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6

El camino al Valle de la Paz era distinto al que Tigresa recordaba, pero claro, la última vez que lo había recorrido fue en sentido contrario, para huir del palacio cuando Kai atacó. Cada tanto, la asaltaban sueños sobre él barriendo el suelo con todos y destruyendo el Palacio de Jade.

Los senderos y caminos estaban tapizados de hierbajos altos, tanto que llegaban a las rodillas. Ya no había animales que los cuidaban, como trabajo. Pero la peor visión que tuvo fue el Valle en sí: casi no había animales. La estatua de Oogway seguía en el suelo, en los lindes de las escaleras del Palacio de Jade, fracturada en pedazos, la cabeza más lejos de los otros trozos.

Los hogares estaban rotos, abandonados, agrietados y con enredaderas y musgo creciendo por la piedra. Las pagodas de los techos carcomidas por el moho y las termitas. Los escasos animales hacinados en los edificios que hacían de almacenes, agrupados en torno a fuegos y mesas.

Po gimió a su lado, con el dolor tan intenso que ella podía sentirlo.

—Todo esto —murmuró Po—, ¿cómo pasó todo esto, Ti?

—Te lo contaré después, Po —dijo, siguiendo su camino hacia la entrada del Valle.

Po asintió, suspiró profundo y siguió caminando a su lado, con la diferencia que lo hizo en silencio, con la cabeza gacha y la mirada perdida. Tigresa se sintió mal por él. Quería tanto ver al antiguo Po que el actual la mataba poco a poco por dentro, con la enorme culpa que lo embargaba. Quería tomarlo por los hombros y decirle que no era su culpa, mas no sabía cómo hacerlo.

Conforme caminaban por el pueblo, el abatimiento mental se apoderaba con tentáculos lentos pero inexorables de sus almas. Empedrados rotos, muros derrumbados, esqueletos en las esquinas, tirados como basura, junto a los pocos mendigos que había. Sus suplicas le apuñalaban el corazón, ya que no podía hacer nada.

«¿Por qué me duelen estos animales, pero con los de la Ciudad Imperial me da igual?», pensó. Seguían siendo animales necesitados, sólo que allá podía pasar de largo e ignorar, en cambio, con los de aquí cada gemido y suplica de comida o monedas le desgarraba el alma. Respiró profundo. «Si a mí me duele, ¿cómo deberá sentirse Po, en realidad?».

No sabía qué hacer para ayudarle, así que hizo lo que hacía cuando sus estudiantes y Lei-Lei eran pequeños y se deprimían, le tomó la pata. Al principio Po se sorprendió, sin embargo, cuando ella afirmó el agarre, él se lo apretó con una rara delicadeza, casi como si tocara una joya. Su acción tuvo el efecto deseado, pues la expresión apesadumbrada de Po mejoró un poco.

Marchar por el Valle de la Paz fue como una caminata a la muerte, donde su verdugo no era de carne y hueso, sino algo peor. Eran su propio verdugo. Al cabo de minutos andando, llegaron a las escaleras que llevaban al palacio; Tigresa se dio cuenta que tomaron un rodeo para no atravesar la calle central, donde estaba el restaurante de fideos del señor Ping.

El primer animal apareció arrastrando una carreta, cuyas ruedas estaban disparejas.

—¿Maestro Po? —susurró. Po se tensó, como un arco a punto de disparar—. ¿Es usted, maestro Po?

Entonces empezaron a aparecer, como hormigas. Se asomaban en las esquinas, salían de las puertas, se inclinaban en las ventanas, corrían por las callejuelas. Tigresa se tensó a punto de ponerse en guardia, lista para atacar. No había percibido a ninguno, de hecho, no los percibía. Eran apagados, todos ellos. Animales que habían entregado o vendido su Chi.

—¡Es el maestro Po! —dijo uno, un conejo, que venía con tres pequeños tomados de las patas.

—¡Es el Guerrero Dragón! —rio un segundo, un cerdo con un corte vendado en un brazo.

—¡El Guerrero Dragón y la maestra Tigresa! —exclamó una cría de gacela, saltando de la felicidad.

—¡Han venido a ayudarnos! ¡Han vuelto!

—¡Nos van a salvar de Kai!

—¡Nos van a salvar de Yao!

En cuestión de segundos estaban rodeados de rostros efusivos, alegres, con sonrisas desdentadas, cuerpos heridos, sucios y maltratados. La esperanza que brillaba en sus ojos era cegadora, tanto que Tigresa podía imaginar que tenían Chi en sus cuerpos. Y esa esperanza la asfixiaba, ella ya no era la misma maestra de antes, no podía soportar tantas expectativas para terminar fallándoles. No tenía ya esa confianza.

