7
En la Ciudad Imperial, antigua Ciudad Prohibida, hogar de Xiao desde que tenía memoria, ella no tenía idea de cómo acceder a la Paz Interior. La maestra Tigresa le había dicho, hacía dos semanas, que según lo que había leído, se llegaba a la Paz mediante intensa meditación o el sufrimiento. Xiao bufó, deshaciendo su posición de meditación. ¿Sufrir? ¿Quién o qué decía cuándo podía acceder a la Paz? ¿Es que no había sufrido mucho ya, viendo cómo Kai convertía a sus padres en esas estatuas de jade y masacraba a todo el personal del palacio?
Sacudió la cabeza y se puso de pie, alisándose el chaleco de entrenamiento. Estaba decidida en hacer algo. El maestro Po y la maestra Tigresa se habían marchado, junto con Bao, Jing y Nu Hai, hace siete días, no podía sino hacerlos sentir orgullosos manteniendo la guarida y a todos los que estaban en ella, con vida.
Salió del salón de entrenamiento, asegurándose de colocar sus Chis en su chaleco con una orden inactiva. Quedar sin Chi y volverse una apagada siempre le causaba cierto mareo, pero al mismo tiempo curiosidad, pues los colores se opacaban un poco y los sentidos, o su percepción de sensación, se atenuaba.
Al llegar al primer piso subterráneo, sus pasos la llevaron sin tener que pensarlo a la habitación de Fan Tong, pero al entrar, se encontró con uno de las animales que eran las criadas, también como pantalla, de la guarida. Ella le indicó que el maestro Fan Tong (todos los animales que trabajaban allí tendían a llamarlos maestros, pese a que no lo fuesen), estaba en el almacén, junto con Lei-Lei.
Al llegar allí, los encontró en diferentes acciones. Su Fan Tong estaba abriendo los sacos que habían robado en el ataque a los cargamentos, mientras que Lei-Lei, con una tablilla, los anotaba, catalogaba y clasificaba. Xiao se acercó hasta Fan Tong y se sentó en el suelo, a su lado. Sonrió para sí al darse cuenta de lo diferente que era cuando comenzó a estudiar con la maestra Tigresa, antes ni se le habría ocurrido usar una ropa casi de macho, como pantalones y chaleco, pero ahora lo llevaba con absoluta naturalidad.
Eso, sumado a que antes no le gustaban los pandas. Ahora amaba a uno con locura.
—Hola, Fan —saludó—. Lei-Lei.
La panda asintió sin verla, con el ceño fruncido observando la tablilla, mientras que Fan le respondió el saludo con un beso en la mejilla.
—¿Qué sucede? —preguntó Xiao, al notar el ánimo tan taciturno.
—Nos tendieron una trampa —le explicó Fan, tendiéndole un poco uno de los sacos que abría—. Mira.
Xiao se inclinó hacia él, observando el contenido. Los granos estaban podridos, otros muertos por congelación y varias clases de gusanos reptaban por dentro del saco. Xiao frunció el ceño.
—¿Pero no habíamos comido de este cargamento esta semana? —preguntó.
Lei-Lei se sentó sobre uno de los sacos abiertos.
—Sí, los alimentos conservados en los tarros de vidrios. Nunca nos paramos a revisar los sacos, con todo el ajetreo de las misiones de mamá y Nu Hai, los dejamos de lado. —Se dio golpecitos en la frente con el pincel que tenía en una pata—. Tenemos que aventurarnos en un nuevo robo o morir de hambre.
Fan Tong bufó.
—Pero no estamos todos, Lei-Lei.
—Lo sé, pero es lo que tenemos que hacer.
Fan Tong iba a responder, pero Xiao posó una de sus patas en la de él.
—Lei-Lei tiene razón, Fan —dijo, comprendiendo—. Ella no lo hace por nosotros, sino por los animales que están a nuestro cuidado, ¿cierto? —Lei-Lei asintió—. Animales inocentes con familias que arriesgan sus vidas sirviéndonos de tapadera. Nuestro deber es, al menos, proporcionales alimento.
