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Causalidad

¿Qué se cuentan? ¿Andan con ganas de leer esta historia? ¿No? Bueno... me llevo el capítulo a otra parte...

Ya en serio, ahí les va. Espero les guste ;)

Capítulo XVIII: Causalidad

¡Esto era el colmo! No, era más que el colmo era un insulto y ella era la única agraviada. Pero era su culpa. Aunque claro que no era su culpa, ella estaba allí tal y como habían acordado, ¿y él? Vete a saber dónde estaba él.

Y de todos modos era su culpa, porque había sido lo bastante ingenua como para creer que él cumpliría.

Suspiró con pesadez.

Aime no podía retrasar más lo inminente, había un grupo de treinta invitados esperando en la sala amarilla (la cual ella no estaba segura de poder encontrar por su propia cuenta) a que ellos, los nuevos marqueses, se presentaran para poder tomar el desayuno juntos. Era un mero formalismo, algo que se tomaba como una ocasión para ofrecer los parabienes a la pareja y finalmente darles la privacidad para que exploraran su nuevo estatus de casados. Ellos debían despedir a los invitados, era imperativo que se presentaran en el salón y compartieran el desayuno a ojos de sus familiares y amigos más cercanos, para que ellos pudieran juzgar los resultados de lo que habría sido su noche de boda. Pero Owen no estaba allí.

Le había prometido que llegaría antes de que despuntara el alba, le había jurado que no tenía de qué preocuparse y que tendría su asunto —sea el que fuese— resuelto para cuando ella despertara. Y ella llevaba dos horas despierta, ¡dos!

—Condenado hombre —susurró entre dientes, sin detenerse en su paseo por la antesala de su dormitorio. No podía retrasarse allí por mucho más tiempo, reflexionó clavando los talones en la alfombra, estaba pasando el límite entre ser interesante a ser grosera. Y definitivamente, una falta como esa no sería perdonada por gente de la más alta alcurnia. ¿Qué sería peor presentarse sola o presentarse irremediablemente tarde? Claro, considerando que su querido esposo decidiera llegar antes de la cena.

Bufó, consternada, y una vez más inició su paseo por la sala.

Iba a tener que bajar sola, decidió, al encontrar el reflejo de sus ojos en una de las ventanas. Era horrible, tendría que soportar el escrutinio y especulaciones por su cuenta, pero era mejor que dejarlos sacar conclusiones con ambos ausentes.

—¡Aish! Estúpido Owen.

—No específicamente lo que esperaba —escuchó decir a una voz, mientras la ráfaga de viento de la puerta al abrirse le llegaba sorpresivamente. Aime se volteó al instante, encontrándose cara a cara con su... esposo.

Frunció el ceño. Él estaba hecho un desastre, desde el cabello rubio revuelto en todas formas disparatadas, hasta la ropa arrugada y el rojo vivo que enmarcaba sus ojos claros. Era un desastre.

—¿Qué pasó contigo? —le recriminó, sin apenas darse cuenta que sus pies lo siguieron hacia la puerta de comunicación que conectaba con el cuarto. Él emitió un gruñido evasivo, lanzando sin ninguna ceremonia la chaqueta negra que llevaba—. A esta hora todo el mundo te habrá visto llegar, dijiste que estarías antes de que nadie despertara.

—Me retrasé —masculló, escueto, dejando que el chaleco tuviera el mismo tratamiento que la chaqueta—. ¡Randall!

Una puerta lateral se abrió al instante en que aquel nombre abandonó la boca de Owen y automáticamente un hombre entrado en años, apareció cargando un ánfora con agua tibia para recargar la jofaina de aseo.

—Le he preparado un traje —dijo el ayuda de cámara, sin detenerse en su tarea de alzar la ropa que Owen previamente había tirado al suelo.

—Bien.

—¿Desea que lo afeite? —Owen la miró brevemente, para luego sacudir la cabeza en una negación—. Me retiro entonces.

