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17

Jing abrió los ojos con parsimonia, observando el sitio, tratando de averiguar dónde estaba. Era una habitación bien construida, con paredes de madera y soportes de piedra con detalles en madera; todo estaba decorado de amarillo, rojo, dorado y jade. Por reflejo, intentó levantarse de un brinco, pero gimió con molestia cuando tormentas de dolor le recorrieron el cuerpo.

Usó su Chi del Tigre Blanco para sanarse, pero por más curada que estuviera y el dolor no la molestase, al ponerse de pie, su cuerpo sufrió para erguirse, pues sus músculos estaban agotados.

—No te esfuerces —dijo una voz, cerca—. Tu cuerpo aún no se recupera del todo por el uso excesivo de Chi.

Jing encontró a Nu Hai, sentada junto a la ventana de la habitación. Iba con el conjunto de siempre, un chaleco rojo con bordado negros en forma de hojas, y un pantalón negro. Incluso tenía su moño en la cabeza, pero lo que sorprendió a Jing fueron los ojos de Hai: verdes, hermosos, sí, pero vacíos, dolidos.

Cierto, Bao había muerto.

La sorpresa inicial no le había permitido procesar lo ocurrido, pero ahora que estaba todo en relativa calma, se sentía como si le hubieran arrancado un trozo de ella. Bao estaba muerto. Su cuerpo gris por completo, ausente de color, descansando con una expresión apacible, quemaba en su mente. Siempre habían sido cuatro, en la Aldea, en los entrenamientos, en su constante supervivencia, que ser tres era... antinatural.

Caminó con paso tambaleante hasta el banquillo mullido donde Hai estaba sentada, era tan largo como para que las dos se tumbaran una sobre la otra y aún quedaría espacio. Se sentó a su lado, dejándose caer. La luz del sol hacía brillar el pelaje de Hai, apenas un poco. Si Jing se concentraba, podía atisbar cómo el Chi de Héroe de ella, deformaba los colores de la luz.

Durante toda su vida, a Jing no le importaba mucho ser tosca y violenta. Le había servido para protegerse y rodearse de animales que de verdad la apreciasen, como Bao, Hai y Tong. Pero ahora, cuando Nu Hai estaba decaída, maldecía no ser tan dotada con las palabras como Xiao, o al menos tener la presencia de Lei-Lei.

Posó una pata en la de ella.

—¿Cómo te sientes? —preguntó y al instante se insultó por ello. ¿No podía haberle preguntado algo más asertivo?

Nu Hai movió su pata, de tal forma en que se la pudo tomar y entrelazar sus dedos con los de ella.

—Cansada. Estoy cansada, Jing. —Cerró los ojos y agachó la cabeza; Jing se corrió como pudo, quedando hombro con hombro, con la cara hacia la ventana. Fuera, un jardín delimitaba la zona—. Cansada de la vida que tenemos, de todo lo que hemos pasado.

Jing le soltó la pata y le pasó un brazo por los hombros.

—Yo también —dijo ella—, pero hay que seguir, ¿no?

Nu Hai inspiró profundo.

—Sí, supongo. —Recostó la cabeza contra ella—. ¿Recuerdas cómo nos convertimos en esto?

—¿En las Constelaciones?

—Mhm. —Asintió; su mejilla le hizo cosquillas—. Los Chis de Héroes estaban encerrados en el Manantial; ¿te imaginas qué hubiera pasado si Kai los hubiera encontrado antes que nosotros en nuestra huida?

No necesitaba imaginarlo, hubieran tenido el mismo destino que Bao.

—No sé qué hacer, Jing —murmuró Nu Hai—. La maestra Tigresa nos preguntó qué haríamos y yo no lo sé. ¿Nos quedamos a entrenar o nos vamos?

—No lo sé —reconoció Jing—, pero te apoyaré y seguiré en lo que hagas.

Nu Hai suspiró, alegre.

—Gracias. —Hizo una pausa—. Si yo me fuera, viajaría, para intentar descubrir quién soy o qué soy, ¿me seguirías?

—Por supuesto, Hai. ¿Pero descubrir quién eres? Eres Nu Hai.

