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Cap 43: Gymnopédies (I-II-III 🍃)

Eric Satie - Gymnopédies

                                                                                        ✩✩✩

La llave hizo click en la cerradura de la puerta, y entonces comencé a empujarla de a poco, como temiendo que el peso emocional de ese cuarto me pegase de frente e hiciese desvanecer en mí esa especie de emoción apaciguada, serena y tranquila que se desplegaba por todo mi cuerpo. Pero al contrario de eso, lo único que sentí fue el murmullo de una melodía que se expandía por todo el lugar que constituía esa habitación; era un susurro desdoblándose por todos sus rincones, por cada libro y planilla, por cada uno de los retratos dedicados a Timothée, por sus peluches y cartas, por toda la totalidad de la blancuzca pared eclipsada por ese brillo incandescente propio de los días nublados en los que el sol se empeña en intentar colarse a través de la opacidad de las nubes, haciéndonos llover los ojos en donde sea que los posemos.

Dirigí mi vista hacia el rincón de dónde provenía la tonada, mis pupilas se movían ansiosas porque sabían que lo verían allí, a él, de espaldas, con sus rizos agitándose gráciles al ritmo de la melodía, contemplaría su dorso y la parte trasera de sus brazos y me sentiría estremecer de solo imaginar sus articulaciones moverse al ritmo de la sonata, esa sonata que resultaba del roce de sus manos sobre las teclas blanco negruzcas del piano y que parecía emerger desde dentro de él, despedida por su interior, como concediéndole éste a la musicalidad el placer de hablar por él.

Me acerqué y me percaté que en el taburete había un hueco, como si Timothée hubiera previsto que llegaría allí en cualquier momento. Así que aunque con cierto cuidado, me senté a su lado y dejé que mi brazo rozara el suyo, tal cual la primera vez que nos sentamos juntos frente a un piano, claro que esta vez apoyé mi cabeza en uno de sus hombros, saciando mi anhelo de descansar sobre él, y así, ambos nos dejamos envolver por los murmullos que despedía el sensible instrumento. Contemplé las articulaciones de sus manos que danzarinas parecían presas de un impulso irracional, uno que les llamaba a no despertar de aquel trance musical sino que todo lo contrario, a perpetuarlo hasta el infinito, hasta inmortalizarlo y convertirlo en algo palpable, en algo material: en nosotros.

No puse impedimentos a mi mente y a mi cuerpo cuando la melodía se coló por mis sentidos, haciéndome cerrar los ojos y comenzar a esbozar en mi mente, como si de pequeñas imágenes gifs se tratasen, algún que otro momento de nuestra historia con Timothée: la primera vez caminé junto a él en medio de la noche, percibiendo aquel cariz nostálgico que infundía el contemplar las tiendas neoyorquinas cerrándose luego de un ajetreado día; o ese despampanante día en que nos vimos embriagados de un no sé qué que nos llevó a alejarnos de los demás para comenzar a bailar en un rincón de una discoteca, o esa primera vez en que, aunque algo aprisionados, hicimos el amor y dejamos que nuestros gemidos se confundiesen con la lluvia cayendo en torrentes en el exterior; o qué tal una de esas últimas tardes juntos, donde ya desbordados y desarraigados de toda culpa, nos mostramos como lo que éramos ante nuestros mejores amigos; todos esos diminutos pero significativos instantes que atesoraba en mi interior y que ahora estaba dejando salir afuera para adornarlos con la armonía que fluía por los aires.

Era simbólico que Timothée estuviese tocando las tres Gymnopédies, porque la primera vez que estuvimos en una situación así de parecida, él había comenzado con la número uno y ahora, casi como si esas tres piezas contuvieran en ellas el resumen de nuestra historia, estaba terminando con la tercera. Y lo cierto es que se sentía como un descanso, quietud era sinónimo de aquella última pieza, y quietud era lo que ambos sentíamos ahora que ya todo había pasado, era una alegoría de nuestro respiro, de nuestro temple sosegado y calmo.

— ¿Qué hay de nuevo, hermosa?— preguntó luego de quitar con delicadeza sus manos de las teclas. Ladeó su cuerpo ligeramente, se puso de frente a mí y me invitó a imitarlo.

Veía en sus ojos una tranquilidad casi nostálgica, una paz que seguramente había estado añorando desde hacía mucho tiempo tener, y entonces me sentí contagiar por lo que distinguía en ellos, viéndome en la obligación de girarme en su dirección. No esperó ni un segundo para acercarme más y depositar un fino beso en mis labios, inocente respecto al hecho de que con ello me dejaba inhalar su fragancia mañanera, así que embriagada, pasé mis piernas por su torso, quedándonos completamente juntos de nuevo, disfrutándonos los cuerpos.

