31| Hai paura di me?
LUCA
*
Estaba molesto porque hubiera infringido una norma tan sencilla y, en mi opinión, tan lógica como aquella; no invadir la privacidad de los demás. No obstante, cuando tuvo el valor de negarlo aun cuando yo estaba seguro de ello, comencé a perder la paciencia. Odiaba que me mintieran a la cara y me tomaran por tonto. Era algo que simplemente no podía soportar.
El momento en el que toda calma en mí se disipó fue cuando comenzó a hablar de los telediarios. Una gota de sudor frío se paseó por mi nuca en aquel momento. Ya no había duda alguna, sabía por qué había entrado en mi habitación y sabía que había dado con ello, era lo único que explicaba el porqué estaba tan asustada. Temblaba como una hoja al viento y su mirada era la de un cordero herido.
Eso tan solo hizo que mi furia se incrementara.
—¿Y lo encontraste? —pregunté en determinado momento. Necesitaba oírselo decir.
—N-no —musitó con aquellos ojos que brillaban de temor.
Di una patada a la silla con tanto furor que impactó contra la puerta. La pobre Silvana debía estar preguntándose qué mierdas pasaba allí dentro. Aquella señora era la única persona de aquel edificio que sabía que Shirley Jones era mi esposa, con lo cual la situación podría malinterpretarse en algo mucho peor de lo que era. Además, el chillido sobresaltado que dejó escapar no ayudaba nada.
Traté de tranquilizarme al darme cuenta de cómo me estaba comportando. Yo no era así, maldición. Era una persona calmada que meditaba lo suficientemente las cosas antes de actuar. Ese era yo, no un idiota violento que daba golpes a las cosas y alzaba la voz como si eso fuera a darle la razón.
—¿No? —cuestioné analizando su pequeño cuerpo de arriba abajo. Los primeros botones de su camisa estaban sutilmente desabrochados, dejando ver parte de su escote; la falda que llevaba pronunciaba la forma de sus caderas y sus piernas eran estilizadas por sus zapatos de tacón, pero temblaban de un modo tan exagerado e involuntario, que solo empeoró aquella emoción que me carcomía. Aun así, sonreí satisfecho. El gato había cazado al ratón—. Pues a juzgar por cómo te tiemblan las piernas, diría que sí.
A aquel modo de tiritar se le unió una aglomeración de lágrimas en sus orbes verdes que poco a poco fueron deslizándose por aquellos pómulos mientras apretaba los labios con una firmeza torpe.
No me podía creer que aquella malcriada respondona estuviera sollozando delante de mis ojos.
—No me da pena que llores —espeté todavía más furioso.
Aquellas gotas saladas que brotaban de sus cuencas tan solo empeoraban mi humor.
—Lo siento —masculló, aun sollozando con más fuerza.
Ya ni se molestaba en reprimir esas ganas de desahogo y yo solo quería pensar que se trataban de meras lágrimas de cocodrilo.
No me podía creer que estuviera así por mi culpa después de todo. No le veía sentido. ¿Qué me estaba queriendo decir con ese lloriqueo? ¿Qué me había portado mal con ella? Después de salvarla, darle un trabajo y ayudar a la economía de su familia. ¿En serio era esto lo que era para ella?
Aparté mis ojos.
—Joder. Lárgate de mi vista o acabará sentándome mal el desayuno —ordené haciendo una mueca de desdén.
Mi cabeza comenzó a procesar la información a toda velocidad; a pensar en la discusión que acababa de generar y, antes de que saliera por la puerta, di una última advertencia.
El resto del día, aquellos ojos vidriosos pasearon por mi mente en más de una ocasión. Quizá me había excedido al gritarle y al golpear la silla, pero toda serenidad que podía haber tenido se esfumó en el momento en que supe lo que aquella idiota había hecho. ¿Por qué se empeñaba en complicarlo todo?
Lo único que hallé en claro era que debía mostrarme más pausado. Últimamente no lo estaba siendo y bien sabía que cuando las cosas no se procesaban correctamente, ocurrían los contratiempos; también llamados Shirley Jones.
Me encontraba subiendo las escaleras de mi edificio. Un séptimo piso se hacía notar tras una jornada laboral, pero tanto mi cuerpo como mi mente me pedían ese mínimo ejercicio después de haber estado horas sentado en una silla mirando documentos y revisando acciones. Cuando llegué a mi planta, observé que estaba aquel pequeño terremoto en la puerta, parado como un suricato en guardia. Me detuve en el rellano, escondido tras la pared para que no me viera. Parecía que dudaba en si entrar a casa o no. Finalmente lo hizo y yo me apresuré en ir tras ella, deteniendo la puerta cuando estaba a punto de cerrarla.
Apenas cruzamos dos palabras y nos dirigimos al salón, tomando asiento. Me había mentalizado mucho con ser calmado y comportarme como un adulto racional, pero me molestaba ser el único racional de los dos, dado que ella no dudaba en dejar de serlo cuando se trataba de ignorar lo que le decía o le pedía.
Retomé la conversación por donde la dejamos, buscando que hablara claramente, que confesara que había visto algo que no debía por el mero hecho de ser una fisgona. Procuré que ella notara que mi actitud era mucho más serena y receptiva que durante la mañana, para que de dicho modo fuera capaz de decir la verdad sin aspavientos, algo que pareció funcionar cuando poco a poco iba liberando la información.
De tal modo se llegó al verdadero problema que allí había: la cámara de video. Al fin y al cabo, el resto de cosas que contenía la caja que encontró eran un montón de recuerdos viejos que sabía que no entendería nadie más salvo yo y quizá mi padre. Sin embargo, el contenido de esa cámara era delicado. Lo era porque se trataba de ella y lo era porque no le estaba pasando nada bueno.
