Cap 4: en casa
Llegué a casa pasadas las diez de la noche, el silencio reinante del salón me anunció el reposo nocturno de mis padres. Mi cuerpo se sentía tan exhausto y mi mente sumida en una somnolencia tal, que hasta dirigirme a la cocina en busca de mi taza de té habitual resultó ser una labor pesada. Así que con la liviandad de espíritu que me propiciaba el saber que teníamos la mayoría del trabajo hecho, sumergí mi cuerpo en la profundidad abrigadora de mis sábanas. Mis párpados habían comenzado a hacerse pesados y sentí la presencia de esa otra dimensión absorbiéndome, era un sensación harto reconfortante. Eso hasta que claro, el sonido insistente de mi celular vigorizó mis sentidos.
Era victoria.
Esta chica no me otorga ni un mísero descanso.
—Victoria— respondí apenas.
—¿Agnes?
—Sí, ¿quién más?—señalé con obviedad—,¿qué pasa?
— Es sólo que verás...
La fémina calló.
—Ya dime, Vico. Tengo un sueño del demonio y no haces más que mantenerme despierta.
—Bien, Timothée nos invitó a una reunión que tendrá con sus amigos en su casa el viernes, y le dije que sí.
Ay no, odiaba profundamente esas estrafalarias reuniones de chicos famosos, aun lograba escuchar en mi mente, a manera de ecos evanescentes, aquel murmullo distante de personajes televisivos que bulliciosos, charlaban sobre el agitado diario vivir de sus excéntricas existencias, chocándose las copas y manteniendo una postura sumamente erguida.
No, definitivamente no iría.
—Bien, pues ve— señalé con simpleza y aire somnoliento— sabes que a mí no me apetecen esos espacios, nunca armonizo con nadie y por si fuera poco, no me sobra la elección de ropa. No me gusta preocuparme por esas nimiedades.
—Vamos Agnes, no seas una amargada. Esta vez es distinto. Timothée quiere que estés ahí, me contó que hoy se llevaron bien.
—Eso no hace ninguna diferencia, Vico—sonreí agraciada, incapaz de creer la futilidad de los motivos que se inventaba para llevarme con ella—. Sí, nos llevamos bien, pero eso es todo. De seguro no lo ha hecho más que por cortesía. Ya sabes, decirte que me invitaras.
—Acompáñame, es que no quiero ir sola. Además estarás conmigo, no te dejaré. A menos que quieras, claro —jugó—. Y habrá cervezas.
Su voz suplicante y mi necesidad de sueño me hicieron finalmente acceder, ingenua respecto a lo que esa efímera respuesta engendraría en mí en la eventualidad.
—Está bien, pero te advierto que si me llego a sentir incómoda me vendré a casa y no habrá nada que puedas hacer para impedirlo —señalé seria— ¿Por qué me llamas a esta hora para decirme esto? Pudiste haberme escrito luego, es miércoles recién.
—Porque sé cómo el sueño te hace aletargar y por tanto una negativa de tu parte era menos probable si lo hacía cuando no estuvieses en la sobriedad diurna.
Y era cierto, tan cierto que ni siquiera me molesté en seguir reflexionando sobre el tema. Sumida en el adormecimiento de mis sentidos que lo único que me imploraban era el descanso, me dormí en la hibernación de mi inconsciencia. Sin embargo, sucedió que en plena madrugada, me vi en la imposibilidad de conciliar nuevamente mi sueño, sintiendo la frustración de notar que habían pasado días desde que no lograba pegar bien el ojo, como si un algo latente estuviese anticipándome desde hace un tiempo ya la venida de un acontecimiento de naturaleza fortuita.
Acaecía algo particular esa madrugada, el aire se percibía diferente, la lobreguez de mi habitación y al almizcle húmedo que se colaba por el ventanal me lo pintaban claro. Mis ojos un tanto perdidos allí en un punto fijo, me hacían atisbar que quizá, muy en el fondo, sí conocía la causa de esa repentina alteración que emergía en mí y se disgregaba en el aire, pese a que mi conciencia se negase a admitirlo a sus anchas.
Me levanté frustrada generando el despliegue del ruido chillón de las tablas de madera añosas que constituían el suelo de mi cuarto, tomé un libro, bajé las escaleras, fui por un tabaco y salí al patio, un jardín angosto sobre el cual se cernía la luminosidad incandescente del halo de la luna amarillenta arriba en las alturas.
