Prólogo.
Unos años después de ese recreo y castigo, parecía que el destino quería que crecieran juntos. Eran hermosos días dorados llenos de risa y calidez. Jay y Meg eran inseparables.
Meg impulsaba a Jay a hacer lo que ella consideraba diversión, Jay no entendía por qué Meg constantemente se arriesgaba, pero tampoco sabía por qué no se abstenía de seguirla, como esa vez que Meg se decidió por alimentar a los perros que paseaban por la calle en donde vivía Jay. Meg iba adelante a paso orgulloso y Jay, cargando un saco de perrarina que habían comprado entre los dos en pequeños trabajos durante las vacaciones de verano.
Claro, después las señoras vecinas llamaron a Ellen para pedirle que le dijera a su hijo y amiga que dejaran de atraer a los perros, pero incluso Ellen pensó que era bonita idea y los siguió.
Jay quería a Meg como una hermana, le llevaba desayuno a la escuela porque sabía que la tonta lo olvidaría en casa. Le ayudaba con las tareas porque sabía que Meg no las haría por tocar el piano, también le dejaba dormir en su cama... Porque sabía que ella pocas veces podía dormir bien en su propia casa.
Faltaba poco para su cumpleaños número catorce. Unos pocos meses después sería el accidente de Roy y Jay, pero ellos estaban ajenos a eso porque Jay le había pedido ayuda a sus padres para brindarle un día bonito a Meg, la niña que prácticamente habían adoptado en su familia.
Meg a esa edad era solitaria. Más de lo que ella pensaba. De alguna manera, era feliz con lo poco que tenía. La música y su mejor amigo. Su padre podía estar horas fuera de casa y su mamá... Se limitaba a observarla con desdén para después retirarse a su habitación. Meg sabía lo que hacía detrás de esa puerta y por eso, dañó la cerradura a propósito para cuidar de su mamá que quedaba inconsciente. No era tan grave en ese entonces, o eso creía Meg. El detonante sería pocos meses después... Pero ella tampoco sabía eso.
Meg estaba absorta mirando el techo de su habitación con trece años, expulsando aire entre sus labios y chasqueando la lengua para hacer algo de ruido en ese departamento. Tres días habían pasado. No sabía nada de sus padres, ni sus padres de ella.
Se había quedado la primera noche en casa de Jay. Tenía miedo de estar sola en la noche en ese frío departamento. Pero decidió tener valentía porque quería ver a su papá y a su mamá, así ellos no a ella. Guardaba la esperanza de que quizás se alegrarían si la vieran a ella al llegar al departamento.
Mañana era su cumpleaños... Catorce al fin. Una lágrima se le deslizó fuera de sus ojos. No. No iba a llorar. Pero quería hacerlo, nadie lo recordaba, sus padres no estaban ni estarían. Estaba segura. Había visto poco a su familia como para tener la idea de que sí recordarían su cumpleaños. No tenía una mascota que la acompañase si quiera.
Pero, ahí estaba Jay.
Sabía que Jay estaría ahí.
Durmió esa noche en la habitación de sus padres. Su mamá tampoco llegó y Eric tenía una operación de urgencia que debía atender en el hospital, él creyó haberle avisado a Meg, pero estaba tan cansado que no se dio cuenta de que no fue así. Su hija quedó esperando por sus padres esa noche. Se hizo eterna, hasta fría.
La pequeña Meg de trece años. Flaca, cabellos negros que cubría sus brazos si se sentaba. Un rostro ligeramente ovalado de nariz delicadamente elevada en la punta que en ese entonces, era un poco redonda. De ojos redondos brillantes y negros. Jay pensaba que Meg era bonita para ser una niña de su edad y, por eso, cuidaba de ella. No quería que nadie le hiciera daño.
Jay ya era alto para su edad, su cabello era más ondulado y habían más pecas en su nariz de las que le gustaban. Conservaba en su piel ese color tostado porque no perdía la oportunidad de montarse en una tabla de surfear. Ellen siempre le estaba pidiendo que no se ahogara y le recriminaba con una sonrisa a Roy por enseñarlo. Roy le respondía con un beso en los labios prometiéndole enseñarle también.
Ese cumpleaños, Meg se despertó sin ninguna esperanza. Se imaginó que tal vez Jay la llamaría para pasar el rato, y así fue. Pero extrañamente, él le pidió que guardara sus cosas de playa.
Pasaron por ella, Meg sintió que escapa de las garras de su soledad cuando los saludo fervientemente y con una sonrisa de oreja a oreja, donde guardaba algunos cabellos rebeldes que se le escapaban.
Se veían sus piernas delgadas en sus shorts de playa y las sandalias paseaban en la punta de sus dedos mientras iban en la parte de atrás de la camioneta, Meg se levantó en la caja y dejó que el viento le corriera el cabello, cerró sus ojos. El sol invadió su piel y casi pareció brillar con los rayos dorados.