Haciendo una formal reverencia para ambos, Randall desapareció tras la misma puerta sin emitir sonido y ella aguardó hasta estar segura de oír el clic del pestillo al cerrarse, antes de volverse hacia él con los brazos en jarras.

—Los invitados nos esperan —le recordó con acritud. Él chasqueó la lengua.

—Pues que esperen un poco más —musitó, haciendo un alto para ofrecerle una mirada impaciente. Ella parpadeó sin comprender—. ¿Te importaría? —le espetó entonces, manteniendo las manos sobre el borde de su camisa de batista. Aime frunció el ceño, Owen dio un tironcito breve de la prenda y fue al notar la sutil franja de piel de su abdomen al descubierto, cuando lo comprendió y automáticamente se giró de un brinco.

Aime sintió el bochorno de la situación calentándole las mejillas, pero le parecía incluso más ridículo el pensar en marcharse tratándose de su esposo. Pues era su esposo, le costara o no admitirlo para sí misma.

—¿En qué te retrasaste? —pidió saber, mientras se enfocaba en cualquier cosa excepto el sonido de sus movimientos a sus espaldas. Era claro que se estaba cambiando y no se había molestado en irse detrás del biombo, era posible que si mirase solo un tanto por encima de su hombro fuese capaz de verlo. ¡Pero no lo haría! Ella no era el tipo de mujer que espiaba a las demás personas mientras se cambiaban, por mucho que su curiosidad insistiera en que lo hiciera.

—En algunas cosas sin mayor importancia.

Aime pensó en decirle que uno no se anda retrasando por cosas sin importancia, pero supuso que no entraba entre sus responsabilidades de esposa el reclamarle por su ausencia. Owen había accedido a retrasar su noche de bodas hasta que ella estuviese más cómoda con la idea, pero nunca habían acordado que pasarían las noches juntos o siquiera bajo el mismo techo, cuando no les ocupara la tarea de procrear. Ese era un espacio vacío en sus contratos, como un impase legal en el que antes no había reparado y eso la molestó un tanto.

—Supongo que ya no importa —dijo, sacudiendo la cabeza para aclarar sus pensamientos. Realmente no importaba dónde pasara él sus siguientes noches, lo importante era el desayuno y la impresión que darían esa mañana a sus invitados—. Solo despidamos a los invitados.

Ella sintió el momento en que Owen se acercó por su espalda, hasta detenerse a su lado y no pudo evitar tensarse con su cercanía. Lo miró de soslayo con cierto recato y timidez, ya que nada le aseguraba que él estuviese completamente vestido. Pero lo estaba.

—Lamento llegar tarde. —Aime negó, dándole a entender que no importaba. Él medio sonrió—. Y lamento haber dejado que los huéspedes me vieran llegar.

Eso sería algo con lo que ella tendría que cargar luego. Probablemente sería la comidilla de las fiestas en las próximas semanas, dado que la flamante marquesa de Granby no había sido capaz de retener a su marido ni siquiera durante su noche de bodas. Pero se dijo que no importaba, habrían rumores sin importar qué hicieran ellos ese día.

—Está bien.

Owen hizo una mueca y el instinto le dijo a Aime que las disculpas aún no acababan.

—También lamento tener que decirte que voy a prolongar mi ausencia unos días más. —Ella luchó porque su decepción no se evidenciara en su rostro, pero algo tuvo que notar él porque cerró los ojos con afección e hizo un vago intento por rozarla con su mano; caricia que perdió fuerza al final del camino y no llegó a tocarla—. Aime...

—Está bien —repitió, asintiendo repetidas veces—. No es como si esperara que alteraras tu rutina solo porque yo estoy aquí, me vendrá bien tu ausencia —añadió al ver que él estaba por protestar—. Podré familiarizarme con el personal y con la casa, quizás perderme unas cuantas veces hasta ser capaz de ubicarme por mi cuenta.