—Nu Hai —dijo ella—, la Elegida. Nu Hai la poseedora del Chi del maestro Dragón Azul. Nu Hai la Constelación. La alumna de la maestra Tigresa. Soy todo eso —agregó—, pero en lo más profundo no sé qué soy. ¿Una peleadora, una justiciera, una estudiante, una protectora? —Inspiró profundo—. Creo que no podré estar en paz conmigo misma si no lo descubro. —La voz le flaqueó—. Es ridículo, ¿no? Bao estaría diciéndome que eso no tiene importancia, siempre que los animales me alabasen y reconocieran, mientras fuera famosa.

Jing la apretó más, girándose para poder abrazarla.

—¿Por qué lo hizo? —murmuró Hai, con la voz tan rota que casi lloraba. Jing sintió un nudo en la garganta—. ¿Por qué entregó su Chi? Dioses, sé que fue por Lei-Lei, pero... —Titubeó, apretando el abrazo.

—Porque la amaba, Hai —respondió Jing, con un susurro—. Dio su vida para salvar la de ella, supongo.

—Lei-Lei iba a morir, ella me lo contó —le explicó ella—. Entonces Bao le sonrió, la besó y le entregó su Chi, salvándola. Bao hizo algo que juraba nunca haría, y lo hizo porque se conocía. Lo que vivió para obtener el ejército de las estatuas lo cambió.

Entonces Jing lo comprendió: Bao se conoció tan a fondo que de seguro sabía terminaría por tomar aquella decisión, tuvo que haberse roto de tal manera que le permitió conocerse a fondo. De seguro a esa misma conclusión llegó Nu Hai, y por ello quería irse y descubrirse a sí misma.

Jing quiso preguntarle sobre qué había pasado, pero sintió los temblores de Nu Hai. La forma en que la abrazaba casi gritaba que la necesitaba, así que ella la apretó con fuerza, transmitiéndole la fortaleza que Hai necesitaba. «Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí», pensó.

No supo cuánto tiempo pasó cuando Hai se calmó y dejó de llorar, solo que fue bastante, porque el sol ya empezaba a descender; media tarde. Quiso preguntarle qué había pasado desde que se desmayó, porque recordaba hasta donde usó su Chi casi rozando una asimilación para sanar a todos a un kilómetro a la redonda, cayendo inconsciente después.

Sólo que... en ese momento, su curiosidad era lo de menos.

Nu Hai estaba pasando por un momento doloroso, y Jing debía estar allí para ayudarle a no derrumbarse. Después de todo, eran Constelaciones.



Tigresa caminaba junto a Po, haciéndole de soporte para que él afincara parte de su peso. Estaban en las afueras del Palacio Imperial de Xiao, ya pasado una semana desde la derrota de Kai. Una batalla que había dejado la Ciudad Prohibida (ahora de nuevo con su nombre original) en ruinas y con la población de miles reducida a unos pocos cientos, pues los ejércitos y reanimados de Kai no sólo atacaron a las fuerzas que se le oponían, sino que mataron a muchos animales que no tenían nada que ver en el conflicto.

Cuerpos llenaron las calles y tiñeron las piedras del suelo de rojo, cuya labor para retirarlos fue monumental, pero que Po, movido por el poco Chi que tenía, junto con Tigresa, Xiao, Fan Tong, Nu Hai y Lei-Lei, empezaron a realizar. Se les unieron Hu y Gao, con los pocos sobrevivientes de la pelea que quedaron de su bando.

Para su sorpresa, los animales que estaban en el grupo de la resistencia no respondían bien a las órdenes de Tigresa o Po, sino que directamente obedecían a Lei-Lei, como si ella fuera una autoridad incuestionable.

Y hablando de Lei-Lei... ella estaba sentada en el palco inferior a donde el emperador, en este caso Xiao, daba los discursos al pueblo. La mirada perdida y la espalda recta, con su espada de jade envainada al cinto.

