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E T E R N A

Las ramas de los árboles le arañaban la piel mientras huía de los guardianes de la única verdad. El creciente ardor en sus muslos no impedía que acelerase el paso cada vez que su paranoia y los engañosos sonidos del bosque azul le sugerían que se había acortado la distancia entre ella y sus perseguidores; ni el escozor que habían provocado las gotas de sudor al resbalar hasta sus ojos la tentaban a cerrarlos. Un tropezón y una herida en la pierna le supondrían un escape frustrado, y casi con plena seguridad la muerte. O incluso peor.

Nada más con atisbar su semblante, cualquiera habría descubierto un puñado de cosas acerca de ella: no había cumplido la mayoría de edad, vivía en condiciones deplorables y estaba profundamente aterrada. Tenía razones de sobra para estarlo: pocos crímenes acortaban tanto la expectativa de vida de un humano como robar a un señor elfo. Por supuesto, los ladrones comunes y corrientes corrían más deprisa y temían menos; pero el pecado que había cometido Eterna se distanciaba de un simple hurto material. Se había apropiado de información confidencial en forma de un recuerdo nítido dibujado en su memoria y un papel amarillento rasgado por la pluma de lord Mocen, el lujurioso miembro del Consejo del rey que había solicitado a esta muchachita de dieciséis años para entibiar sus sábanas la noche anterior en la posada que funcionaba también de burdel.

En los pocos meses que Eterna había sido explotada en aquel lugar, jamás había compartido el lecho con un individuo de tan distinguido título; pero no por ello le resultó menos desagradable. Tras consumar el infame acto, el elfo se embriagó con el mejor vino de la posada —hay que complacer de manera óptima a los miembros del Consejo, habría dicho la vieja Manon, dueña del negocio—, y se regodeó, entre eructos y bostezos, de conocer la lengua antigua cuyo uso había sido abandonado hacía ya varios siglos entre los hombres comunes, razón propicia para registrar todos los eventos significativos de la corona en tal idioma, de modo que solo él pudiese comprender aquellas palabras. Desconocía el anciano Mocen que ella no era una prostituta ignorante, sino una instruida joven que había sido esclavizada, y gracias a su educación de antaño, dominaba la lengua que el elfo sospechaba muerta. Ansiosa por poner a prueba su memoria, la chica había escarbado las pertenencias de Mocen hasta dar con el diario que contenía los sucesos importantes del reino inscritos en antigua. Leyó, y entendió cada frase, gozo que le impulsó a continuar la lectura. Así lo hizo, hasta que descubrió un secreto atroz.

Nunca debía haberlo leído, pero ya era tarde. Ocultarlo habría resultado casi imposible, y el miedo a la horca le confirió el valor que le había faltado para escapar del burdel del cual era prisionera, con aquella página arrancada entre sus dedos y la esperanza de obtener algo a cambio en su corazón. Ahora era una fugitiva: tras correr apenas media legua a través de las hierbas azules, había percibido pasos apresurados que la seguían. Hombres de Mocen, no cabía duda. Venían a asesinarla y recuperar la página perdida.

—¡Eh, mocosa, vuelve aquí! —escuchó que exigía uno de ellos.

Apresuró el paso. Se cubría a medias con el magullado antebrazo izquierdo. Todos los árboles crecían con una pronunciada curva hacia el norte, donde brillaba el sol.

De pronto la sorprendió un impacto repentino en la pierna y cayó de bruces. Se había golpeado contra una protuberancia rocosa. Un quejido escapó de sus labios ante el punzante dolor que asaltó su tobillo cuando se incorporó. Trastabilló torpemente y se apoyó en un árbol durante algunos instantes para recuperar el aliento.

A lo lejos, el sonido de casquetes de caballos quebró el silencio del bosque.

«¿Cómo han partido tan deprisa?», se preguntó. «Si suplico misericordia ante el Dios Luminoso, quizá conserve la vida».

En realidad había abandonado hacía mucho el amor por aquel dios que desde niña le habían forzado a alabar: cada familia decente en Lesenia contaba con una estatuilla de esa incuestionable deidad que había sido la responsable de colocar el sol en el horizonte eternamente y dividir el mundo en tierras llameantes, gélidas y armoniosas. Por supuesto, Eterna jamás había deslizado dudas sobre su ferviente adoración, y seguía hincando las rodillas en el suelo para declarar su fidelidad. Solo un idiota —o un suicida— negaría al Dios Luminoso.

