordane—, no sabíamos si confiar en él, pero ese hombre era muy persuasivo: leyó nuestras mentes y nos convenció de poseer cierta pócima capaz de curarnos parcialmente. Nos ofreció estas monturas, y nos contó del peligro que enfrentaban, y que los encontraríamos si tomábamos el camino que él nos indicara. Nos dijo que solo encontraríamos a tres hombres y una mujer —dijo mirando a Nelda—. Cargaba un colgante igual a ese.
—¿No dijo cuál es su nombre? —preguntó Nelda.
—Dijo que se llama Dorián.
—Es de los mejores —dijo ella con una sonrisa.
—¿Y esas tres monturas? —preguntó Alexander al ver que traían más monturas de las que habían dejado.
—No las entregó ese hombre —respondió Peter Mordane.
—Eso significa que yo no iré con ustedes —comentó Nelda—. No te preocupes por mí —le dijo a Alexander con una sonrisa cuando éste le miró preocupado—; se defenderme sola. No pierdas más tiempo y ve a salvar a tu hija.
Alexander le dio las gracias y montó con sus hombres sin tiempo que
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