—Me siento nostálgica—confesé juntando mi frente con la suya en tanto le acariciaba sus rizos, sin dejar de esbozar una sonrisa afable.

Le escuché soltar una pequeña risita en señal de asentimiento. Él también la sentía.

—Es como si estuviéramos dejando atrás un periodo o algo, ¿no?

—Sí, una especie de etapa o algo así, han pasado tantas cosas, Timothée—suspiré.

—Es cierto—comentó reflexivo—,.... pero ¿sabes? me gusta. Porque eso significa que estamos avanzando. Y no es como que nos vayamos a olvidar de todo lo que hemos pasado o sentido o vivido—sonríe con seguridad.

—Eso es imposible—solté una risilla.

Nos quedamos en silencio unos segundos, observándonos en medio de la claridad del casi medio día invernal, y es que aunque estuviésemos allí adentro, la luminosidad y el aire fresco se colaban por los recovecos del ventanal; aquello concedía a mis ojos el placer de contemplar la piel de Timothée en su máxima claridad: su cara se mostraba más nívea de lo normal, la tonalidad de sus labios se intensificaba hasta el punto de tornarse en un color con matices carmesí, y sus lunares parecían pedir a gritos mi atención porque resaltaban en su piel de la misma manera en que lo hacen las estrellas veraniegas en un medio de un cielo despejado.

— ¿Estás seguro de lo de hoy?—quise saber.

—Estoy más que seguro. ¿Y tú?—se mostró alegre, aunque logré captar un dejo de vacilación en su mirada. Pero era comprensible, sabía que debía resultarle complejo confiar al cien en mi seguridad considerando todo lo pasado.

—Estoy más que segura—le imité, mirándolo fijo con ojos achinados e inundados de contento: anhelaba como nunca transmitirle confianza, porque en la medida en que lo hacía más parecía reafirmarse y consolidarse en mí ese sentimiento que tanto me ha costado trabajar: la seguridad—, así que ya es hora de ir preparándonos—le motivé—, vamos, vamos a alistarnos—señalé, irguiéndome de un salto.

— ¿A dónde vas?—le escuché decir a lo lejos mientras caminaba a la puerta.

Inesperadamente sentí cómo sus manos alzaban mi cuerpo hasta dejarme tal cual bebé entre sus brazos. Me cargó hasta su habitación, una habitación amplia, ordenada y en demasía limpia, pero lo asociaba más a que carecía de atavíos y decorados innecesarios, cuestión que inevitablemente le otorgaba cierto aire de despeje y pulcritud.

Ya allí literalmente me lanzó sobre la cama y no esperó ni un segundo para posicionarse sobre mí.

— ¿Qué haces? Tenemos que alisarnos—advertí agraciada.

—Lo siento ¿qué dices? No te oigo—bromeó en murmullos, hundiendo sus labios en mi cuello.

—Me haces cosquillas, Timothée—carcajeé, resultando inevitable el que retorciera mi cuerpo aprisionado por el suyo.

—Está bien, está bien—refunfuñó a regañadientes.

Pasé mis manos por debajo de sus brazos a fin de acariciarle la espalda, esa espalda que hace solo unos minutos atrás me había permitido ver sus articulaciones moverse al ritmo de la melodía de Satie; y me encantaba tener el placer de tocarla, el mero hecho de saberme en la posibilidad de hacerlo me hacía invadir de una satisfacción insólita, porque no hacía más que recordarme lo mucho que me encantaba el saber que en más de una ocasión esas mismas articulaciones se removían al ritmo no ya de la melodía de sus brazos tocando el piano, sino al ritmo de su cuerpo sobre el mío, al ritmo de nuestras pieles.

Separó unos centímetros su rostro de mi cuello para mirarme, abrió mis piernas a fin de posicionar sus caderas entre ellas y apoyó sus brazos a los costados de mis hombros, dejando vagar sus pupilas cristalinas por todo mi rostro mientras que de cuando en cuando llevaba sus manos a mi cara, removiéndome el cabello, acariciando mis labios con las finas yemas de sus dedos. Timothée me estaba contemplando, con toda la implicancia de aquella hermosa palabra.

—Me haces muy feliz, Agnes. No tengo ganas de que te vayas nunca, por favor no te vayas—hizo un puchero y apoyó su rostro en mi pecho, como queriendo oír los latidos de mi corazón y dándome absoluta libertad para enredar mis manos en sus rizos.