—No quiero despertar rumores —dijo él con voz cansada—. Voy a intentar estar de regreso pronto, entonces... —hizo una pausa, apartando su mirada hacia un lugar por encima de su cabeza—. Estarás más cómoda, sí —completó. Ella supuso que esa no había sido su primera opción para acabar esa frase, pero no tuvo idea de cómo responderle de todos modos.

Quizás él solo esperaba que ella estuviese más cómoda y dispuesta para consumar el matrimonio, quizás en parte se iba para darle ese espacio. ¿Quién sabía? Ciertamente ella no.

—Es mejor que bajemos —musitó en un susurro. Owen asintió tieso, para luego ofrecerle su brazo con un ligero suspiro de cansancio. Ella lo observó por el rabillo del ojo, notando lo agotado que se veía en ese momento y no le cupieron dudas de que había estado en pie toda la noche.

Pero... ¿haciendo qué?

—¿Owen? —lo llamó justo cuando encaraban el pasillo hacia las escaleras principales, él la miró—. Espero que tu asunto se resuelva pronto.

Una pequeña sonrisa tiró de la comisura de sus labios y entonces él hizo un alto, obligándola a detenerse en el proceso.

—No era este el recibimiento que quería darte en tu nuevo hogar —le espetó con seriedad, al tiempo que estiraba una mano para tomar la de ella y llevársela a sus labios con cuidado—. Y cuando vuelva hablaremos sobre eso de alterar nuestras rutinas...

—Te dije que... —Él presionó sus dedos con suavidad, mirándola por entre las pestañas.

—Sé lo que dijiste, pero yo te dije también que además de las dos mujeres de mi familia tú eres la única con derecho a pedirme que cambie cosas. No traje a un perro a mi casa, Aime, traje a mi mujer y por supuesto que espero que eso provoque cambios.

Ella presionó los ojos, incapaz de mirarlo con cierta suspicacia.

—¿Acaso el acuerdo no habla de vidas por separado?

Él frunció el ceño.

—Somos individuos, pero estamos vinculados hasta que la muerte nos separe —explicó con un breve encogimiento de hombros—. El hecho de que tengamos algunas libertades, no quita que vayamos a respetarnos. Y mi primer deber siempre será para contigo, porque ahora eres mi familia.

Ella asintió por el simple motivo de que no sabía cómo contestar a eso. Sí, en teoría y sobre los papeles eran familia, pero al mismo tiempo ambos iban a guardar una respectiva distancia del otro. Se presentarían ante el mundo como un frente unido y en la intimidad de sus vidas, suponía que tendrían un trato de mutua cordialidad. Siempre y cuando ninguno cometiera el estúpido error de pensar en enamorarse, estarían bien. Aime estaba bien con la idea de tener un amigo en su esposo, no muchas mujeres podían presumir de tremenda fortuna ¿cierto?

***

Pero hacia su segundo día de ausencia, Aime comenzaba a albergar ciertas dudas sobre el modo en que debería afrontar la situación de su obligada soledad. Con la partida de Owen, sus padres, los invitados e incluso de su nueva y entusiasta cuñada, ella había quedado en compañía de la marquesa viuda. Y si bien la mujer no podía ser tachada de grosera, tampoco podía cometer el pecado de considerarla un agradable entretenimiento. Era austera, silenciosa, rígida y aburrida, sobre todo aburrida.

Aime estaba habituada al trato que tenía con sus padres, los momentos familiares en su casa siempre habían sido excusas para enfrascarse en interminables charlas, debates o cualquiera fuera la cosa de moda que les llegara. Pero la marquesa no le hablaba más que lo necesario, compartían las comidas y el reglamentario té de las cinco —ni un minuto más temprano, ni un minuto más tarde—y luego simplemente la dejaba a su suerte. Ella habría esperado tener algún tipo de instrucción, consejo o incluso un paseo por los alrededores de la finca; estaba claro que si quería conseguir algo de eso, ella tendría que buscarlo por sus propios medios.

