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~UNO: CIRRUS~☁️

Experience by Ludovico Einaudi



A través de las cicatrices del cielo me encuentro divagando en la sonrisa enigmática del que no debo pretender. Debería estar acostumbrado a la maravillosa construcción que enamorara a los pintores del Renacimiento tal como el trazo generoso de la curva de unos labios que me recuerdan a los frutos maduros.

Siempre me habían hecho saber que puedo ser una especie de mago que inmortaliza lienzos plomizos donde vuelan aves sin justificación…

Cielos cubiertos por nubes cargadas de cristales traslúcidos, donde el sol descompone la luz y como el prisma de Newton no existe ciencia perfecta para poner en hechos lo que puede ser la calidez de una humana sonrisa.”

MYG, Abril de 1904, París, Francia.



El nuevo siglo trae el hambre del progreso dibujada en cada esquina de la ciudad. La Bastilla y la Dama de la Libertad parecen ensalzarse ante la revolución que desde antes de 1889 sacudiera los cimientos de un París demasiado conocido por hacerse con el mayor título en la Exposición Universal de ese mismo año, donde la Torre de Eiffel se convirtió en el símbolo de una urbe especializada en marcar la diferencia desde tiempos inmemoriales.

Las razones para salir adelante, para convertirse en la cuna del arte y los placeres bohemios hacían de la muchedumbre agazapada a ambos lados del Sena el medio de cultivo propicio para que otras historias florecieran.

Nos alejaremos del bullicio de la prensa en esos días y remarcaremos los dorados atardeceres que años antes del estallido de la Primera Guerra o de las noticias de un clamor similar en la lejana Rusia separaran a los artífices de un cuento quizás inadvertido bajo la capa de hollín de los grandes almacenes especializados en la fabricación de calzado y velas.

No será de cualquier obrero de quien nos prendemos con nuestra insana curiosidad. Detrás de los grandes logros de la humanidad, quedan miles de almas satisfechas con el anonimato de cumplir el deber por el que se han esforzado toda la vida.

Acompáñanos entonces para desentrañar las calles de un París cosmopolita y diverso, como siempre adelantado al contundente siglo que recién abre los ojos y como una frágil criatura intenta atrapar en una mirada color cielo los detalles de la mundana existencia.

Acostumbrados a etiquetar, seguro muchos esperan encontrarse con un joven de veinte años de nariz aguileña y mandíbula fuerte con un hoyuelo en la barbilla y algún onomástico francés para edulcorar la predicción de que estamos en Francia.

Sin embargo, por las venas que se transparentan en las pálidas manos de Min Yoon Gi corre sangre asiática y un millón de preguntas en brazos de los nombres que no puede explicar cómo terminó viviendo en el cuarto de una pequeña pensión a dos horas de su lugar de trabajo.

El orgulloso Pont Louis-Philipe alberga el atril que le regalara el alocado Reviere, nombre misterioso del anciano que había fungido como una especie de padre mientras su madre leía la fortuna de los visitantes de la ciudad cuando las casas de las familias de clase media se negaban a darle empleo a una inmigrante surcoreana que había perdido a su esposo en la construcción de la aclamada Torre Eiffel.

Era irónico, Yoongi era el testigo de una extraña mezcla entre los dones espirituales de su madre y la fortaleza de alma que tuvo su padre antes que aquel armatoste que ahora le volvía amenazar se lo arrebatara a los diez años.

“Nunca estaré más feliz que el día en que nos volvamos a ver.

Je t’aime mon ange.”

Había sido la amarga despedida cuando la fiebre de la tuberculosis y la aparatosa tos le arrancaran la vivacidad a los ojos morenos de su madre. Yoongi también lo pensó, las manos hasta esa noche infernal en que vitoreaban a la Torre Eiffel le estaban sirviendo de mortaja a su madre mientras el mundo se apagaba también, el chico que respondía a su nombre había sido conocido como el de cabellos color azabache y ojos de noche.

Quizás la decisión de exteriorizar su infortunio sobre el mismo puente que ahora contemplaba con añoranza, como si de las aguas azules y apacibles pudiera renacer envuelto por los recuerdos de su modesta infancia de lamentaciones y hogazas de pan duro fuera suficiente para fracturar su joven alma.

Min Yoon Gi había saltado del puente una noche de octubre, mientras los juegos pirotécnicos engrandecían el maravilloso paisaje de la ciudad para postrarse ante aquella maravilla de la ingeniería que otro hombre había ayudado a erigir.

