
03| Lupo
LUCA
*
Al paso que iba acabaría muerto.
Había estado de reuniones toda la semana, incluida aquella mañana. Para colmo, nada más terminar tenía que regresar a Palermo porque aquel día llegaba mi maldita prometida.
Tan pronto como el helicóptero de la compañía aterrizó en la pista del edificio central de la empresa, me apresuré en ir a por mi coche y conducir hasta casa de la abuela. Si por alguien me casaba, era por ella. Desde que llegué, aquella mujer era la única persona que me había tratado con la verdad en ese montón de basura al que llamaban familia y, por tanto, era la única a quien le debía respeto.
Además, cierto era que por el momento era mi padre el que figuraba como el jefe de las empresas Caffarelli, pero Nina tenía siempre mucho que decir. Todo pasaba por ella, ya fuera un contrato de construcción en una urbanización al norte de la ciudad o el cambio de una máquina de café en alguna oficina. Nina estaba jubilada, pero manejaba el cotarro. Claramente, a mí también me convenía cumplir sus deseos en la medida de lo posible, solo así podría llegar hasta donde quería.
El tiempo no jugaba en mi favor y se me hizo mucho más tarde de lo que había planeado, pero al menos ya estaría allí por la mañana. Dejé el coche en la puerta y subí a una de las habitaciones de invitados. Estaba todo muy silencioso, no parecía que hubiera llegado nadie.
Aún en mi mente figuraban los objetivos recientes de la empresa, los últimos negocios y reuniones; con lo cual no había conseguido quitarme aquel cañón presionando mi sien. Ni después de ducharme habían desaparecido.
Busqué en los bolsillos de mi chaqueta mi paquete de tabaco, pero no lo encontré.
—Mierda —mascullé.
Necesitaba un puto cigarrillo.
De pronto, escuché la ventana de la habitación contigua abrirse, algo que llamó mi atención dado que son habitaciones de invitados. Aquello solo podía significar una cosa.
Salí al balcón tratando de no hacer ruido y me asomé sigilosamente por el cristal que separaba un lado de otro.
Entonces la vi.
Allí estaba, absorta en la inmensidad de la noche, fumando de aquello que mi cuerpo me estaba pidiendo a gritos. Poco pude apreciar su cara, pues pronto la ausencia de ropa había acaparado toda mi atención. Tan solo le cubría la toalla con la que supuse que se había secado tras una buena ducha. ¿Sabía que estábamos en marzo? Típico de los ingleses, venir al mediterráneo y creer que es el caribe solo porque las temperaturas son un poco más altas.
No pude contenerme.
—¿No tienes frío? —pregunté.
Dio un pequeño brinco sobre su asiento, al parecer la había asustado.
—No te conozco y no te importa.
A juzgar por su respuesta, le sentó mal mi comentario. Lo rápido que me había girado la cara no había hecho otra cosa que corroborarlo.
—Solo digo que vas a pescar un resfriado. —Inevitablemente, mi vista bajó hasta sus pechos. La toalla había caído ligeramente y estaban al descubierto. Sin embargo, parecía que ella no se había dado cuenta. Redondos, buen tamaño y de un color rosado bastante agradable. En definitiva, eran bonitas—. Por cierto, buenas vistas, ¿eh?
En cuanto se dio cuenta, se tapó abruptamente y regresó a su habitación a toda velocidad. Aquella reacción hizo que me llevara la mano a la boca, tratando de que no escuchara mi risa desde el otro lado. Tampoco quería avergonzarla, pero simplemente no había podido resistirme.
Los acontecimientos transcurrieron en el orden que debían. Me esforcé por resultar gentil frente a los ojos de mi abuela y así mantenerla contenta. Sabía que pese a ser una señora bastante moderna para su edad, aun creía en esos cuentos de la caballerosidad. No obstante, una vez nos quedamos solos, no había necesidad de fingir. Bastante cansancio arrastraba ya como para tener que interpretar 24/7 el papel de prometido entregado.
Le mostré su habitación y le expliqué las normas que tan concienzudamente me había molestado en plantear. Incluso las redacté y las colgué con un imán en la nevera. Cuando se las dije, no parecía muy contenta con ellas. ¿Qué esperaba acaso? Me parecían lógicas.
Necesitaba relajarme y con una cría no lo iba a lograr. Por muy guapa y muy buenos atributos que tuviera, no se me iba a pasar por la cabeza ponerle un solo dedo encima. Solo de imaginarme acariciándola, me venía a la mente la niña sonriente de mis recuerdos.
Me provocaba escalofríos.
Quería que aquellos recuerdos de tantos años atrás se mantuvieran intactos.
Salí de allí y me dirigí al edificio principal. Se iba a plantear en una reunión un futuro proyecto y de mí y mis altos cargos dependía que se llevara a cabo o no. Tuve que comer rápido en un restaurante cercano para poder estar a la hora prevista. Por fortuna, no duró demasiado tiempo y pude salir del trabajo a media tarde, por lo que antes de subir al coche, saqué mi teléfono y mandé un mensaje.