Al tercer día de disfrutar de su inalterablemente sedante compañía, Aime tomó la decisión de hacer un cambio. Luego del silencioso desayuno, se dio la libertad de escoger un lacayo de los muchos que había en el castillo y preparó todo para salir a dar un paseo. No había conocido más que el jardín e interminables filas de pasillos decorados con antepasados de Owen; ella necesitaba rápidamente salir de allí y despejar su cabeza. Después de todo, no se sentía lo suficientemente cómoda tomando sus deberes como la nueva marquesa, no con su suegra todavía allí encargándose hasta del tiempo de pulido que se le daban a las cucharas. Suponía y esperaba que eso cambiase una vez la mujer regresara a Escocia.

—¿Dónde desea ir, mi lady?

Ella parpadeó, bajándose el sombrero para que el ala cubriera su cara de los rayos del sol. Ese día estaba particularmente fuerte y lo que menos necesitaba era acentuar el color de sus manchas; si su madre la viese ella estaría en grandes aprietos.

—No lo sé, ¿qué me recomiendas?

El joven lacayo que se había presentado como Jen, un gracioso diminutivo de Jensen, echó una mirada con la que barrió gran parte del terreno.

—Bueno, Belvoir es enorme. Le tomaría días recorrerlo a pie en su totalidad.

—¿Qué cosa bonita tenemos cerca? Me gustaría sentarme bajo un árbol a leer.

Jen asintió, tomando las riendas del caballo que llevaba como mero protocolo. Ella no sabía montar, pero en caso de que algo ocurriese él podría volver a la casa por ayuda o lo que fuera, sin demoras.

—¿Quizás le gustaría ver el río? —ofreció con una cándida sonrisa. Aime ni siquiera se lo pensó, el río parecía el lugar idóneo para disfrutar de la canasta que le había preparado la cocinera y de un poco de buena lectura—. Los hijos de los sirvientes suelen ir allí a nadar cuando está caluroso y no es lejos.

—Me gusta esa idea —sentenció alegre—. Guíame.

Si bien la caminata resultó ser un tanto más larga de lo que ella había previsto, en cuanto comenzó a oír el murmullo del agua corriendo a la distancia su entusiasmo se despertó de golpe y apretó el paso, impaciente. Sentía que llevaba semanas encerrada y no solo un puñado de días; era extraño, pero el tiempo pasaba de un modo distinto cuando no tenía al listillo de Owen y sus rápidas respuestas cerca.

—Hay una pequeña pendiente, el caballo no puede bajar por este lado pero si espera a que...

—Descuida —dijo, interrumpiendo a Jen con un movimiento de su mano—. Tú quédate aquí con el caballo, yo iré a echar un vistazo y luego subo.

Jen pareció vacilar ante su improvisado plan, pero estaba claro que estimaba bastante su nueva posición como acompañante de la señora de la casa como para protestar. Dando un dudoso asentimiento, arrastró al caballo hacia un claro donde pudiera colocar sus cosas para el picnic y Aime no aguardó para darse la vuelta, lista para aprender a bajar el pequeño terraplén que desembocaba en la vera del río. Le tomó algunos intentos fallidos y en dos ocasiones casi estuvo por hacer su viaje abajo sobre su trasero, pero finalmente consiguió abrirse camino por entre unas ramas y llegar al suelo empedrado.

El lugar era bellísimo, sentenció, ni bien fue capaz de mirar los alrededores. El brazo del río corría con buena intensidad, pero tal y como le había dicho Jen, allí no era profundo ni tampoco muy ancho. Aime no tenía ninguna dificultad en ver la otra orilla, incluso había un grupo de piedras a medio hundir que parecía un puente natural que conectaba ambos lados. Y fue mientras inspeccionaba las rocas que sus ojos se trabaron con un extraño cordel negro, torpemente enredado en un cumulo de ramitas secas.