—No me quiero ir nunca, Timothée, te tendría todos los días así—susurré.

Comenzaba a sentir un dudo en mi garganta, un nudo de hileras, hileras compuestas cada una a base de un motivo diferente de felicidad. Así que inevitablemente mi pecho comenzó a agitarse... delatando con ello el surgimiento de mis lágrimas.

— ¿Estás bien?—cuestionó preocupado Timothée, irguiendo su cabeza para mirarme.

—Sí, no pasa nada. Es que estoy feliz y no recuerdo haberme sentido así de feliz antes—confesé, soltando una leve risilla a fin de aminorar la sutil vergüenza que me hacía sentir el exponerme de esa manera, llorando hasta de felicidad.

—No sabes lo mucho que amo tu sensibilidad, Agnes, amo la forma en que sientes—le vi sonreírme cálidamente— Recuerdo esa primera vez en que nos sentamos al piano ¿te acuerdas? Supongo que sí porque lo hablamos cuando te regalé el collar—señaló, acariciando la hoja en mi cuello—, pienso que ese fue el primer viaje que hicimos juntos. Un viaje a nuestro interior y sus sensibilidades. Estaba tan emocionado por compartir más viajes contigo que no sabes lo feliz que me hizo que aceptaras que trabajásemos juntos.

—Quién diría que pasar tanto tiempo juntos viajando en el piano nos haría enamorarnos—comenté melancólica, recordándonos.

—Honestamente no me sorprendió. Siempre me hiciste sentir algo, unos nervios extraños, no me hagas explicarlo porque no lo entiendo—advirtió en un sonrisa—, el punto esa que me tenía que obligar a intentar mantener una actitud resuelta cada vez que estabas cerca, pero en realidad me costaba montones dejar de mirarte. Cuando te pillé en la cocina en nuestro reencuentro sabía perfectamente que eras tú, pero sentí tanto miedo de que notarás mis nervios que me obligué a disimularlo.

— ¿Enserio? Yo de verdad creí que no me recordabas—le miré sorprendida— Pero ¿cómo es eso de los nervios? si solo nos vimos un par de veces antes—curioseé, recordando la manera en que me hacía sentir él años atrás cuando apenas lo conocía, y es que nunca se me pasó por la cabeza que él pudiese haber pasado por algo parecido.

—Fueron pocas veces, pero nos vimos, y me pasó.

—También lo sentí... —me sinceré—, supongo que era una especie de vaticinio sensitivo—dije de broma, pero con evidentes matices de veracidad— ¿crees que nos hubiésemos fijado en el otro de no ser por Ocasos de Otoño?

—Yo ya me había fijado en ti.

—Sabes a lo que me refiero—insinué con obviedad, mirándole con ojos entrecerrados.

—No lo sé, pero no quiero pensar en eso. Agnes. No quiero pensar en la posibilidad de haber estado sin ti—aseguró, mirándome quejumbroso.

—Está bien—le tranquilicé, devolviéndole una mirada apaciguadora mientras me encargaba de acariciarle los lunares en su rostro.

—bésame, por favor—pidió.

Dejé soltar el aire a través de una risa ahogada de encanto: él me enternecía, me encantaba y me hacía amarlo de todas las formas en que es posible amar a alguien: cuando éramos amigos, cuando estábamos molestos o severos, cuando éramos compañeros o cuando nos dejábamos invadir por la ternura, en esa ternura que en nosotros parecía siempre destinada a convertirse en pasión. Lo amaba en todo.

Así que lo envolví en mis brazos y tomé su cuello para besarlo. Me gustaban nuestros besos, me gustaba que primero fuesen nuestros labios entrecruzándose, únicamente nuestros labios, y que después de un rato fuesen nuestras bocas las que tomaran el control. En el silencio de aquel apartamento, o más específicamente, en el silencio de ese cuarto, el sonido de nuestros labios tocándose era lo único que se escuchaba, resonando en las paredes y devolviéndose a nuestros oídos como incitando a nuestros cuerpos a buscarse.

—Quiero tu aroma impregnado en mi cama, Agnes—murmuró, enredando sus manos en mi pelo, jalándolo.

— ¿No te importa llegar un poco tarde?—alcancé a decir con dificultad.

Y es que con qué necesidad lo preguntaba, si ya ambos habíamos comenzamos a deshacernos mutuamente de nuestras prendas.

