
Capítulo 10- Soledad
Cargando con su traductor, Xiang bajó a la recepción del hotel al día siguiente. No quería que nadie se diera cuenta de la situación en la que se encontraba, pero esperaba que alguien pudiera ayudarlo. Habría sido fácil llamar a China y pedir ayuda, pero sabía lo que eso significaba: una reprimenda de la gente de la agencia y una humillante derrota para su ego, aparte de una vigilancia mucho más estrecha.
Le preguntó al recepcionista si sabía hablar su idioma. El hombre lo miró con una expresión en la que se notaba que no había entendido nada de lo que le había dicho, y después le respondió algo que él tampoco entendió. Xiang sacó el traductor y repitió la pregunta. Ahí se enteró de que en el hotel había una empleada hija de chinos, pero que trabajaba por las tardes. Un poco más esperanzado, desayunó en el hotel y luego salió a dar una vuelta sin alejarse demasiado: no quería perderse en esa ciudad que ahora no le parecía tan linda.
Todo era un caos: la gente corría de un lugar a otro, apurada por llegar a sus destinos, y los autos que intentaban pasarse unos a otros lo ensordecieron con sus bocinas. Los edificios eran enormes y se perdían en la altura, y Xiang trató de no poner cara de susto, por miedo a que alguien se diera cuenta de que estaba perdido.
Después de unas horas de deambular por los alrededores del hotel, comenzó a sentir hambre, pero no tenía dinero americano. Solo contaba con sus tarjetas de crédito emitidas en China, pero como su custodio siempre compraba lo que él necesitaba, temió que lo estafaran si le pedía ayuda a alguien para comprarse algo.
Al mediodía volvió al hotel y preguntó por la chica hija de chinos, y el recepcionista le dijo que empezaba su turno en una hora.
—¿Podré hablar con ella? —le preguntó al hombre, a través de su traductor.
—Si, claro, señor. La enviaré a su habitación cuando llegue.
—¿Puedo almorzar en el hotel? —volvió a preguntar Xiang.
—Si, señor, por supuesto —dijo el recepcionista. El chico le mostró sus tarjetas de crédito, y le preguntó si servían en ese país—. Esta no es válida en Estados Unidos —Un sudor frío corrió por la espalda de Xiang—, pero esta sí —le dijo, al ver la segunda tarjeta. Xiang respiró aliviado: por lo menos no moriría de hambre.
La comida le resultó rara, pero tenía tanta hambre que la comió sin chistar. El postre estaba rico, y el sabor dulce lo consoló un poco. Cuando volvió a su habitación un rato más tarde, se acostó y encendió la televisión. No entendía nada, pero se sintió un poco menos solo con esos sonidos que llenaban la habitación.
Un rato después, golpearon a su puerta: era la chica que esperaba, la hija de sus compatriotas. La atosigó a preguntas sin fijarse en su desconcierto: la chica no había entendido una sola palabra de lo que le había dicho.
Xiang podría haberse puesto a llorar ahí mismo, hasta que la chica le indicó que le prestara el traductor y le dijo:
—Mi hermana sabe hablar chino.
Por fin parecía haber un poco de esperanza. Xiang le preguntó si su hermana podía venir a verlo, y la chica le dijo que le iba a avisar.
Cuando ella se fue, Xiang, sin saber que más hacer, se acostó. No se había dado cuenta de que estaba agotado, y pronto se quedó dormido.
Lo despertaron unos insistentes golpes en la puerta. Miró su reloj: había dormido tres horas. Con el pelo revuelto y cara de sueño, fue a abrir la puerta y se encontró con una chica de cabello corto, vestida con un pantalón y una campera de jean, que le daban un aspecto algo masculino.
—¿Qué necesita? —le preguntó.
—¿Usted buscaba a alguien que hablara chino? —le respondió la chica.
Xiang la observó mejor: estaba tan dormido que no había visto sus rasgos orientales. Pero le había hablado en su idioma, y con una entonación perfecta.
—Si —le respondió, extrañado de no tener que usar su traductor por primera vez en varios días—. Me alegra conocerte. Mi nombre es Xiang.
—Yo soy Sienna —le respondió la chica, y luego le extendió la mano para darle un apretón fuerte, que al chico le hizo gracia.
—Hablas muy bien el idioma chino, Sienna…
—Lo aprendí de mis padres. Aparte viví un año en Beijing.
Xiang se sintió a gusto con esa chica, y decidió sincerarse, al menos en parte. Le explicó que había tenido un problema y se había quedado solo, que no conocía el idioma, y que necesitaba ayuda para moverse en la ciudad.