Jay sonrió.
—Ven conmigo—le dijo Meg. No tuvo más remedio que levantarse e ir con ella.
Dentro de la camioneta Ellen vio por el retrovisor lo que hacían, pero antes de que pudiese decirles que se sentaran sintiendo sus nervios de punta, su esposo paseó una de sus manos por su pierna para captar su atención.
—Déjalos—dijo Roy con suavidad—. Están viviendo.
Ellen como Jay, se hipnotizó a la sonrisa de su esposo que ahora, tenía una pequeña barba creciente. Su hijo era tan parecido a él, sus ojos claros y sonrisa segura.
—¿Y si se caen?—preguntó unos segundos después. Roy negó con la cabeza mientras reía.
—Cariño, no se van a caer. Disfrútalos. Están felices.
La playa era majestuosa, fue una de las razones por las que Roy le planteó a Ellen vivir en Ciudad Solar. El sol tocaba el agua tímidamente con su luz dorada, no habían muchas personas. Algo que siempre está ahí, no es lo suficiente apreciado. Pero para Roy era distinto, Roy estaba hecho de un material diferente. Él amaba la vida y todos esos pequeños detalles. Respiro muy profundo tomando la mano de su esposa que le pedía a Jay y a Meg no correr tan rápido en dirección al agua.
Meg se detuvo en la orilla.
—¿Qué pasa?—le dijo Jay quien ya tenía el agua hasta los tobillos.
—Me da miedo el agua—respondió Meg con los ojos muy abiertos. No era posible que no recordará ese detalle, estaba tan feliz de que alguien recordase su cumpleaños que obvió su temor.
—Todavía no te creo que le temas al agua—rió Jay. Pero vio que su amiga no reía con él. Sino que se quedó estática mientras el agua salpicaba sus pies descalzos—. Oh... Bueno. Tenemos que resolver eso.
Jay le extendió la mano.
—Jay, no puedo. En serio me da miedo el agua.
—Inténtalo—insistió. Su mano seguía en dirección a Meg, su sonrisa cálida y su ceja elevada que la retaba.
—¿Y si viene un tiburón?—Jay volvió a reír.
—Los tiburones no viven aquí—Meg lo observó con cinismo.
—¿Ahora que viste uno, eres amigo de los tiburones?
—No soy amigo de los tiburones. Pero sí soy amigo de una cobarde.
A mención de esa palabra, Meg cambió su expresión temerosa. Con sus piernas temblando pero decidida, sujetó la mano de Jay con fuerza para entrar al agua. No desperdició la oportunidad de empujarlo. Jay perdió el equilibro y cayó al lado de su tabla riendo hundiéndose por unos segundos.
—No soy una cobarde—le dijo.
—¿Segura?—respondió lanzándole agua—. ¿Qué me dices si te enseño a surfear?
Meg le tiró agua de regreso.
—¿Que estás loco?
—¿Te da miedo?—preguntó ya montándose en la tabla—. Ven aquí. Te llevo.
—¿Cómo?—río.
—Te montas en la tabla y te llevó hasta allá—señaló las olas crecientes a varios metros. Para Jay, eran pequeñas. Pero a la vista de Meg, esas olas eran un sinónimo de suicidio.
—No.
—Vamos. Te prometo que no pasará nada.
Lo miró unos segundos.
—¿Lo juras?
—Lo juro. Si te pasa algo, puedes ahogarme.
Meg hizo lo que Jay le pidió por la sencilla razón de que quería que pensara que ella era genial. Jay amaba esto, y quizás si no se atrevía a hacerlo, no querría pasar más tiempo con ella. Él pasaba mucho tiempo ahí en ese entonces, y Meg, aunque Miranda se lo prohibía, de vez cuando se escapaba de algunas clases para acompañarlo y verlo subirse a esas olas.
Meg pensaba que Jay era increíble. Jugaba básquet con Roy, surfeaba. Y dibujaba. Había algo extraño cada vez que se lo encontraba garabateando en medio de clases, o en su casa, a veces antes de salir a jugar un partido. Jay no perdía la oportunidad de dibujar, y sabía que pintaba porque había visto algunos dibujos en acuarelas en su habitación. Él no se lo decía mucho a nadie, ni siquiera a Roy. Pero hablar con Meg era tan fácil que podía balbucear por horas y ella escucharía.
Prestó atención a sus instrucciones cuando llegaron al lugar, Jay le hablaba desde el agua explicándole cómo debía nadar y levantarse para alcanzar la ola mientras Meg se aferraba a la tabla encogiendo sus piernas al temor de que hubiese un tiburón dentro del agua.