— ¿Y me lo preguntas?—se dio el tiempo de carcajear, desabrochándome los pantalones—. Me tienes tan enamorado que poco me importa si llegamos o no. Claro que ahora me importa un poco más porque...

—Sí,... ya lo sé—sonreí emocionada.

Y entonces volvimos a besarnos.

Me gustaba imaginarnos desde un plano exterior, a manera de estar divisando desde el espacio la manera en que nuestros cuerpos se enredaban hasta más no poder, desarmando esa colcha blanquecina testigo de quizás cuántos sueños de Timothée, en un apartamento ubicado en un edificio colindante con miles más allí en esa concurrida ciudad llamada Nueva York; mientras tanto el mundo, afuera, fluía por las calles apresurado, enajenado, sumido en la sofocante rutina de una vida sin emociones, indiferente a nosotros, ingenuos al significado de un amor profundo que ansía consumarse a cada segundo, con cada mirada y a través de todo gesto.

                                                                                       (...)

Comenzó a darse inicio a la alfombra arroja de Ocasos de Otoño en Nueva York. El filme se estrenaría en menos de una semana y este será el último evento antes de que saliera al aire, así que era nuestra oportunidad.

Apenas divisé a lo lejos la cantidad de metros a las que tendría que enfrentarme ante de llegar al interior del edificio en donde se llevarían a cabo algunas de las entrevistas y sesiones fotográficas tal cual ocurrió en París, me sentí carcomer por los nervios. Y es que en Francia la situación había sido por lejos muy distinta: no había una alfombra roja a la intemperie dejándonos a todos allí a la suerte de una inesperada nevazón, ni mucho mejor tamaña cantidad de gente a la espera de alguna mirada rápida, o en caso de ser un afortunado, de algún autógrafo o foto.

—Tranquila, tú logra dominar tus nervios y todo estará bien—me susurró al oído Timothée antes de comenzar a caminar desenvueltamente hacia la alfombra.

Era en demasía extraño ser parte de todo lo que veían mis ojos, sentía que aquello no era más que una performance, una realidad actuada como si de otro fragmento del filme se tratase, y en realidad el hecho podría haberme sido indiferente si no hubiese sentido que eso le quitaba mérito, profundidad y hasta peso a toda la belleza de Ocasos de Otoño, pero bueno, era Nueva York, y el sensacionalismo se encontraba allí hasta en las más austeras y honradas producciones.

Sin embargo, pese a ser consciente de eso, decidí enfocarme en otras cosas a fin de disfrutar del evento, resolví que era mucho mejor aprovechar esa situación para enfrentar mis nervios y así poder responder amplio e informativamente a las preguntas de los entrevistadores, preguntas que si bien gozaban de un cariz más de espectáculo, otras muchas no dejaban de lado las temáticas de fondo.

Por lo demás, las miraditas cómplices que nos pegábamos con Timothée con el único propósito de acompañarnos aunque fuese a esa corta distancia, propiciaban en mí una sensación singular, una que me hacía sentir que pese a todo el ajetreo a nuestro alrededor seguíamos siendo nosotros los únicos allí, porque ambos compartíamos un algo conocido solamente por nosotros, y no, no se trataba de nuestra relación sino más bien de un sentimiento mutuo que nos envolvía a ambos en una especie de burbuja invisible y cuya cubierta impedía el paso de cualquier desacomodo o desazón desde el exterior.

Ya cuando pasamos al interior donde concurrían los fotógrafos con el objeto de captar el momento perfecto, mi corazón comenzó a saltar ligeramente más fuerte; desde allí miraba a Margot en la tarima, posando elegante, fina y envuelta de aquel aire juvenil que tanto le caracterizaba pese a su entrada edad. Mientras le observaba me sentí hondamente agradecida de que ella estuviese allí, de que haya llegado a mi vida para ayudarme a mostrar mi talento y que aquello significara haber subido un eslabón en el camino hacia mi tan anhelada independencia profesional y personal, y además claro, que directa o indirectamente ella haya favorecido al florecimiento del excepcional vínculo que habíamos forjado con Timothée.

— ¿Estás listo?—hablé a Timothée que había llegado hace solo unos segundos a mi lado para que pudiésemos subir juntos a la tarima.

— Claro que sí. ¿Y tú?

—Sí, lo estoy—asentí.

Le tomé de la mano y juntos subimos allí arriba. Ese gesto fue el primero que llamó la atención de los presentes, sin embargo, ninguno osó hacer ningún tipo de comentario, y es que qué más podría significar aquello sino sencillamente un reflejo del compañerismo absoluto que había resultado de nuestro trabajo en conjunto.