Ver su expresión le dolía a Tigresa, porque ninguna madre querría ver infeliz a su hija, pero no podía hacer nada. Hace pocos días había cumplido los catorce años, y cuando Tigresa la felicitó, Lei-Lei, aún en duelo y culpándose por la muerte de Bao, se limitó a darle un simple abrazo. Tigresa sintió un odio demasiado visceral subirle por la garganta, dirigido hacia Kai, porque por su culpa, ninguno de sus alumnos pudo tener una vida normal. ¿Cómo hubiera sido si Lei-Lei hubiera salido con Bao? ¿Si nunca hubiesen atacado su Aldea? Sí, ella no hubiera sido criada por Tigresa, pero sería feliz. Lo sería de una forma más intensa que lo que lo llegó a ser con ella.

Tigresa había apretado el abrazo, y se sorprendió cuando Lei-Lei empezó a llorar. Tigresa la consoló como cuando era una cachorra que se asustaba de cosas simples o se frustraba porque no podía aprender con suficiente rapidez los movimientos de kung fu.

Y con lo que le dijo Lei-Lei, Tigresa supo que quizá aunque no hubiera tenido una buena infancia por tanto huir y no saber si morirían al día siguiente, que la había criado bien.

—Quiero evitar que esto siga pasando —dijo, medio gemido, medio gruñido—. Quiero hacer algo para protegerlos a todos, para no tener que perder a nadie más.

Ayudó a llegar a Po al banquillo donde Lei-Lei estaba sentada, y Tigresa tomó asiento entre ambos pandas, tomándole la pata a Po y reposando la otra en el hombro de Lei-Lei. Su hija estaba con un sencillo chaleco dorado con motivos en jade, bordados para que asemejaran hojas.

—Hola, mamá. Hola, Po.

—¿Qué hay? —dijo Po.

Lei-Lei se encogió de hombros.

—¿Lista? —le preguntó Tigresa, con amabilidad—. Xiao pronto saldrá y dará la noticia de su retiro.

—Lo estoy, yo misma le pedí que lo hiciera. Podré con esto.

—Lo sé —apaciguó Tigresa, sonriendo. ¿En qué momento Lei-Lei había madurado? Recordó con gracia cuando ella aún le decía Bebé con Rayas—. Sé que podrás. Es que... siento que eres muy joven.

—Muchos lo han sido. —Se volvió a verla, sonriendo—. No dijiste que tú te hiciste maestra apenas siendo una adolescente. Es casi lo mismo.

—Es una gran diferencia, Lei-Lei.

Lei-Lei no respondió, pero Tigresa percibió en su lenguaje corporal que le gustaba el desafío que lo que iba a ser representaba. Quiso haberse ofrecido ella al puesto, pero Tigresa ya no quería liderar nada, sólo quería tranquilidad por un momento de su vida. Había estado a punto de morir tantas veces que ahora... anhelaba lo que muchos tenían: tranquilidad.

—¿Por qué le sugeriste eso a Xiao, Lei-Lei? —se interesó Po; llevaba a Jade en su espalda. Desde la derrota de Kai, Jade no se había vuelto a comunicar con ella, según le dijo Po, porque ya no le parecía interesante.

Lei-Lei inspiró, posando una pata sobre el pomo de su espada.

—Porque vi los recuerdos de Bao cuando me salvó la vida —respondió, con la voz templada de fortaleza—, lo que sufrió con la prueba de Oogway. A la conclusión que llegó. Y eso me ayudó a afianzar mi posición. —Hizo una pausa—. Lo que quiero decir es que tengo que hacer algo, ayudar, tengo una nueva oportunidad para seguir viva, debo aprovecharla. Pase lo que pase.

—Incluso si pierdes, incluso si fallas, siempre hay algo por lo que vivir —completó Po, con una sonrisa—. Eso me repetía cuando estaba en el Mundo Espiritual. —Le apretó la pata a Tigresa, en un mensaje privado—. ¿Estás segura?

Lei-Lei observó a Po con respeto y con una semisonrisa.

—Lo estoy. No importa cuán difícil sea, hay que seguir, ¿no?

—Digna hija tuya, Ti —rio Po—. Pero sí, tienes razón, Lei-Lei. —Volvió la mirada al palco donde Xiao pronunciaba los discursos—. Es hora de que te prepares.