Mientras, Roy y Ellen luego de preparar algunos sándwiches y dejar a Alissa y Aaron de un año debajo de una sombrilla durmiendo, se sentaron debajo del sol conforme atardecía. Ellen descansó su cabeza en el hombro de su esposo. Viendo a esos dos niños —que ya no eran tan niños— luchar para montarse en una ola. Había preparado un pastel para Meg, ellos la querían. Verdaderamente la querían como a una hija.
—Jay está enamorado de Meg.
Ellen frunció las cejas. Se levantó viendo el rostro despreocupado de Roy quien se apoyaba de sus manos sobre la arena, viendo lo mismo que veía ella.
—¿Te dijo algo?—respondió Ellen. La observó con obviedad, algo de diversión también caracterizaba su expresión.
—No. Pero creo que es evidente.
—No creo que sea así...
—Tampoco es algo malo. Meg debe sentir lo mismo.
—¿Cómo dices eso tan fácilmente?—su esposa palmeó su pecho con una risa, pero estaba atenta a sus palabras.
—Ninguno se ha dado cuenta. Son muy jóvenes.
Respondió con naturalidad. Ellen fijó su mirada unos segundos más en la expresión absorta de Roy, quien observaba con profunda pasión cómo los rayos dorados del sol empezaban a cubrir como un manto las olas y su espuma. Sintió un destello en su pecho, le quitaba la respiración esa clase de detalles. Además, veía a su hijo mayor sonreír, mientras que sus dos bebés dormían a los ruidos del mar y su esposa continuaba observándolo, como esperando que dijera algo más.
—¿Qué?—le preguntó con dulzura a su esposa.
Ellen se acercó a su rostro conforme acariciaba su mejilla, besó la punta de su nariz y sonrió.
—Nada. Te amo tanto como cuando éramos jóvenes.
Roy sonrió con sinceridad y sujetó la muñeca de su esposa para atraerla más hacia él, sólo para poder sentirla cerca y besarla un poco más.
—Yo te amo incluso más. Pero seguimos siendo jóvenes, mírate—la abrazó y la atrapó en su pecho.
Ellen amaba que hiciera eso. Le gustaba esa sensación de protección que le brindaba su esposo, a ese hombre que tanto amaba y con quién había compartido de lo que llevaba, casi la mitad de su vida.
Pero, suspiró.
—¿Crees que... De verdad Jay esté enamorado de Meg?—preguntó sin apartarse del calor de su cuerpo—. Son niños.
—Están creciendo. No son unos niños más. Y sí, hay algo en mi instinto paternal que me dice que se está enamorando.
—¿Es peligroso?
—¿Qué esté enamorado?—Ellen rió.
—No, tonto. Que se esté enamorando de su amiga—Roy se subió de hombros.
—Tú fuiste primero mi mejor amiga. Y míranos. ¿Algo salió mal?—Ellen no respondió sólo para jugar con su esposo, a lo que él rió porque sabía que Ellen tenía esa clase de humor—. Voy a interpretar tu silencio como un no.
—Claro que no, todo ha sido hermoso... Es nada más que, ellos son tan amigos, no quiero verlos sufrir.
—Tendrán que sufrir. Después amarán. Porque valorarán más el amor en tiempos de vacío.
Ellen nuevamente, decidió mirar sus ojos. Es como si no pudiera ser suficiente consumir ese color olivo brillante y vivo que le brindaba luz a sus días. Sonrió tan sinceramente que las palabras no alcanzarían para expresar todo el amor que sentía por Roy.
—Siempre sabes qué decir, ¿verdad?—Roy también sonrió. Y la besó.
Más tarde, cuando ya el sol empezaba a ponerse y Meg tenía las mejillas rojas y temblaba un poco de frío después de intentar subirse a la tabla y montar una ola, Jay buscó entre su bolso el obsequio que había comprado para ella un día que estaba en la playa y consiguió un vendedor que le aseguró que ese collar le brindaría protección a quien lo utilizara.
Jay lo creyó, y sabía de alguien que podría necesitarlo. Lo había guardado hacia un mes atrás en una cajita que él mismo había pintado. Se acercó todavía empapado y con el cabello lleno de arena a su amiga, le puso en los hombros una toalla de playa seca y Meg sonrió, pero notó que se veía cansada.
—¿Tienes hambre?—le preguntó mientras se sentaba a su lado rodeando sus rodillas con sus brazos.
—Me da miedo el agua. Pero esto es hermoso. Mira—le señaló el sol naranja que poco a poco, se escondía en el océano. Cómo si estuviese cansado y se hubiese ido a reposar debajo del agua—. Creo que nunca había sido tan feliz como hoy. Gracias.
Jay sonrió y la codeó.
—No, no tengo hambre—le respondió finalmente en medio de una risa—. ¿Y tú? Estás todo lleno de arena—le sacudió el cabello con una mano.