Estaba tan cerca de Po que lo pudo escuchar respirar con fuerza, rápido, como si le faltase el aire. La pata le empezó a temblar, sus ojos se movieron como centellas, pasando por cada uno de las decenas de rostros. Su respiración se aceleró, sus ojos se abrieron de ansiedad y empezó a emitir un fulgor de Chi.

Tigresa le apretó la pata con fuerza, llegando al punto de infringirle dolor. Po parpadeó e hizo un mohín, se volvió a verla y Tigresa sintió un irrefrenable deseo de consolarlo, sus ojos verdes destilaban pánico y miedo. Al encontrar los suyos, Po se calmó; Tigresa le miró con intensidad. «Calma, estoy aquí. Puedes con esto», le decía en silencio.

Entonces Po inspiró profundo y sonrió. Tigresa pudo ver con precisión cómo él se colocaba una máscara para no dejar ver su ansiedad.

—Hemos vuelto —asintió.

—¿Nos ayudará a sacar a Yao?

—¿Quién en es Yao? —preguntó, con suavidad. «Dioses, es tan contenido como Shifu», pensó.

Le respondió el padre de unos cachorros de lobo.

—Es quien lidera el Valle, Guerrero Dragón. —Tigresa observó el cuello de Po tensarse al ser llamado así—. Hace un año tomó el pueblo y se hizo con el poder, nos cobra impuestos para no atacarnos y se lleva la mitad de las cosechas.

Tigresa alzó una ceja, conteniendo el enojo.

—¿Y dónde está ese Yao, y cómo ha podido quedarse?

—No trabaja solo, maestra Tigresa —respondió otro animal, un jabalí—. Tiene un grupo de animales que hacen sus trabajos por él, pero él es quien se queda con todo.

—Él nos obligó a dar nuestro Chi, como muestra de obediencia —dijo el lobo.

—Nos encargaremos de él —apaciguó Tigresa—. Por ahora, aldeanos, el... Guerrero Dragón y yo necesitamos tiempo. Hemos venido al Palacio de Jade, o lo que queda de él, para un asunto de extrema importancia. —Dicho lo cual, dio media vuelta, arrastrando a Po consigo.

Empezaron a subir las escaleras esquivando los escombros, lo más rápido que podían. La fatiga era algo de otro mundo, pues perteneciendo ella al Séptimo Estatus, esta no le afectaba casi nada. De igual forma a Po, quien las subía sin inmutarse. Quizá no agotado físicamente, pero sí de forma emocional.

De soslayo, captó que los aldeanos seguían apostados en la base de las escaleras, así que apuró el paso. Duraron así unos cuantos minutos, hasta que llegaron a la cima y Tigresa soltó por fin a Po, quien dio pasos tambaleantes hasta los trozos de una columna de madera derrumbada y se sentó.

—No puedo con esto, Ti —murmuró. Su tono traslucía un dolor enorme—. No creo poder hacerlo.

Tigresa se sentó a su lado, en el trozo de columna. Pese a que Po era un poco más alto que ella, su aspecto era diminuto y consumido: los ojos perdidos y el verde jade tan vivo que tenía era ahora un verde muerto, apagado; la espalda curveada, como si cargara con mil kilos de peso, y su expresión ida. No. Ese no era el mismo Po que se fue de su lado en la Aldea de los Pandas.

—¿Quieres hablar de eso? —le preguntó, con suavidad.

—De querer, no quiero —dijo, y suspiró—. Pero sé que debo.

—¿Y bien?

—No puedo enfrentarme a ellos, Ti —susurró—. La esperanza en sus ojos me lastima como cuchillos. La expectativa. Me recuerda cuando tuve que pelear con Tai-Lung. No puedo prometerles nada para volver a fallar. No...

Tigresa le tomó la pata, con suavidad.

—No vamos a fallar.

—No sabes eso.

—Cierto, pero eso no significa que no debemos creer que no podremos.

Po sonrió sin ganas.

—No lo entiendes, Ti. —Negó con la cabeza—. Yo creí de verdad que podía derrotar a Kai. Los ayudé a pelear a todos, les di esperanza y me creí ese engaño. Y... me humilló. Perdí. Todos fueron jadembificados por mi culpa. Sólo tenía un deber —dijo, afincando una pata detrás y apoyándose en ella, quedándose con la vista fija en el cielo rojizo del atardecer—, uno sólo, y fallé.

—No por eso debes renunciar a todo, Po —aseveró Tigresa, tomándole el rostro por la mandíbula y girándoselo para que la viera a los ojos. Él la observó con sorpresa—. Yo tampoco lo tuve sencillo, ¿crees que nunca me culpé por dejarte morir, por dejar morir a todos los que conocía, a mis amigos, a Shifu? Sí, lo hice. Lo sigo haciendo, pero eso no es excusa para dejarme caer. Tengo animales que dependen de mí, no puedo darme el lujo de derrumbarme.

