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El marqués maldito

Hola, ¿qué tal? ^_^

Capítulo XII: El marqués maldito

—Tengo que irme de aquí —bufó la mujer, clavando una determinada mirada en la vasta oscuridad del jardín.

—Finalmente dice algo coherente —la felicitó él, ganándose un femenino jadeo de indignación —. Me preguntaba cuándo se daría cuenta de la magnitud de su estupidez.

Ella se giró para observarlo con un profundo ceño irritado.

—Oh, pues verá, estuve algo ocupada viendo qué tan lejos llegaba la suya.

Owen dio un amenazador paso que ella sostuvo con fiereza y tras un silencioso enfrentamiento de miradas, él tomó una profunda inhalación y decidió ser la persona razonable en ese sitio. Parpadeó lejos, dejándole ganar la simbólica contienda.

—La escoltaré a su hotel —informó, listo para ponerse en movimiento y abandonar aquel sitio del demonio de una buena vez.

La mujer no se inmutó, él le dirigió una apremiante mirada.

—No necesito ser escoltada, milord —señaló con ese altanero elevar de barbilla que solo conseguía acrecentar su irritación. ¿Es que acaso ella quería enfadarlo aún más? ¿Estaba probando qué tanto podía empujar sus límites? Porque maldita fuera, lo estaba consiguiendo.

Presionó la mandíbula, dándole una mirada de pies a cabezas que logró hacerla recular y bajar la vista con recato. Después de todo, había una dama en su interior, ¿quién iba a decirlo?

—Lo que usted necesita es sentido común.

—¿Sentido común? —le espetó de regreso, irguiéndose por completo como un potrillo insolente—. Disculpe, Su Gracia, pero yo no soy la que tiene una idea estúpida sobre casamiento.

—La idea no es estúpida —reclamó, cruzándose de brazos—. La idea es perfectamente factible. —La mujer sacudió la cabeza en una contundente negación, sin molestarse siquiera en escuchar sus palabras—. Dígame, señorita Peyton, ¿acaso no todos los matrimonios son así? La diferencia entre el matrimonio de otras personas y el nuestro, es que ambos entraremos en ello conscientes de que todo es una mentira.

—¡No todo es una mentira en un matrimonio! —replicó con ahínco, golpeando el pie contra el suelo—. Hay personas que se quieren y se respetan, milord. Y suelen tener ese motivo para casarse.

—Tal vez, pero esos no son mayoría.

La dama abrió la boca como si fuera a gritarle algo más en favor de la institución matrimonial, pero entonces simplemente negó y soltó un profundo suspiro.

—Lamento que ese sea su concepto sobre el matrimonio.

Él se encogió de hombros.

—Yo no lo lamento.

—Como sea, debo volver...

Owen se apresuró a ofrecerle su brazo más que dispuesto a dar por zanjada esa discusión tan incómoda, pero la joven hizo caso omiso de él y salió de la pérgola casi corriendo hacia el camino menos favorable para un escape.

—Señorita Peyton... —la llamó, acompasando sus pasos a los de ella—. Si sabe que está yendo por la dirección equivocada, ¿no?

La dama le envió una rápida mirada por sobre el hombro.

—¿Qué propone, milord? ¿Cruzamos por el salón principal? —Owen se dio un segundo para pensar en ello, cayendo en cuenta que no tenía idea de cómo había ella atravesado un salón repleto de personas sin llamar la atención de nadie. Ella llevaba una máscara cinco minutos atrás, por Dios del cielo.

—¿Cómo llegó al jardín? —inquirió, mientras la veía avanzar por el oscuro camino con la confianza propia de quien se siente en casa.

—Hay un portón escondido detrás del invernadero.

—¿Y convenientemente lo encontró abierto? —La joven se limitó a esbozar una enigmática sonrisa, sin apartar la vista de su objetivo.