Ella dudó unos buenos dos segundos, antes de tirar de su falda un tanto hacia arriba y estirar su pie envuelto en un fino botín de cuero para posarlo en la roca más cercana. Una vez que se sintió bien afirmada, avanzó otro paso sin quitar la mirada de su objetivo. Quizás era una chuchería sin importancia, quizás alguno de los niños que se bañaban allí había perdido un collar, pero todos esos quizás no la detenían de querer averiguarlo. Su pie derecho se deslizó un tanto cuando un arrullo del agua lo golpeó desde el lateral, pero consiguió mantener el equilibrio y dando un certero brinco, se asentó en la roca más grande con pies y manos.

Sonriendo, echó una mirada hacia atrás notando que había avanzado casi hasta la mitad del río. Finalmente consiguió darle un mejor vistazo al cordel, se trataba de un simple collar cuyo diseño parecía imitar la punta de una flecha. Aime se sentó en la roca y estiró su pie para intentar arrastrar las ramas hacia ella, y una vez que lo hubo conseguido, volvió a tumbarse sobre sus rodillas para meter su mano entre las ramas.

—Maldita sea —gruñó, echándose el molesto sombrero hacia atrás. El mismo no paraba de írsele hacia los ojos para entorpecerle la tarea y si ella hubiese tenido más sensatez, habría comprendido que el sombrero lo que intentaba era darle una señal.

Al ver que su brazo era demasiado corto para conseguir acceder a las ramas, buscó otro punto de apoyo y nada le pareció mejor opción que la roca que tenía a su diestra. Estaba casi completamente hundida en el agua, pero ella necesitaba acercarse un poco más y si eso suponía mojarse un tanto la mano, pues no habría daño.

Se estiró decidida a por la roca a medio hundir.

—¡No lo haga!

Pero fue justo antes de terminar de oír eso, cuando su mano entró en contacto con algo viscoso y resbaladizo que la hizo caer de la gran roca directo al agua. Aime soltó un chillido por la sorpresa y automáticamente comenzó a pelear con su vestido para poder regresar a la seca superficie de la roca. Una tarea mucho más complicada de lo que se oía. El río no era profundo, apenas si llegaba a cubrir sus rodillas, pero ella llevaba la parte frontal de su atuendo y el rostro tan mojados que bien parecería que se había metido a nadar al mar. ¡Qué desastre!

Masculló por lo bajo todas las cosas que su madre nunca le permitía decir, al tiempo que sacudía las manos e intentaba escurrir el agua de su arruinado sombrero. Entonces Aime hizo un alto en medio de su pataleta, recordando súbitamente que había oído a alguien justo antes de caerse al agua.

Alzó el rostro bruscamente buscando a Jen en la orilla del río a sus espaldas, pero el lacayo no estaba en ningún lugar cerca de su vista. Con cuidado llevó su mirada hacia el frente, descubriendo para su sorpresa la silueta de un hombre dibujada a contra luz. No podía verle la cara, pero se daba cuenta que él la estaba mirando y analizando desde su ventajosa posición.

Aime estiró una mano para asentarla en la roca más cercana y lenta, muy lentamente, comenzó a desandar su camino. Él hombre dio un paso en su dirección, ella se detuvo.

—Suba a las rocas —le indicó el desconocido con voz que rezumaba calma y seguridad—. El agua le creará resistencia y podría volver a caer.

Claro, él tenía razón. Pero subir a las rocas supondría darle la espalda mientras se regresaba. Y Aime no era tan estúpida como para fiarse de un extraño que había conocido en el medio del bosque, los cuentos infantiles habían hecho mella en su interior después de todo.

—¿Quién es usted? —le espetó, resuelta a no dejarse amedrentar como si se tratara de una niña asustadiza. Jen estaba arriba, con un solo llamado él acudiría y en caso de ser necesario, todo Belvoir estaría allí para auxiliarla.

—No fue mi intención asustarla.

Aime frunció el ceño, aunque el efecto perdió algo de severidad al tener que sacudirse las tontas gotas de agua que chorreaban de su cabello.

