Capítulo XII
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LO QUE NUNCA SE DIRÁ
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► Elayne no había creído que se casaría algún día.
Desde que partió de los aposentos del rey, caminando sobre unas piernas temblorosas y debilitadas, Ela estuvo segura que nunca sería capaz de ser la esposa de alguien, de fingir una inocencia inmaculada cuando era mentira; fingir que aquel niño que heredó el color de su cabello y los ojos lila de su padre no era suyo cuando sí lo era. Fingir que tenía corazón suficiente para ser una buena mujer, cuando en realidad ella era parte del engaño más grande de todo el reino.
Y aún así su corazón hacía un vuelco extraño en su pecho cada vez que consideraba la posibilidad de contraer matrimonio con Ser Harwin.
La noción la atraía de una manera tan innegable que la asustaba por su intensidad. Cuando se atrevía a imaginar un futuro con él, se impresionaba a sí misma al no ver a Aenys ahí, sino a otro bebé entre sus brazos, de rizos oscuros y ojos verdosos y grises. Eso la inquietaba lo suficiente como para haber encontrado la manera de convencer a Alicent de esperar hasta que la princesa Rhaenyra diera a luz, en caso de que sus suposiciones y rumores no fueran cierto. O quizás era para ella misma romper con la fantasía ingenua de ser capaz de estar con alguien íntimamente otra vez.
Así que durante los pocos meses que quedaban para el acontecimiento que inclinaría la balanza de poder, Elayne decidió mimar a Aenys tanto como pudo, incluso acompañándolo a Pozo Dragón para sus lecciones con Fuegolunar. A pesar de que el dragón era del tamaño de un mamut, los expertos señalaban un crecimiento acelerado de la criatura a comparación de Fuegosol. A Ela le gustaba cuando su hijo se entusiasmaba sobre su dragón y practicaba su valyrio hasta el cansancio, pero a pesar de eso, era un recordatorio silencioso de la brecha que ni ella misma podía atravesar sin graves consecuencias. Por lo que hacer el papel de tía era el único consuelo permitido.
Sus días se resumieron en evadir al resto de la familia real tanto como podía, incluso sus allegados. Elayne casi podía ser comparada con un fantasma de mejillas sonrosadas que habitaba el castillo, con un semblante amable e inofensivo, tanto así que se preguntaba si en verdad podría vivir tal vida de silencio y cuidado por el resto de sus días. Su corazón, que alguna vez estuvo sediento de romance y aventura, yacía envejecido. O al menos eso era lo que esperaba.
No obstante, su corazón traicionero amenazó con saltar fuera de su pecho cuando lo vio llegar al patio principal de la Fortaleza Roja. Ataviado con una armadura negra y una media capa dorada, el caballero Quebrantahuesos lucía cada parte de su apodo con orgullo y atractivo. Lo más seguro es que el título de Lord Comandante de la Guardia de la Ciudad enaltecía su ya gran presencia en la vida de Ela, quien no supo reaccionar a tiempo para escabullirse por otro pasillo. Él centró su mirada en ella sin siquiera haberla buscado.
Elayne no se había cruzado en ningún momento con él desde que había regresado de Antigua hace ya algunas semanas. La última vez que estuvo cerca de Ser Harwin, él había estado inconsciente y ella se fue en completo silencio, dejando atrás el susurro de su presencia.
Por lo tanto, se encontró sorprendida al reconocer cierta mirada de exasperación dirigida a su persona, como si el verla una vez más fuera la molestia del día. Ela empuñó sus manos y, considerando que no tenía sentido cambiar su rumbo ahora, bajó los escalones hacia el patio, ahora decidida a mirar con fijeza el carruaje que la aguardaba para llevarla a la Colina de Rhaenys.
Una vez estuvo cerca y estiró su mano a la manija de la puerta, sintió un escalofrío bajar por su espalda cuando una mano enguantada presionó contra la puerta y le impidió abrirla. Elayne se giró hacia su izquierda, inmediatamente encontrándose con el heredero de Harrenhal, quien ni siquiera la miraba a ella de regreso. En realidad, Ser Harwin tenía el ceño fruncido y la mandíbula tensa.