Sabía que lo había visto, pero necesitaba que ella misma lo dijera. También para cerciorarme de que no le había afectado, dado que por algún motivo que no comprendía, eso era algo que me inquietaba mucho.
—Video que estoy seguro que vistes —dije.
Mi comentario pareció molestarle.
—¡Pues claro que lo vi! —Agitaba los brazos con exageración. Parecía un bebé que estaba empezando a conocer cómo se movía su cuerpo—. Era una cámara que tenías escondida en una caja con balas en tu habitación. ¡Gritaba a voces que la cogiera!
Me tuve que levantar. Sin duda mi paciencia estaba a escasos segundos de desaparecer.
—Vamos a ver, pequeña idiota... El problema no es que hayas visto eso, el problema es que entraste en mi habitación cuando fui muy claro al pedirte que no lo hicieras.
—Ya te dije por qué lo hice. —Una respuesta pedante de alguien pedante.
—Podrías haberme preguntado a mí directamente.
Creía estar siendo racional, pero su carcajada sobreactuada me decía lo contrario.
—Venga por favor. ¿Me lo hubieras dicho? —dijo tras levantarse, mirándome de un modo desafiante y esbozando una sonrisa de triunfo ante mi silencio—. Me lo imaginaba.
La rabia me comenzaba a fustigar de nuevo.
«Calma, imbécil». Me decía una y otra vez. «No la cagues».
—¿Sabes qué? —Volvió a hablar. Había cogido copero—. Yo sabía que me iba a casar con un desconocido y era algo que no me hacía ninguna gracia, pero al menos tenía la esperanza de que esa persona fuera amable, buena y decente; esperaba que me tratara bien para hacer de estos días algo llevadero. Tanto para mí, como para él. ¿Y qué me ha tocado? Un cabrón antipático, engreído y que encima tiene un arma y no duda en usarla.
—Deja de decir gilipolleces —ordené cortante, pero no servía de nada.
—¿Exactamente qué te parece una gilipollez? ¿Que pensara que ibas a ser un buen tío o que dispararas a varios hombres en los huevos? —Me provocaba con chulería.
«Cálmate. No hagas estupideces».
Sin embargo, poco podía hacer mi cerebro, mi cuerpo iba solo; mi brazo impactó contra la pared que tenía tras de mí de un modo mucho más bravo de lo que podría haber gestionado.
—¡De acuerdo! —bramé—. ¡La próxima vez que te droguen para joderte la vida, les dejaré hacerlo! Ya veo que te molestó que te ayudara.
No quería decir eso. No quería decirlo. Hasta a mí me resultaba difícil. Nunca me había gustado ese tipo de violencia y estaba ante una persona que había sido víctima.
Vi como agachaba la cabeza y como su cuerpo se tornaba mucho más diminuto de lo que ya era. Era como si estuviera encogiendo por arte de magia. ¿Otra vez estaba llorando? ¿Por mi culpa?
Quise añadir algo, pero estaba tan cabreado y confuso que no era capaz de crear una mera oración con sentido. Entonces me dio la razón de repente. Fue algo agridulce, pues acabó diciendo algo que pronto comprendí, que hacía arder mi sangre mucho más rápido que cualquier otra cosa.
No pude evitarlo, tuve que abrazarla. No fue algo que pensara, simplemente actué. ¿Cómo no hacerlo? No podía dejar que pensara de esa manera, que se destruyera así.
—No digas eso. Por muy imprudente que fueras, no fue culpa tuya. Bajo ningún concepto tuviste la culpa. Solo la tienen ellos. ¿De acuerdo?
—Sí...
Solté mi agarre y la observé fijamente, siendo consciente de que yo todavía continuaba ejerciendo esa tensión en ella.
—¿Realmente lo que hice te asustó?
—Sí, es muy impactante.
—¿Me tienes miedo?
Simplemente, me tenía miedo a mí. A quien le había salvado
—Sí.
Una mera afirmación que me contrarió más de lo que pensaba.
Me acerqué un poco más a ella, manteniendo la mirada. Me di cuenta de que había algo mucho más importante que aclarar, algo que podría haber sido hablado el primer día y que no hice por querer mantener mi distancia con ella.
—Sé que no soy una persona agradable —comencé a decir—. No he hecho nada para ganarme tu estima ni tampoco la quiero ni la necesito. Pero una cosa te voy a decir... Yo jamás te haría daño.
Lo que sucedió después no termino de comprenderlo a día de hoy. Como se puso de puntillas y juntaba sus labios a los míos de un modo mucho más inocente de lo que yo lo habría hecho alguna vez con alguien.
Fue un gesto rápido y nada sucio. Fugaz realmente, pues pronto se apartó con su rostro ruborizado y, mientras llevaba un mechón de su cabello tras su oreja, dijo:
—Perdón, me he dejado llevar. —Pude sentir lo tímida que estaba solo con ver como se comunicaba su cuerpo y sus movimientos. —Mejor me voy a mi habitación —Se tapó la cara con el brazo y fue a pasar por mi lado.
Me había repetido muchas veces aquel día que debía meditar más mis acciones, que debía pensar antes de actuar. Que la impulsividad solo traía más caos y confusión y lo complicaba todo.
Por eso me maldije tanto después; porque antes de darme cuenta la había agarrado del brazo para traerla hacia mí y había enterrado mi boca en la suya. Solo que yo no era tan dulce ni delicado. Yo necesitaba su saliva y sentir su aliento mientras su cuerpo se estremecía cuando lo presionaba contra el mío.
Joder, qué gran error.
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