Min Yoongi tenía dieciséis cuando contempló la absurda posibilidad de unirse a sus padres en los brazos de la eternidad. Nunca pensó amanecer bajo el murmullo de una multitud que le observaba sin pudor alguno como el animal de feria que parecía ser.

Desde entonces, la noticia de que habían encontrado a un chico desnudo de cabello tan blanco como la nieve y gatunos ojos azul cielo fue motivo de especulaciones. Desde asesinato hasta trucos de circo para ganarse el pan junto a los bohemios del puente.

Eran años de cambio y muchos asiáticos llegaban para estudiar o servir de mano de obra barata en los negocios que había atraído la Exposición Universal a París.

Eran tiempos donde el anciano que tantas veces sirviera de boticario para su madre o simplemente le regalara restos de carbón para hacer sus garabatos en un inicio inteligibles le bridaba un miserable techo donde redireccionar su vida.

De esa manera, y gracias a su inteligencia innata, Min Yoon Gi aprendió a retratar las muecas sociales que día a día llenaban su sección del puente.

Aprendió a convertir en bellos regalos lo simple, de las expresiones mustias y las tardes irrelevantes o el hecho que las nubes llegaran como las personas que algún día podría reencontrar lo que había perdido en las aguas del Sena.

Su aspecto seguía llamando la atención,  lo suficiente para ser blanco de solicitudes de ingreso a compañías circenses y apodarlo como el Ángel de Cristal sobre el Sena por su etérea apariencia.

Eso sumado a la evidente delgadez y su rostro aniñado, le hizo comportarse como un gato arisco en aquellos años en que la adolescencia venía a molestarlo con más saña.

Viviendo prácticamente a la intemperie, con acceso a todo tipo de personas que le compraban sus dibujos, era inevitable que comenzara a frecuentar los callejones mugrientos que conectaban con los bares aún más vetustos.

Aquellos lugares donde las mujeres de la vida pululaban como ninfas dispuestas a engullir a todo el que se atreviera a pernoctar por el lugar. Su madre siempre se rehusó a servir en ese trabajo, no porque lo juzgara o careciese de atributos. No, simplemente porque tenía a Yoongi a su cargo y tratar de enseñarle las buenas normas a un niño mientras vendía su cuerpo no hubiera sido muy sincero que digamos.

Porque los Min eran así, cruelmente sinceros a pesar de la miseria y las alas descarnadas de una sociedad que los vapuleaba por pertenecer a otra etnia. Sin embargo, Yoongi con diecisiete años y una revolución de hormonas latiendo en su cuerpo, destinó las escasas monedas que ganara por un dibujo del río a descubrir aquello por lo que las mujeres se inclinaban a mostrarle el escote.

La ambrosía que solo podía compararse con las ensimismadas pinturas del museo del Louvre o aquellas esculturas de mármol que adoraban la fuente a solo unos metros del puente del Sena fue el inicio.

Aquella donde había arrojado guijarros fingiendo que eran monedas y pidiera deseos que pasaban desde el algodón de azúcar hasta volver a ver la sonrisa de sus padres y dormir entre sus brazos como cuando tenía cinco años.

Yoongi había desbloqueado las puertas del mundo de los placeres carnales y muchas de sus compañeras se esforzaban por hacerle notar que tocar, besar y desear era parte del oculto mundo de miradas y pretensiones que puede llevar a un hombre a la locura.

Quizás fuera el peso de los años pero el chico que ahora retiraba carboncillo de sus maltratadas uñas había envejecido por dentro al punto de aparentar más de los veinte, ganándose más que miradas de curiosidad como fue el caso de Madame Kim.

Otra emigrada surcoreana que interesada en su destreza para inmortalizar paisajes le había invitado a su departamento del otro lado de los Campos Elíseos y allí el de ojos gatunos había intercambiado el placer por el conocimiento cuando la mujer tenía dobles intenciones que no se esforzaba por enmascarar.

Fiel observador del desfile de expresiones que día a día enmarcaba en sus dibujos, a la edad de los dieciocho años Yoongi aprendió a leer y escribir.

Los universos de Poe, Dostoievski y Witman se abrieron entre horas de desenfreno sobre los mullidos edredones en la ingravidez de la cama de la señora Kim, que meses después le comunicara que regresaba a Inglaterra, donde usualmente ejercía como profesora de Literatura.