Tigresa y su hija alzaron la mirada. Xiao salía de una de las puertas dobles de oro que permitían entrar al palacio. Ya no tenía aquel porte digno y recatado que le vio al aceptarla en su grupo, sino que se paraba como una guerrera. Ojos agudos y atentos, postura de defensa calma y con su cuchillo de jade, atado a una cadena de oro, rodeando su cintura. Llevaba un sencillo qipao verde jade, con un pantalón negro de entrenamiento.

Llevaba la corona imperial, una luna creciente hacia abajo, sobre un cilindro. Con pequeñas cadenas que sostenían piedras preciosas; las más importantes de China, entre las que se hallaban el jade y el jade rojo.

A su lado, Fan Tong tenía una expresión adusta, anómala a la típica inocencia noble de siempre. «Todos hemos cambiado, para bien o para mal», pensó. Fan volvió a su rostro amable cuando Xiao empezó a hablar, mirándola con cariño.

—Pueblo de China, ciudadanos de la Ciudad Prohibida, mi pueblo —dijo, estirando los brazos al frente; su voz transmitía firmeza, pero también dolor—, les he pedido que se reúnan hoy para darles un aviso importante. Uno que a unos les gustará y a otros no. Uno que hago por el bien de todo el imperio que mi padre mantuvo.

Inspiró profundo y cerró los ojos, agachando la cabeza y haciéndole una reverencia a los animales. Tigresa escuchó gemidos de sorpresa.

—Yo dimito. —La voz le tembló al pronunciarlo; Fan Tong se acercó a ella lo más que pudo, le tomo la pata y también hizo una reverencia—. He decidido dejar mi puesto como emperatriz de China.

Los animales empezaron a agitarse, unos gritaban que los abandonaba y otros que era débil por no seguir el legado del antiguo emperador.

—Lo hago para protegerlos —gritó Xiao, aun haciendo la reverencia; la corona tembló ante su intensidad—. Yo no seré buena gobernante, he aprendido a aceptarlo. Mis sirvientes lo sabían, mis guardias lo sabían, sólo faltaba yo. Puedo quedarme en el trono, pero sé que no confiarían en mí; y era una de las cosas que padre decía: un buen rey, un buen emperador, es aquel en que su pueblo confía, y merece esa confianza. Y yo no la merezco, ni la tengo.

Destellos de luz se destacaban en el aire, descendiendo de Xiao. La luz al refractarse en las lágrimas.

—No sé cómo gobernar masas, es la verdad —dijo—. Y muchos de ustedes saben que el grupo que controlaba lo hacía mediante los reanimados que poseía. Nunca quise ser temida. Si lamento una cosa entre todo, es el temor que he causado para controlar. El miedo es la herramienta de los tiranos, y aunque estábamos en una situación de vida o muerte, usé las herramientas que tenía a pata, eso no me excusa.

»Así que pido que me entiendan mi decisión. Dimitir es lo mejor que le puede pasar a China. Seguiré ayudando a China, de otras formas.

Se puso de rodillas y pegó la frente del suelo de piedra, ocasionando que los pocos guardias imperiales que quedaban dieran un respingo. Fan Tong la imitó. Tigresa tragó grueso, ¿cuántas veces Xiao no soñaba con volver al trono? ¿Cuántas veces no platicó con ella diciéndole las formas en las que mejoraría todo? «¿Qué ha vivido cuando no estaba aquí que la hizo cambiar de opinión?». El dolor en esa voz era real. Tanto como el amor que le tenía a Fan Tong.

—¡Así que les ruego acepten a mi sucesora, a la nueva emperatriz!

Entonces Lei-Lei se puso de pie, sacándolos a ambos del trance que el discurso-disculpa de Xiao en el que estaban. Ella inspiró profundo y, luego de sonreírle a Tigresa, tan brillante como una hembra normal de su edad, trotó hasta donde Xiao estaba e hincó una rodilla en el suelo, con la cabeza gacha, mientras la lince se levantaba.

—Estará bien, Ti —dijo Po, apretándole la pata.

Ella se volvió a verlo, hipnotizada por el jade de sus ojos. Sonrió.