—No sabía que estaba de regreso en Desembarco del Rey, milady. —Su tono de voz era distante y cortés, mas la postura de su cuerpo mostraba otra cosa.
O tal vez Elayne debería dejar de imaginar cosas. No había razón para que él se encontrara afectado con su presencia como ella lo estaba con la suya.
—Regresé hace... un mes, creo.
Retiró su mano de la manija con lentitud, consciente de la tensión que se respiraba en el aire, parecida a la niebla espesa que avisaba que una tormenta se avecinaba. Sonrió, más por costumbre que por sinceridad y agachó la mirada a un punto muerto entre sus pies y los escalones del carruaje. Quizás su madrastra tenía razón y lo único que sabía hacer ella era pretender que todo estaba bien, incluso cuando su interior era todo un huracán de emociones.
Ser Harwin asintió apenas, como si sus palabras y expresión amable fuera una formalidad innecesaria que él ya estaba aprendiendo a leer. Sus ojos, por fin se dirigieron a ella y no pudo aguantar lo suficiente como para corresponder su mirada lo más pronto posible. En lugar de la calidez e intensidad que solía reconocer en sus irises, ahora había algo indescifrable en él, casi cauteloso.
—Espero que el viaje no haya sido agotador —comentó, aunque su voz seguía igual de distante que hace un momento.
—No más de lo habitual —respondió ella con suavidad.
Un silencio incómodo se instaló entre ambos. Ela podría escuchar el murmullo lejano de guardias o gritos ocasionales, el relincho de caballos e incluso una que otra risilla proveniente de doncellas y sirvientes que trabajaban en el castillo. Sin embargo, todo eso parecía estar demasiado lejos, opacado por la presencia del caballero que tenía a su lado, quien no tenía ningún problema en consumir sus pensamientos y respiración palabra por palabra, mirada tras mirada.
—Será mejor que no siga importunándola, lady Elayne —dijo Ser Harwin de repente, como si acabara de acordarse en donde estaba y lo que él mismo estaba haciendo: impedir que Ela su subiera al carruaje.
El hombre retiró su mano y abrió la puerta para ella, luego dio un paso hacia un lado, lo suficientemente notorio como para que ella dejara de sentir la calidez que su cercanía había asentado a su alrededor. Esa sensación la descolocó y procuró no dejarlo notar en su expresión. ¿Acaso aquello que sentía era... decepción?
—Es... muy considerado de su parte, Ser.
Haciendo un esfuerzo inesperado por apartar sus ojos del rostro del caballero, Ela recogió la falda de su vestido, lista para montar en el transporte. No obstante, antes de que pudiera siquiera posar un pie en el escalón, Ser Harwin habló de nuevo.
—¿Por qué regreso?
La pregunta fue directa y sin titubeos, casi podía escuchar un deje de acusación en ella. Elayne se detuvo en seco y giró la cabeza para mirarlo otra vez, sabiendo que nunca podría darle la verdad. Descubrió pronto que no tenía fuerzas suficientes como para inventar alguna excusa poco creíble, y saber aquello tanto solo le recordaba que nunca podría ser la mujer de nadie, no sin arriesgar el único ser que hacía valer su existencia.
—Mi lugar está aquí —dijo finalmente, aunque fue más como una respuesta automática que como una verdad. Lo único que tenía para ofrecer.
Los labios de Quebrantahuesos se curvaron en una sonrisa cínica que casi pareció desencajar por completo con la imagen que Elayne se había acostumbrado a ver en él.
—Si así usted lo cree, Elayne, no seré yo quien opine lo contrario.
La manera en que pronunció su nombre no pasó desapercibida para ella. Las vocales, siendo un sonido casi perezoso, provocaron que su estómago se retorciera en un nudo tan incómodo como incitador. ¿A qué? No lo sabía, tampoco lo pudo preguntar, pues sin esperar palabra por parte de ella, Ser Harwin retomó su camino al interior de la fortaleza sin mirar atrás, dejándola confundida.