—Si me ayudas, puedo pagarte —le dijo. Después la miró tratando de no parecer ansioso: si ella no aceptaba, no iba a tener más remedio que llamar a China.
—Está bien, acepto —le respondió la chica, y Xiang pudo calmarse por fin—. Estoy sin trabajo así que me vendrá bien.
***
Lo primero que Xiang debía aprender, era a hacer el cambio entre yuanes y dólares, y también tenía que hacerse una cuenta en un banco local para conseguir una tarjeta de débito y pagar con ella, o sacar dinero de los cajeros automáticos.
Hicieron el trámite sin problemas, ya que el chico, aunque era extranjero con visa de turista, tenía una abultada cuenta bancaria en China. Le transfirieron una cantidad. Solo tenía que volver cuando necesitara más transferencias, o hacerlas vía web.
Sienna lo llevó a un restaurante, donde comió la primer comida decente que probaba en días, y allí arreglaron el sueldo de ella.
Xiang estaba feliz. Parecía que su suerte estaba cambiando: Sienna sabía cómo moverse en esa ciudad complicada y le enseñó a evitar estafas y robos en la ciudad. Él era un blanco fácil y tenía que cuidarse. El chico recordó la facilidad con que James lo había acorralado en el baño, y se angustió un poco.
***
Pasaron dos semanas. Ayudado por Sienna, Xiang se había cambiado de hotel, por las dudas de que el chofer de Marielle le dijera dónde estaba.
Ella llegaba puntual, a las diez de la mañana, y lo dejaba a las seis de la tarde. Pero un día le preguntó si quería salir de noche.
—No te cobraré horas extras —le aseguró—, pero tú invitas.
Los dos se rieron por la ocurrencia de la chica, pero a él le pareció muy buena la idea, y le dijo que se encontraban a la noche en el lobby del hotel.
Xiang se había vestido informal, con un jean negro, una chaqueta de igual color y una playera blanca. Aunque él no se daba cuenta, lucía muy exótico y apuesto, en opinión de unas mujeres que había en el lobby y que lo observaron con descaro y cuchicheando entre ellas. Él no les prestó atención..
A las once en punto, Sienna entró por la puerta del hotel. Ya no parecía un muchacho: llevaba un vestido negro y corto, cubierto por una chaqueta de cuero, y por primera vez llevaba maquillaje. Pero su carácter era el mismo: miró a Xiang con cara de aprobación y exclamó:
—¡Woooow! ¿Quieres conseguir una novia norteamericana?
Era la Sienna de siempre, la que le gustaba avergonzar a Xiang con bromas o piropos descarados cada vez que lo veía con un outfit especialmente atractivo.
—Pero que tonta eres…
Ella se rió, satisfecha, al ver a ese chico acostumbrado a la acartonada cortesía china, totalmente avergonzado.
El lugar al que Sienna llevó a Xiang parecía un galpón abandonado con un gran cartel luminoso en la puerta por fuera no decía nada aunque había varios custodios en la entrada. La chica venía preparada: le mostró un par de entradas al guardia, que los dejó pasar.
Desde la puerta se alcanzaba a oír el apagado sonido de una música electrónica, pero cuando entraron, el espectáculo sorprendió a Xiang: un dj, desde una tarima, mezclaba música, mientras que abajo, iluminados por luces que marcaban el ritmo, una marea humana saltaba y bailaba.
—¡Vamos! —le gritó Sienna, y lo tomó de la mano. Bailando al son de la hipnótica música, se perdieron en la marea de gente.
Xiang se divirtió mucho: estaba cansado de la quietud de los últimos días, y aunque conocía los temas musicales, jamás había ido a un baile de ese tipo. A su lado, Sienna se dejaba llevar por el ritmo de la música.
Un rato después, bastante agitados, se fueron a tomar algo a una barra que había al costado de la pista.
—¿Qué quieres tomar, Sienna?
—Una cerveza —respondió la chica a los gritos. La música era ensordecedora, pero a pesar de estar cansada, aún se seguía moviendo en el asiento que había conseguido en la barra.
—Dos cervezas, por favor —le pidió Xiang al chico de la barra, en un inglés con bastante acento chino, pero que igual se entendía: Sienna también le estaba enseñando su idioma.
Salieron del baile cuando estaba casi por amanecer. Con el maquillaje corrido, despeinados y algo borrachos, se subieron a un taxi. La chica le dio al conductor una dirección. Pero no era la del hotel sino la de su apartamento.
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