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VIII. Alice

Alice respiró hondo mientras mantenía los ojos cerrados. Necesitaba calmarse, y a poder ser pronto. No podía bailar en esas condiciones, eso lo sabía. Sin embargo, lo peor de todo era que se sentía incapaz de echarle la culpa de su situación a nadie más que a sí misma. Entre cajas, observó el escenario con una mirada renovada. Tenía que centrarse en lo importante, quería centrarse en lo importante.

En aquel momento, James Moore practicaba una coreografía excelente bajo las indicaciones del señor Villeneuve, que estaba más histérico a cada minuto que pasaba. Tanto James como ella habían sido elegidos por el profesor para prepararlos para las audiciones del teatro de las que él mismo era juez —que no se notase la corrupción, sí, señor. Desde la charla informativa de Ebenezer Tremblay, se reunían cada tarde en el teatro Isabel I para mostrar sus avances al coreógrafo. Estaba claro que el señor Villeneuve no podía elegir a nadie que no se encontrara entre los mejores. En parte, Alice entendía a la perfección la presión que se cernía sobre todas sus cabezas.

Las audiciones eran en poco más de tres semanas y los nervios estaban a flor de piel. El señor Villeneuve, suponía Alice, se sentía presionado para que los alumnos que había apadrinado obtuvieran algún papel importante en el teatrillo de tres al cuarto que iban a representar. No entendía a qué venía tanto revuelo si era evidente quién iba a salir ganando: miss Blake y míster Tremblay con el dinero que iban a obtener. Por un segundo, los gritos del coreógrafo se sintieron lejanos. Con la mandíbula tensa, Alice se cruzó de brazos en un intento de abrazarse el cuerpo. Cuando pensaba de esa manera, sonaba igual que sus padres.

Aquel pensamiento hizo que su mente vagara hasta la conversación de aquella mañana durante el desayuno. Para llegar descansada a los ensayos, había dormido más de la cuenta y, al llegar al comedor, sus padres ya casi habían terminado. Alice había posado sus ojos en un plato lleno de migajas frente a una silla vacía, pero colocada con esmero. Sarah, la chica del servicio, lo había cogido con una mano mientras con la otra limpiaba los restos de comida que pudiera haber en el reluciente mantel.

Alice había tenido la tentación de dejarse caer en la otra punta de la enorme mesa, donde las miradas de reproche se sintieran más como se sentían ahora en el escenario, como un mal sueño. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo, que no era capaz de hacerlo. Es por eso que se había sentado junto a su madre, en el sitio que había frente al que había quedado desocupado. Ninguno de sus progenitores le había dirigido la palabra entonces.

Un grito más cercano de lo que ella hubiese querido la sacó por completo de sus pensamientos.

—¡Ya está! ¡Punto! Me he hartado de ti. Fuera de mi vista. ¡Collingwood, a escena!

Alice intentó pasar por alto el tono exigente de su profesor; al menos así, a base de gritos, no tenía la tentación de desear volver atrás en el tiempo. Aun así, al colocarse frente al señor Villeneuve, tuvo el impulso de comprobar que todo estaba en su sitio. Observó sus pies, inamovibles en una quinta posición y con unas zapatillas de punta que le estaban destrozando los dedos. Tenía que mantenerse fuerte, no podía permitir que sus tobillos se vencieran hacia delante. La duda era algo que no podía siquiera cruzarse por su mente, así que colocó los brazos en primera posición y se vistió con su mejor sonrisa.

—Cambio a arabesque —ordenó Maxime—. Música, maestro.

Y con la música, volvió el recuerdo.

El incómodo silencio se había cernido sobre Alice y su familia durante lo que se había sentido como una eternidad. Cuando la bailarina creía que los oídos le iban a explotar, la puerta del comedor se había abierto con un sonido casi tan atronador como el silencio anterior.

—Gracias, Sarah —había manifestado una Delilah que, a ojos de Alice, estaba tan radiante e irreal como siempre.

Delilah, con su camisa blanca y falda de tubo desprovistas de arruga alguna; con su sonrisa perenne y sus ojos brillantes y más azules que los de Alice; con ese pelo rubio que se alejaba del tono cenizo de su hermana. Delilah, la hija perfecta, había caminado hacia sus padres con tanta elegancia que parecía que no rozaba el suelo. Tenía esa forma de ser única que hacía que todo el mundo se girase a mirarla, esa forma de ser carismática que caía en gracia a todos aquellos que la conocían. Alice no había podido evitar encogerse sobre sí misma.

—Perdonad que os interrumpa —«Maldita sea, hasta su voz es agradable»—. Me he dejado unos documentos por algún lado y no puedo ir a la reunión sin ellos. ¿Os suena haberlos visto por aquí?