—No. No tengo hambre—mintió. Claro que tenía hambre. Pero se atrevió a rechazar una hamburguesa para estar con Meg un poco más. En su bolsillo de sus shorts de playa, esperaba el regalo—. Para finalizar tu día de cumpleaños, aunque aún falta el pastel chocolate...—anunció con entusiasmo y sonriente, Meg lo observó igual de contenta. Se sacó del bolsillo, esa pequeña cajita y se la extendió— Es para ti.
Meg abrió los ojos para seguido, clavar su mirada en el rostro expectante de Jay.
—¿Es para mí?
—¡Sí! Es tu regalo de cumpleaños—respondió con obviedad. Pero vio una sombra en su rostro. Suavizó su tono, porque sabía que quizás a Meg no le habían hecho un regalo sincero posiblemente nunca—. Es tu regalo de cumpleaños—corrigió con cariño—. Espero que te guste, ¡anda! Ábrelo.
Meg tomó la cajita con sus dedos blanquecinos con una profunda mirada esperanzadora que por un segundo, Jay admiró. Volteó su rostro unos instantes para apagar esa emoción extraña que estaba sintiendo desde hacía unos meses. Reprimiendo el calor en su rostro culpando al vapor de la playa, regresó a ver a Meg quien sostenía la caja ya abierta mostrando el collar de caracol de mar. Pequeña, blanca y escarchada, la sostenía una tirita de cuero negro.
—¿Es para mí?—volvió a repetir. Se sentía patética. No podía creerlo todavía. Hace años que no le obsequiaban nada. Sostenía la cajita con añoranza.
Volvió a ver a Jay con seriedad, con ese brillo en su ojos negros. Llenos de esperanza y, de una emoción extraña que enredaba sus pensamientos. Jay también sostenía la misma expresión. Fueron segundos, pero pudieron ser eternos. Parecía uno de esos clichés que tanto le gusta al universo repetir, sí. Había algo enraizándose en ambos corazones.
Meg parpadeó dos veces y soltó el aire contenido con una risa tímida. Jay rascó su nuca e hizo lo mismo. Evitó morderse los labios por los nervios así que nada más volvió a codearla.
—Ven, déjame ponértelo. ¿Te gusta?—le preguntó.
—Me encanta. Gracias, Jay. Jamás me lo voy a quitar.
Río. Pero sus palabras le dieron satisfacción.
—Feliz cumpleaños—dijo Jay mientras hacía un nudo con el collar para atarlo suavemente a su cuello, Meg sostenía su cabello lacio y pensaba en esa cálida sensación que pasó por su pecho cuando lo miró. Pero, también la apartó y prefirió no darle más vueltas.
Jay desharía el nudo de su collar años después. Quizás sería la última vez que Meg lo usaría. Ellos desconocían todo su futuro. Meg tocaba su música como si su vida dependiera de ello, y así era. Jay pintaba y dibujaba porque sentía que era su espacio de libertad, aunque a Roy le gustaba imaginar a su hijo siendo jugador de básquet, Jay se tomaba con egoísmo la pintura, porque compartía el sentimiento de Meg. Podía sentir que su vida dependía de eso.
Siempre estuvo ahí. Esa cómoda y cálida sensación escondida, guardaba bajo la almohada de los sueños o detrás de los gabinetes del alma. Porque otra vez, parecía que al universo le gustaba jugar con los espíritus y de vez cuando, hacia un par idéntico que tendría que atravesar las espinas de la vida para poder alcanzarse.
Meg estuvo distraía con situaciones que no le correspondían como para preocuparse por esa emoción que inundaba de alivio sus temores cuando Jay la miraba unos segundos de más y Jay, después de la muerte de Roy, casi no podía pensar en otra cosa que no fuera el ayudar a Ellen y a sus hermanos. No había espacio para pensar en algo más allá que en una amistad en la que se apoyaban mutuamente de la forma más pura.
Pero, todo iba a cambiar. Para bien o para mal. Pero iba a cambiar...
Claro, ellos no lo sabían todavía.
Porque Jay y Meg estaban viendo un poco más la playa y el color dorado del sol que todo lo embargaba, hasta sus corazones. Se miraban de reojo escuchando las olas mecerse mientras se estremecían con un toque de manos que enrojeció sus mejillas. Sus ojos tímidamente, volvieron a encontrarse y cada uno en sus cabezas, decidió tener el egoísmo suficiente para permitirse mirarse un poco más sólo unos segundos.
—Unos segundos, y nada más—pensaron.
Bastó eso para que el hilo de sus almas coloridas se retorciera y anudase, unificando esa graciosa coincidencia que no podía pasar por ser predecible, pero eso era lo más bonito. Es como si hubiesen sabido, sin saberlo, que debían estar en ese momento. Bajo los rayos dorados del sol escondido detrás del mar, y más allá de la mirada de otros dos amigos que presenciaban el inicio de una nueva historia.
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