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Nunca me creerías.

Esa mañana iba caminando tranquilamente por las calles de Madrid, acompañada del bullicio habitual de la ciudad a esas horas. Tuve que pararme más de diez veces por culpa de los semáforos antes de llegar a mi destino: el taller de mis padres. Mis padres eran gente que había sabido aprovechar la oportunidad y se fueron del pueblo a la ciudad. Eran de la generación de los cincuenta, pero no eran para nada cuadriculados, al contrario, les encantaban los retos. Habían abierto una pequeña librería, pero luego decidieron que ampliarían el negocio, cuando nací yo. Y lo ampliaron, ya lo creo. Ahora poseo una nave enorme con más de cien empleados que se encarga de imprimir, fabricar, encuadernar y vender libros.

Para poder entrar, aunque todo el mundo me conocía, debía presentar mi tarjeta de identificación. Cristina Martínez, treinta y un años. El servicial empleado sonrió y me abrió las puertas. Ante mí, montañas y montañas de papeles, máquinas imprimiendo sobre las delicadas hojas letras desordenadas, pero que en conjunto, se transformaban en bellas frases.

-Buenos días -dijeron todos los empleados.

Les contesté con una amplia sonrisa y anduve hasta el final, mi pequeño despacho. Seguramente la gente se imagina un despacho como un sitio rodeado por cristaleras, con plantitas alrededor y una amplia mesa. Pues siento decepcionaros, pero no. Se trataba de un cojín mullido, carpetas y más carpetas en el suelo y un pequeño pincel, con el que pongo a mano los nombres de los autores. Creo que eso ayuda a los que se inician en el camino de la escritura. Mis padres ya lo hacían cuando era pequeña y poco a poco fui aprendiendo.

Aunque se supone que soy la supervisora de todo, me gusta mezclarme con los trabajadores, utilizar mis manos para llevar a cabo este trabajo y aprovechar para animar a todos los empleados, que de vez en cuando se desaniman.

Salí algo antes de lo normal y me encontré con un extraño señor en la puerta de la entrada.

-¿Puedo ayudarle en algo?

-Hola, soy un inspector. Necesito hablar con la directora de esta... cómo denominarla... curiosa empresa -añadió mientras miraba a su alrededor.

-Yo soy la encargada -respondí despidiéndome del café-. Cristina Martinez, encantada -añadí mientras le tendía la mano.

-Buenos días -respondió él-. ¿Pasamos a su despacho o prefiere que discutamos aquí?

-Pase, por favor, no se quede en el rellano, faltaría más -añadí con una falsa sonrisa-, pero... ¿qué ha venido a hacer un importante inspector a una empresa como esta?

-Vengo a cerrarla -contestó sonriendo también.

Lo guié a través de toda la empresa y paré a mitad para dirigirme a mis empleados.

-Chicos -comencé cuando todas las miradas se centraron en mí-, saludad a este hombre, va a ser un elemento muy importante de nuestra empresa y lo debemos tratar como tal. Se va a encargar de despedirnos a todos, pero sed amables con él, que no me entere yo -añadí con una media sonrisa en los labios y guiñando el ojo.

-Buenos días, señor -dijo uno-. Esperamos que disfrute en nuestra empresa y que disfrute de su estancia con nosotros.

Cuando llegamos a mi pequeño rincón de trabajo el hombre estaba que echaba chispas por las orejas.

Eran más de las dos de la madrugada cuando al fin llegué a mi casa. Tras haber discutido durante horas con ese irritante inspector había llegado a la conclusión de que, tras haber recibido esa multa, la única opción que me quedaba era cerrar.

Al parecer a la competencia le había sentado mal mi éxito y por tanto decidieron denunciarme por explotación laboral.

Abrí el grifo y no salió nada de agua. Le di unos cuantos golpes y con el dedo en la boca bajé a la garita del portero.

-Verá, no hay agua en mi casa, ¿podría indicarme la causa? -pregunté.

No obtuve respuesta. En cambio, recibí un fuerte golpe en la nuca.


-Oh, no -me lamenté cuando abrí los ojos y lo vi a mi lado-. De todas las personas posibles con las que compartir encierro, tenía que ser usted.

-No me fastidie -respondió él con ironía en la voz-, de todas las mujeres del mundo, la más aburrida.

-¿Disculpe?

-¿Acaso lo niega?

Entre pregunta y pregunta, se fue acercando más a mí. Sin apenas darme cuenta, lo tenía a mi lado. Me tendió la mano y me ayudó a levantarme. Me incorporé con miedo de darme en la cabeza con la fría piedra, pero pude andar sin problemas.

