X. Maxime
«Tendría que haber llegado hace dos días», pensaba Maxime mientras ajustaba las cuentas del último mes. Llegado aquel punto, no sabía si le preocupaba más no tener noticias del hijo de Pepe o la bancarrota a la que se enfrentaría la escuela, su escuela, si seguían despilfarrando el dinero de aquella manera. Recuadró el resultado del balance y suspiró a la vez que se echaba hacia atrás en su asiento. ¿Cómo había sido capaz Diane de gastarse todo aquel dinero en un vestuario que nadie necesitaba? Si al menos fueran sobrados de dinero, podrían permitirse comprar las pamplinas que se le antojasen a Miss Blake.
Los problemas monetarios de la escuela de los que su directora se había incluso desentendido, negándose a participar en ellos o a contratar más personal, no eran la única preocupación de Maxime. Estaba harto de tener que encargarse de aquello que no le correspondía, y aquello incluía al hijo de su mejor amigo.
Había perdido el contacto con Pepe diez años atrás. Seguía apreciándolo como al que más, pero eso no evitó que le sorprendiera la carta que había llegado a su puerta hacía unas semanas. Tenía el remitente de un despacho de abogados importante y Maxime temió haber enfadado a alguien lo suficiente como para merecerse una denuncia. Sin embargo, lo que se encontró resultó un golpe mucho más duro que aquello: Pepe, el que había sido su amigo del alma en su juventud, había fallecido, dejando a su hijo sin el sustento que necesitaba.
No podía encargarle el cuidado del joven, ya que el niño contaba con nada menos que veinte años. Sin embargo, Pepe había dejado escrita en su testamento una petición a su viejo amigo: ayudar a su hijo con lo que pudiese hasta que él encontrase la manera de asentarse económicamente. Después de todo, Maxime era el único contacto vivo que le quedaba a Pepe.
El coreógrafo nunca supo decir si había aceptado por pena, por resignación o por aprecio a lo que había vivido junto a su amigo. Lo cierto era que aquella carta envenenada no había llegado en el mejor momento, sobre todo teniendo en cuenta los dolores extra de cabeza que le estaba causando. Se suponía que el chico debería haber llegado la mañana del cinco de diciembre, y aquello era dos días atrás.
Llamaron a la puerta del despacho y Maxime se apresuró a dejar las gafas en una esquina de la mesa.
—¡Adelante!
Desde fuera se asomó una cabeza conocida que consiguió destensar un poco los músculos de Maxime. Esperaba que Peter Murphy hubiera conseguido hacer su trabajo, para variar. Con sus gafas torcidas, su tronco flacucho, su baja estatura y esa cara de pardillo, no inspiraba mucha confianza, pero el coreógrafo sabía que aquello era todo una fachada. Al menos uno de sus problemas estaba en vías de ser solucionado. Con un movimiento de mano, apremió al chico a que hablase.
—He conseguido el informe, señor Villeneuve. De aquí a una parte podremos hacer que miss Blake...
Los ojos de Maxime estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.
—¿Nunca has oído eso de que las paredes escuchan? —estalló—. Entra, rápido. Cierra la puerta. Y habla más bajo.
Peter Murphy cumplió con diligencia todas las órdenes de su jefe y tuvo a bien no tomar asiento frente a él. En su lugar, se mantuvo en pie frente a la mesa con la cabeza gacha y las orejas rojas como un tomate.
—Disculpe, señor.
El aludido se pasó las manos por la cara y dejó escapar un suspiro. No sabía cómo tenía tanta paciencia. Solo esperaba que lo que hubiera podido conseguir el chico mereciera la pena. Se apretó el puente de la nariz y, al fin, se atrevió a posar sus ojos en el joven.
—¿Y bien?
Murphy se tomó su tiempo antes de contestar.
—He conseguido un informe psicológico que ratifica la imposibilidad de miss Blake para mantenerse al frente de la escuela, señor.
Maxime se inclinó hacia delante mientras se rascaba detrás de la oreja.
—¿Es verdadero?
—A medias, señor. Ante la imposibilidad de ver a Miss Blake en persona, los dos psicólogos tuvieron que basarse en las descripciones falsas que usted me proporcionó. Pero sí, el informe es verdadero.
—¿Se las han tragado?
—Al principio costó un poco, pero conseguí convencerlos con los vídeos y la copia de las cuentas del mes pasado.
—Bien.
Volvió a inclinarse hacia atrás en su silla. Por fin había algo que salía bien aquella mañana. Todavía tenía mucho papeleo por hacer, pero aquello era un comienzo. La Blake Academy, futura Villeneuve Academy, lo era todo para él, y no estaba dispuesto a permitir que Diane lo estropease. Ambos habían hecho del baile un hogar, un sitio al que regresar cuando las cosas se ponen feas. Diane Blake lo había guiado a través de aquellas paredes, le había dado a conocer un mundo que él necesitaba casi tanto como el mundo lo necesitaba a él. Había sido una especie de madre adoptiva, una figura paterna sin igual a la que había amado y admirado.
