
29| Collabolatore
SHIRLEY
*
Estuve encerrada en el baño de las oficinas varios minutos, llorando. Mi pecho subía y bajaba de forma alterada y cada dos por tres trataba de calmarme dándome golpecitos en las mejillas con la palma de la mano y respirando lenta e intensamente. Apenas lograba calmarme cuando volvía mi angustia y me derrumbaba en un mar de lágrimas.
El mero pensamiento de saber que tenía que volver a casa y encontrarme con aquel maldito canalla no ayudaba.
Una vez me hube tranquilizado un poco, decidí salir del compartimento en el que me encontraba. Comprobé con cierto horror como mis párpados inferiores estaban manchados del rímel, se había corrido por el llanto y tenía un aspecto deplorable, parecía sacada de una película de fantasmas.
Traté de arreglarlo de la mejor manera posible con un trozo de papel, pero aun quedaron pequeños tiznes. Suspiré contrariada.
Cuando regresé a las oficinas no dije ni una palabra. Supuse que por mucho que hubiera intentado que no se me notara, la punta de mi nariz sonrosada y mis ojos rojos eran bastante delatadores. Aún estaba nerviosa por cómo había reaccionado y con la vileza con la que me había hablado; esa indiferencia ante mi temor y mi dolor que me demostraba que para él yo no era un ser humano, era simplemente una transacción más y no importaban mis sentimientos y cómo me afectaran las cosas.
Ni siquiera sé por qué me sorprendió darme cuenta de eso.
Sujetaba el ratón con cierta torpeza a causa de la inestabilidad de mi pulso, que parecía ser más apropiado para realizar cocteles que para clicar correctamente en la casilla correspondiente. Conforme pasaban los minutos y veía que era incapaz de avanzar de un modo eficaz, se unieron a mi desesperación una sucesión de resoplidos impotentes mientras notaba como mi alteración iba en aumento de nuevo y el nudo en mi garganta volvía a tomar forma.
Cuando una lágrima decidió deslizarse por mis pómulos sin avisar, Samuel se manifestó.
—Toma —dijo extendiendo un pañuelo.
—Gracias —respondí aceptando el objeto y secando el agua de mis ojos con él.
Hubo segundos tensos en los que ninguno de los dos dijo nada y en los que yo peleaba por calmarme. Cuando me daba la ansiedad de esta manera, era incapaz de tener el control rápidamente.
—¿Estás... Estás bien? —Daba la sensación de que le costaba hacer esa pregunta.
Su interés supuso cierto alivio, más que nada porque venía de una persona que había hecho lo posible por ignorarme durante una semana entera.
Considera tu desgracia una victoria.
—Sí, no es nada.
Se me quedó mirando con una expresión que reflejaba una ligera preocupación.
—¿Te ha dicho algo malo el director? —Quiso saber.
Esbocé una sonrisa ante lo tierno que me pareció que el chico más borde de mi trabajo, tuviera interés en mí al estar mal. Sabía que no podía responder con la verdad, puesto que tras una semana de trabajo, era extraño que el director me llamara a su despacho para echarme una bronca tan grande como para dejarme temblando como una pluma.
—No —froté mi nariz con el pañuelo—, es solo que he discutido con mi marido. —Comprobé cómo su expresión manifestaba todavía más confusión, por lo que me vi en la necesidad de aclarar—. Por teléfono. Ha sido ahora, al teléfono.
—¿Cuántos años tienes?
Abrí los ojos, sorprendida por la cuestión. Me llevé un mechón de cabello tras la oreja.
—Veintiuno.
Su frente se arrugó con exageración y su boca hizo una fea mueca.
—¿Y ya estás casada? —inquirió sorprendido—. Eres solo un año mayor que yo.
Me llevé la mano a la boca, ahora era yo la asombrada.
—No me digas que tienes veinte años. ¡Eres súper joven!
—Shhh —mandó callar—. Baja la voz.
—Perdón.
Le molestaba que hablara demasiado alto, estaba claro.
—Nunca había conocido a alguien de casi mi edad que estuviera casada. —Dirigió la vista a mis manos—. Y no llevas alianza.
Fui a responder, pero una voz tras nosotros nos interrumpió.
—¡Menos hablar y más trabajar! —Nos reprendió la jefa de sección.
—¡Lo siento! —dije apurada.
Samuel, por su parte, simplemente volvió a posar la vista sobre la pantalla y no dijo ni pio. Le debió sentar algo mal que le llamaran la atención por eso cuando él mismo nunca molestaba de ninguna forma ni distraía a los demás.
Después de aquello, no volvimos a hablar en el resto del día. Fue como si no hubiéramos intercambiado palabra alguna; era algo que de repente, simplemente, no sucedió.
Aunque yo me quedé con ganas de conversar más.
Cuando regresé a casa, lo hice con el mismo ánimo con el que se dirigía un cerdo al matadero. Sabía que no iba a ser una situación agradable la que me iba a encontrar y que, a la primera de cambio, volvería a derrumbarme. Me sentía sola, alejada de los míos y nada comprendida.
Tenía tantas pocas ganas de llegar, que fui andando sin importarme cuanto iba a tardar o que tuviera que estar mirando Google Maps a cada rato. Quise alargar ese momento lo máximo posible, mirando en escaparates productos que no me interesaban ni pensaba comprar en un futuro cercano. Incluso paré a comprarme una napolitana de jamón y queso con tal de retrasar algo que era inminente.
Pero al final y antes de darme cuenta, estaba introduciendo la llave en mi cerradura. Tragué saliva mientras daba impulso a la puerta para abrir.
—¿Hola? —dije, obteniendo como respuesta un más que agradable silencio.
Suspiré aliviada al ver que aún no había llegado a casa, pero pronto volvieron mis nervios al saber que aquello no hacía nada más que alargar el sufrimiento ante la espera de una batalla. Entré y, justo cuando fui a cerrar, una mano frenó el impulso de la puerta. Se trataba de mi pesadilla.
—¿Has subido por las escaleras? —Fue lo único que se me ocurrió para tratar de relajar el ambiente y a mí.
—Sí. Me exaspera el hecho de tener que esperar. —Me miró con esos filos ambarinos que tenía por ojos—. Vamos al salón. Tenemos una charla pendiente y tú muchas cosas que explicar todavía.
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