2
Después de cinco años sin verla, de cinco años con la preocupación de saber si estaba viva o no, Po por fin pudo respirar y dejar un peso que llevaba encima. Tigresa estaba viva.
Tigresa estaba viva.
Apretó el abrazo, ignorando el dolor lacerante de su boca (estaba seguro de que se rompió el labio por dentro, pues saboreaba sangre), aspirando el olor de ella. Los brazos le comenzaron a temblar como si fuera un cachorro que aprendiese a tomar las cosas, había imaginado aquel reencuentro tantas veces que dolía, y ahora la tenía allí.
El rostro de Tigresa quedaba oculto en su pecho, como si ella estuviera confirmando si de verdad era real. Po sonrió, con un nudo en la garganta. Las garras de ella en su espalda, obligándolo a fundirse en un abrazo más profundo le hacían cosquillas, aunque apenas las sentía por la ropa que llevaba; era extraño, toda su vida con sólo sus pantaloncillos, le dejaban en claro que usar ahora ropajes (más que todo para tener un método de defensa cuando despertara con Chi) era un poco agobiante.
Po le pareció divertido que ella estuviera tan cubierta como un ninja, apenas si se veía su rostro. ¿Dónde había quedado aquella Tigresa que apenas vestía ropas de entrenamiento y el chaleco amarillo, o al menos el rojo? Pensar en eso rompió la maravilla de Po. Ese era el resultado de su error, de haber fallado en lo único que tenía que haber hecho: derrotar a Kai y salvar la Aldea de los Pandas.
Con suavidad, se fue alejando de Tigresa, separándola hasta que pudo verla a los ojos. Brillaban como joyas al igual que antes, aunque triplicaban la ferocidad de los que había conocido cuando la vio al ser elegido Guerrero Dragón. Ser una maestra del Chi poseedora de Séptimo Estatus, según lo percibía con su Sentido Vital, había impedido el envejecimiento en un noventa por ciento, por lo que apenas parecía haber envejecido un año desde lo de Kai, aun así... se le veía distinta.
Le colocó las patas en los hombros.
—Creo que tenemos qué hablar, Ti.
Ella sonrió, de aquella forma que lo hacía cuando estaban solos, entre afectiva y severa.
—¿Tú crees?
Po asintió.
—He de contarte muchas cosas. Demasiadas. —Frunció el ceño—. Como la forma en la que podemos derrotar a Kai. —Tigresa abrió los ojos con cierta sorpresa; Po suspiró—. Y necesito que me cuentes qué pasó con... los pandas.
Con ruda sencillez, Tigresa asintió y se separó, respirando profundo para controlarse. Sabiéndose a salvo, se llevó las patas a la cabeza y se quitó la capucha del traje tipo ninja que llevaba, Po sabía que esos chismes tenían un nombre, eran usados para infiltraciones nocturnas, pero para él eso era de ninjas y punto. El pelaje de su rostro estaba revuelto y un poquito largo, dándole a sus mejillas un aspecto más esponjosas, tentándolo a tocarlas.
—Bien.
Ninguno de los dos parecía querer romper el contacto visual entre ellos, pero fue por causa de una de los pandas que tuvieron qué hacerlo. La lince que había conocido y llevado con él al encontrar la guarida de Tigresa seguía atendiendo al panda más alto de todos, y más relleno; fácilmente debía de ser el doble de la envergadura de los demás.
Po entrecerró los ojos. Esa forma de tocarle el rostro no era de amigos. «¡Por el Chi, hasta ella tiene más avance con quien quiere que yo!», pensó. El panda, el cual la lince le había llamado Fan Tong, abrió los ojos con parsimonia, aturdido, y al verla, sonrió y le apretó la pata. Ella le dio un beso a la mejilla.
Un poco más alejado de los dos tórtolos, dos pandas hembras despertaban de su inconsciencia, seguidas de un cuarto panda. Por último, su vista se posó en una panda unos años más joven que el resto, cuyo rostro estaba enfurruñado y murmuraba juramentos cual marinero. Llevaba una flor de loto en una oreja y unos anteojos que Po pudo sentir estaban despertados... y con grandes cantidades de Chi.