—La antigua reina tiene razón, Tong —soltó Lei-Lei, poniéndose de pie—. Pero no es todo... —Frunció los labios y ladeó la mirada hacia una pared. Gesto aparentemente sin sentido, pero Xiao sabía que veía a donde debía estar la puerta principal del taller—. Mierda —murmuró, volviéndose hacia ambos—. Xiao, recupera tus Chis; Fan, atento. Tenemos compañía.
—Tu Chi al mío —susurró Xiao, recuperando sus Chis de su ropa. Se estremeció de gozo al recibir los Chi, como le pasaba a todo el mundo; ella ya estaba empezando a controlar ese arrebato de instinto—. ¿Quién llegó?
—No lo sé —dijo Lei-Lei.
—Percibo furia contenida y dolor —dijo Fan Tong; tomándole la pata a Xiao. Ella por reflejo le apretó el agarre.
Lei-Lei abrió los labios para decir algo, pero no pudo hacerlo. Un grito se le adelantó. Agudo y sinfónico, percibido por su Sentido Vital, un grito de terror puro. Xiao se puso de pie de un brinco, concentrándose en su Sentido Vital. Sabía que había treinta animales en total, en todo momento, repartido entre cocineras, criadas, aprendices y artesanos, en el taller; los percibió, en sus respectivos lugares.
Y con horror, corroboró cómo uno a uno, en rápida sucesión, los Chis de los animales empezaban a apagarse.
Sin decir nada, los tres comenzaron a correr en pos de la salida, donde estaba el animal que estaba causando esto. Era un animal, sí, porque lo percibía, pero conforme más se acercaban y menos animales percibía con su Sentido Vital, éste se concentró en el intruso. Xiao jadeó. Los estaba atacando un maestro del Sexto Estatus.
Derraparon al girar en una de las esquinas del enorme taller y vieron al intruso, un lince, que se movía sin problemas con una túnica que ondeaba como si estuviera viva. Lei-Lei gritó que era un dador, y al hacerlo, sacó una daga de jade de un palmo de largo, casi una espada, de una vaina en su cinto. Xiao se apresuró a sacar su propia daga de jade, que estaba unida a una cadena de oro. Fan Tong, en cambio, se colocó a su lado, acumulando Chi en su pata, rojo como la sangre, formando una espada.
Una de las cocineras salió corriendo y se detuvo con lágrimas en los ojos, tenía el pecho ensangrentado, pero por la disposición Xiao supo que no era suya. «¿Pero cómo? —pensó, observando de soslayo al dador—. Si él está aquí, es imposible que lastimara a las cocineras. A menos que...».
Su duda fue respondida por la cocinera.
—Mi señora emperatriz —gimió, sujetándose el costado—, un reanimado, en las cocinas.
Xiao titubeó en decirle que ella no era la emperatriz y nunca lo sería ya.
—¿Cómo?
—Mi... mi hijo, mi señora empe... —La pobre cocinera no pudo terminar la frase, pues tan veloz como un rayo, una cuerda despertada por aquel lince se enroscó en su cuello y le arrancó la vida. Xiao quiso ayudarla, pero sabía que si se descuidaba, terminaría muerta.
«No de nuevo», pensó. Los ojos empezaron a escocerle. Odiaba cuando por su debilidad morían animales inocentes, que sólo intentaban sobrevivir a la miserable vida que reinaba en el mundo. Fan Tong gruñó por lo bajo, como una bestia, su cuerpo empezando a tornarse rojo por la gran cantidad de Chi. Lei-Lei estaba calmada, tan tranquila como si estuvieran en un día de campo.
—Vayan por el reanimado —dijo ella. No hubo necesidad de repetirlo, el tono era claro, y Xiao se maldijo para sus adentros. Ella tenía diecisiete, Fan quince y Lei-Lei trece, pero ella actuaba como la líder.
Fan Tong no dudó, tiró de la pata de Xiao y la llevó al otro extremo del taller. Su Sentido le decía que en las cocinas estaban todos los animales que seguían vivos, pero empezaban a reducirse. Xiao podía, si se concentraba, sentir su miedo y terror, el dolor y el pánico.