Elayne tardó más de lo necesario para subir al carruaje, pues todos y cada uno de sus pensamientos estaba consumido por el caballero más fuerte de los Siete Reinos que, sin necesidad de alzar su escudo o desenvainar su espada, la había dejado desarma y débil con su sola presencia.
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La Fortaleza Roja se había convertido en un hervidero de actividad, con murmullos y pasos apresurados, semejante a un enjambre de abejas alborotadas. Los sirvientes corrían de un lado a otro, portando paños, agua caliente y ungüentos, mientras que las doncellas de la princesa Rhaenyra mantenían la puerta cerrada a cal y canto. La noticia del nacimiento había llegado poco antes del amanecer, cuando los dolores de parto de la heredera se hicieron imposible de ignorar.
Desde su ventana, Elayne podía observar la manera en que el solo teñía el cielo de un tenue rosado. Era irónico cómo algo tan cotidiano como el amanecer se veía tan suave y pacífico, en contraste con el peso de lo que sucedía en esos momentos al interior del castillo. Sentada en el diván junto a una mesa enana y redonda, apenas había probado bocado alguno del desayuno que Lollys le había llevado hacía ya varios minutos.
El apetito la había abandonado por completo. Había algo en el aire que le revolvía el estómago. La extraña sensación de esperanza e ilusión había desaparecido sin dejar rastro justo los ruidos en el pasillo la despertaron. Ni siquiera el recuerdo de la calidez de cierto caballero parecía ser suficiente en su estado emocional. Quizás era el eco de los rumores que la perseguían, o tal vez su propia intuición, aquella voz que nunca la dejaba en paz, aquella voz que... curiosamente era bastante parecida a la de Alicent.
—¿Lady Elayne? —Una voz suave la sacó de sus pensamientos. Era su doncella, quién asomaba la cabeza por la puerta entreabierta.
—¿Qué sucede, Lollys? —preguntó enderezándose en su sitio. Ignoró la manera en que la mujer echó una ojeada significante al desayuno intacto.
—Su Majestad, la Reina, solicita su presencia en sus aposentos personales.
Ela asintió y se puso en pie. Alisó la tela de la falda de su vestido con un gesto ausente y automático, siempre dispuesta a mostrar su imagen tranquila e impecable.
Con cada paso que daba por los pasillos de piedra roja, los sonidos del castillo se volvían cada vez más claros. El grito de la princesa reverberó por cada rincón de esa ala, apenas apagado por los muros gruesos, pero suficiente para llevarla de regreso a ese atardecer en el que ella misma dio a luz a un príncipe. También para recordarle una vez más que tanto la vida como la muerte eran compañeras constantes en un parto.
Elayne misma había sufrido de una fiebre por infección y hemorragia, cuando la placenta no fue del todo retirada de su útero. Aquellos días que estuvo aislada habían sido los más difíciles, pues Aenys había sido integrado a la familia real sin problema alguno, mientras Ela deliraba en un lecho incómodo, siguiendo las instrucciones de la partera para liberar la presión en sus pechos adoloridos.
Cuando llegó a los aposentos de la Reina, Alicent la esperaba junto a la pequeña sala que tenía frente de la chimenea apagada. Tenía el rostro sereno y la espalda levemente inclinada para tratar de compensar el peso de su vientre hinchado. Aun así, a pasos de distancia, a Ela no le fue difícil notar la inquietud en la mirada de su hermana.
—Ha llegado el momento, Elayne —dijo Alicent sin preámbulos, girando la cabeza para mirarla.
—Yo... No estoy segura si casarme con Ser Harwin vaya a ser de ayuda —balbuceó insegura, con sentimientos contradictorios embotellados en su interior.
—Cuando veas a ese bebé, te darás cuenta que siempre tuve razón. Y que lo correcto debe ser hecho.
Pero Ela, por alguna razón que se negaba a reconocer, se encontró dispuesta a evitar su matrimonio con el heredero de Harrenhal. Se preguntó si lo que más le molestaba eran las circunstancias, o porque temía sentir por él más de lo nunca se ha admitido a sí misma, que eso haría de su matrimonio una unión mucho más complicada con respecto a temas de un corazón que no debía latir por alguien más. Al menos no de esa manera.
