Cap 3: Gymnopédie
—¿Estás bien? Te veo un poco callada —suelta una leve risilla Timothée.
No pude evitar fijarme en el desenvuelto movimiento y gesticulación que hizo cuando me preguntó aquello. Tenía ambas manos cruzadas en medio de aquel espacio que dejaban sus piernas abiertas; un mechón rebelde le había caído en medio del rostro y fue ese mismo mechón el que quitó en un resuelto movimiento de cabeza, haciendo que con ello, la amplia camisa que cubría por entero su torso recalcara los huesos de sus codos y hombros. Dios.
—Sí... —Intenté salir del trance—, en realidad no es algo poco común en mí, y bueno, hoy estoy algo más torpe y tensa de lo normal. Espero no incomodarte-confesé apenada.
Yo y mi perpetua condescendencia. Genial.
—No, está bien, puedes estar como te apetezca, sólo me preocupé. —Esbozó una sonrisa suave—¿te gustaría que tocase algo para ti?
—¿Eh? —Mi incapacidad para entender con claridad a qué se refería me hizo arder las mejillas, delatando mi turbación.
—Me refiero al piano.... ¿te gustaría oírme tocar el piano? —aclaró divertido
No pude evitar soltar una carcajada, haciendo que él se contagiara y ambos terminásemos intentando pararla. Por mi parte, la risa repentina no había sido más que resultado de los nervios, así que cuando ya estuve más relajada al fin pude hablar.
—Pues en ese caso me encantaría, Timothée. —Me erguí siguiéndole. Avergonzada a más no poder, me estaba comportando en demasía torpe.
—Puedes sentarte junto a mí si quieres —me invitó, dando ligeros golpecitos allí con su mano en el extremo del asiento.
—Claro.
La torpeza que envolvía mis movimientos me sorprendía, sin embargo, aquello no desvió mi contemplación de las manos gráciles del castaño, cuyas articulaciones prominentes se removieron lento cuando destapó el instrumento. El fluir de la piel de sus dedos gozaba de una finura alarmante, de una lentitud dolorosa por su belleza estética. A mis ojos, sus manos níveas y ligeras, exhibiendo la movilidad resuelta de sus huesos en cada movimiento que daba, se habían convertido en una auténtica escena, en un paraje melódico sublime.
En un movimiento inconsciente e involuntario, la piel descubierta de mi hombro rozó a pizcas la piel de su brazo izquierdo, trayéndome aquel movimiento el tinte escarlata a mis mejillas, disgregándose por todo mi cuerpo. Los vellos de mi brazo se crisparon sutilmente, estremeciéndome. El temblor se apoderó de mis ojos, y entonces me vi en la obligación de bajar la mirada, un gesto con el que buscaba velar al castaño la efervescencia de los latidos de mi corazón que inquieto, parecía ir al compás de la melodía suave que emergía de entre sus dedos tintineando las teclas.
Lo veía concentrado, enfrascado en el cristal de cada acorde que tocaba, la belleza de la melodía esparramándose por la habitación se fusionaba con su respiración acelerada, contagiándose sus inspiraciones con el ritmo de la tonada. Toda la habitación adquirió una cariz distinto, colores cálidos emergían desde la sonata, irisando el aire y permitiéndonos sumirnos en ella, nuestros cuerpos tiernos estaban inmersos en la melodía, éramos parte de ella. Nada estaba separado del armonioso y nostálgico canto que en ese instante parecía desplegarse por la aureola del mundo, ese mundo que se había condensado en esa habitación en la que yacíamos, eso era el mundo y nada más.
—Gymnopédie número uno. Me encanta Eric Satie. —El murmullo de mi voz se hizo escuchar una vez que él dejó caer sus manos con delicadeza—. Es una de mis favoritas. Es curioso, pero amo la forma en que me transporta a una época remota, en el entorno fresco de las hojas otoñales cayendo desde grandes árboles que lo inundan todo con su cálida y acogedora presencia.
—También es mi favorita de Satie. —Sus ojos me miraban con fijeza, y si mis sentidos no me engañaban, atisbaba que lo había estado haciendo desde que comenzó a hablar sobre la pieza. El iris turquesa que orlaba su pupila parecía el bosquejo de un torbellino sensible, atiborrado de emoción, la expresión entrañable de sus ojos le delataba en su amor profundo por aquel instrumento. Ya no me cabía duda alguna del gozo que le producía compartir su pasión, y mi corazón ingenuo saltaba de contento, feliz de que en ese momento lo hubiese hecho conmigo.