Owen chasqueó la lengua, decidiendo que lo mejor era no saber la respuesta a esa pregunta. La señorita Peyton había resultado ser mucho más compleja de lo que él había estimado a primera vista, pero estaba dispuesto a admitir su error de novato y seguir adelante. Ahora sabía muy bien con el tipo de mujer que lidiaba y no iba a caer en sus engaños tan fácilmente como antes. Por supuesto que no sabía qué había motivado a la joven a tomarlo como objeto de su divertimento, o por qué ella se había esforzado tanto en mantener la farsa. Pero eso ya no debía importarle. Claro que se había sentido como un estúpido, ella se habría reído bastante a sus costas, llevándolo de las narices de aquí para allá siendo una y otra. Y en parte había sido su culpa, no había prestado la correspondiente atención a la dama que tenía enfrente y así había caído en la falta de subestimar a la mujer.

Ese había sido su error. Error que, evidentemente, Owen no iba a cometer otra vez.

Consiguió arrastrarla hacia su carruaje, no sin antes tener una larga discusión sobre qué situación potencialmente arruinaría más su reputación: ¿encontrarla allí sola o encontrarla allí con él?

—Si la encuentran conmigo solo conseguirá acelerar la boda, señorita Peyton.

—No habrá tal boda, señor —contrarrestó ella, dignándose a subirse al carruaje sin dejar de hacerle saber su parecer.

Owen se acomodó en el asiento tapizado frente a ella, para luego golpear el techo con su puño dándole el aviso de partida al cochero. Habían debatido por tanto tiempo que el pobre hombre probablemente se había dormido en su pescante.

—Le daré dos días para que se haga a la idea —le indicó con tono de mando, el mismo que solía usar cuando alguien intentaba avergonzarlo por sus orígenes algo cuestionables. Maldita sea, era el único hijo legítimo de su padre y sin embargo era el que más había tenido que batallar para demostrar su valía. Era agotador en los mejores días y desquiciante en los peores—. Luego iré a hablar con su padre.

—¡¿En dos días?! —exclamó ella perdiendo su actitud indiferente—. ¿Se ha vuelto loco?

—¿Acaso espera que mantengamos a nuestro público en suspenso por mucho más tiempo, señorita Peyton?

Él ya había decidido que se casaría con ella, no tenía tiempo ni paciencia como para permanecer en Londres a la caza de otra mujer que desposar. Estaba harto de estar bajo el escrutinio de la sociedad de pomposos y estirados ingleses; ya consideraba bastante sacrificio tener que llevarse una de ellas de regreso a casa.

—Señor —musitó con una voz engañosamente amable—, creo que no deberíamos precipitarnos. —Owen frunció el ceño, no muy contento de tener que escuchar otro de sus reclamos—. No es como si usted estuviese en el umbral de la muerte, puede casarse en un tiempo... cuando encuentre a alguien ade...

—Señorita Peyton —la cortó, agitando una mano—, no voy a repetir esta experiencia una vez más. He venido a Inglaterra con el simple propósito de regresarme con una esposa antes del final de la temporada. —Ella hizo un gesto con sus labios que él no supo comprender, pero decidió pasarlo por alto—. Está viendo esto del modo erróneo.

—¿En verdad? Porque lo que veo es a usted intentando chantajearme para que acceda a su locura. —Owen rodó los ojos, pero no tuvo oportunidad de responder—. Y si mal no recuerdo, usted dijo que cualquier arreglo entre nosotros sería discutido y convenido por ambos.

—Eso era antes de ver el tipo de mujer que en realidad es.

—¡Soy una mujer respetable! —prorrumpió la dama en cuestión, cerrando fuertemente sus manos en puños. Si la conociera mejor, diría que ella apenas se estaba conteniendo para no golpearlo—. No vuelva a insinuar lo contrario.

Owen esbozó una leve sonrisa, echándose hacia atrás en su asiento para no quedar tan fácilmente a su alcance. Ella ya lo había abofeteado una vez y él no estaba seguro de si la dejaría salir impune en una segunda ocasión; si iba a ser su esposa, tendría que aprender a respetarlo más allá de su enfado.

—Tenga cuidado con sus manos, señorita Peyton —le indicó con calma—. Solo permito un golpe por persona y usted ya tuvo su oportunidad.

Casi como si acabara de notarlo, ella bajó la mirada hacia sus manos hechas puños y lentamente estiró sus dedos con el más sutil de los movimientos.

—No soy una salvaje, milord —musitó después de un breve silencio.

