—Prometí protegerte... y fallé. Lo siento tanto, Juzo.

   Se lamentaba, a pesar de que el mencionado, ya no podría escucharlo. Yukinori Shinohara, un investigador de Clase Especial, jamás se imaginó a sí mismo, llorando desconsoladamente por la pérdida de un subordinado. Pero es que no pudo evitarlo. Se encariñó demasiado con el muchacho albino de costuras. Era como su hijo.

   Y a todo padre, le duele la pérdida de un hijo.

   No fue lo suficientemente rápido. Se culpaba por todo lo sucedido, después de todo, quizá las cosas hubieran sido diferentes, si se hubiese esforzado más en esa pelea. Si no hubiera bajado la guardia. Si no hubiese sido incapaz de interponerse entre ese ataque mortal, y su compañero. No le alcanzó el tiempo.

—Quizá no me hayas creído, pero cuando dije que me pondría triste si murieras, lo dije en serio.

    Era de noche. Pocos días habían pasado de aquellos sucesos. Por fin lo habían dejado salir del hospital, por lo que optó por ir a caminar. Se sentó en la banca de un parque que solía frecuentar con el más joven. Mirando al cielo estrellado, seguía soltando palabras de dolor. Hasta que, de repente, un pequeño objeto volador, entró a su campo de visión. Un avión de papel.

   Los suaves vientos lo llevaron a atorarse entre las ramas de un árbol cercano. No estaba muy alto. Por mero presentimiento, se levantó de su lugar, para ir hacia el árbol. No tardó en tener su objetivo entre las manos. Lo abrió, descubriendo una caligrafía inconfundible: la de su subordinado, Juuzou. Era su testamento. O bueno, un intento del mismo.

“Este es el testamento del investigador Suzuya Juuzou:

   No tengo objetos de valor, en serio. No tengo nada qué dejarle a nadie.

   Tampoco tengo mucho que decir. Casi nadie me importa. Y digo casi, porque hace poco me di cuenta de que sí me importa una persona. Mi maestro, el Sr. Shinohara. Si está leyendo esto, es porque yo me morí. O, sólo encontró el avión por ahí. Da lo mismo.

   Así que se pondría triste si yo muero, ¿Eh? Qué raro, no lo entiendo. Perdón por morirme. No fue a propósito.

   La verdad, me sentí raro cuando me lo dijo. Nunca nadie me había dicho algo así. Ni siquiera mamá. Pero ustedes dos son muy diferentes. Ambos me agradan. Porque ella es mi mamá. Y usted es –se podían ver varias palabras tachadas– usted es mi maestro.

   De verdad, ¡No sé sienta triste por mí! Me enojaré si lo hace. Todavía están Akira, Amón, Seido... aunque el último es muy molesto. Olvídelo. También tiene a su esposa e hijos. Estará bien sin mí. Y yo, creo que estaré bien sin usted. Sin nadie que me moleste, o me mire con esos ojos.

   Gracias por no mirarme con esos ojos. Gracias por ayudarme y confiar en mí. Mañana será un nuevo día para usted. Más le vale disfrutarlo.

    ¡Adiós!”

   Las lágrimas habían comenzado a manchar el papel, pero él las limpió rápidamente. Volvió a doblar el papel en la forma que tenía antes y decidió conservarlo. Le serviría para afrontar el mañana.

    Y seguir adelante con su vida.