Su primera amiga, la que le iluminara más allá del saber y los besos prohibidos le abandonaba con un surtido de libros y cartas que comenzaron a convertirse en una opción de vida.

“Escribes tan bien que deberías vivir de ello.”

Recordaba la voz melodiosa de ella en esas tardes que dibujarla desnuda en la privacidad de la casa de la mujer parecía lo más importante del mundo mientras su pluma arañaba el papel con impresiones rosas que debía ser entregado a una chica de dieciséis años.

Yoongi le había concedido veracidad a la fe ciega de Jennifer Kim en su talento y de ser el huésped de un cuchitril junto a Reviere, las primeras cartas de su futura escribanía le había llevado a ocupar el ático de la Pensión Saint Roman en el número 16 de la calle Saint James.

Dos horas hacia el Sena donde seguía empleando las tardes en el empeño de inmortalizar aquellos jardines secretos donde su imaginación se liberaba y un nuevo surtido de cartas y mensajes le era encargado cuando el negocio de escribir cartas de amor parecía ser la última joya descubierta en la ciudad.

Había logrado vivir de esa manera apacible, abriendo una modesta cuenta de banco para ahorrar lo suficiente, pero invirtiendo en su físico y vestimenta para apenas lucir decentemente humano. Nadie contrataría a un bohemio andrajoso para hacerse cargo de su correspondencia más íntima.

Jennie lo encontraba en extremo atractivo aun cuando no pudiera verlo del otro extremo de sus misivas selladas en Inglaterra. La vida le había sonreído por primera vez y con veinte años Min Yoon Gi comenzaba a mirar hacia el futuro hasta que el anuncio de que la Torre Eiffel sería usada para probar el futuro sistema de radiodifusión en París le congeló la sangre en las venas.

Siempre había sido un supersticioso oculto y presentía que aquella condenada obra arquitectónica le odiaba, pues cuando la paz y la estabilidad llamaban a su puerta, la torre como una encomendada del diablo le arrancaba aquello por lo que se había empeñado con tanto esmero.

No iba a ser de un día para otro, pero cuando el primer teléfono fue colocado en la recepción de la pensión donde vivía y las llamadas telefónicas comenzaran a popularizarse... Entonces la romántica idea de comunicarse por cartas empezaría a morir como la llama de la vela que solía tener prendida sobre el retrato de sus padres.

Corría 1904 y la efervescencia de un fin de semana en la urbe llevaba a los proletarios a frecuentar clubes de mala muerte o simplemente despotricar sobre la reforma salarial del gobierno mientras la cerveza se extendía en la barra de cualquier bar.

Min Yoon Gi regresaba de su acostumbrado periplo por el Sena. Hoy no había sido un día muy afortunado para vender su dibujos y encontrarse con el rostro macilento de Reviere tampoco lo calificaría como algo agradable.

Aun así convino en dejarle algunas monedas aquel que siempre le había   ayudado cuando le creían un muerto de hambre postrado de enfermedades más grandes que la propia culpa.

“Los hombres deberían aprender de la nubes. Ellas transitan libres y cambiantes sobre el cielo sin importar la dirección en la que sople el viento. Ellas son libres más allá de la atadura que puede representar la misma humanidad.”

Otro pensamiento melancólico que dedicaría en sus cartas a Jennie, mientras rezaba porque la algarabía que solía rodear a todo nuevo adelanto desapareciera pronto y la gente se olvidara de la comunicación por teléfono para que continuaran solicitando sus servicios.

Monsieur, Min…

La voz de la gobernata de la pensión le atrapó de camino a la abuhardillada escalera en forma de gargantilla que conducía hacia lo pisos superiores. Yoongi intentó disfrazar su nerviosismo con una sonrisa tensa.

Madame, Valais.

La señora no pasaba de los cincuenta años pero aparentaba muchos más debido al puesto que desempeñaba desde antes de quedar viuda. Por lo visto, la parca tenía predilección por interrumpir matrimonios jóvenes y repartir responsabilidades le caía como añillo al dedo.

—No quiero importunarlo pero lleva atraso con el pago de este mes. Espero poder cobrar el adeudo en estos días, si no me temo que tendrá que abandonar su lugar privilegiado en el ático.