—Lo sé, es que... dioses, siento que fue ayer cuando le enseñaba a leer y mírala ahora, toda una maestra.

Po rio, tan libre que tenía el mismo tono alegre de antes de Kai. Saludó con la pata libre a sus padres, a lo lejos, y Tigresa pasó sus ojos por los Furiosos y Shifu, quienes observaban cómo Lei-Lei aceptaba la corona y se erguía, imponente, y con la cabeza gacha, ante todos los animales.

Un sentimiento de orgullo aleteó en el pecho de Tigresa al verla allí. «Si Xiao iba a heredar a los quince, ¿por qué me preocupo por Lei-Lei?».

—Lo hará bien, Ti —dijo Po, acunándole el rostro con las patas—. Ella ha elegido hacerlo, y es por eso que lo hará bien; aunque se caiga y pierda, se levantará de nuevo, porque es lo que eligió. Es lo que yo hice contigo, y lo he hecho bien.

—Muy bien, de hecho —dijo Tigresa.

Po sonrió y se acercó a sus labios. Tigresa acortó la distancia y lo besó, sintiéndose libre por primera vez en su vida y completamente feliz, a pesar de todo. Había caído, sufrido, enfrentado cosas que matarían a cualquiera, pero siempre había algo por lo que vivir; y entre unas de esas cosas, estaba Po.

Los gritos de euforia hacia Lei-Lei ahogaron los susurros de ambos para con el otro, reiterando cuánto se querían.



Xiao inspiró el aire que le acariciaba el rostro, el sol en su piel se sentía como un delicado roce, casi como los de Fan Tong. Se echó al hombro su mochila de bambú con mudas de ropa y comida, dispuesta a ir a lo desconocido.

Fan Tong estaba a su lado, apretándole la pata. Llevaba también una mochila como la suya, sólo que más grande y repleta de comida. Las ropas de ambos las llevaba ella. Le sonrió al verla y Xiao le sonrió en respuesta, apretando sus dedos entrelazados. Las pulseras que los dos llevaban en sus muñecas destellaron con el sol: una fina hebra de hilo de oro con una pepita de jade.

Aún se le revolvía el corazón de la alegría al mirarla. Recordar ese día le sacaba una sonrisa. Tan sólo al día siguiente de que Lei-Lei hubiera tomado al trono y el maestro Po y la maestra Tigresa hubieran tomado sus puestos como Consejeros Reales, por petición de Lei-Lei, Fan Tong la había mandado llamar con uno de los sirvientes.

Al haber llegado, Fan Tong la esperaba en la cama de ambos, murmurando para sí y con las pulseras en las patas. Desde el mismo día en que el maestro Po venció a Kai, Xiao había vuelto a su antigua habitación, llevándose consigo a Fan para que durmiera con ella.

—¿Me mandaste llamar? —le había preguntado Xiao.

Fan había alzado la vista, asustado, para relajarse al verla. Sonrió, con los ojos brillando.

—Sí —dijo—; esto..., sí, sí. Quería hablar contigo.

Xiao se sentó en la cama, hundiéndose un poco por lo mullido del tejido. Eso la molestaba, se había acostumbrado a dormir en el suelo y en catres duros, que dormir en sedas y algodón le hacía sentir como si se fuera a hundir.

—¿Sobre qué, Fan?

Su novio inspiró con fuerza, estiró una de las patas, tendiéndole una de las pulseras. Xiao la tomó y observó con detenimiento. Nunca había visto esa clase de joya, era delicada, pero hermosa y resistente. Fan tenía la pareja de esa, atada en su muñeca.

—¿Qué es esto, Fan Tong? —preguntó, con curiosidad—. Es muy bonito.

Fan se sonrojó tanto que, debido a su Chi, parecía como si se desangrara. Xiao estiró una pata y le acunó el rostro; contuvo un quejido por los dolores del cuerpo. Jing la curó de las heridas, pero el agotamiento tardaba en irse.

—Es un regalo —murmuró—. Sé que quizá tú lo veas como tonto, pero en la Aldea cuando dos pandas se querían, se daban un regalo como muestra de su amor y de que estarán juntos toda su vida. Yo —gimió, la voz cada vez más baja—, quería dártelo.