Me tomó de la cintura para posar frente a las cámaras, mientras yo llevaba uno de mis brazos a su espalda a manera de correspondencia. Al igual que ocurrió en París, no tenía idea del tipo de emoción que reflejaban mis sonrisas, pero al menos ahora sabía que debía ser una fusión entre mis nervios y el contento que me generaba lo que estaba por suceder. Sentía un ansía incipiente en mi estómago, una ansiedad de la buena, de esa que se siente cuando se sabe que el resultado no traerá más que eventos positivos.

Le miré discretamente mientras recibía los flash en mi rostro, el momento exacto no lo teníamos pensado, queríamos que saliera lo más natural posible considerando que ya habíamos planeado casi todo, así que quisimos darnos esa libertad al menos. Sin embargo, también sabía que Timothée lo había propuesto así a manera de darme posibilidad del retracto en el caso de que no estuviese segura, pero no, eso no iba a pasar, yo estaba segura.

Así que lo hice, le miré desde unos centímetros más abajo, como si hubiese estado apoyada en su regazo, aun con su mano sosteniendo mi cintura y aún con mi brazo rodeándolo por la espalda; así, Timothée ladeó sutilmente su rostro a fin de fundir sus pupilas con las mías, le sonreí tímida y secretamente, contagiándolo, y allí supe, sin necesidad de nada más que ese momento, que las fotos que resultarían de ese preciso instante le estarían dejando claro lo que sentíamos al mundo.

Pero eso no era suficiente, nosotros queríamos que no cupiese duda alguna de nada, así que acercó su rostro al mío cuidadosamente— Dios, esos gritos de emoción que se dejaron oír como desde el exterior de nuestra burbuja lo decían todo—, y yo, por mi parte, le tomé del cuello para finalmente terminar uniendo nuestros labios en un beso cargado de sentimientos: nervios, expectación, emoción, amor, todo. Era un beso colmado de nosotros que se desplegaba por un espacio colmado también de quiénes habíamos sido: con el cuadro que retrataba nuestros personajes en Ocasos de Otoño detrás, con los ornamentos de la trama rodeándonos y envolviendo nuestros cuerpos allí donde quiera que se enfocaran las cámaras. Aquella escena era simplemente digna de un boceto más.

—Te amo—susurró separándose unos milímetros.

—Te amo—devolví, con mis ojos titilantes.

Estaba claro que poco nos importaba el resto de la gente allí, para los fotógrafos tomar fotos de amantes implicaba una ganancia monetaria y sabíamos que no tardarían en salir a la luz toda clase de conjeturas gracia a ello, pero eso nos era indiferente a Timothée y a mí porque no se condecía en absoluto con el verdadero significado que tenía para nosotros el mostrarnos frente a las cámaras de esa forma. Para Timothée y para mí lo que hacíamos implicaba una ganancia mucho más pueril, más sensata y honesta que la de cualquiera allí, era la oportunidad de sentirnos libres no con el resto sino con nosotros mismos, de salir a la calle a caminar, a comer, a comprar sin preocupaciones, de subir a las redes alguna que otra foto juntos cuando lo quisiéramos y nos sintiésemos contentos. Y aunque también sabíamos que eso implicaba un reto: el reto de hacer oídos sordos y ojos ciegos a las presunciones de los medios, estábamos dispuestos al fin y al cabo, porque preferíamos mil veces sentirnos tranquilos allí donde quiera que fuésemos, a vernos en la efímera comodidad de no enfrentar las dificultades.

Era necesario hacerlo, el amor que sentíamos necesitaba vivirse por entero, porque en la medida en que lo hacíamos nos vivíamos también mutuamente, y nunca lo había deseado tanto como ahora, porque ahora sentía una especie particular de cúmulo integrado por distintos colores, como esos a base de hojas color ocre y marrón venidas a tierra y que están esparcidos por ahí en las calles a la suerte de las ráfagas del viento, era el cúmulo de un deseo que yacía en mi interior: el deseo de vivirle a él, a Timothée. 

😊No puedo creer que haya llegado al último cap, pero sí :( de verdad espero que lo disfruten <3 cuéntenme qué les pareció y les aviso desde ya que todavía queda el epílogo y tengo una idea muy bella e importante para escribir en él así que esto todavía NO TERMINA! jaja :) así que no se vayan aún </3 muchísimas graciasss por leer, votar y comentar. Les mando abrazoss 💕🍂🍂🍁

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