Lugar privilegiado… si a eso se le podía llamar a aquel sitio que él mismo había reparado contra las goteras y nidos de palomas que encontrara al llegar. Pero comparado con la choza de Reviere bajo de uno de los puentes del Sena, le había parecido un palacio.

Cómo podemos volvernos tan codiciosos de un momento a otro. La expresión seria de la mujer mientras reparaba en la chaqueta de pana y las botas desgastadas en las puntas de los pies de Yoongi solo confirmaban su apreciación de que a los hijos del infortunio había que tratarlos con mano dura.

—No se preocupe. Pagaré en los próximos días. Buenas noches.

Estaba convencido que la señora Valais le despellejaría vivo con las mucamas que aun farfullaban fuera del comedor nada más se perdiera escalera arriba, nunca pensó ser nuevamente interrumpido por aquella voz un tanto estridente.

—Ofrecen empleos en el teleférico de la Torre Eiffel, como guía turístico y bohemio. Sus pinturas podrían venderse allí.

La torre Eiffel, aquel monstruo doloroso que cual albatros le anunciaba la desgracia. Yoongi se abstuvo de contestarle con palabras mientras traspasaba en el agarre de sus pálidos dedos a la balaustrada de la escalera el deseo iracundo de abalanzarse sobre el cuello de gallina desplumada de aquella mujer.

No se compadecería más por aquel ser, tan dado a explosiones de nervios que no le impedían impartir una extraña justicia en pos del capital de sus huéspedes.

Asintiendo con la cabeza, los pasos del joven se perdieron escalera arriba. La soledad del ático lo llevó a encender el juego de tres candelabros frente a una pequeña cornucopia. Las luces reflejadas en los espejillos bañaron su piel mientras se despojaba de la ropa y abría las puertas de la pequeña terraza, única ventaja que podía concederle a su alcoba.

Desnudo, como una fría luna del mes de abril, un joven etéreo como los espíritus a los que su madre le implorara, estaba solo contemplando los límites del Panteón que el propio Bonaparte proclamara como suyo.

Debía dominarse a sí mismo si quería sobrevivir, solo que la crueldad del orden de las cosas nunca parecía favorecerle mientras la brisa de la noche le impregnaba la tez y lágrimas silenciosas se desbordaban en unos ojos tan fieros como el mismo ímpetu de existir.

Cerrando las puertas de la modesta terraza, Min Yoon Gi juró ante una luna igual de rota que su alma encontrar una solución a sus tribulaciones, una que no le obligara a visitar la imagen de la dama de París. Aquel ícono que odiaría con todas sus fuerzas, aquella torre de los infiernos.

Nunca podría saber, que esa noche, bajo la ventana de la pensión de Madame Valais, los ojos morenos de un hombre que solo le adelantaba en dos años se habían quedado prendados sobre su hermosa piel.



Park Jimin había arribado a Francia en una fecha previa a 1887, en un barco mercante atestado de inmigrantes asiáticos con el sueño de servir de mano de obra para la construcción del monumento que haría alzar las cabezas de todos los visitantes de una ciudad famosa por ser cuna de reyes.

Él mismo se había quedado de piedra cuando su padre, un rico comerciante de la industria de las telas en Japón, le había notificado de la posibilidad de trabajar junto al equipo de Alexandre Eiffel. Jimin sabía al menos seis idiomas.

Su natal coreano, aun cuando hubiera spasado más de un tercio de sus veintidós años en Japón, el país de su madre, alemán, inglés, francés, italiano y japonés como era de esperarse. Ávido lector y amante de los versos de Witman y Blake, alimentó su mente desde chico aunque eran los números el territorio que siempre se había apasionado más.

Eso y su habilidad para dibujar figuras en las tres dimensiones del plano, por ende otro talento más que le haría apto para la ingeniería. La carrera que le había traído al país y por la cual se había quedado aún después de develada la imagen de la torre que ahora daría un paso adelante al coronarse pionera en la era de las telecomunicaciones.

La campanilla que anunciaba la llegada de un nuevo cliente en la pensión Saint Roman en el número 16 de la calle Saint James, la figura elegante de impecable traje y camisa de seda entró retirándose la boina del mismo color gris pizarra de su traje para hacer el registro mientras los rizos casi rubios de su cabello le enmarcaban la regia frente.

Bonne nuit, Monsieur Park. No le esperaba hasta mañana en la tarde. Es un honor albergar a uno de los ingenieros que ayudaron a construir la majestuosa obra de arte que es la torre Eiffel.