Al llegar a casa, aparqué en mi plaza de garaje y fui andando al centro del casco antiguo, pues mi destino estaba a pocos minutos de distancia; un tercer piso con vistas a la catedral. La entrada del portal del edificio siempre estaba mal cerrada, por lo que subí directamente por las escaleras, allí no había ascensor. Toqué a la puerta con mis nudillos y al poco abrió una mujer de melena negra.
—Te estaba esperando —dijo.
Llevaba puesto un corto vestido negro.
—Tenía cosas que hacer.
Esbozó media sonrisa con sus espectaculares labios que tantas veces había visto en muchas situaciones, mientras se hacía a un lado para que pasara.
—¿Tiene que ver con tu futura esposa?
—Con ella y con trabajo. —Aunque ella era de por sí trabajo.
Me dirigí al salón y me senté en el sofá mientras ella acercaba dos copas contoneando sus caderas y en las cuales vertió vino blanco.
Isabelle era una de las más importantes clientes de la compañía. Era dueña de las muchas propiedades que había en Palermo y alrededores, entre ellas aquel pequeño piso en alquiler en el centro de la ciudad. Llevaba tratando con ella desde hacía varios años, fuimos juntos a la universidad, pero solo era desde hacía uno que éramos amantes.
Lo nuestro era algo informal, pues teníamos nuestra vida fuera de las paredes en las que nos escondíamos.
Era poco tiempo mayor que yo, veintiocho años y toda una figura de deseo. Su físico siempre fue el deseo de muchos. Su precioso semblante de una simetría exquisita, dos piedras oscuras flanqueadas por todo un espesor de pestañas y el hoyuelo que pronunciaba el centro de su barbilla eran completamente arrebatadores. Sin embargo, lo que más me gustaba de ella era su inteligencia y su astucia, que resultaban ser de lo más seductor que podía poseer una mujer.
Se sentó a mi lado y me acercó la copa, momento en el que pude ver el anillo en su dedo anular brillando gracias a la piedra de su centro. Había mentido, sin duda aquello era lo que más me gustaba de Isabelle y posiblemente lo que hizo que fijara mi atención en ella.
—¿Cómo es?
—¿Quién?
—Tu prometida, bobo.
Traté de recomponer una imagen de Shirley en mi mente y poco a poco se fue formando. Su cabeza cubierta de un abundante cabello dorado que caía en perfectas ondas hasta su cintura; la forma de su pequeña cara, agudizada por un fino mentón y adornada por unos grandes ojos verdes, en cuya parte superior dos cejas rectas le daban un aspecto sereno.
—Mona —respondí sin pensarlo mucho.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. ¿Veinte?
Isabelle me dedicó una mirada de incredulidad.
—¿En serio no sabes la edad de tu prometida?
Realmente no me interesaba en lo más mínimo aquella cría con la que me había prometido, pero intenté rememorar datos que me había facilitado Nina. Y entonces recordé que tuvo que dejar la carrera antes de su último año.
—Creo que veintiuno. Quizá veintidós.
—Quien los alcanzara... —comentó dando un sorbo a su lambrusco.
—Lo dices como si fueras una vieja decrépita.
Ella sonrió.
—No, querido, pero mi percepción es distinta a la tuya; ya comienzo a pensar como si estuviera en la treintena.
—Solo eres dos años mayor que yo.
Hizo un movimiento con su hombro, mientras que su semblante reflejó una expresión de suficiencia.
—Tú todavía sigues disfrutando de la cruel y maravillosa mentira de la juventud: la eternidad; el creer que somos infinitos.
Le dediqué una mirada de reproche.
—Eso es mentira y lo sabes —espeté.
Dejó la copa sobre la mesita y se inclinó hacia mí para susurrar cerca de mi boca.
—Siempre ha sido lo que más me ha gustado de ti, que tienes los pies en el suelo.
Su aliento mentolado golpeando mi cara me pedía a gritos que tomara aquellos labios pintados de rojo, sin embargo, me contuve para sujetar su barbilla.
—¿Y por qué estamos perdiendo el tiempo hablando?
Fui a besarla, pero Isabelle siempre era más rápida e impidió aquel gesto con un movimiento de cabeza hacia atrás. Colocó en mis labios su índice y me guiñó un ojo.
—¿Hasta cuándo piensas alargar este jueguecito?
Entendía la pregunta. Ella siempre se sintió culpable por engañar a su marido. Su problema era que por más que intentara esquivar la tentación, controlar sus impulsos y obrar con la razón, acababa volviendo a mí.
—Yo no estoy alargando nada. No tengo ningún compromiso. Hasta mi matrimonio va a ser una farsa. Incluso mi futura esposa sabe que no le voy a ser fiel.
—¿Le has dicho eso? —No solo parecía sorprendida, sino que, a juzgar por su ceño fruncido, no le parecía bien.