Estaba desembarazándose de la tela con la que Po la amarró y le lanzaba miradas homicidas a Po. Él sonrió. «Me recuerda a Tigresa, aunque no sé por qué se me hace conocida».
«Porque tiene el mismo Chi que ella», dijo el bastón en su mente. Po lo había llamado Jade.
«Todos tenemos Chi, Jade», pensó Po.
«No. —La voz de Jade era sin intención, no tenía acento o algo que la distinguiese, parecía la voz que tendría un metal—. Quiero decir que su Conexión es fuerte, como nosotros».
«Ah». A Po se le hacía curioso cómo Jade podía saber términos que abarcaban una amplia sapiencia del Chi y de los Mundos, pero no terminaba a comprender algo tan simple como el tiempo. «¿Así que esa panda y Ti están conectadas?».
«Sí. Y maldice como el jabalí que nos trajo en aquella balsa. ¿Crees que sepa qué significa lo que dice? ¿Y si lo sabe, crees que me lo enseñe?».
Po soltó aire. Jade era como un cachorro.
La panda se levantó, guardó sus anteojos y el arco en una especie de petate que tenía en la espalda. Se alisó el chaleco, verde oscuro con líneas doradas, y limpió los pantalones negros de entrenamiento. Pasó al lado de Po como si nada y se detuvo junto a Tigresa.
—¿Quién es él, mamá? —preguntó.
Po abrió los ojos como platos.
—¿Mamá? —dijo, patidifuso—. ¿Ti, acaso...?
Tigresa sonrió, como si estuviera acostumbrada a que los animales se sorprendieran por eso.
—Sí, Po. —Le posó una pata en el hombro a la panda y cuando sonrió, Po la ubicó. Era la pandita que se había encaprichado de su figura de acción de Tigresa en la Aldea de los Pandas—. Ella es Lei-Lei, mi hija y estudiante. Esas dos de allá —dijo señalando a las dos pandas hembras—, son Nu Hai y Jing. Ese pequeño es el hermano de Nu Hai, Bao; y esos que están haciéndose patitas son Fan Tong y Xiao, antigua emperatriz de China. Todos son mis protegidos, estudiantes y familia.
«Casi nada», dijo Jade.
Po sonrió, dejándose caer de hombros.
—Pareces complacido —dijo Tigresa.
—Sí —asintió—, me alegra que al menos tú tengas una familia.
El nuevo escondite era un taller carpintero, al menos esa era la tapadera. Un sencillo edificio de dos pisos, el primero teniendo el taller y las cocinas, el segundo dormitorios en los que los aprendices se quedaban. Bajo tierra había dos pisos, el primero con las habitaciones donde se quedaban Tigresa y los demás, el segundo como salón de entrenamiento.
Con cada paso que Po había dado por la nueva Ciudad Prohibida, allí donde antes debía estar el emperador (Xiao en este caso), la culpa y la decepción hacia sí mismo aumentaba. Nunca había venido a la Ciudad Prohibida, pero estaba seguro de que los animales no debían de ser así, con la vista gacha, las ropas raídas y encorvados. Sin esperanza.
Todo por su culpa.
Por no haber derrotado a Kai.
Todo ese dolor, desesperanza y sufrimiento era por su culpa.
Tigresa saludó a un armadillo de unos cuarenta años, que trabajaba con distintos tipos de animales en varias cosas, entre ellas sillas, tallados, adornos y demás.
—¿Qué hacen ellos aquí, Ti? —preguntó Po, con curiosidad.
—Son parte de nuestra banda, Po —respondió, sin siquiera voltear, ondeando la pata para saludar a los jóvenes de distintas especies que hacían de aprendices de artesanos que la reverenciaban—. De esa manera, al ser un taller en activo, la tapadera sirve mucho mejor y Kai no nos puede encontrar.
—¿Y el Sentido Vital? —Con eso uno podía encontrar a quien se lo propusiera. Era una habilidad natural en los animales, pero el Chi lo aumentaba. Si Kai se enfocaba en distinguir su Chi, cosa que podía hacer, hallarlos sería dumpling comido.
Tigresa no respondió, sólo se volvió a verlo por encima del hombro, con una sonrisilla suficiente. Po supo entonces que ella tenía una basa que Kai no conocía y eso le picó la curiosidad. ¿Alguna forma de burlar el Sentido Vital que él no conocía?