La señora Collingwood —Alice se negaba a pensar en ella como su madre— había sonreído de tal manera que su hija menor había sentido un pinchazo en el pecho. A ella nunca la miraban así.

—Me ha parecido verlos por ahí, cariño.

Delilah, le había devuelto la sonrisa a su madre y se había acercado a ella para darle un beso en la frente.

Alguien golpeó el suelo frente a Alice y el escenario del auditorio retumbó bajo sus pies. El señor Villeneuve, pese a estar en clara desventaja de altura, le resultaba casi tan intimidante como si su sombra se estuviese cerniendo sobre ella.

—¡Concéntrate, putain! Pas de bourrée couru, venga.

«Concéntrate.» Se subió sobre las zapatillas de punta y se dispuso a hacer lo que requería su profesor. Respiró hondo, intentando que la cara de Delilah se difuminase en su memoria. ¿Desde cuándo ella, Alice Collingwood, permitía que su hermana influenciase su vida tanto como para hacerla dudar? Lo de aquella mañana tampoco había sido para tanto, ¿verdad?

—¿Por qué no te quedas un rato con nosotros, Lila? —había requerido el señor Collingwood—. Ya llegas tarde, de todas formas. Por supuesto no queremos molestar, pero seguro que a tu hermana le encantaría pasar un rato contigo. ¿Tú qué dices, Alice?

La aludida había escupido parte de la comida de nuevo sobre el plato y se lo había recriminado a sí misma casi al instante. «Qué. Estás. Haciendo». Su familia, por descontado, era demasiado educada como para decir algo, pero eso no había evitado que viera por el rabillo del ojo el mohín del señor Collingwood y cómo arrugaba la nariz la señora Collingwood. Había agarrado una servilleta para limpiarse ante la atenta mirada de Delilah, cuya sonrisa no había flaqueado.

Lo que si flaqueó fueron las piernas de Alice. Trastabilló y le faltó muy poco para caer.

—¿Pero qué demonios te pasa hoy, Collingwood? ¡Otra vez! ¡Desde arriba!

Alice no habría puesto una mano en el fuego por ello, pero creía que tenía las mejillas sonrojadas mientras caminaba hacia un lateral del escenario, dispuesta a comenzar de nuevo. Por si fuera poco, justo a su izquierda, entre cajas, aquella molesta chica española tenía los ojos fijos en ella. Aquel era el claro ejemplo de que el señor Villeneuve tenía una visión algo distorsionada de lo que significaba ser el mejor bailarín. A Alice no le entraba en la cabeza cómo alguien como ella podía estar en un grupo tan exclusivo como aquel.

—¿Se puede saber qué estás mirando, Díaz? —murmuró entre dientes.

La niña, como le gustaba verla a Alice, apartó la mirada, azorada, y se cruzó de brazos, casi como si pretendiera protegerse así del mundo exterior. Alice lo sintió como un gesto ajeno, a pesar de haber hecho lo mismo tan solo unos minutos antes.

Junto a Lara Díaz, además del resto de alumnos del señor Villeneuve, se encontraba su perrito faldero, el chico de la cara quemada que se había presentado el primer día de ensayos como el sobrino de Tremblay. Desde la charla informativa no había hecho otra cosa que seguir a Díaz allá donde iba. En aquel momento, colocaba sus manos sobre los brazos de esta última y se inclinaba para decirle algo al oído que le provocó una sonrisa, la primera que veía Alice en los labios de Lara.

Aquello no pudo más que provocarle repulsión. Ella se había esforzado mucho más de lo que lo había hecho aquella chica escuchimizada para estar allí; se merecía su final feliz, se merecía tener amigos que la quisieran por algo más que por su dinero y se merecía la atención de los profesores. Esa recién llegada en apenas unas semanas había conseguido todo aquello y ni siquiera se estaba molestando en apreciarlo.

—Presta más atención a tus pies esta vez, ¿quieres? —formuló su profesor—. Empecemos de nuevo. Cinco, seis, siete y...

La cara de su madre se parecía a la de Diane Blake cuando se ponía así.

—Alice, hija mía, de verdad, no sé qué te hemos enseñado tu padre y yo para que andes comportándote con esos modales. Lo del baile...

—Exacto. Lo de ponerte a hacer monerías por ahí ya es suficiente, ¿no crees? —había hecho hincapié el señor Collingwood.

Los músculos de Alice se habían tensado casi tanto como las facciones de su madre o el ambiente del comedor, que Delilah se había apresurado en intentar distender.

—Mamá, papá, sé que es meterme donde no me llaman, pero por favor, que no llegue la sangre al río. Tal vez los planes de futuro de Ali no sean los más realistas o beneficiosos para ella, pero...