Se escabulló entre la espesura a medida que los caballos se aproximaban. Evitó el sendero: incluso los entrenados equinos del Consejo tendrían dificultades para atravesar el follaje en el que había elegido internarse. Había sacrificado velocidad por camuflaje.

Cuando todavía se estaba repitiendo que esa había sido la mejor opción, unos dedos gruesos y firmes se cerraron en torno a su muñeca y halaron de ella con una fuerza descomunal.

—¡No, no! —gritó—. ¡Atrás!

—¡Bastian! —llamó el hombre antes de llevarla hasta un claro cercano—. Mira qué me encontré.

El claro estaba repleto de hombres y enanos. Sus vestimentas variaban desde estropajos lamentables hasta armaduras oxidadas, pero ninguno de ellos lucía la inconfundible coraza de los soldados de Mocen. Cesó de gritar y patear a su captor por puro asombro. Paseó la mirada por cada uno de los veintitantos individuos que habían interrumpido sus actividades para observarla con curiosidad, algunos de los cuales montaban a caballo: aquel había sido el origen del galope. Uno de ellos, embutido en una cota de malla y coronado por una espesa cabellera negra, se acercó a zancadas y la inspeccionó sin señales de reconocerla. Definitivamente no era un hombre de Mocen; pero, entonces, ¿quiénes eran esas personas?

—¿Ha venido a nosotros? —preguntó—. ¿Dónde la has hallado?

—La escuché entre las hojas. Estaba espiándonos. Interroguémosla.

—Tan solo échale un vistazo. Esta no es ninguna espía. ¿De dónde vienes, muchacha? ¿De qué huías?

No respondió. Se limitó a apretar los dientes y mantenerse alerta, hasta que vio descender de su poni a un enano fornido que caminó a su ritmo hasta situarse entre ella y Bastian. Un cuenco cónico de agua colgaba de su cuello.

—A pie, y con ese calzado, no pudiste haber llegado demasiado lejos —concluyó el enano, y se giró hacia el humano de cabellera enmarañada—. Fíjate en la marca en su cuello. Esta chica es una esclava huérfana.

El círculo oscuro atravesado por una flecha se dibujaba con claridad contra la piel de su cuello. La marca jamás iba a permitirle olvidar que había sido una esclava en un burdel alejado de cualquier reino.

—Huérfana o no —intervino Alder—, nos estaba espiando.

—¡No es cierto! —chilló la chica.

—Hablas —comentó Bastian con una sonrisa burlona—, qué bien. La comunicación es clave en cualquier situación. El hecho es —prosiguió mientras clavaba su mirada en Eterna— que nos resulta imposible determinar cuánto escuchaste.

—Claramente ha visto demasiado —dictaminó el enano, señalando al gentío que aguardaba paciente una decisión.

Eterna se libró de la aprehensión de Alder.

—No sé nada. No sé quiénes son ustedes, ni me interesa saberlo. Solo me interesa alejarme cuanto antes de acá, por favor, déjenme ir...

—¿Cómo te llamas?

—Eterna.

—Preguntaré de nuevo, Eterna: ¿de quién huyes, y por qué?

No podía confesarlo. Aquellos hombres y enanos no aparentaban ostentar lujo alguno, y sin duda la entregarían a Mocen a cambio de un puñado de monedas de plata. El honor se antepone a la codicia solo en las canciones.

Antes de que lograse formular una respuesta convincente, los árboles de un extremo del claro se apartaron con brusquedad para revelar a dos sujetos armados con machetes cobrizos. El corazón le dio un vuelco. «Son ellos, los mercenarios. Bastian se adelantó en un instante, espada en mano.

—¡Intrusos! Revelen su identidad —exigió.

El más delgado retrocedió al notar que se había metido donde no debía; pero el otro, carente de cobardía así como de sentido común, encaró a Bastian y blandió su machete con intención de acertarle al rostro. Su contrincante, sin embargo, esquivó el ataque sin complicaciones.

—¡Cuidado! —advirtió Eterna—. ¡Son guerreros de lord Mocen!

Esas palabras parecieron exaltar a las personas del claro, que soltaron una exclamación cargada de asombro. También Bastian demostró sorpresa, pues retrocedió al oír aquello, enfrascado todavía en su lucha.