Así que envuelta de aquel refulgir tenue, comencé a leer y a desparramar por los aires el vaho amargo del cigarrillo, mientras tanto, mis sentidos, más despiertos que nunca, parecían guardar cierto tipo de anhelo intenso que me quitaba el sueño, me nublaba la conciencia y me hacía dibujar las líneas de su figura en la opacidad del aire madrugal. Sí, de su figura, la figura de Timothée, por más disparatado que sonase y aunque no quisiese admitirlo, ciertamente, allí donde quisiera que llegase el vapor del tabaco, su haz amarillento a causa de las lumbreras cálidas del patio contorneaba ante mis ojos la silueta de su cuerpo ligero y —por desgracia, pensé fugaz—desconocido para mí.
(...)
—¡Agnes!, ¡Agnes!
—¿Qué pasa, qué pasa?— Mi voz preocupada descendiendo por las escaleras informó a papá sobre mi presencia.
—Sólo quería que me ayudaras a mover estos muebles, por favor.
—Claro —señalé, aproximándome a tomar el pequeño velador entre mis manos—.Podrías ser menos dramático ¿lo sabes? .¿Dónde está mamá?— cuestioné, dirigiendo mi vista a los rincones de la casa.
—Pasó la noche donde tu abuela, ¿no te lo dijo?— curioseó.
—Apenas la he visto, y no he recibido ninguna llamada de su parte— Mi semblante alicaído develaba el decaimiento que me producía su distancia. Hacía algunos años el panorama era sumamente distinto en nuestra casa, cuando la enfermedad aun no llegaba al cuerpo de mi abuela y el egoísmo de mi hermana no la había cegado en su afán individualista.
—Ya sabes, mira... no quiero preocuparte, Agnes, pero tu abuela está empeorando, tu mamá pasará más tiempo allá que acá y el trabajo no me deja tiempo. Así que si pudieses quedarte en casa sería genial, hija.
—Sí bueno —continué dubitativa, rascando un tanto la nuca de mi pelo lacio— en realidad, estaba pensando en buscar un pequeño empleo. La universidad ya no me quita tanto tiempo y ...
—¿Qué te he dicho, Agnes? —interrumpió brusco—. Ya sabes lo peligroso que es dejar esta casa sin nadie que la cuide, si viviéramos en un lugar más seguro entonces no sería necesario pero...
—Está bien, papá. No tienes que preocuparte, lo entiendo— señalé abatida.
Proseguí a prepararme algo para desayunar, aunque ciertamente, la pequeña discusión con el hombre me había quitado hasta el hambre, entumeciéndome las entrañas de la sola frustración. Por su parte, se limitó a evadir mi mirada, incómodo. últimamente lo veía cada vez menos y cuando lo hacía no había momento en que no me levantara la voz. Él ya no sabía cómo conversar de algo problemático sin exasperarse, y sé que eso le avergonzaba.
—Mañana en la noche quizá vaya a una reunión con Victoria. Ya sabes, amigos, unas cuantas copas.
—Está bien, pero por favor, intenta llegar a casa, no te quedes por ahí.
Y partió, se fue despojándome de la calidez de un abrazo o un beso en la frente. Aquel gesto cargado de frialdad, me pintaba con claridad la causa de mis carencias emocionales: en mi hogar ya no recibía nada de afecto, no había tiempo para ello.
Pero bueno, lejos de dejarme abatir por ello y haciendo caso omiso a las extremas exigencias de mi progenitor, la decisión de salir por la tarde estaba más que fija. Claro que a fin de sentirme libre de tareas, decidí antes continuar con la edición de la entrevista, transcurriendo en ello horas de edición.
Sin embargo, la concentración que se requería era tal, que al develarse con constancia el nombre del castaño, lo único que lograba era inmiscuir su imagen en mí, evocando en mi pensamiento el recuerdo de su voz grave, sigilosa, la fragancia acaramelada que expedían sus labios y la tibieza de su mirada, la conversación velada que habíamos tenido sumidos en el piano, como si le hubiésemos confiado el secreto de nuestro diálogo a él, y ahora estuviese allí, en el baldío de esa habitación dorada, solitario, ocultando mi inesperado sentir. Mierda...
Dios, me costaba creerlo, aquella había sido por lejos la conversación más larga que habíamos tenido y aun así mi interior se empeñaba en revivirla insistente, ¿qué pasaba? había solo un momento. Ser consciente de aquellas sensaciones no me socorrían en mis nervios incipientes por la noche siguiente, y aunque sabía que en el peor de los casos podía irme de allí sin preocupaciones, o mejor, extenderme con cerveza en mano en un rincón, envuelta de un aire ausente mientras propiciaba el desplome de algún ebrio, no podía dejar de sentir una ligera corazonada.
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