Su corazón y su vida, sus sueños y esperanzas, le pertenecían a Aenys. Tan solo eso.
—No se puede cambiar lo que está hecho, Alicent —comenzó a hablar al tiempo que se adentró más en la habitación para acercarse a su hermana—. No importa si ese bebé es legítimo o no, Rhaenyra dará a luz dentro de poco. Tal vez deberíamos centrarnos en... otras opciones.
Alicent la miró enfurecida por un momento largo, en completo silencio. Elayne podía ver los pensamientos volar a través de la mirada ceñuda de la reina, mas llegó un momento en el que algo pareció encontrar sentido en ese remolino, pues su hermana asintió despacio y dirigió su mirada hacia las cenizas de la chimenea.
—Alianzas fuertes que apoyen un heredero al trono varón —declaró con tono pensativo—. La Casa Strong apoya a Viserys ciegamente, y es claro que Ser Harwin adora a la princesa.
Elayne sintió una punzada ante esas últimas palabras, sin embargo, se obligó a asentir con firmeza.
—Pero hay muchos otros que no ocultan su descontento por tener una mujer como futura monarca —recordó Ela con cautela. Una parte de ella no podía creer que estaba volviendo a conspirar contra la corona, por enésima vez.
—Reuniré los nombres de los lores que prefieren que Aegon sea Rey. Será más beneficioso que contraigas matrimonio con uno de ellos en vez de Ser Harwin. Eso enviaría un mensaje equívoco.
Ela tan solo volvió a asentir, un nudo formándose en su garganta. Tal parecía que no tenía forma de librarse de las cadenas de casamientos. La conversación se sentía repetitiva, un eco constante entre las dos. Y ahora, un nuevo camino se abría ante ellas, produciendo una mezcla de curiosidad y desasosiego que no podía explicar del todo.
De todas formas, eso era lo que ella había querido, el no ser la esposa del Lord Comandante, ¿no es así? No lograba entender por qué se sentía abatida de un momento a otro.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara la gran noticia a los aposentos de la reina. En cuanto las puertas fueron abiertas, el llanto de un bebé resonó por los pasillos, seguido de una actividad frenética. Alicent, con una expresión tensa en su rostro, se volvió a girar hacia Elayne.
—Vamos.
Las dos se dirigieron hacia los aposentos de la princesa, donde todo ahora era un caos controlado. Las sirvientas murmuraban entre sí mientras una de ellas limpiaba al recién nacido. La princesa Rhaenyra estaba tendida en la cama, con su rostro pálido y cansado pero triunfante. Laenor Velaryon estaba a su lado. Sonreía ampliamente y sostenía su mano con cariño.
Elayne se quedó en el umbral, observando cómo ahora la partera se acercaba a la feliz pareja para depositar al bebé en brazos de su madre. Desde donde estaba, apenas podía ver al pequeño, apenas podía concentrarse en el momento, pues inevitablemente había sido llevada de regreso al día en que Aenys nació.
La habitación tenía poca iluminación y olía a humedad. Había pasado los meses desde que empezó a notarse su vientre en esa casa, alejada de la Fortaleza Roja, y de cualquier otro contacto con el mundo exterior. Aquellos meses parecían no existir en absoluto en la memoria de Elayne, quizás por la soledad y la depresión que se adueñaron de ella.
Nadie sostuvo su mano durante el parto. Nadie la abrazó al dar a luz, nadie le entregó a su hijo en sus brazos. Ni nada ni nadie.
Y aun así fue obligada a regresar a la corte como si nada hubiera pasado, como si su mundo no se hubiera desintegrado y ella tuviera que recoger las cenizas de sus partes, para tratar de reconstruir algo que no volvería revivir en cálidas llamas.
—¿Es un niño? —La pregunta de la reina la trajo de nuevo al presente, salvo que Ela no sabía cuál de las dos cosas le resultaba peor.
—Sí, un varón —contestó Laenor con orgullo evidente, su tono rebosante de felicidad.