—Sí, pero...

—¿Tienes miedo a fracasar?, no es nada nuevo. —Tigresa le soltó el agarre y en su lugar, le tomó la mejilla, con suavidad, como hacía con Lei-Lei cuando ella se deprimía—. Todos lo tenemos, pero está en ti el seguir adelante. Todos esos animales confían en nosotros, en que les devolveremos la tranquilidad y la paz, ¿quiénes somos para negárselo?

—¿Y si es una pelea sin sentido? —preguntó, con una mirada anhelante—. Lo he pensado, Ti. Durante estos cinco años. ¿Qué sentido tiene? Derrotemos a Kai o no, no evitaremos el mal por mucho tiempo. Está en nuestra naturaleza destruirnos, matarnos y lastimar a otros. Recuerdo que el maestro Shifu decía que nosotros protegíamos el Valle, pero proteger y destruir es lo mismo. Protege al Valle, mata a los ladrones, y si los dejas vivos, volverán más preparados. Si destruimos a Kai, algo peor vendrá, siempre viene. Primero fue Tai-Lung, luego Shen, luego Kai, ¿y después?

Tigresa observó el rostro de Po, casi suplicándole le diera una respuesta. Ella abrió los labios, pero no salían palabras, ¿qué podría decirle? «Tienes razón, Po, pero así es la vida». No, de hacerlo, él terminaría por quebrarse. Tenía que...

Miró de soslayo, a una de las pocas estatuas de Oogway de tamaño normal que había por el palacio que aún se mantenía en pie. Ya sabía qué decir.

—Es nuestro deber —dijo, tan suave que parecía un arrullo—. Es lo que tenemos que hacer, Po. No podemos darles la espalda a quienes nos necesitan, ese no es el espíritu de ser un maestro del kung fu. Si no crees en ti mismo, cree en alguien más, pero tienes que darles esperanzas y fuerzas para vivir.

—¿Es lo que hiciste con ellos, tus estudiantes?

Tigresa asintió, solemne. Entonces los ojos de Po brillaron con esa chispa suya. «No. Sigue siendo él, muy en el fondo». Tigresa sonrió.

—Ellos son en lo que creo, Po. Yo ya no me fio de mí, pero debo hacerlo si quiero darles un mundo en el que puedan vivir sin miedo a que los maten por su Chi. Para todos ellos. Uno en el que Fan Tong y Xiao puedan estar juntos sin problemas, uno donde Lei-Lei y Nu Hai puedan entrenar en paz, uno donde Bao y Jing puedan andar sin peligro. —La voz le tembló—. Por eso, Po, no puedo quebrarme.

—Dudo que lo hagas alguna vez, Ti.

La sonrisa fluctuó en su rostro.

—Estuve a punto. Cuando te vi morir, Po. —Él parpadeó—. Tú significaste mucho para mí, lo haces todavía. Tú me enseñaste a nunca romperme.

Po bufó con diversión, su aliento le hizo cosquillas en el rostro.

—No creo.

—Es verdad, Po. —Tigresa asintió—. Otros animales son fuertes como ladrillos, firmes e inflexibles, pero si golpeas lo suficientemente fuerte, se rompen. Tú eres fuerte como el viento, siempre ahí, dispuesto a doblarte pero nunca a disculparte por hacer lo que tenía que hacerse. —Le dio unos golpecitos cariñosos con la palma en su esponjosa mejilla—. Por eso es que pude aguantar estos años.

Po asintió y se separó un poquito, apenas lo suficiente para que todavía la pata de Tigresa reposase en su rostro. Bajó su pata y se abrió un poco el chaleco que llevaba. Sobre el pelaje de su pecho, como un lunar o mancha, un contorno de una pata de un suave dorado, se distinguía.

—Entonces yo creeré en ti, Tigresa —aseveró, con seriedad en su mirada. Ella no podía evitar mirar la mancha y en su recuerdo afloró aquel momento de angustia en la Aldea de los Pandas, cuando intentaron enviarle su Chi a Po—. Creí en ti estos cinco años, gracias a ti no me volví loco. Fuiste mi pilar antes y lo serás ahora. Puede que no me sienta seguro, que ya no sepa quién soy, que no sea maestro ni Guerrero Dragón, pero sí sé algo: sé que confío en ti. Hasta el día que me muera.

Tigresa tragó grueso, sintiendo como si tuviera un ave dentro del pecho aleteando sin control. Sentía una atracción casi feral hacia Po, como un imán, como un ser que necesitase a otro para estar completo.

Y ella decidió seguir ese impulso.

Acortó el espacio entre ambos, deslizando su pata junto a la de Po, que descansaba en su pecho. Al rozar la mancha con forma de pata, la sintió caliente, más de lo que sería normal en la temperatura de Po, como si tuviera energía concentrada.