Al llegar, observó al reanimado, que para su sorpresa no era un jadembie. «¿Un cuerpo normal?», pensó. Cierto, el maestro Po había dicho que los reanimados eran cuerpos muertos con vida, pero... Negó con la cabeza. De jade o no, aquel reanimado estaba matando a sus amigos y conocidos.
A su pueblo.
Fan Tong gritó, alzando la espada y yendo en pos del reanimado; un oso sin mota de color, gris como la ceniza.
—¡Vamos! —gritó Xiao, llamando la atención de los animales que quedaban, apenas siete—. ¡Vengan! —Les hizo gestos para que la siguieran.
Fan Tong se movía como un espadachín, dando tajos al reanimado, pero éste le esquivaba los ataques y asestaba tremendos puñetazos al panda, que le sacaban gemidos doloridos. «Fan no puede solo contra eso —pensó, desesperada, ayudando a escapar a los animales—. Lo supera en fuerza y tamaño».
Cuando el último de los animales que quedaba se fue, Xiao se concentró en la lucha entre su novio y el reanimado. El corazón latiéndole como loco del miedo. Ella no era un animal de peleas, sino que prefería ayudar en la logística, nunca fue entrenada para pelear.
—Piensa —susurró para sí.
¿Despertar su cuchillo? Serviría, sólo si el reanimado reparaba en ella, pero lo veía imposible. Fan representaba un peligro mayor para él que ella, así que descartado.
Fan tropezó con un cuerpo de una loba cocinera muerta y cayó al suelo de espaldas, el oso reanimado alzó su pata para plantarle un puñetazo a Fan, pero Xiao reaccionó por instinto, lanzando un corte con su cuchillo, tensándolo mediante la cadena. El arma se clavó en el cuello del reanimado, pero éste se lo sacó como si nada, con la herida abierta y sin manar sangre.
Cierto. En uno de los rollos de la maestra Tigresa ponía que los reanimados no tenían sangre, pero se necesitaba una solución especial para que la sustituyera si no iba a ser de uso inmediato. Por eso matarlos era difícil, había que decapitarlos, y con semejante contextura de ese reanimado, no podría.
Eso o averiguar su orden de mando, cosa que era teóricamente imposible ahora.
Fan rugió y embistió al reanimado, apartándolo de su objetivo y capturando de nuevo su atención. Si no fuera un reanimado...
Xiao parpadeó. «Un reanimado», pensó.
—¡Por el Fénix, eso es! —exclamó.
Fue hasta el cadáver más grande, un lobo musculoso que era el aprendiz más antiguo del maestre del taller y posó una pata en su cuello, asegurándose de que hubiera contacto. Nunca había intentado crear un reanimado, pero había leído el procedimiento. Esperaba hacerlo bien, si no, se le revertiría y terminaría muerta.
—Despierta a mi llamado —ordenó—, sirve a mis necesidades, vive a mi orden y mi palabra: ¡cuerpo caído!
Las últimas palabras, «cuerpo caído», eran la orden de mando. Xiao podía haber elegido cualquiera, pero dijo la primera que le pasó por la cabeza.
Un único Chi manó de su cuerpo y bajó hasta el cadáver, que empezó a retorcerse. Era un Chi que Xiao sabía no podría recuperar nunca, pues recordaba haber leído que crear un reanimado era un acto permanente. El cuerpo del lobo perdió todo el color, convirtiéndose en gris, pues el despertar engulló todo sus colores por alguna razón que desconocía.
Luego de sobreponerse a la sorpresa de que le hubiera salido bien, le ordenó.
—Cuerpo caído —le dijo a la criatura, y sus ojos grises la miraron. Inexpresivo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo, en el fondo de su mente le decía que hacer eso con muertos estaba mal. Pero era eso o morir. Pronunciada la orden de mando, Xiao ya podía imprimir una orden en su cerebro, parecido a un despertar normal—. Protege a Fan Tong. Pelea contra el otro reanimado. Mátalo. Golpea a todo el que ataque, menos a Fan Tong, a Lei-Lei y a mí. Cuerpo caído.