—Asqueroso salvaje —acusó el individuo al tiempo que pretendía asestar un golpe certero—, ¡muere!

Los hierros entrechocaron, pero Bastian consiguió evitar el asedio y devolver una estocada que dio en el blanco y atravesó el pecho desprotegido del soldado, derrumbándolo un instante más tarde. Su compañero se apresuró a rendirse y soltar su arma.

—¡No he venido a hacerle daño! —juró, mostrando las palmas de sus manos.

Bastian rodó al moribundo mercenario con su pie.

—Un hombre de Mocen sin armadura. Qué extraño..

—¿Hombre de Mocen? ¡No soy más que un simple guardia de la posada del camino! Partimos en busca de esa. —Señaló a la fugitiva—. ¡Con lo que cuestan, y escapan! La vieja Manon estaba furiosa.

—Vaya —se extrañó el enano que antes había inspeccionado a Eterna—, ¿por qué nos dijiste que eran guerreros del Consejo cuando no se trataba más que de trabajadores de un burdel, jovencita?

—Pensé que me perseguían. Yo...

—Deberíamos acabar con ella también —sugirió Alder.

En cuclillas, Bastian soltó un largo suspiro.

—Mierda. He matado a un hombre por error. Lástima.

—¡Se lo merecía, señor! —aseguró el guardia sobreviviente.

—Tú no nos has llamado salvajes —dijo Bastian—, ¿sabes quiénes somos?

Tras titubear un instante, el individuo reconoció, dirigiéndose a todos los presentes:

—Sí. Ustedes son paganos.

El silencio se apoderó de la caravana durante larguísimos segundos. «Paganos», pensó Eterna. Quizá la situación no era tan terrible como ella había imaginado.

—Correcto —admitió Bastian, y se incorporó para después llamarla—. Entonces, huías del burdel donde te obligan a trabajar, y nos mentiste para que matásemos a este tipo.

—Dije la verdad —aseguró—: los hombres de Mocen me persiguen. O lo harán cuando descubran que he robado esto.

No le quedaba más opción que apostarlo todo a ganar la confianza de aquel extraño. Recordaba las historias que se contaban sobre ellos: rebeldes que rechazaban la legitimidad del rey y su vínculo divino con el Dios Luminoso. Desde hacía décadas maquinaban destronarlo. El reino, por supuesto, ofrecía cuantiosas recompensas por la captura de estos terroristas que habían adoptado el nombre de «paganos». Los protectores les daban caza en sus escondites: montañas alejadas, desiertos...

Y bosques.

Le tendió la página de pergamino, que Bastian examinó sin comprender una sola palabra.

—¿Qué es esto?

—Durmió conmigo en la posada. Estaba tan borracho que no se percató de que hurté esto cuando lo leí. Mocen escribe los eventos más significativos del reino en un registro en antigua, y esta página contiene información sobre qué sucedió verdaderamente con el príncipe hace casi un siglo.

—Bronce —llamó Bastian, y el enano se acercó—, ¿es esto lengua antigua?

—No cabe duda de ello —corroboró Bronce tras repasar el documento—. Tanto el pergamino como la tinta son de excelente calidad. Ha sobrevivido la prueba del tiempo.

Desconfiado aún, el líder de los paganos interrogó al guardia sobreviviente:

—¿Es cierto que Mocen se aloja en la posada del camino? —El hombre asintió. Se acercó a Eterna—. Y, ¿tú puedes leer antigua? —Ella también asintió—. Compruébalo. Dime qué dice acá. —Se retiró la cota de malla y se arremangó hasta exponer una frase tatuada en su brazo.

—«La única luz verdadera brilla en nuestros corazones y se llama esperanza» —leyó ella.

—Es cierto —acordó—. Y, ¿qué dice la página?

Eterna se inclino y le susurró al oído el secreto más oscuro del rey. Por lo que le parecieron horas, Bastian estuvo mirándola, inmóvil. Después, se giró hacia sus hombres y ordenó:

—Un golpe de suerte. Alder, toma al guardia y súbelo al carromato; lo necesitaremos como prisionero, no podemos permitir que informe a Mocen de nuestra presencia en el bosque azul. Bronce, consíguele un poni a la chica, dale el tuyo si es necesario. Nos encaminaremos hacia Incarben ahora mismo. Si las cosas salen bien —y le sonrió a Eterna—, este podría ser el primer paso para cambiarlo todo.

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