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Richard Verdugo

Mi hermano era un traficante, le gustaba la noche, el bling bling, la mocha, la plata y las balas. Temido, odiado y admirado. Líder de la población, no corría una mosca sin que él no supiera. “El Padrino de la 58” a quien todos buscaban por algún favor. Mi bonita casa, el refrigerador lleno, la ropa de marca, nada me faltaba.
Richard Verdugo se llamaba, egocéntrico como él solo, decía que tenía todo, que solo le faltaba ser inmortal. Lo quise imitar, pero nunca dejó. Si me veía en malos pasos, donde me pillase me iba a sacar la cresta, que mejor estudiase, que no fuese como él, que no tenía el talento de calle.
Pero no hay narco eterno, dicen. Su misma soberbia se encargó de jugarle una traición, su mas cercano lo vendió a la poli, pero este no se dejó, un 23 de agosto se enfrascó en una balacera en la que yo me encontraba junto a él y lo vi caer muerto de un tiro en la cabeza.

Fue un martes en la madrugada que alguien hizo sonar la chapa de la puerta. Se querían meter a la mala, probablemente los enemigos de mi hermano que nos robarían todo. Mi vieja tomó una pistola y apuntó.  Pero cuando aquel intruso abrió la sorpresa fue mayúscula.

- Hola, mamá. Oye, cambien la chapa, con un simple fierrito entré, así de fácil ¿Oigan, tienen unas monedas? Le quedé debiendo plata al taxista y me está esperando afuera para que le pague.

Mi madre prendió la luz, el Richard, ahí, en nuestra casa, como si nada. Luego se quejó que tenía hambre y que por favor le cocinaran algo. Mi vieja se largó a llorar.

- Ven, acompáñame a comer – me dijo.
- No puede ser, tu estás muerto, yo vi cuando te mataron.
- Hermanito, déjate de hablar de eso ¿Me extrañaban o no me extrañaban? 
- Sí – contestó mi madre, emocionada.
- Ya pues, aprovéchenme entonces.

Tomamos al otro día temprano el bus con dirección a Cartagena. Mi vieja hizo huevos duros, sándwiches y compró churros rellenos. Nos metimos bien adentro en la playa para agarrar la ola más grande. Jugamos a las cartas y de vuelta a Santiago a regalonear.  Él me golpeaba en la cabeza, como el abusivo que siempre fue mientras mi madre nos observaba contenta.

Pero la visita era corta…  había que despedirse, lo abrazamos fuerte. Lo fuimos a dejar en taxi hasta la entrada del cementerio y antes de verlo desaparecer nos dijo que vendría a buscarnos cuando fuese nuestra hora.

Con el tiempo, junto a mi madre armamos una pastelería y nos marchamos de aquel lugar.

Pasaron años, y la vida junto a ella se volvió más que una costumbre, por alguna razón sentía la necesidad de no despegarme jamás de su seno. Pero un día, la vi caerse sola en la entrada de la pieza, sufría de constantes mareos, y terminó en cama por los dolores que sentía en su cuerpo. Lo cierto es que se notaba que le quedaba poco tiempo.

De pronto, se escuchó un auto que estacionaba afuera, y cuando vi a mi hermano levantándome la mano para saludarme, decidí cerrar la puerta con pestillo.

- ¡¿Y a ti que te pasa?! – me preguntó.
- ¡Ándate de aquí!

Mi madre desde la cama escuchó su voz.

- Hijo ¿Es tu hermano el que está golpeando?
- No… no es nadie.

Y este se hacía notar.

- ¡Weón, abre la puerta si no quieres que te saque la cresta como siempre!

Él ya no era bienvenido, no ahora, quizás más adelante. Pero el Richard insistía. Era lógico… se la quería llevar.
Creí que en algún momento se aburriría y se marcharía junto a ese taxi, sin embargo, no cesaba.

- Hijo, no sea mal educado y deje entrar a su hermano.
- No… si ya se fue.
- ¡Abre! - gritaba desde afuera.

Mi madre me tomó de la mano.

- Te amo.
- Mamá, no. Si el Richard puede venir otro día.
- Hijo… estoy sufriendo.

¿Qué mas iba a hacer ante esa frase? Me puse a llorar sobre el vientre de ella mientras se escuchaba los golpes insistentes en la puerta y los fuertes bocinazos del taxi. Me levanté, abrí y el Richard entró. Este se sentó al lado de su cama y le besó la frente.

- Pucha viejita, que te ha tocado duro – le dijo.
- Si… lo sé.
- ¿Vamos? Está el taxi afuera, me va a salir más caro por culpa de este otro.

Entre los dos la levantamos, y la subimos al auto. Me senté con ellos atrás para ir a dejarlos. Mi vieja puso su cabeza en mi pecho. Mis lágrimas desparramadas, y la música del radiotaxi. Veía los paisajes pasar, tomándole todo otro sentido. Cuando llegamos, ellos bajaron, y desde la ventana les levanté la mano para decir adiós.

- ¿Y tú, que te quedas ahí atrás? – me preguntó el taxista mientras me miraba desde el retrovisor.
- ¡¿Ah?! No, vámonos no más, prefiero despedirme desde aquí.
- ¿Despedirte?... Si tu te vas con ellos.
- ¿Qué? No, si yo estoy bien, aún no es mi hora.

- ¿No?

Y todo volvió a mí… no podía ser… como nunca lo recordé. Fue ese 23 de agosto. Le dispararon en la cabeza y cuando lo fui abrazar, entonces no vi venir la bala siguiente.

- ¿Y por qué yo no estuve con él todo este tiempo?
- Créeme que esa mujer sufrió más por ti que por él. De él se pudo despojar, de ti jamás.

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