El segundo uso de las palabras cerraba la capacidad de impresión, para que ya no pudiera recibir más órdenes.
El reanimado de Xiao se dio media vuelta y, como un animal común y corriente, se enfrascó en una pelea a puñetazos con el oso reanimado. Los dos se daban sendos mamporros que sin necesidad de su Sentido Vital amplificándole los sentidos, oía el choque de huesos contra huesos.
Respirando con dificultad, Xiao vio a Fan Tong acercarse a ella. Su rostro estaba ensangrentado por un corte sobre su ceja derecha y su nariz sangraba, pero se le veía feliz. Felicidad dirigida hacia ella. Sólo por eso Xiao pudo pasar un poco el asco que le causaba crear un reanimado.
—¡Ha sido increíble, Xiao! —dijo—. ¡Un reanimado!
Ella sonrió con pesar.
—Sí. Ahora, vámonos, Fan.
Él asintió y la ayudó a irse, sin soltarle la pata. Xiao quiso decirle que no había necesidad de que lo hiciera, pues era él quien necesitaba ayuda, pero pocas veces él demostraba afecto de forma tan temeraria, así que lo dejó correr.
Cuando llegaron con Lei-Lei, no se atrevieron a interrumpir su batalla.
Porque ella estaba ganando.
El lince estaba en el suelo, con todas las cuerdas alrededor suyo, cortadas en trocitos, atado de patas con una venda y con el largo cuchillo de Lei-Lei oscilando sobre su cuello. La panda estaba impertérrita, sosteniendo su arma y con una luminiscencia de Chi a su alrededor. Si se concentraba, Xiao podía darse cuenta que Lei-Lei ya no era una maestra del Tercer Estatus, pues al despertar cosas, parte de su Chi la dejaba, y ella había despertado todo su equipamiento (pantalón, chaleco y las vendas de los brazos y piernas). De ahí la luminiscencia.
Las vendas de sus brazos envolvían los del lince, de igual forma la de sus patas.
—¿Quién te envió? —preguntó.
El lince no habló, así que ella le hizo un corte en la mejilla. Profundo, Xiao pudo ver el hueso asomando. El animal frunció el rostro en un rictus de dolor, pero no dijo nada. En cambio, la observó a ella.
—Habla —exigió. El lince se mantuvo en silencio. Lei-Lei fue recuperando sus Chis de sus ropas despertadas, pieza por pieza, dejando sólo despertadas las vendas. Se mantuvo en el Segundo Estatus—. Estrangula —ordenó, tocando la cuerda que ataba las piernas. Su Chi fluctuó de ella, bajándola al Primer Estatus, entró en la venda y ésta serpenteó hasta el cuello del lince, apretándose poco a poco—. Dame tus Chis —exigió al animal—. Dámelos y no te mataré.
Sin embargo, conforme la venda apretaba el cuello del lince, éste miraba a Xiao sin abrir los labios, pero con una sonrisa socarrona, como si supiera algo que ella ignoraba. En pocos segundos, la asfixia lo mató. Lei-Lei bufó, molesta, y recuperó los Chis, regresando a su Tercer Estatus.
Se volvió a verlos.
—Nos vamos —dijo, suspiró y de pronto pareció diez años más adulta—. Nos han descubierto. —Empezó a caminar con pasos pesados, intentando ocultar los temblores de haber recuperado el Chi.
—¿Pero a dónde, Lei-Lei? —se adelantó Xiao, colocándosele en frente—. No tenemos un lugar al cuál ir.
Lei-Lei alzó la mirada y Xiao vio el pesar con el que cargaba. Sólo entonces a ella se le ocurrió pensar en lo que debía estar sintiendo: la dejan en el escondite a cargo y son descubiertos, casi todos los animales son masacrados, la comida se pierde y ahora tenían que huir para que no los matasen o los grupos de los bajos fondos o el mismísimo Kai. «Vaya —se sorprendió—, ¿cómo lo soporta?».