Maxime esbozó una mueca. A veces, incluso los hijos más aplicados se ven obligados a renegar de sus propios. No sería la primera vez que a Maxime le ocurría algo parecido.
—¿Señor Villeneuve? —tanteó Peter Murphy.
«Respira hondo, Maxime. Respira».
—Si tienes algo más que decir dilo rápido y márchate, Murphy.
—Yo...
—¿Sí? —El tono de Maxime era agudo, irónico incluso.
—Yo... me preguntaba por su opinión, señor. Me preguntaba si usted confía en que la junta de accionistas se dé cuenta de la ineptitud de miss Blake, señor.
«Porque en ese caso te llevas el doble de tajada, querrás decir». Con el paso de los años, Maxime iba odiando cada vez más a los ingleses y a sus remilgos. «Cualquiera que los viera pensaría que se creen todos aristócratas».
—Eso ya lo veremos. Y ahora, fuera de mi despacho.
Colocó un sobre lleno de billetes sobre la mesa. Aquello sí que era una buena inversión para la escuela. Peter Murphy se apresuró a coger el dinero y a marcharse por donde había venido.
—Adiós, señor. Gracias, señor.
Maxime lo despachó con un movimiento de mano. Al cerrarse la puerta tras el chico, un silencio pesado lo envolvió todo, un silencio que permitió a Maxime relajarse todo lo que no había podido en los últimos dos días. Muy bien, un problema menos. Solo quedaban mil más por resolver. Pero no, ahora no podía pensar en eso. Se merecía un descanso. Iba a reclinar su silla, a relajarse y...
Tres nuevos golpes en la puerta.
Se tragó sus ganas de gritar.
—¡Adelante!
Por el resquicio de la puerta, volvió a asomar la molesta cabeza de Peter Murphy. Maldito Peter Murphy.
—Disculpe que le interrumpa otra vez, señor. Se me olvidó decírselo antes. Hay un chico en la puerta que quiere hablar con usted —declaró—. Dice ser el hijo de un amigo suyo. Señor.
Perfecto. Ya eran dos problemas menos.
—Hazlo pasar. Gracias, Murphy.
La cabeza pelirroja de su ayudante especial desapareció de nuevo tras la puerta para dar paso a otro joven mucho más corpulento. Le sacaba como mínimo dos cabezas al pequeño Murphy y sus brazos musculados estaban llenos de tatuajes. Cuando Maxime se fijó en la expresión de su cara, con sus labios dibujando una fina línea, no pudo evitar que un escalofrío le recorriese la espalda. Podía ver los rasgos que compartía el chico con Pepe, pero le resultaba mucho más complicado reconocer a su amigo en una persona tan... intimidante. Se apresuró a mostrar su mejor sonrisa; no quería problemas con el recién llegado.
—¡Qué alegría verte, chico! ¡Me tenías preocupado! —afirmó el profesor con su tono más cantarín—. Pasa, pasa. Siéntate.
Sin quitar sus ojos azules del rostro de Maxime, el joven se aproximó a la mesa. El profesor se echó hacia atrás en su silla, una gota de sudor frío recorriéndole la espalda.
—Disculpa que haya llegado tarde sin avisar. —Su voz era áspera, ronca—. Llegué muy enfermo, con gripe. Me crucé con una amiga en Gateway y se ofreció a acogerme en su casa hasta que me recuperase. No quería causarte todavía más molestias de las que te estaré causando.
Maxime se permitió tomar aire; a pesar de su voz, el chico no sonaba como un matón de tres al cuarto. Sacudió una mano con la intención de quitarle importancia al asunto.
—No hay problema, chico, no hay problema. Siento mucho lo de tu padre; él y yo solíamos ser grandes amigos.
Por primera vez, el chico esbozó una sonrisa que al francés le pareció de todo menos tranquilizadora.
—Gracias —sostuvo el chico, sin añadir nada más.
Maxime carraspeó. De uno de los cajones del escritorio, sacó un juego de llaves que había obtenido unos días atrás.
—Estas son las llaves de mi casa. Tengo una habitación libre. Siéntete libre de dejar tus cosas donde quieras, pero no toquetees mucho las mías, ¿vale? No es muy grande, pero es lo mejor que puedo conseguir. —Señaló a su alrededor—. Como puedes comprobar, esta escuela no está en su mejor momento.
El chico asintió con un golpe seco de cabeza.
—No hace falta que te disculpes. Suficiente con que hayas aceptado acogerme. Gracias por tu hospitalidad. Mi padre escogía bien a sus amigos.
Maxime le sonrió de vuelta mientras el hijo de Pepe se levantaba de su asiento.
—Me voy ya, Maxime —declaró el chico—. Muchas gracias otra vez.
Comenzó a caminar hacia la puerta, pero Maxime lo detuvo.
—¡Espera! —exclamó—. No me has dicho tu nombre.
De nuevo, aquella sonrisa enigmática.
—Diego. Diego Olivares —manifestó.
Cerró la puerta tras de sí, dejando a Maxime solo. Al fin.
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