Su nariz rozó la de Po y éste la observaba con aturdimiento, pero no se alejó. Abrió los labios.

—¿Ti? —susurró, su tono apesadumbrado ya ni existía, fue remplazado por confusión y ansia.

Entonces ella le lamió los labios con cuidado. Se sentía avergonzada por eso, pero por los dioses, todo su ser le decía que eso estaba bien. Po parpadeó, sin saber qué hacer ante esa muestra de afecto, así que Tigresa aprovechó para acercarse y eliminar la distancia.

El beso fue demasiado torpe, porque ninguno de los dos sabía en realidad cómo tenían que hacerlo, así que por unos segundos estuvieron cuadrando las posiciones, hasta que ladearon su cabeza a un mismo lado, quedando en posiciones opuestas, y Tigresa pudo entender por qué Xiao casi se comía a Fan cuando lo hacía.

Las sensaciones eran una cosa, pero las sensaciones amplificadas por el Chi eran un placer de dioses. Cerró sus ojos y dejó que su parte más primigenia tomase el control. Las patas de Po le rodearon la cintura con delicadeza, Tigresa sintiendo cada roce, cada presión de sus dedos. Ella le rodeó el cuello, profundizando el beso. Con el movimiento de sus lenguas, un fuego empezó a crecer en ella; los jadeos, los roces, la presión de sus cuerpos abrazados hasta el punto de fusionarse era todo lo que percibía.

«¡Dejen de aparearse!», dijo una voz en su mente.

Po y Tigresa se separaron de golpe.

—¿Qué fue eso? —jadeó ella, ronca.

—Un beso, creo —dijo Po, tan ronco como ella. Sonrió como bobalicón—. El beso más bárbaro de la vida, Ti.

—No, no eso, Po —se avergonzó un poco—. Quiero decir...

«¿Iban a aparearse, verdad?».

—¡Eso, ¿qué es eso?!

—Ah. —Po frunció los labios, molesto, aunque se los relamió y despertó deseos en Tigresa que no conocía—. Parece que Jade decidió incluirte en sus pensamientos.

«Eso, eso. Ella me cae bien». La voz era masculina, pero atona, como si no perteneciera a un ser vivo.

Ante la mirada inquisitiva de Tigresa, Po se llevó una pata a la espalda y sacó el bastón de jade que llevaba. La vaina plateada que lo cubría contenía el brillo dorado opaco que emitía. Ella se quedó como hipnotizada viéndolo.

—Este es Jade, Ti —dijo Po, más calmado—. Es una entidad de tipo cinco, un bastón con consciencia y mi carta de triunfo para derrotar a Kai. Una carta que espero no usaré.

«¿Por qué? He sido bueno. Hemos matado mucho mal cuando destruimos los reanimados», dijo el bastón, Jade.

Tigresa no sabía qué pensar, respiró profundo y calmó su corazón, que había pasado de latir como loco por besar a Po a latir como loco por el pánico de ese bastón.

Dioses, había besado a Po.

—Po, con respecto a lo que pasó... —empezó a decir, aunque Po la detuvo, alzando una pata.

—Ti —dijo, solemne, aunque con un cariño semejante al que Fan tenía por Xiao—, eso fue maravilloso, pero no voy a presionarte. Ambos somos nuevos en esto, y yo me conformo con poder estar contigo, me quieras o no.

Tigresa parpadeó.

—Pero... —Arqueó una ceja y le dio un golpecito en el pecho—. ¿Crees que yo besaría a cualquiera?

—No, pero...

—Cierra la boca.

—Okay.

—Ahora escucha —dijo, calmada, aunque se sentía nerviosa. «Bueno, Tigresa, tus alumnos pueden tener un romance, ¿pero tú no sabes cómo?»—. Te besé porque te quiero, ¿vale? Te amo. Y por las Cuatro Bestias, Po, prefiero decírtelo ahora a callármelo y terminar perdiéndote de nuevo. —Le tomó las patas, rozando el bastón, y lo miró a los ojos—. Te amo.

Con la mirada igual de seria que ella, Po asintió.

Entonces suspiró y se soltó a reír como un cachorro que se hubiera ganado una dulcería.

Tigresa sonrió, contagiada por su buen ánimo.

—No tienes idea de lo que imaginé esto cuando estaba en el Mundo Espiritual —sonrió, cuando se recuperó—. No creo que nada pueda arruinar este día.

Tigresa lamentó tener que hacerlo.

—Lo siento, Po, pero tenemos trabajo que hacer. ¿La Biblioteca o el restaurante?

Po inspiró profundo, se llevó a la espalda el bastón, lo enganchó en la cuerda, y se llevó el dorso de la pata de Tigresa a los labios. Le dio un beso.

—El restaurante, lo más doloroso primero.

Ella asintió y los dos se pusieron de pie, rumbo a las escaleras.

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