Xiao ya hubiera terminado por derrumbarse.
—No lo sé, pero nos iremos —dijo Lei-Lei—. Faltará poco para que vengan más a atacarnos, si nuestra posición fue dada. —Fan y Xiao asintieron—. Sobrevivimos antes y sobrevivimos ahora.
El nuevo escondite, si es que podía llamarse así, fue una guarida que Lei-Lei decidió atacar. Xiao y Fan Tong se mostraron reacios de hacerlo, pero los argumentos de Lei-Lei fueron demasiado convincentes y duros. O eran ellos, o eran los ladrones de esa guarida.
Entraron como si fuesen a solicitar un trabajo del grupo. Los cuarenta y tres animales que había dentro los miraron por sobre el hombro, hasta que Lei-Lei le clavó su cuchilla a uno de ellos, un jabalí, en el pecho. Después todo se tiñó de rojo.
Xiao no tuvo el valor para acabar con las vidas de esos animales. Por más criminales que fuesen, no tenía ese derecho de decidir aquello, ella ya no era la heredera al trono, que podía mandar a ejecutar a quien le ofendiera siquiera. No obstante, la realidad era otra. Debían hacerlo.
Tenían que.
Cuando ya habían caído diez animales entre Lei-Lei y Fan Tong, los demás criminales se agruparon al fondo de la guarida, corriendo sillas y mesas para hacerse espacio. Lei-Lei hizo un gesto con la pata a Xiao, señal para que creara reanimados con los diez cuerpos y, con odio hacia sí misma, uno por uno los fue despertando. En segundos, ya no eran tres, sino trece; diez soldados virtualmente inmortales les cubrían las espaldas. Sus ojos grises inexpresivos, esperando sus órdenes.
Xiao dudó.
—¿Qué esperas, princesa? —preguntó Lei-Lei, jadeando; tenía un corte en un brazo.
Xiao inspiró profundo. «Esto está mal».
—Fénix rojo. Maten a quienes ataquen —murmuró—. Fénix rojo.
Por suerte, ninguno de los animales atacó. Tenían sentido común. Lei-Lei alzó la pata y señaló a un lobo negro, con una cicatriz en el lado derecho del rostro. Éste dio un paso adelante.
—¿Esta es tu banda? —preguntó.
—No, maestra —dijo, calmado, y señaló a uno de los reanimados con pata. Un oso pardo—. Era la de Ka. Nosotros somos simples miembros.
—Ahora es la banda de la emperatriz —dijo Lei-Lei, señalando a Xiao—. Nosotros somos su guardia de honor, y espero que respondan ante ella con el mejor de los respetos, o se les unirán a sus amigos reanimados. ¿He sido suficientemente clara?
Todos los animales asintieron, entre temerosos y disciplinados. Con un gesto, ella les indicó que la siguieran, subieron a un segundo piso y echaron seguro en el cuarto que escogieron. Lei-Lei se quitó su máscara estoica y suspiró, las patas y los labios temblándole.
—Lamento eso, Xiao —se disculpó.
—¿Por qué lo hiciste? —exigió Fan Tong—. Sabes que a Xiao no le gusta hablar sobre su antigua vida.
—Porque lo necesitábamos —dijo Lei-Lei, sentada en un banquillo; Xiao se sentó en la cama, acompañada por Fan Tong. El bambú gimió bajo el paso de ambos—. Tienen que entenderlo, chicos. No tenemos opción. No podemos decir que pertenecemos al grupo de mamá, nos matarán o Kai dará con nosotros. Tampoco podemos actuar como una célula independiente, pues levantaríamos sospechas de muchos.
—Tiene razón, Fan —coincidió Xiao, posando una pata en la del panda—. Dos pandas y una lince no son destacables, pero tres dadores de Chi, uno de ellos un Elegido, sería ponernos una diana en la espalda.
—Nos queda una opción —continuó Lei-Lei, sonriéndole en agradecimiento—: usar la influencia de Xiao para conseguir poder. Ella era la heredera al trono, es conocida, no es difícil pensar que sobrevivió al ataque y empieza a reclutar para obtener poder.