—¿Trabaja en el castillo? —Recién en ese instante se le ocurrió que él podría ser un empleado tomando un descanso de sus tareas.

—No. —Pero la esperanza murió rápido.

—Esto es propiedad privada. —El hombre sonrió, por supuesto que ella no vio el gesto por el modo en que el sol lo iluminaba, pero fue más bien un presentimiento. Él estaba divertido con la situación.

—Lo sé.

—No debería estar aquí —masculló sin saber a quién de los dos aplicaba mejor eso.

Él avanzó otro paso, hasta que las puntas de sus zapatos fueron acariciadas por la corriente de agua. Aime se tensó.

—¿Me permite ayudarla a regresar a la orilla? No debería permanecer tanto en el agua, pescara una fiebre.

—Ese no es su problema, señor —musitó con menos confianza de la que habría esperado—. No avance más.

Él alzó las manos en un gesto de pacifica rendición. Aime midió sus distancias con una ansiosa mirada, tratando de predecir qué podría hacer antes de que él cruzara la parte de río que los separaba. ¿Gritar? ¿Correr? ¿Golpearlo? Todas las opciones tenían su grado de peligro y no estaba segura que un golpe suyo fuese a hacer mella en un hombre de su tamaño.

—Mi señora —susurró, claramente consciente de su incomodidad—. No tengo intención de hacerle daño, salga del agua... por favor.

Aime parpadeó, sin fiarse del todo del extraño. Finalmente tuvo que rendirse a la evidente, no podía quedarse allí más tiempo. Ya de por sí sería difícil explicar el estado de su vestido, lo que menos necesitaba era pescar un resfriado como consecuencia de su curiosidad maldita.

Subió a la roca, no sin cierta dificultad y luego lo observó con reserva.

—Dígame su nombre —le ordenó, tratando de sonar firme.

—¿Mi nombre?

—Confío en que no atacará por la espalda a alguien que conoce, así que dígame su nombre.

En esa ocasión ella no tuvo que imaginárselo, porque él en realidad soltó una risilla ronca y baja.

—Valen... —dijo con voz firme, pero amable—. Valente.

Aime enarcó ambas cejas.

—¿Su nombre es Valen Valente? —Eso sí que era raro y poco agradable por parte de sus padres.

Él negó. O al menos su silueta lo hizo.

—Mi apellido es Valente, pero todos me llaman Valen.

—Yo soy Aime Pe... —hizo una pausa, notando su pequeño traspié. Ella ya no era una Peyton, al menos no por completo—. Aime Hodges.

Desde el otro lado del río, Valen Valente o solo Valen, dio un pequeño respingo para luego inclinarse en una profunda reverencia.

—Su Gracia. —Aime estuvo a punto de corregirlo, pero una vez más tuvo que contenerse y recordarse su nueva posición—. Pido disculpas, no la había reconocido.

Por supuesto que nadie la habría reconocido, ella de momento solo era un nombre adosado al del marqués.

—Descuide —musitó desechando sus palabras y apuntándolo con un dedo—. No se mueva.

Él asintió sin vacilar. Entonces, sintiéndose solo un tanto más cómoda, le dio la espalda parcialmente para saltar sobre las rocas que habían hecho de puente para ella y regresar a la orilla como un pollito mojado que se había separado de su madre.

El señor Valente había cumplido con su pedido, manteniéndose quieto en su lugar en actitud calmada. Cuando Aime dirigió su atención hacia el frente, notó que él sonreía.

—¿Puedo? —pidió, señalando las rocas.

—Creo que debería permanecer de ese lado, señor Valente.

—Lo sé, por eso le pido permiso. —Hizo un gesto con sus manos, abarcando las dimensiones del río—. Verá, este caudal separa de forma natural las dos fincas. No me gustaría invadir propiedad privada.