—Lo que dijiste —continúo— es exacto lo que siento cuando escucho esta pieza, visualizo imágenes que me muestran paisajes un poco húmedos y fríos, pero rebosantes de acogimiento y comodidad. Como el otoño, puede ser frío a veces, pero nunca es molesto. Es imposible que lo sea si todo parecía estar bañado de ese tono anaranjado y marrón que no hace más que motivar el recuerdo de todos aquellos momentos de tranquilidad y de paz que has tenido contigo mismo.
—Exacto.
—Me encantaría escucharte, de verdad.— El susurro ahogado de su voz me paralizó la conciencia, me bañó de su dulzor cálido.
—Me encantaría que me escucharas, y lo harás, pero no hoy. —Liberé una risa suave, fiable.
—¿Lo prometes?, ¿prometes que aunque no sea hoy, otro día tocarás para que te escuche?
La sensación de promesa. Eso había bastado para que en mi pecho y en mi estómago comenzara a sentir una emoción incipiente, una expectación irracional cargada de contento. Porque aunque estuviese consciente de que nada aseguraba que la promesa se cumpliría, en cualquier caso sería una buena excusa para volver a revivir un momento como ese, por más efímero que fuese. La promesa, aunque incierta, siempre carga con una posibilidad certera.
—Lo prometo.
Me concedió el placer de contemplar una sonrisa suya llena de conformidad, y en ello, dejó escapar un leve soplo de aliento colándose por entre sus labios sonrosados, el dulzor suave de su vaho me acarició el rostro, estremeciéndome tenue. Sus ojos atesoraban un brillo hipnótico, como si la melodía que hace un rato nos había envuelto con su manto hubiese ido a parar a sus pupilas, refugiándose allí y atrayéndome a mí, a mi cuerpo y a mi interior, porque no podía, sencillamente no podía dejar de mirarle, a la nostalgia de sus ojos, a la finura de sus labios, a sus lunares...
—¡Hey!—Dimos un salto—. ¿Dónde están?
Era victoria.
—Acá, ¡en el piano! —solté un tanto sobrecogida, irguiéndome al instante.
—¿Qué hacen? Lamento la tardanza, me quedé conversando con tu madre, Timothée, que por cierto me dijo que te estaban esperando en el teléfono, al parecer la chica se escucha desesperada porque no le contestas.
Al instante, Timothée se irguió abruptamente, corrió en dirección a la puerta de la habitación y luego desapareció tras la pared. Desde allí, se alcanzaban a escuchar sus rápidas pisadas bajando frenéticas las escaleras.
Victoria me miraba con los ojos entrecerrados.
—¿Qué? —señalé con desinterés. Sabía muy bien qué significaba esa mirada. La conocía y casi podía escuchar en mi mente como en una voz en off su eventual injerencia.
—¿Qué estaban haciendo ustedes dos?
—Timothée me estaba mostrando una pieza de piano de Eric Satie. Realmente fue precioso.
—¿Y él también lo es o no? —me sonrío juguetona, típico de ella, mientras cooperaba con el orden de nuestras cosas. Ya era hora de irnos.
—Lo es, pero eso es secundario.
—He visto cómo lo estabas mirando, y también vi cómo te miraba. —El tono de su voz fue decreciendo a medida que hablaba, como si quisiese incentivar el resguardo de un súbito secreto. Era preocupante.
—Deliras, Victoria. Yo estaba nada más harto anonadada por la manera en que tocaba el piano, me transportó a otro lugar, es sólo eso. Además, no seas ridícula, por favor, Timothée tiene una novia preciosa, millonaria y exitosa. Jamás, jamás me miraría a mí de otra manera que no fuese como la amiga taciturna de su prima.
—Ya ya, está bien, te permito que me contradigas pero no te permito que te compares. Eres talentosa y llegarás muy lejos. Ya es hora de que te des cuenta y tengas más confianza en ti misma- protestó afanada, poniendo las manos en sus caderas. Se veía adorable.
—Está bien. —sonreí—.¿Podemos conversarlo en otro momento? ahora vayámonos que se nos hace tarde y mi casa queda a hora y media de acá.
Una inesperada sensación de deriva me invadió el cuerpo una vez que posamos nuestros pies en la calle, mi respiración percibía las ráfagas de aire un tanto más dulces y el cielo nocturno perpetuaba en mí una desconocida sensación de calor. Fue entonces que mi cuerpo se afanó en hacerme notar que muy en el fondo, no deseaba irme, que la danza de las hojas en los árboles y la nostalgia nocturna me impregnaban la imagen del castaño en la mente, dibujándome a trazos la figura de su silueta esbelta allí junto a la mía. Bruscamente, noté que me estaba desvaneciendo en la añoranza de su presencia, en el anhelo de compartir con él ese espacio citadino nocturno, ligeramente oculto.
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