—Comprendo —asintió Xiao, cuadrando la mandíbula.
—Lo lamento, en serio. —De verdad, Lei-Lei parecía lamentarlo, pero su expresión se tornó de nuevo dura. «Increíble, es como la maestra Tigresa». Se acomodó su flor de loto de su oreja y se puso de pie—. Voy a hablar con los animales abajo y asegurar su silencio. Por cierto, Xiao, gran trabajo con los reanimados, no sabía que podías crearlos.
—Yo tampoco —murmuró. Lei-Lei asintió y salió, tan segura e implacable como una tormenta, sosteniendo algo que no pudo diferenciar.
Al cerrar la puerta corrediza, Xiao se tapó el rostro con las patas y suspiró quedito, tratando de evitar que las emociones la arrastraran. Apenas si habían pasado del medio día y ya sufrió tantos golpes como para dejarla aturdida un buen tiempo.
«No. —Inspiró con fuerza y se sobrepuso—. Padre y madre tenían que tomar decisiones difíciles y capear la tormenta cuando era necesario. La maestra Tigresa lo hizo. Y si Lei-Lei puede, es mi deber hacerlo también».
Pegó un respingo cuando sintió la pata de Fan Tong acariciarle la espalda y él pegó uno a su vez. Dioses, había olvidado que estaba allí. Xiao sonrió con vergüenza, y él repitió el gesto.
—Lo lamento —murmuró Fan.
—No es necesario —dijo Xiao, negando con la cabeza—, es lo que debe de hacerse. Todo este tiempo he buscado la forma de hacer algo por mi pueblo y ahora que la tengo, no puedo, ni debo dar un paso atrás. —Entonces se dio cuenta del rostro de Fan, entristecido—. ¿No es por eso, cierto?
—No, Xi. Es porque has creado reanimados. Me impresioné mucho, sí, pero también recordé que habías dicho que no te gustaba ese aspecto del Chi, ya que te recordaba a los guerreros de terracota de tu padre. Si no hubiera sido tan cobarde como para dudar, no hubieras recurrido a ello.
Xiao suspiró. «¿Qué voy a hacer contigo, mi Fan?».
—No eres un cobarde —lo reprendió—, no permitiré que digas eso. ¿Bien?
Fan alzó las orejas, un movimiento casi imperceptible, pero captado por ella por años de noviazgo. Después sonrió y asintió, seguido de un momento de inseguridad, en el que al ella arquear una ceja, Fan se inclinó y le dio un beso en los labios, tan veloz que la tomó por sorpresa. Fan Tong era valiente en algunas cosas.
—Pero debo decir, Xi —dijo, con una sonrisa—, que me has impresionado. No pensé que supieras la orden.
Xiao se abstuvo de decirle que decidió aprenderla por su cuenta cuando todos dormían por sí en algún momento algunos de ellos moría. Realizar un reanimado con un cuerpo muerto común daba los que ella creaba, realizarlo con animales que tengan su Chi activo o lo hubieran despertado, creaba los jadembies. Además, pensar en la posible muerte de Fan era demasiado doloroso.
En lugar de eso, se encogió de hombros, mientras él se tumbaba en la cama, a su lado, con las piernas por fuera del borde; los bambús gimieron.
—Suerte, más que todo.
Fan Tong asintió, sin dudarlo.
—Pero sabes que no tienes que hacerlo si no lo deseas, Xi.
—Lo sé, Fan, pero he de hacerlo. Mi pueblo me necesita. Nos necesita. —Sonrió—. En el palacio me quejaba con mis padres porque no me tomaban en cuenta para las decisiones que afectaban el imperio y ahora que puedo hacer algo, no debo quejarme.
—Ya. —Le tomó una pata y jugó con ella, sacándole y metiéndole la garra—. Oye, nunca me has contado cómo era tu vida en el palacio.
Xiao sonrió con una mezcla entre añoranza y molestia.