—Si su comportamiento me lo demuestra, entonces estaré dispuesto a reconsiderar el dejarla participar en la toma de decisiones. —Ella abrió la boca para protestar, pero él la acalló alzando su índice—. No obstante, señorita Peyton, dado su reciente comportamiento me veo en la necesidad de imponerme a su voluntad. —Los labios femeninos se apretaron en un fuerte rictus—. Nos casaremos, hablaré con su padre en dos días y usted se mostrará de acuerdo con la situación. Caso contrario, tendré que imponerme una vez más.

—Señor... —murmuró ella entre dientes, Owen enarcó una ceja esperando su explosión, casi ansiando verla discutir con él. La mujer enfrentó su mirada con terquedad pero tras un largo minuto de consideración, abandonó la lucha con un bufido y dejó caer los hombros en rendición.

Owen suspiró fatigado.

—No se quede allí luciendo miserable —le espetó, molesto al ver la desdicha que había cubierto su semblante. No es como si la estuviera llevando al patíbulo, quizás él no era el perfecto hombre inglés que ella ambicionaba arrastrar al altar, pero era un marqués y eso de algo debía contar—. Está viendo solo el lado malo de esta sociedad, pero piense en lo que gana al casarse conmigo.

—¿Y qué se supone que gano?

—Seguridad, estabilidad económica, un título... —No era el premio mayor, pero vamos, incluso tan deslustrado como estaba seguía siendo un título—. Tendrá su propio hogar, podrá hacer lo que le venga en gana. Y le aseguro que soy muy razonable cuando no me hacen enfadar.

—Milord... —Ella tomó una pequeña inhalación, para luego clavar esos inocentes y a la vez seductores ojos verdes en él. ¿Cómo una persona podía conjurar ambas imágenes? Era algo que Owen no podía explicar—. No puedo... no puedo casarme con alguien que no me quiere.

Él sonrió, haciendo un esfuerzo para no reír y arriesgarse a herir el orgullo de la muchacha. Era joven, y como cualquier joven dama tenía la estúpida idea de que el afecto tenía algo que ver con el matrimonio.

—Señorita Peyton, las personas no se casan con quien quieren se casan con quien deben. —El carruaje comenzó a aminorar su marcha, mientras se acercaban al hotel donde se hospedaba su familia. Ella lo observó sin parpadear, por lo que Owen decidió explicarse en ese preciso momento y dejarle bien en claro el tipo de trato que ellos tendrían—. Y como le dije soy muy razonable. No voy a arrastrarla a la infelicidad, voy a darle dinero y seguridad a cambio de su respaldo y apoyo. Una vez que estemos asentados como esposos, usted podrá ir a buscar quien la quiera y créame... —echó una fugaz mirada por la ventanilla, hacia la parcial oscuridad de la calle—. No voy a detenerla, ni a oponerme.

Pasó un latido de corazón antes de que la dama colocara su enguantada mano en la manija de la portezuela. Owen estaba seguro que se bajaría sin responderle, pero tras un segundo de consideración sus ojos lo escrutaron de soslayo.

—¿Dice que me dejará tener amantes? —inquirió sin apartar la mano de la manija. Owen asintió—. Y usted tendrá amantes. —Aun cuando no era una pregunta él volvió a asentir—. ¿Y qué hay de los hijos?

Él se puso rígido sin apenas darse cuenta.

—Solo podrá concebir conmigo, por supuesto. —Ella elevó las cejas con suspicacia, Owen carraspeó—. Espero que sea lo suficientemente juiciosa como para conseguir un amante que sepa cómo evitar dichos... inconvenientes.

—¿Y usted sabe cómo evitar dichos... inconvenientes?

—No debe preocuparse por mí, señorita Peyton. —Apartó la mirada nuevamente hacia la calle—. Le aseguro que nunca voy a engendrar un bastardo... —Entonces volvió a enfrentar sus ojos—. Y tampoco tengo ningún interés en criar el bastardo de nadie más.

—Lo ha dejado claro, milord —masculló con acritud, finalmente empujando la portezuela para salir del carruaje con la ayuda de su lacayo. Owen la observó por la ventanilla, mientras se cubría la cabeza a consciencia bajo la capucha de la capa y echaba furtivas miradas en rededor.