Rhaenyra hacía todo lo posible por ignorar la presencia de Alicent, pues estaba empeñada a no dejar que nadie arruinara su felicidad. Acunaba al nuevo principito con amor maternal. Sus expresiones y gestos llenaban el corazón de Elayne con envidia, porque ella nunca llegaría a tener lo que la princesa ahora tenía el honor.
Haciendo un gran esfuerzo de voluntad, Ela se acercó, pues sabía que tenía tan solo unos pocos minutos antes de que el rey y otros nobles quisieran conocer al hijo de la heredera. Mantuvo la mirada fija en el recién nacido, hasta que notó el primer rasgo desconcertante en él: una ligera cabellera oscura, un rasgo de en definitiva no compartía con la herencia Targaryen o Velaryon.
—Tiene tus ojos, princesa —comentó Alicent con intención, compartiendo una mirada severa con Elayne, quien asintió de manera casi imperceptible. La mirada de la reina se había convertido en una daga envuelta en terciopelo.
Rhaenyra despegó sus ojos por fin de su hijo, para mirar a su madrastra con una mezcla de orgullo y desafío.
—Es perfecto —declaro, abrazando al bebé contra su pecho—. Lo llamaremos Jacaerys.
—Jacaerys Velaryon —dijo Ser Laenor para después besar la frente sudorosa de su esposa.
Elayne apenas pudo reaccionar. Su mente seguía procesando cada detalle, desde el cabello del bebé hasta la forma en que la princesa y su marido actuaban como si nada estuviera fuera de lugar.
La presión en su pecho aumento, la frustración adueñándose de cada rincón de su mente. Con el ceño ligeramente fruncido, Ela se giró y se dirigió a la puerta sin excusarse, no obstante, antes de siquiera dar un paso al corredor, se encontró de frente con Ser Harwin Strong. La sorpresa en las facciones masculinas fue evidente y hasta vulnerable, como si de verdad no hubiera esperado verla salir de los aposentos de la princesa justamente ese día.
—Lady Elayne.
—Ser Harwin. —Se hizo a un lado para que el caballero pasara, si eso era lo que deseaba.
Sin embargo, aquel había sido un movimiento pobremente calculado, pues cuando los ojos del Lord Comandante hallaron al bebe en brazos de Rhaenyra, su expresión pasó de la sorpresa a algo suave que no se atrevía a nombra. Quizás reconocimiento, tal vez añoranza. Había algo en su mirar que clavó la espina en su pecho.
Con las manos tensas entrelazadas entre sí, Ela volvió a girarse hacia el interior de la habitación a un lado de Harwin. La reacción del hombre había sido genuina y suficiente para confirmar lo que Alicent tan había insistido.
—¿Alguna vez has experimentado algo tan profundamente maravilloso que, cuando te lo quitaron, tu vida se volvió insoportable? —preguntó en un murmullo, obviando la etiqueta y formalidad. Sentía un sabor amargo en la boca, los labios secos, y el corazón desbocado con una frustración y enojo que antes no se había permitido sentir, por miedo a ser leída.
Percibió la manera en que el caballero se tensó a su lado. Elayne evitó sonreír ante la extraña satisfacción ácida que eso le trajo. Aquel bebé era de Harwin, sin duda alguna. Esta vez el dolor quedó oculto bajo la desilusión.
No dejó que contestara, pues luego de dirigir una última mirada obvia a Alicent, Ela finalmente salió de los aposentos de la princesa.
NOTA DE AUTORA
Bueno, las tensionas están que explotan y nada más aviso que este capítulo es bastante importante en el desarrollo de Elayne y su visión.
¿Creen que su pregunta final a Harwin es una especie de amenaza o porque ella misma pasó por eso? ¿Tendremos matrimonio concertado de Elarwin o no? ¿El secreto de ser padres de dos príncipes los va a unir o separar? No es por nada, pero Ela estaba como disgustada y frustrada por muuuuchas cosas que se lleva guardando años, así que las cosas no serán sencillas aquí.
Espero que les haya gustado el capítulo, muchas gracias a la bellas personitas que me siguen acompañando en esta historia triste y miserable jajaja
¡Feliz lectura!
a-andromeda
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