—Sí, pero, ¿qué más da? He sido sincero desde el minuto uno. —Suspiré algo airado—. Lo que quiero decir es que eres tú la que decide cuanto tiempo alargamos esto. Solo tú. Tienes el control.
Siempre me mostraba seguro, pues conocía sus reacciones. Solía hacer siempre las mismas expresiones cuando le invadía aquella culpabilidad transformada en deseo. Se mordía el labio inferior y evitaba que nuestras pupilas coincidieran y, entonces, daba otro trago a su bebida, más largo y ansioso. Antes de que apartara su copa, posé mi mano sobre su muslo.
Era en aquel momento en el que asumía que ambos estábamos allí por algo. Y lo único que me quedaba por hacer era susurrar casi rozando su lóbulo.
—Si quieres me voy.
Y ya estaba.
En un arrebato, dejó la copa sobre la mesa y se puso a horcajadas sobre mí. Comenzó a desabotonar mi camisa con ligereza mientras mis manos se aferraban a sus nalgas, hundiendo los dedos en su perfecta carne para menearla sutilmente, a la par que ejercía presión para que notara la erección que había conseguido con apenas un movimiento.
Siempre me había gustado tener el control, sin embargo, ella siempre destacó por su iniciativa. Dibujó una sonrisa pícara mientras me dedicaba una mirada furtiva y terminaba de dejar mi torso al descubierto. Paseó su larga y afilada uña de porcelana por mi piel, obligándome a detener aquel movimiento con mi mano.
No podía esperar. Tan solo quería poseerla y saborear la verdad que tanto disfrutaba cuando lo hacía. Dirigí la otra mano hacia su espalda y me encargué de la cremallera de su vestido para poder bajarlo y dejar así sus voluminosos pechos al descubierto. Inmediatamente, me llevé uno de sus pezones a la boca y levanté su falda para revelar su lencería.
—Estás muy ansioso —comentó con su voz denotando excitación.
Hice la cabeza hacia atrás y comencé a desabrochar lentamente mis pantalones, aun con algo de dificultad al tenerla encima. Sin embargo, amplió su gesto de agrado y se movió ligeramente hacia atrás para ayudarme a liberar mi miembro.
—Te doy la razón —dije viendo cómo su mano lo sujetaba con firmeza.
—Pues entonces no te haré esperar. —Acercó su boca a mi oído—. Me he estado preparando mientras te esperaba —susurró entonando una voz propia de una estrella del porno.
Hizo a un lado su ropa interior y se introdujo lentamente mi polla, mientras adornaba la estancia con sus gemidos.
Isabelle provocaba en mí algo extraño. No sabía decir si la quería o no. Aquello no podía ser amor, pero no estaba seguro de si era mero instinto animal o de verdad había un sentimiento que me sacaba de la oscuridad, porque desde que entré no pude salir.
Tan solo necesitaba el calor de la carne y la alegría de un instante. E Isabelle sabía dármelo sin pedirme nada a cambio. Sin reproches. Sin compromisos. Sin mayores complicaciones.
Lo que no entendía era qué sacaba ella de mí.
Suponía que le daba morbo el miedo a ser descubierta. A mí me daba morbo saber que me estaba follando a la mujer de él.
Supe que quería hacerla mía desde que me di cuenta de quién era.
*
Regresé a casa después de cenar. Habíamos pedido comida china, pues a Isabelle le encantaba. A mí me daba bastante igual, jamás fui una persona escrupulosa, mucho menos por donde me había criado.
No era demasiado tarde, pero cuando entré en el apartamento no había rastro de Shirley. No al menos en ninguna de las zonas comunes. Pensé que quizá había salido, pero un golpe proveniente de su habitación me hizo saber que estaba en casa.
En mis planes no entraban dirigirme a ella si no era de vital importancia. No obstante, cuando entré a la cocina y encontré la fregaza llena, mi sangre comenzó a hervir. Había varios platos, cubiertos, una olla y dos sartenes y no comprendí cómo era posible que un solo individuo fuera capaz de ensuciar tanto. ¿Qué se suponía que había hecho? Pero, sobre todo, ¿cómo pude olvidarme de recalcar que en esta casa no estaba permitido ensuciar y no limpiar?
Me dirigí hacia sus pertenencias, decidido a soltar una pequeña regañina. Lo que más me molestaba de tener que casarme con nadie era el hecho de convivir con esa persona. Yo estaba bien solo. Mi casa y mis reglas. Si ensuciaba algo, era mi mierda y no tenía que preocuparme por retirar la de otros. Y ahora no solo estaba siendo invadido por una casi desconocida, sino que además, como bien recordaba, era una malcriada.
Nunca soporté a la gente así.
Con mis nudillos preparados, fui a tocar a la puerta, mientras mis cuerdas vocales calentaban su entrada en escena. Sin embargo, me detuve al escuchar un tenue llanto. ¿Estaba llorando? Arrugué la frente y bufé.
Quizá mi bronca podía esperar.
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