Miré a mi alrededor. No tardé en acostumbrarme a la oscuridad y pude distinguir las paredes que nos rodeaban. Estábamos encerrados en una pequeña cueva, sin puertas aparentes.

Pasé las próximas tres horas sin dignarme a hablar con él, aporreando con todas mis fuerzas las paredes y gritando. Cuando al fin me giré lo vi sentado en el suelo riéndose.

-¡Pare de reírse ahora mismo o...!

-¿O qué? -continuó él-, ¿llamará a la policía? ¿Me denunciará? ¿Se irá? ¿Me pegará? -añadió mientras se acercaba peligrosamente a mí-. No puede hacer nada de eso. No tiene teléfono, no hay salida y soy más fuerte que usted -enumeró.

Cuando me quise dar cuenta lo tenía a mi lado. Me cogió de la cintura y me besó.

-¿Qué se cree que está haciendo? -pregunté entre pausa y pausa.

-Pensaba... que eras... más lista -respondió-, te estoy... besando.

Estiré los brazos y logré separarme de él.

-No debemos -dije mientras le tapaba los labios con mi dedo-, usted es un inspector que va a cerrarme la empresa, yo una simple directora desafortunada.

-No voy a cerrar ninguna empresa -contestó mordisqueándome el dedo-, todo es falso.

-¿Qué?

-Al principio la idea era cerraros, pero me he aficionado a verte trabajar y, la verdad, no lo hacéis tan mal. Tengo unos cuantos contactos y he conseguido que la deuda se quede en una simple multa.

-Gracias -respondí-. ¿Por qué cree que estamos aquí?

-Digamos que al que le puso la multa no le ha sentado demasiado bien perder tanto dinero.

-¿Y qué vamos a hacer ahora?

-¿Qué te parece esperar?

-No recuerdo haberte dado permiso para tutearme.

-Ni yo a ti.

El resto del tiempo que pasamos en la cueva estuvimos sentados uno al lado del otro hablando de banalidades. Él con su brazo sobre mis hombros, yo con los míos rodeando su pecho.

El frío comenzaba a apoderarse de nosotros y empecé a tiritar. Él me cogió con delicadeza y me abrazó para darme calor.

-¿Cómo es que una chica como tú está sola? -preguntó rompiendo el silencio que se había impuesto entre nosotros.

-Y tú, ¿no tienes a nadie en tu vida? -pregunté a mi vez eludiendo la pregunta.

-No.

Permanecí bastante tiempo sin hablar hasta que decidí sincerarme con él. De todas formas, si me juzgaba, peor para él.

-Estuve a punto de casarme -reconocí-. Llevábamos mucho tiempo juntos, alrededor de seis años. Lo conocí en el colegio y nunca me separé de él. Se llamaba Fernández, Javier Fernández. Lo recuerdo porque siempre se presentaba así, torciendo el gesto y haciendo una mueca burlona. El día de mi boda, en el altar, cuando estábamos a punto de besarnos apareció una chica que decía ser su mujer. Él se quedó blanco como la cera y me pidió perdón. Salí sin mirar atrás y juré no volver a hablar con él.

-Lo siento -murmuró-. Debió hacerte mucho daño.

-Demasiado -reconocí dispuesta a no responder más preguntas.


Estaba comenzando a dormirme cuando oímos ruidos sobre nuestras cabezas. Quise moverme, pero él no me lo permitió. La tierra comenzó a caer sobre nosotros removida por las fuertes palas que, en principio, estaban sobre nuestras cabezas.

De entre el polvo apareció una mano a la que me aferré para salir de ahí. Estaba atontada, mareada y respiraba con dificultad.

-¿Te encuentras bien? -preguntó el hombre mientras se ponía a mi lado.

-Sí. ¿Y tú?

-También. Adiós, todo esto ha sido una desagradable coincidencia y un error también indebido.

-¿Y eso es todo? ¿Te vas?

-Sí, mi vida me espera al otro lado del mundo. Espero volver a verte algún día, Cristina.

-¡Y yo! -grité. De pronto me di cuenta de que no sabía su nombre-. ¿Cómo te llamas?

Él sonrió y me miró.

-Nunca me creerías.

-Dímelo -rogué.

-Fernández, Javier Fernández.


N.A.

Si quieren descubrir la historia desde el punto de vista de Javier, no duden en votar y pasar a la siguiente parte.

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