—¡Majestad! —la llamó, prefiriendo no usar su nombre solo en caso de que hubiera alguien cerca. La mujer se volvió sobre su hombro para enviarle una mirada enfadada—. En dos días —le recordó. Y con un firme tirón cerró las cortinas para sacarla de su vista.

En dos días pediría su mano de forma oficial.

***

—Esta no es la expresión que esperaba verte el día que un hombre viniera a pedir tu mano, cariño.

Aime parpadeó su atención lejos de la taza que llevaba los últimos diez minutos sosteniendo en sus manos y se topó con los ojos de su madre, escrutándola con seriedad desde la entrada de la sala. Un repentino calor inundó sus mejillas, mientras se obligaba a tomar lentas respiraciones por la nariz y luchaba por recomponer su imagen. Exactamente diez minutos atrás su doncella le había avisado de la llegada del marqués, exactamente diez minutos atrás su mente se había desentendido de su cuerpo. Estaba catatónica.

Esos últimos dos días la había sostenido la esperanza de que el hombre entrara en razón con respecto a la ridícula idea de casarse, pero al parecer la razón no lo había alcanzado después de todo. Él había mantenido su palabra y en ese preciso momento le pedía su bendición a su padre para poder hacer legítimo el compromiso.

El abatimiento la había golpeado en su sala de estar y no había sido capaz de moverse desde entonces.

—¿Aime? —Su madre se acercó para ocupar el lugar vacío junto a ella en sofá—. Dime qué ocurre, cariño. —La miró pero no fue capaz de formular palabra alguna. ¿Qué ocurría? Que estaba siendo extorsionada para casarse con un hombre que en lo más profundo de su mente, la creía un ser feo y patético—. ¿Hay algún problema con el marqués? ¿Acaso te ha hecho algo malo?

Ella frunció el ceño al notar que casi estuvo a punto de decir que sí. Pero sería indigno de una dama y sobre todo de Aime Peyton, el mentir de un modo tan lamentable. Por muy desagradable que se le hiciera el marqués, ella no podría pronunciar una injuria que acabara con la reputación de un hombre cuyo único pecado era ser grosero y petulante.

—No... —susurró, esbozando una tentativa sonrisa—. No, madre, el marqués no me ha hecho nada malo.

La mujer mayor soltó un suspiro en alivio. Aime tomó una de sus manos con reverencial cariño, sabiendo que la suerte estaba echada y que no podría luchar contra una corriente que era mucho más fuerte que ella.

—¿Deseas que hable con tu padre? Podemos darles largas al marqués hasta que te sientas más segura. —Su madre le sonrió con dulzura—. Sabes que no debes precipitarte, tienes todo el tiempo del mundo para escoger a tu futuro esposo... y si bien rechazar a un marqués parece algo complicado, tienes que saber que nosotros estaremos a tu lado.

Ella lo sabía muy bien, sus padres jamás la abandonarían sin importar qué cosa se dijera de su persona. Pero Aime no estaba dispuesta a dejar que la reputación de sus padres o la de su familia para el caso, fuera puesta en entredicho. ¿Y si se negaba y Granby decidía hablar de su aventura? El corazón de sus padres se haría añicos. Aime podía soportar decepcionar a la sociedad o a quien fuera, pero no a sus padres. Nunca a sus padres.

—Estoy bien, mamá —se las arregló para decir tras el nudo que cerraba su garganta—. Supongo que solo son... nervios. —Una futura esposa tenía derecho a sentir nervios, ¿no?—. Nunca fui la esposa de nadie.

—Y serás una marquesa —canturrió su madre, sonriendo como una quinceañera enamorada—. ¡Oh, mi querida Aime!