Ella abrió la boca para replicar, pero entonces se lo pensó mejor y la cerró. No tenía idea de que la extensión de sus tierras acababa en ese río y mucho menos que colindara con otra finca; pero incluso un sitio tan grande como Belvoir debía de tener sus límites.

—Disculpe, no lo sabía.

—Pierda cuidado. —Él volvió a señalar la roca, pidiéndole permiso para ingresar en sus dominios y tras un segundo de vacilación, ella asintió.

El señor Valente se movió con mucha más soltura de lo que ella había logrado antes, brincando sobre las rocas con una grácil agilidad y soltura. Cuando hubo alcanzado la mitad del río, se acuclilló para conseguir desenredar el collar de las ramas y terminó de hacer su recorrido hasta su lado de la orilla, deteniéndose justo antes de poner sus pies sobre la grava.

—¿Puedo? —volvió a preguntar, elevando el rostro para clavar su mirada en ella. Finalmente Aime fue capaz de verlo sin la luz del sol impactando directamente sobre él y no pudo evitar que un escalofrío le bajara a toda marcha por la espalda. Un escalofrío que nada tenía que ver con su ropa mojada.

Parpadeó, azorada y solo fue consciente de su asentimiento, cuando el señor Valente dio otro paso para terminar cara a cara con ella. Era alto, mucho más alto de lo que se había visto cuando estaban a un río de distancia, también era delgado, algo desalineado y con un par de ojos celestes que se veían irreales en su rostro.

Había tanta familiaridad en esa mirada, pensó ella mientras el hombre estiraba su mano para tenderle el collar con una sonrisa. Y si solo se limitara a un simple color de ojos, ella podría haberse dicho que el celeste era un color bastante común en los caballeros de ese lado de Inglaterra, o quizás habría podido establecer ciertos matices. Pero no eran solo los ojos, ese hombre tenía hasta los rasgos de Owen. Exceptuando el cabello negro, parecía una copia de su esposo. Y solo lucía unos pocos años menor que él, ¿podía eso significar que...?

—Oh Dios... —susurró, llevándose una mano a la boca—. ¿Quién es usted?

Valen colocó el rostro de lado, emulando casi a la perfección el gesto que Owen hacía siempre que buscaba equiparar sus miradas.

—Ya se lo dije...

—No —lo cortó, sacudiendo la cabeza—. ¿Quién es usted? Y esta vez, dígame la verdad.

Una de la comisura de sus labios se levantó hasta dibujar una media sonrisa, pero el gesto no llegó a sus ojos y Aime supo casi con certeza que no había nada casual en ese encuentro. Él sabía muy bien la casa de quién estaba a sus espaldas.

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Neil: Escuché por ahí que se quejan de las dedicatorias demasiado largas.

Dimo *sacando su cuchillo*: ¿Quién se queja? 

Lucas: Nadie se queja de eso, nuestras fans nunca podrían tener suficiente de nosotros. 

Neil: Ya, ya, calma tu soberbia Hassan... no te pidieron a ti esta vez. 

Lucas: u_u Últimamente las LucasGirls me están defraudando, ¿qué pasó con mis fans? 

Neil: Te cambiaron por un rubio de época, ya sabes que esos se ganan a todas con la falsa caballerosidad. 

Owen: No es falsa, somos caballeros. 

Will: Y sabemos cómo tratar a una dama. 

Iker: No es raro que nos prefieran, la clase en un hombre siempre le otorga prestigio. 

Bastian: Es por eso que en esta ocasión, yo dedicaré este capítulo a una dama como ninguna otra. Una dama que sabe que entre todos los caballeros aquí presentes, yo soy el que más vale la pena. Señorita romedar este capítulo es para usted y para su buen gusto tanto en hombres como en literatura. 

Neil: Pues... les daré la derecha, al menos no las hacen tan largas. 

Lucas: Bah... yo solo quiero a mis fanáticas de vuelta :/

Dimo *con el cuchillo otra vez*: ¿Quieres que vaya por ellas? 

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