La pomposa bienvenida de la mujer le hubiera incomodado si su mente no estuviera atrapada aún en la imagen que minutos antes le dejara sin palabras o pensamientos coherentes. Estaba comprobando la dirección de la pensión que le había recomendado Hoseok.

Aquel excéntrico abogado que sus padres le sugirieron contactar si tenía algún inconveniente en París cuando la luz de la luna se reflejó sobre lo que Jimin llamaría  en su cabeza dulce aparición; pero él no tenía ningún problema en sus ojos, mucho menos para reparar en la anatomía comparable a una estatua de mármol que tenía aquel chico sobre el estrecho balcón infiltrado por helechos y tiestos que regentaban el último piso del lugar donde se desarrollaría su vida en los próximos meses.

Park Jimin, hijo pródigo, excelente profesional, amante de la poesía y la erudición, nunca pensó sentirse tan fascinado por la fragilidad que mostraba aquel muchacho de nívea piel y cabellos alarmantemente blancos. Una molesta reacción fisiológica amenazaba con cobrar vida en su vientre cuando el joven cerró, quizás con demasiada violencia las puertas de aquella especie de terraza.

¿Lo habría descubierto mirando su desnudez?¿Acaso era posible que el rubor que tintaba sus mejillas y lo hacía sentir eufórico por admirar la desnudez de otro hombre fuera algo racional?

No tenía las respuestas y sinceramente no quería imaginar que aquel individuo estaría bajo el mismo techo que él cuando su nuevo proyecto laboral le ocuparía más meses en París.

—Madame Valais, digamos que algunas cosas obraron en favor de acelerar mi instalación en Saint Roman. Muchas gracias por la cálida bienvenida.

Convino con una sonrisa que jamás iluminó su rostro, pero ella la aceptó gritando órdenes para que dos mucamas vinieran en su auxilio. La mejor habitación de aquel sitio destinado a la clase media quedó a su disposición. La cabeza del joven Park seguía divagando en una espiral de consideraciones cuando ingresó a la privacidad del cuarto de baño y una de las mucamas le llevó el agua caliente con una insinuante mirada sobre su torso desnudo.

Sin embargo, el joven Park seguía anclado a la irreal visión que horas atrás atestiguara en el punto opuesto del balcón de su habitación. Quizás estaba soñando con ángeles de mármol, quizás estaba dando riendas a un placer culposo que había encontrado en las mismas calles de París cuando el alcohol cegaba sus sentidos y años de rígida educación se iban al traste por aplacar el anhelo de la turgente carne.

Qué podría estar mal con él cuando parecía Ulises oyendo cantos de sirena. Apaciguar aquel pecaminoso deseo lo tacharía como un desgraciado o dejar que la primitiva necesidad le incendiara el cuerpo parecía ser la opción más probable mientras el agua caliente de la tina engullía sus esfuerzos por satisfacer la voracidad condenada ante los ojos de la sociedad.

El vapor en la habitación le pegó los tornasolados cabellos a la frente y un aria de labios generosos y maldiciones susurradas selló el interludio de autocomplacencia mientras intentaba descubrir en el fondo de su memoria de qué color serían los ojos del ángel que a partir de ahora le visitaría en sus sueños.

Porque Park no era tan iluso como para resistirse a lo inevitable. Sabía a cuenta de dolorosos pellizcos en sus mejillas que había estado despierto cuando sucedió. Había estado dolorosamente despierto, alejado de la imagen etérea de un hombre con la libertad de los cirros, desafiando a la Luna con la misma desnudez de los primeros hombres.



Intrappolami in sentieri insonni riempi la mia anima con la tua immagine divina, mio bellissimo frammento di nuvola.”

(Atrápame en caminos insomnes, llena mi alma con tu imagen divina, mi hermoso fragmento de nube).

PJM, Abril de 1904, París, Francia.




~NUVOLE BIANCHE~

Notas:

•Je t’aime mon ange: Te amo, mi dulce ángel.

•Monsieur: Señor.

•Bonne nuit, Monsieur Park: Buenas noches, señor Park.

•Cirrus: El nombre «cirro» deriva del latín cirrus ‘rizo’ o ‘sortijilla de pelo.’ Es un tipo de nube compuesto de cristales de hielo y caracterizado por bandas delgadas, finas, acompañadas por copetes.

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