«Ya está, ya es suficiente». Alice se había levantado de un salto y se había atrevido a mirar a su hermana a los ojos por primera vez en toda la mañana.

—¿Pero qué? ¿Pero ya estás tú aquí para compadecerte de mí? —había estallado—. ¿Ya viene nuestra niña perfecta a ayudar a su hermanita en apuros, que prefiere bailar antes que quedarse sentada acumulando grasa en una silla de oficina, por mucho que sea de directivo? —había añadido, dirigiéndose esta vez a sus padres. Después, se había girado de nuevo hacia Delilah—. No necesito tu compasión, muchas gracias, me va perfectamente. Yo no he heredado nada, a mí no tienen que pagarme más que la matrícula.

Los ojos de su madre se habían abierto tanto que parecía que podrían salirse de sus órbitas en cualquier momento. Ningún miembro de la familia había osado dirigirle la palabra a la más joven de todos ellos a medida que se levantaba, recogía sus cosas y se dirigía hacia la puerta del comedor, con la intención de marcharse a los ensayos. Rozaba ya el pomo cuando la señora Collingwood había salido de su ensimismamiento y se había dispuesto a contestar:

—No te consiento que...

—Sinceramente, me da igual lo que me consientas o no.

Alice había abierto la puerta como había podido, encontrando a una Sarah con cara de no haber roto nunca un plato al otro lado. A Alice no le quedaban fuerzas para avergonzarse por que hubiera estado escuchando.

Delilah se había adelantado hacia su hermana.

—Alice, espera —había suplicado.

—He dicho que no necesito tu compasión.

Esta vez sí, la Alice del presente, la que se encontraba en medio de un ensayo que debería preocuparle más que la opinión de su familia, tropezó con sus propios pies y cayó al suelo sin hacer apenas ruido. Bien, al menos se había acordado de cómo caer como una bailarina. Casi podía ver el humo saliendo de la cabeza del señor Villeneuve, que complementaba a la perfección su cara deformada en una mueca de ira y los golpes que comenzó a dar de nuevo frente a ella.

—¡Pare, pare, pare! —ordenó el coreógrafo al pianista, que no tardó en hacerle caso—. Si sabes lo que te conviene, Collingwood, más te vale que te vayas de aquí ahora mismo antes de que te tire al pianista a la cabeza.

Alice alzó la barbilla sin atreverse a mirar de reojo al pobre viejo que llevaba en la academia casi más años que la propia miss Blake, aunque estaba segura de que apenas se había inmutado. Debía de estar acostumbrado a los arrebatos del profesor.

—¡Venga! ¡Fuera! ¡Siguiente!

Alice atravesó el escenario hecha una furia. Se metió entre cajas en dirección al vestuario y en camino de lo que se negaba en aceptar como una huida su hombro chocó con el del sobrino de Tremblay. El chico giró la cabeza para mirarla con los ojos abiertos y las cejas alzadas, a la espera de una disculpa que Alice no se molestó en dar. Al menos la amiguita del chico no estaba allí; suficiente tenía con tener que lidiar con aquella bochornosa situación como para encima soportar sus miradas impertinentes. Agarró la bolsa en la que guardaba sus cosas con un movimiento seco y se marchó de allí, con los puños apretados.

Caminó a paso rápido por los pasillos del teatro. La pintura se caía a cachos por unas paredes que dejaban entrever la madera tras de sí. Aquel sitio necesitaba una reforma, al igual que la academia, y nadie parecía dispuesto a dársela. Cualquier día de esos tendrían un accidente y Alice solo esperaba no estar allí entonces.

La bailarina agradeció que apenas hubiese nadie por allí; no quería testigos de su desgracia. No obstante, cuando una figura humana se cruzó con ella a todo correr, apenas se fijó en ella, tan ocupada como estaba intentando mantener la barbilla en alto. Al menos hasta que escuchó su sollozo. Se detuvo en seco. ¿Esa era Lara Díaz?

No le sorprendía ni un poco que la española se dejase ver así, destrozada, débil. Alice no era una abusona, pero sabía que algunos de sus compañeros no tardarían ni un segundo en comerse a la nueva viva. Desde que había entrado en la academia, Alice sabía que Díaz no tenía lo que hay que tener para sobrevivir en un mundo tan duro como aquel. Sin embargo, no podía negar que le despertaba curiosidad saber por qué lloraba, o a dónde iba con tanta prisa. Por un instante, se planteó seguirla, pero acabó retomando su camino como si nada hubiera sucedido.

Ha llegado un poco más tarde que en el primer borrador de la historia, pero mi niña Alice ya está aquí. ¿Qué os ha parecido el personaje? En los próximos capítulos se irá volviendo más relevante.

¡Nos vemos la semana que viene!

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