Po la siguió por el taller, hacia los pisos subterráneos. El primero era tan ancho que le recordó el Salón de los Héroes en el Palacio de Jade, estaba surcado por un único pasillo que iba hasta las escaleras que llevaban al segundo piso, y de ese pasillo nacían ramificaciones que llevaban hasta las distintas habitaciones, separadas entre ellas por paredes de papel.
De todos los que había, tres de ellos, Nu Hai, Bao y Jing, siguieron derecho hasta el segundo piso, mientras que los demás, Lei-Lei, Fan Tong y Xiao, fueron a sus respectivas habitaciones. Tigresa le indicó que la siguiera y entraron a una habitación más grande que las demás, donde había dos sofás de bambú orientados hacia una mesa y, detrás de ésta, una pizarra. De soslayo, mientras entraba, captó que la lince salía de su cuarto para escabullirse en el de Fan Tong.
Con un gesto de la pata, le indicó que se sentase en uno de los sofás, mientras que ella se recostaba contra la mesa, observándolo con detenimiento. Por su parte, Po bufó de gozo, había pasado años desde que se pudo tumbar en algo acojinado.
Un silencio incómodo empezó a formarse entre ambos.
—Así que... —inició él—, linda guarida.
—Gracias. —El anhelo y sorpresa alegre que había mostrado Tigresa al verlo fueron sustituidas por una serenidad calculadora.
—Imagino que ha sido difícil.
—Lo ha sido.
Po tragó grueso.
«Se le ve enfadada», dijo Jade.
«Muy observador», pensó Po.
«¡Y eso que no tengo ojos!».
Espiró, intentando poner sus sentimientos en orden. La culpa y el autodesprecio costaron en ser desplazados, dejándole el vacío y el dolor.
—Lo siento, por todo lo que has tenido que pasar, Ti. —Se tomó las patas, apretándolas con fuerza, enojado consigo mismo—. No pude detener a Kai. No... —Agachó la mirada—. No lo logré.
—No te estoy pidiendo una disculpa, Po —dijo Tigresa; al alzar la mirada, la encontró frente a él. Ella se sentó a su lado, observándolo a los ojos—. Te estoy pidiendo una explicación.
—¿De todo? —preguntó, dubitativo, con una sonrisa temerosa.
—De todo. —Asintió.
—No creo que pueda —murmuró.
—Haz lo que puedas —insistió ella, con un tono menos... seco—. No te estoy pidiendo que me cuentes con lujo de detalles, Po, sino que me cuentes, al menos, cómo estás aquí. —Su rostro traicionó su voz, que se mostraba tranquila, dejando ver una expresión dolida—. Te creí muerto. Pensé que lo había perdido todo y a todos. Mi padre y maestro, mis amigos. A ti.
Po tragó grueso.
—Vale, haré lo que pueda. —Suspiró, abriendo y cerrando las patas—. Bien..., ¿por dónde comienzo?
—Por el principio.
Po soltó una risilla cohibida.
—Dioses, Ti, te has vuelto paciente.
Tigresa sonrió de medio lado.
—He criado a Lei-Lei y los demás, son adolescentes ya. Si no tuviera paciencia, estaría loca.
—Cierto. ¿Qué pasó? Bien. Bien. —Respiró profundo, observándose el dorso de las patas—. Perdí. Me venció. Al autorealizarme la Llave Dactilar Wuxi y terminar en el Mundo Espiritual, Kai y yo luchamos. Había pensado en... —Alzó la mirada y buscó los ámbares de ella—. Te vi protegiendo a Lei-Lei, los vi a todos asustados, y supe que debía hacer lo que fuera para salvarlos. Pensé que podía atraparlo en el Mundo Espiritual y pelear con él allí. Lo hicimos, pero me... me humilló.
Po apretó los puños.
—Me humilló, ¿sabes? Y no corrí con suerte, como las otras veces. Estuvo a punto de matarme y convertirme en esos jadembies, en un reanimado, pero entonces el Chi de todos ustedes me salvó. Sólo que Kai no se sorprendió, sino que aprovechó y lo absorbió. —La voz se le quebró—. Casi me mató. Sonrió y me dijo: «te dejo con vida para que sufras como yo, para que entiendas lo que pasé», y abrió un portal.
