Capítulo I: El eco del silencio
Mi memoria siempre ha sido buena o al menos eso dice mi madre.
Puedo recordar desde que tengo tres años. Mi madre, siempre con la mirada perdida, apenas tenía tiempo para alimentarme. Sus sollozos eran una melodía constante en nuestro hogar; se colaban en mis oídos y resonaban en mi cabeza todo el día. Cada vez que la veía llorar, una desesperación inexplicable me invadía, y, sin poder evitarlo, las lágrimas brotaban de mis ojos.
En aquel entonces, no entendía las razones de su tristeza. Sus palabras nunca llegaban a mí; era como si estuviera atrapada en un mundo donde la comunicación se desvanecía entre los gritos silenciosos de su dolor. La casa, que otros podrían llamar hogar, se sentía más como una prisión, donde cualquier destello de felicidad se ahogaba inmediatamente.
Esperaba mucho de mi madre, incluso a esa edad tan temprana. A pesar de mis limitadas palabras, deseaba que me hablara, que me contara sobre el mundo más allá de nuestras paredes. Pero, en cambio, me encontré con su ausencia, una sombra que se paseaba por la casa, y solo yo quedaba atrapada en su penumbra.
Mi vocabulario era escaso, y mi capacidad para hablar se vio afectada por su silencio. Sin un ejemplo a seguir, empecé a balbucear mis primeras palabras, pero nunca eran suficientes para llenar el vacío entre nosotras.
El tiempo pasó y mis tres años se convirtieron en un mar de recuerdos distorsionados. Aunque no lo sabía entonces, en mi interior solo reinaba el dolor y la soledad.
En ese entorno, comprendí que el amor puede ser tan elusivo como el aire fresco en una habitación cerrada, y así, mi infancia se tornó en una lucha silenciosa por comprender a una madre que, a su vez, no podía comprenderse a sí misma.
A medida que crecía, preguntas sin respuesta flotaban en mi mente: ¿Por qué no podía ser feliz? ¿Qué la había llevado a ese abismo del que parecía no poder salir? Pero, a la edad de tres años, no tenía las respuestas.
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