Xiao se quedó perpleja, sintió su cara arder y una sonrisa le adornó el rostro. Una calidez la embargó por completo, haciendo que se inclinara y besara a Fan Tong durante un buen rato, hasta que necesitaron aire.

—Así que —dijo, con la voz ronca—, esto es como si me casara contigo, sin tanta parafernalia de una boda. —Fan Tong abrió mucho los ojos, las pupilas dilatadas, el sonrojo bajándole por el cuello—. Me gusta, creo que quiero que me lleves a la Aldea.

—¿Entonces te gusta? —gimió, con Xiao sentada a horcajadas sobre sus piernas.

—Todo lo que venga de ti me gusta —asintió. Luego sonrió con picardía—. Ahora, si no mal recuerdo, creo que antes de la pelea nos habíamos quedado en algo muy importante.

El bostezo de Jing cerca suyo la sacó de sus recuerdos, devolviéndola al ahora. Inspiró profundo, sacudiendo un poco la cabeza para apartar las hermosas imágenes. A pocos pasos de ella, Jing y Nu Hai charlaban en voz baja.

Jing iba como antiguamente la había conocido, con un chaleco lleno de guerreras y medallas, con pantalones azul cielo. Nu Hai tenía un chaleco rojo y pantalones negros. Xiao se sentía bien porque ellas al fin tenían algo, ya que se les notaba el interés romántico de pico a costa; sin embargo, ayer les habían contado a los demás lo suyo. La maestra Tigresa reaccionó con naturalidad, y tanto el maestro Po como Fan Tong se sorprendieron, pues no se lo esperaban. Lei-Lei, en cambio, las felicitó por al fin dar el paso, aunque con melancolía en su voz; quizá recordando a Bao.

Nu Hai estaba más recuperada de cómo había estado antes, pero se cansaba cada que usaba su Chi, como si su cuerpo hubiera olvidado cómo usarlo. Razón por la que Jing siempre estaba cuidándola. Ellas los acompañarían en el viaje a la Aldea de los Pandas.

—Hora de irnos —dijo Nu Hai, empezando a caminar, usando su Chi para andar con firmeza. Le costaba, y Xiao sabía que si no lo hacía, dar pasos le costaría un mundo.

—Si te esfuerzas mucho le diré a Fan Tong que te cargue —dijo Jing, amenazando a Hai—. Y dejaré que te cures a tu propio ritmo, como castigo.

Nu Hai sonrió, arqueando una ceja.

—Ni la abuela es tan estricta, Jing.

—Tu abuela no puede hacerlo porque es mayor; yo sí. —Frunció el ceño, con una sonrisa, y le pasó un brazo por los hombros—. Y sabes que yo sí cumplo.

—Deberían alquilar un hostal —lanzó la puya Xiao, sonriendo.

Jing bufó, y Nu Hai sonrió por entre el medio abrazo de Jing.

—Después de que tú lo hagas, Xiao.

—No hizo falta —respondió Xiao, guiñándole un ojo y causando que Fan Tong a su lado se sonrojara—. El Palacio fue un buen sitio.

Fan Tong se cubrió el rostro con su pata libre, causando que Jing y Nu Hai se rieran suavemente.

—¿Eso no le molestaría a Lei-Lei? —preguntó Nu Hai, caminando junto a Jing.

Xiao y Fan las alcanzaron.

—Si es así, que venga y me lo diga —bromeó—, que mi trato no será mejor porque sea ahora ella la emperatriz. Sigue siendo menor que yo.

—Una actitud muy madura para una princesa —dijo Jing, burlesca.

Xiao se encogió de hombros, con una extraña alegría por dentro. Sí, todo lo que había pasado la cambió e hizo sufrir de incontables maneras, perdió a muchos animales queridos, perdió a una familia, pero terminó ganando otra. Otra que, curiosamente, estaba completa casi en su totalidad por pandas.

—No es algo por lo que deba preocuparme —sonrió, observando el cielo, percibiendo las emociones de sus acompañantes con su Sentido Vital, y apretando la pata de Fan Tong—. Nunca más.

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