»Durante un año entero la angustia me mataba por no saber de ustedes, hasta que tomé las riendas e intenté hacer algo para salir. ¿Sabes?, aprendí mucho allí. Más que todo sobre el Chi, me hice dador.
Po se abstuvo de contarle que era un dador de clase uno. Aquellos dadores que en teoría no podían existir porque al dar su Chi, morían. Lo era, y eso era porque había aprendido lo suficiente. Siempre había otro secreto, algo oculto que concedía más poder y Po lo supo aprovechar, pero por alguna razón no podía contarlo. Hacerlo sería revelar cosas que, a su criterio, deberían seguir ocultas. Por el bien de ese universo. Del de todos.
—Y volviste como mortal.
—Loco, ¿no? —asintió, mintiendo—. Sabía que si volvía, lo haría como Kai, como espíritu guerrero y sin poder despertar cosas, así que volví como mortal. —Ante la interrogativa de Tigresa, continuó—. Hay muchas formas de manipular la energía, Ti; aprendí de... otros sitios. Casi me mataron y redujeron a nada, pero logré emular la Sangre Real, sangre divina, y recuperé mi cuerpo. Aprendí y practiqué, con algunos consejos de mí mismo mejoré y volví.
—¿Aprendiste de ti mismo? —dijo Tigresa—. Una metáfora, supongo.
Po dudó en decirle la verdad, de la existencia de sus otros yo. Saber eso casi lo volvió loco, todas las dimensiones, todos los universos que existían paralelamente y la forma en que todos se hallaban en el Mundo Espiritual. Pensarlo todavía le daba jaqueca.
—Sí, Ti —respondió con una mentira blanca—, es una metáfora. —Hizo una pausa—. Esa es mi historia.
Tigresa asintió y le posó una pata en el antebrazo, tranquilizándolo. Las almohadillas de sus patas eran duras, pero el tacto en sí era suave; su agarre y su pelaje transmitían una seguridad que le reconfortaba. Po le tomó la pata en un ataque de atrevimiento.
—Gracias, Po —dijo Tigresa.
Él volvió a asentir, sin saber qué decir, así que prefirió no decir nada, el momento era demasiado perfecto y estaba tan agotado emocionalmente y tan abierto a ella como para romper el momento. Así que Po sólo la miró, admirando su rostro, deteniéndose en el rombo de su frente, o los que tenía en sus pómulos. Era hermosa.
Y con su brusquedad de siempre, sincera y única, Tigresa se inclinó y lo abrazó de la misma forma que antes. Con la fuerza que lo hizo en la cárcel de Gongmen, aunque con más anhelo. Po la estrechó también y ambos enterraron el rostro en el hombro del otro. Pequeñas gotitas despuntaron en los ojos de Po.
—Te eché de menos, Po. Como nunca.
En la habitación de Fan Tong, Xiao examinaba las heridas que su novio tenía. Ya no le repetía que esconder las heridas que le causasen en batalla era mala idea, que Jing podía sanarlo como a todos, pues sabía no haría caso. Fan Tong era muy noble en muchos aspectos, pero increíblemente tozudo en otros. Le recordaba a cuando su padre se empeñaba en un decreto y su madre lo persuadía.
Xiao lo hubo obligado a sentarse en el suelo, le quitó el chaleco rojo (cuyo color se intensificaba por la sangre) y examinó con mirada crítica el tajo que tenía en la espalda. La herida era demasiado limpia y perfecta para ser hecha por cualquier material, por ende, tuvo que haber sido de los zombies de jade. Cosa complicada, aunque no imposible.
Xiao había tenido que aprender un poco de todo en su entrenamiento como emperatriz, así que las artes curativas comunes no eran algo de otro mundo para ella. Tomó uno de sus menjunjes y se lo hizo beber, para evitarle el dolor, y el rostro de Fan mejoró, perdiendo aquel ceño fruncido de dolor. Xiao tomó unas hierbas machacadas de un cuenco y se las aplicó, procediendo después a dar puntadas con una aguja que había pasado por agua caliente y después colocó los vendajes.
—Listo —dijo, con un tono suficiente.