Ella se dejó cobijar por el abrazo de su progenitora, aspirando su perfume e impregnándose de todo su amor. No quería casarse con Granby, pero tampoco tenía una razón lo suficientemente fuerte como para rechazarlo y sonar creíble. Era un marqués, era rico, era apuesto, era joven, él era una verdadera rara avis de la sociedad inglesa y ella sería tachada de pescado frío si no aceptaba su proposición. Incluso si él guardaba silencio sobre lo que había pasado con la enmascarada, salir del pozo tras rechazarlo sería igual de escandaloso y complicado. Si al menos tuviera un título o fortuna, la gente asumiría que no lo encontraba digno de mezclarse con su linaje, pero ella estaba muy por debajo de un marqués y el mundo solo pensaba que debía sentirse afortunada de poder caminar en los mismos salones que alguien de su estatus.

Un golpe leve en la puerta la sacó del frustrante camino que recorrían sus pensamientos, su madre le dio el paso al lacayo que iba acompañado de Granby y luego se puso de pie para ofrecerle una reverencia. Aime tardó diez largos segundos en reaccionar y hacer lo propio.

—Milord, ¡qué agradable visita! —exclamó su madre, acercándose para estrechar sus manos como si la ya lo considerara su hijo. Granby esbozó una sutil sonrisa, dándole un besamanos caballerosamente—. Dígame que se quedará a compartir el té con nosotros.

—Haré lo posible —musitó con una voz cargada de amabilidad—. Pero si no es una gran molestia, señora Peyton, me gustaría poder tener un momento a solas con Aime.

Ella dio un respingo al oírlo decir su nombre por primera vez, pero afortunadamente su madre no lo notó y encantada con los modales ensayados de Granby, salió de la sala pensando que les daba un momento privado a dos enamorados. ¡Vaya pantomima!

En cuanto la puerta se cerró con un sutil retumbar de la madera, Granby perdió su sonrisa traviesa y la observó enarcando esa estúpida y arrogante ceja.

—¿Qué? —le lanzó sin resuellos.

—Pensé que habíamos dicho que se mostraría de acuerdo con todo.

—¿Acaso no lo estoy haciendo?

Él chasqueó la lengua, caminando hasta donde ella estaba con pasos largos y precisos. Aime se apartó convenientemente hacia la ventana más cercana, dejando la mesita del té como mediadora de distancias.

—Parece que acaban de avisarla de su ejecución —dijo, esquivando la mesita para detenerse frente a su persona—. No le haría daño sonreír, ¿sabe?

—Me disculpo, milord. —Aime forzó una sonrisa que hizo doler sus mejillas—. ¿Así está bien?

Él rodó los ojos, sacudiendo una mano frente a su rostro.

—Limítese a sonreír frente a los demás, la actuación es para ellos. —Ella le envió una sarcástica mirada, a lo cual él rio por lo bajo—. ¿Todavía no es capaz de ver la ventaja de este acuerdo? —Aime solo era capaz de ver la locura de ese hombre y le atemorizaba descubrir que él parecía gozar de buena salud, lo que supondrían muchos años para acostumbrarse a ello—. Pensé que en estos dos días podría poner las cosas en perspectiva.

—Curioso... —le respondió con una mueca—, yo pensé que usted recuperaría la cordura entre tanto.

Granby presionó la mandíbula hasta lograr que los músculos de su cuello se tensaran por el esfuerzo. Aime casi se arrepintió de su impertinencia, casi.

—Como sea, señorita Peyton —rugió en voz queda—. Solo cerremos el acuerdo.

El hombre metió la mano dentro de su chaqueta negra y sacó del interior una cajita de terciopelo del mismo color. Por un escaso segundo Aime lo recordó haciendo lo mismo en el carruaje, aquella noche que le había obsequiado sus bombones y su segundo beso. Sacudió la cabeza alejando el recuerdo, al tiempo que él le daba la cajita sin ninguna ceremonia o palabra de mediación. Ella se quedó en blanco observándola, pero de algún modo se las ingenió para abrirla y descubrir su delicado contenido.

—Es... —susurró, observando el anillo con sumo cuidado. Era precioso y... —, oscuro.

Granby asintió.

—Pensé que combinaría con el color de su alma. —Aime dio un respingo apartando la mirada del anillo para enfocarla en ese odioso ser humano, Granby le sonrió—. ¿No le gusta?

—No lo quiero —masculló, empujándole la cajita contra el pecho. ¿El color de su alma? ¿Le había dado un anillo con un diamante negro solo para insultarla? ¡Bruto escocés maleducado!

