VIII
Esta no es una larga historia. Es mera curiosidad. A estas horas, contar una fábula de verdaderos espantos sería algo bastante negativo para todos, incluyéndome. A mi edad comprendo bien los peligros de correr demasiado la boca, en especial en tierras como las del Ávila.
Sé que sueno como un anciano, Aníbal, no me lo tienes que recordar con esa sonrisa de lobo que a veces tienes. Pero, ¿sabes? A veces ser así te permite encontrar maravillas ocultas para todos. Momentos que para los demás son aburridos, tienden a ser fantásticos para personas exactamente iguales a mí.
Creo en la sencillez de los instantes, en las oportunidades ganadas por el precio de un mundo difícil. Tengo muchas aventuras que nunca sabrán, precisamente porque sé guardar lo importante para mí.
Este relato tuvo lugar tiempo atrás, en el momento que estaba preparando mi esquema general de trabajo final de grado. Para aclarar, señor Gottfried, los futuros bachilleres debemos completar una especie de tesis, aunque no llega de manera formal a ello, para que se nos entregue el título que identifica nuestra educación secundaria.
De mi trabajo no hablaré, ya que, tras terminar la defensa, los conocimientos simplemente se desvanecen de la mente. Cuando se hace algo por cumplir, sin estar en realidad interesado más que en la nota, las experiencias se vuelven pálidas como película antigua. Sin embargo, he de decir que mis investigaciones me permitieron conocer algunos de los rincones más interesantes de Caracas: la Biblioteca Nacional, la Gran Pulpería de Libros, la Librería Kalathos, la Librería Lugar Común, la Plaza de los Museos y, por supuesto, el Archivo Nacional. A este último me referiré en esta corta anécdota.
Era un jueves en la mañana. Había pedido permiso en mi liceo para saltarme ese día, en favor de mi trabajo de investigación. El Archivo Nacional, al igual que varios de los entes de conocimiento público, abren solo los días de semana. Una ridiculez carente de lógica, pero bueno, supongo que así es el país en el que se nació. Los pocos que aún utilizábamos libros para investigar teníamos que recurrir a medidas algo inconvenientes para no incomodarnos en exceso.
En específico, fui a ese nuevo edificio por una vista a la Colombeia, el compendio de los textos producidos por Francisco de Miranda. Su uso, lo recuerdo bien, era simplemente intentar verificar cómo habían cambiado las rutas marítimas de Venezuela desde su fundación. En un hombre que había viajado tanto, me dije, quizás podría encontrar algún dato.
No voy a hablar de su ubicación, porque sinceramente no la sé. El padre de mi compañero nos llevó y nos recogió. Las calles de la zona siempre despiertan un ceño arrugado en el rostro de nuestros padres, sin importar la hora y la compañía.
Es un sitio bonito, lo admito. Las salas de consulta están bien acondicionadas, el catálogo es bastante amplio y la atención buena, aunque me pregunto si todos los bibliotecarios tienen, entre sus requisitos, mirar mal a todo aquel que pide un documento. La mujer que nos atendió nos mató diez veces con los rayos de sus ojos pequeños y oscuros, como trozos de piedra.
El encuentro con el León de Payara tuvo lugar poco antes de marcharnos, cuando ya la investigación estaba más que hecha y solo esperábamos, atentos a los autos que cruzaban la calle y que podían vislumbrarse desde nuestra posición. Aproveché de ir al baño al confirmar que faltaban todavía como veinte minutos para la recogida, dejé mi bolso con mi compañero y me dirigí a hacer mis necesidades tras cruzar un largo pasillo.
El silencio de la zona no me preocupó, mas el frío, de repente invadiendo mis brazos y piernas hasta llegar a mi alma, me urgió a apresurarme y volver. Cuando volví a esa zona del lugar, el frío arreciaba. El golpe de la temperatura me dejó paralizado, acariciándome los brazos en busca de un calor que, hasta unos instantes, todavía existía.
Fue allí, materializado frente a mis ojos como humo, que vi el origen de estos cambios.
Vestido con el uniforme de su época militar, el cabello blanco rodeando zonas de calvicie y el gran bigote de elegancia clara, el sable prendido en la cintura, cejas gruesas de mucho carácter y ojos con una sombra de profunda dignidad, inteligencia, el General José Antonio Páez no quitaba su mirada de mi rostro. Su uniforme parecía nuevo, las condecoraciones, pulidas con esmero y dedicación, brillaban bajo la luz amarillenta. El primer presidente del territorio que sería Venezuela, uno de los hombres que forjó nuestra Patria, parecía encontrarme a mí, un adolescente de cabello rubio, uniforme de camisa beige y pantalón de negro, más fascinante que cualquiera de las cosas que había observado en su larga y polifacética vida.
Su cuerpo, siempre erguido, parecía mucho más grande de lo que en verdad era. Teníamos la misma estatura, algo que me dejó bastante sorprendido. Uno se imagina a los grandes hombres con atributos sobrehumanos cuando, en la realidad, la normalidad de los rostros oculta las más fascinantes personalidades, los más claros juicios.
Pasé largo tiempo allí, lo sé. No hablamos, solo nos miramos mutuamente, nos estudiamos sin el menor gesto de disimulo o educación. Sin embargo, pese a ello, no me sentí en ningún instante incómodo. Superado el susto inicial, no negué que me encontré atraído a uno de los hombres más fascinantes, y repudiados, por la era actual. Es triste que un hombre que amó tanto a su país, porque tuvo que haberlo amado para hacer lo que hizo, sea tan vilipendiado por gran parte de nuestra gente.
Si hoy no estoy aún parado frente a él, es porque mi teléfono empezó a sonar de manera incontrolable. Una canción que ahora odio, Bang Bang de Jesse J. y como veinte personas más, me arrancó del momento. Era mi amigo. Ya nos habían venido a buscar.
Con un balbuceo, murmuré un torpe «Nos vemos, mi General», antes de salir corriendo. No lo aseguro, estaba más pendiente de no causar ningún inconveniente a mis acompañantes, pero creo que me dijo, con esa voz ronca y lejana que tienen lo espectros:
—Adiós, soldado.
Sonreí a mi hermano al acabar de relatar el pequeño incidente. El recuerdo de esos minutos, u horas, me llenaba el corazón de una calidez que había necesitado. Me sentía otra vez contento.
—¿Por qué le dicen el León de la Payara? —preguntó Aníbal, con su bendita costumbre de agregar un artículo extra donde no iba. Suspiré. No iba a discutir con él, así que me limité a responder su duda.
—El General Páez venció al coronel Francisco Farfán, un insurrecto, en la Batalla de San Juan de Payara, cerca del sitio de Apure que lleva ese mismo nombre. Páez era muy apreciado entre los llaneros, al haber nacido en Portuguesa, hasta el punto que le llamaban el «taita» o padre —resumí lo más que pude. No era un experto, pero los apodos siempre me han gustado, igual que las pequeñas curiosidades.
Gottfried se había movido durante mi relato. Tan concentrado estaba en las letras que no me había fijado. Ahora estaba junto a Aníbal, compartiendo el poco espacio del tronco. Si mi hermano no fuera de esos hombres en exceso despreocupados por el espacio personal, a veces pensaba que incluso le gustaba, esa distancia le habría molestado. No podía ver el rostro del anciano, la sombra de mi hermano le cubría por completo.
Un escalofrío me recorrió. Era hora de la última historia y esos ojos rojos como la sangre, definidos en la oscuridad, lo sabían.
General José Antonio Páez.
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