—Gracias —dijo Fan, colocándose el chaleco.
Xiao lo miró con detenimiento. Fan como todos los pandas no podía ser fornido, sino más bien robusto, y siendo casi dos cabezas más altos que los demás, aquel efecto se acentuaba. Pero lo que había capturado esta vez la mirada de Xiao, así como las otras veces, era la forma en cómo todo lo que estaba alrededor de Fan se... vivificaba, con su presencia.
Ella estaba entrenándose con la maestra Tigresa en el arte de la maestría del Chi, como dador, o maestra de clase dos, así que sabía los efectos que tenía contener demasiados Chi dentro del cuerpo. Estiraba... las cosas. Pero con Fan, así como con Nu Hai, Bao y Jing, las cosas eran distintas. Ellos eran elegidos, al igual que el maestro Po, de criaturas divinas; nacían o poseían un Chi único, que los convertía en maestros del Quinto Estatus. A su vez, eso realizaba cosas extrañas, por ejemplo, los colores alrededor de Fan se acentuaban, haciéndose más potentes. Y las cosas vivas, como las plantas, parecían buscarlo para beber de su poder.
—Fan —dijo Xiao—, sé que no me harás caso, pero por favor, ¿podrías no hacer locuras como antes?
—¿Qué?
—Me refiero a tu asimilación. —Xiao lo señaló con la aguja, en tono acusatorio—. Ibas a asimilar a tu Bestia Sagrada, eso te daría poder, pero te mataría. ¿Era necesario?
Fan Tong bajó la cabeza, apenado, y Xiao tuvo que respirar profundo para no sentirse mal. Se veía tan adorable al sentirse culpable que le tocaba el corazón a ella. Dejó la aguja y los insumos en el suelo y se sentó a su lado, apoyando, como él, su rostro sobre sus brazos y éstos en la cama. Lo miró de soslayo.
—Sé que lo hiciste para ayudar, pero... Fan, no quiero perderte.
—Lo sé —murmuró, quedito.
—No tengo a nadie más. Eres lo único que me importa.
—Lo sé.
—¿Y entonces si lo sabes, por qué lo haces?
—Porque no puedo quedarme de patas cruzadas, Xiao —respondió—. No puedo ver que mis amigos, mi familia, sea masacrada por esos jadembies. Ya lo vi una vez, no quiero volver a verlo de nuevo. Y si lo hice, fue porque pensaba en protegerte.
Xiao frunció el ceño. Eso era en teoría cierto. Los jadembies pocas veces dejaban supervivientes, y quienes quedaban eran llevados con Kai para interrogarlos. Sólo los dioses sabían qué cosas les hacían, pero si se llevaba a Fan, lo harían hablar de una forma o de otra para que diera el lugar de su escondite. Y si daban con el escondite, daban con ella.
Ella estiró la pata y le acarició la mejilla, mofletuda y esponjosa.
Todos los que conocían a Fan lo tildaban de miedoso porque se asustaba casi por cualquier cosa, pero Xiao no conocía a alguien más valiente que él. Sí, si algo sonaba en un lugar, le sacaba un respingo, e inmediatamente él iba a ver qué lo causó, sin saber si era o no peligroso. Muchos confundían ser asustadizo con ser cobarde.
Fan la observó y con cuidado estiró un dedo y le acarició las líneas del pelaje del rostro, siguiendo su contorno, como siempre hacía. Ella cerró los ojos y sonrió, para luego abrirlos y encontrarlo, aunque cansado, feliz.
—Gracias —dijo.
—Ya me las diste.
—Quiero volver a dártelas —dijo Fan, decidido.
Xiao asintió y con cuidado se acomodó contra él. Con cuidado se coló en el espacio entre la cama y Fan, quedando protegida por él; su pecho desnudo contra su espalda. Fan la abrazó con un brazo y le apoyó la barbilla en su hombro.
—¿Fan?
—¿Mmm?
—¿Viste cómo se ven los maestros Po y Tigresa? —preguntó Xiao—. ¿Crees que...?
—Son como nosotros —dijo, con un tono seguro—. Lo veo. Se quieren.
Xiao sonrió y le apretó la pata libre, llevándose el dorso a los labios.
—Sí. Se quieren, como nosotros.
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