—Todo era un acontecimiento —explicó, tumbándose al lado de Fan, mirándolo a los ojos y, cuando éste subió las piernas, cruzándolas con las suyas—. Me respetaban todos. Inclinaciones y reverencias donde iba, pero por otro lado era molesto. Nadie me respetaba por lo que era, sino por quién era. No era Xiao, sino era la heredera al trono. —Bufó—. Hasta comer era un evento.
—¿Por qué? —se interesó él.
—Picaba algo de las decenas de platos que colocaban en la mesa, los sirvientes lo retiraban, me limpiaban la cara y me traían otro. Nunca terminaba un plato entero, aunque me gustase.
—Me sorprende que no te sostuvieran la cuchara, Xi.
Xiao hizo una mueca y se ruborizó un poco.
—Lo hacían cuando era más joven, hasta que lo hice yo misma. Era molesto. Con ustedes aprendí muchas cosas, sobre todo contigo. —Abrazó a Fan Tong, frotando su mejilla contra la de él, ronroneado con suavidad; él se rió y alzó la pata para hacer algo, aunque se detuvo.
Con un bufido, se la tomó y se la puso ella misma en la cintura, sólo entonces él apretó el agarre. «¿Cómo es posible que se enfrente a reanimados, a jadembies y conspire con nosotros para derrotar a Kai, pero sea tan tímido para conmigo?». Por otro lado, conocía a Fan Tong como a sí misma, sabía lo que le gustaba comer, el punto donde al rascarle se volvía tan dócil como un cachorro y, con doloroso afecto, sabía que él sería capaz de morir por ella.
Y eso Xiao no podía permitirlo. Amaba con locura al panda, perderlo la mataría, sin embargo, no podía dejar de lado lo que la motivó a seguir a la maestra Tigresa: recuperar su imperio. Reconstruir el legado de sus padres. Pero había circunstancias complicadas.
Inspiró el aroma de Fan para dejar esos asuntos de lado, concentrándose en lo importante.
—¿Cómo procederemos? —le preguntó Fan, con un susurro.
—Ya veremos —respondió ella, con los ojos cerrados—. Tenemos que esperar a ver qué opina Lei-Lei. Pero tengo unas ideas. Si estamos en esta situación, lo primero sería aprovisionarnos de suministros: comida, agua, armas, esas cosas. No quiero que pase lo mismo que en el taller. Además, está el tema del jade.
—¿El jade?
Xiao asintió y se movió, para quedar sentada a horcajadas sobre él. Fan gimió, aún con las patas sobre su cintura y se quedó viéndola aturdido. Sus ojos casi gritaban que no sabía qué hacer. Ella sonrió con cariño, él era demasiado inocente. Dicho lo cual, al menos podría divertirse.
—Para entrenar. —Se inclinó hacia él, buscando sus labios y presionándose lo más que podía; el pecho y la panza de Fan le presionaba el estómago y los senos—. ¿No recuerdas que el jade distorsiona el Sentido Vital general?
Fan abrió los labios y boqueó como un pez fuera del agua. Xiao sonrió, preguntándose lo que muchas veces intentó encontrar respuestas: ¿qué dios le dio la suerte de tenerlo? No la presionaba para nada y era inocente. Demasiado, algunas veces.
—Em..., Xi —susurró—, me están sudando los muslos.
Xiao soltó una risilla y le robó un beso en los labios, acto seguido se bajó de él y de la cama, alisándose el chaleco y los pantalones. Se volvió hacia Fan, que yacía acostado y sin procesar del todo las insinuaciones de Xiao. Por reflejo, meneó su pequeña cola, divertida.
Era extraño, se dio cuenta, cómo cuando estaba con él todo se veía más llevadero. «¿Le pasará lo mismo a la maestra Tigresa con el maestro Po?».
—Iré a hablar con mis nuevos soldados —le dijo—. Deberías descansar, amor. Duerme si puedes para bajar la hinchazón de las puntadas.
—Eso me gusta —soltó de sopetón.
—¿Dormir?
—Que me digas «amor» —dijo y desvío la mirada con timidez.
—Sí —sonrió Xiao—, a mí también.
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