—Es una pena, tendrá que usarlo —replicó sin dignarse a tomar el condenado anillo. Aime alzó la barbilla, enfrentando su mirada con resuelta terquedad—. No es algo abierto a negociaciones, señorita Peyton.

Al ver que ella no respondía ni tampoco cedía, Granby sacó el anillo de piedra negra del interior de la cajita y entonces tiró de su mano izquierda sin nada de consideración, hasta que esta estuvo extendida entre ambos. Aime estaba lista para presentar batalla, pero entonces sintió sus dedos arrastrándose por la cara interna de su brazo y un inesperado escalofrío subió por su espalda, mientras sus mejillas comenzaban a arder con la indiscutible presencia de un avergonzado sonrojo. Él le sostuvo la mirada sin inmutarse, al tiempo que con sutiles jaloncitos iba abriendo la hilera de botones de sus guantes de seda largos. Aime sintió como la tela comenzaba a deslizarse en una lenta caricia desde lo alto de su antebrazo hacia su muñeca y finalmente, la razón decidió ese instante para volver a ella. Sacudió la mano con la intención de liberarse, pero el marqués la retuvo por los dedos y persistió en su determinación de quitarle el guante.

Aime reculó hasta golpear el marco de la ventana con su trasero y aun así no logró zafarse de sus hábiles zarpas.

—No... —musitó cerrando con fuerza sus dedos. Granby enarcó su arrogante ceja derecha, tomando su negativa como un desafío personal. Intentó abrirle los dedos sin mucho empeño, pero ella se rehusó a ceder de plano.

—Señorita Peyton... —la apremió con un sutil tono afilado.

—He dicho que no. —Granby redobló su esfuerzo, consiguiendo que separara tres dedos de su palma. Aime gimió con frustración, tirando en la dirección contraria pero Granby era mucho más fuerte que ella y no tuvo posibilidades de detenerlo; su mano se abrió—. No, basta. —Ella casi había perdido su guante y el temor al rechazo atenazó sus entrañas—. ¡Owen, basta!

Él la liberó.

Por espacio de varios segundos ninguno de los dos dijo nada, Aime hasta esperaba que la regañara por usar su nombre, pero él simplemente se limitó a mirar sus manos donde aún sostenía el anillo en completo silencio.

Granby carraspeó.

—Tarde o temprano veré sus manos y el resto de usted, señorita Peyton.

—Espero que sea más tarde que temprano, milord.

Él le tendió el anillo.

—Tendrá que usarlo para nuestro público —murmuró con voz queda, ella lo tomó solo por el bien de la aparente tregua que estaba creciendo allí.

—Muy bien. —Se lo guardó en el bolsillo—. Lo usaré para nunca olvidar la clase de hombre que es mi esposo.

Granby sonrió, por primera vez en ese día su sonrisa en realidad pareció autentica.

—No me llaman el marqués maldito solo por mi linaje, mi señora.

—¿Ah no? —inquirió con disimulado interés. Él se inclinó lo suficiente como para que sus miradas quedaran equiparadas.

—También es el color de mi alma —dijo, echando un vistazo rápido al lugar donde ella guardaba el anillo.

Aime pudo ver en ese gesto algo más allá de la broma, pero no estuvo segura qué podía significar eso o por qué Owen Granby creía en verdad que estaba maldito. Decidió en ese instante que no se dejaría arrastrar por la tentación de descubrirlo, era lo más seguro para ella y su bienestar mental.

—Márchese, por favor —le indicó, haciendo un ademan hacia la puerta.

Owen, es decir, lord Granby se reverenció para ella de forma exagerada y burlona.

—A sus órdenes.         

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Ok, evidentemente estas son dos voluntades fuertes las que están chocando. Pero las cosas siguen su rumbo... espero les haya gustado el cap, lo hice largo y todo xDD

Owen es peculiar para decir las cosas, creo que con el paso de los capítulos todos nos vamos a ir habituando a su pequeña falta de tacto. ;) 

Les dejo una imagen del anillo, si bien no hubo gran descripción, Aime lo detallará después y ustedes tienen un pequeño vistazo de lo que yo imaginé. 

Gracias por pasar :) 

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