15
El Chi líquido que Jade desprendía no era propiamente del arma, sino era parte del Chi de Po, que el bastón usaba para poder atacar. El humo se ensortijaba, juguetón, parte cayendo al suelo y parte cayendo del mango, disolviéndose antes de siquiera tocar el suelo, como agua en un horno. Goteaba como sangre dorada, como sangre de un dios.
«¡DESTRUYE —resonó la voz de Jade en su cabeza— EL MAL!».
El dolor subió por el brazo de Po, sintiendo cómo su Chi era absorbido por el bastón y le daba fuerza a su ansia. Desenvainarlo tenía un coste terrible. En ese momento, ni siquiera le importaba, sólo importaba Tigresa. Se lanzó hacia los reanimados y atacó.
Cada criatura que golpeaba con la hoja destellaba y se convertía en humo dorado. Un solo arañazo y los cuerpos se disolvían como papel consumido por un fuego invisible, dejando tras de Po una simple mancha dorada. El efecto era distinto en cada entidad: con los animales vivos los mataba robándoles el Chi, con los reanimados los consumía, y con los espíritus guerreros, los jadembificaba.
Po giraba entre ellos, los reanimados atacando sin inmutarse por la reducción de su número, golpeando con furia, pensando en proteger a Tigresa y lo que ella amaba. Descargando su ira. Su culpa y su odio a sí mismo. Su debilidad. Mataba uno tras otro. El humo dorado se arremolinaba a su alrededor, mientras el dolor aumentaba, comiéndose su brazo, mientras tentáculos como venas subían desde el mango de Jade por sus dedos y brazos, brillando por encima del pelaje, hasta su antebrazo, como verdes arterias, alimentándose de su Chi.
En cuestión de minutos, los Chis que tanto le había costado reunir, que lo llevaban al Décimo Estatus, quedaron reducidos casi a la mitad. Ya estaba en el Sexto, y seguía bajando. Sin embargo, en esos momentos, destruyó ya casi noventa reanimados. Po se alzaba entre una masa rebullente de denso humo dorado que se elevaba lentamente por el aire.
Po gritó, más de ira que de dolor, y con varios mandobles, despachó a los diez que quedaban. Cayó sobre una rodilla, jadeando, con la incesante voz de Jade en su mente.
«DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE EL MAL».
Po se rebuscó una cuerda que siempre llevaba atada a su cintura, la despertó y la arrojó a una viga de un balcón, usándola para moverse y atacar. Se columpió varias calles, repartiendo mandobles con Jade a todo reanimado y jadembie que veía. Le lanzaban jabalinas y flechas, pero entre su capa despertada que las detenía y los golpes con Jade para desviarlas (terminando por volatilizarlas), era intocable.
Era como un dios, poderoso e implacable, que venía a repartir castigo.
Surcando el aire, al querer lanzar de nuevo la cuerda, su brazo no le respondió. El dolor era agudísimo, tanto que al verse la pata, las venas doradas ya le llegaban al hombro; su Chi se consumía a un ritmo alarmante. Cuando se agotara, Jade lo convertiría en un jadembie.
Todo se volvió borroso, el cuerpo temblando, y Po se precipitó al vacío. Cayó al suelo con un estrépito, gimiendo del dolor, intentando soltar a Jade, sin éxito. Ya no lo sujetaba, sino que Jade lo sujetaba a él, unido a su cuerpo y quemando implacable sus Chis, devorándolos, en su hambre infinita.
«¡DESTRUYE EL MAL!», dijo Jade, en su mente. Toda alegría y familiaridad desaparecida de su tono. Resonaba como una orden. Un ser horrible e inanimal. Cuanto más empuñaba Po el bastón, más rápido apuraba su Chi.
Las venas ya le reptaban por el cuello. Po se acurrucó como un cachorro recién nacido, intentando con desesperación arrancarse a Jade o arrancarse el brazo si tenía que hacerlo, pero su cuerpo entró en temblores incontrolables. Jade consumía más Chi. Po bajó al Tercer Estatus.
Entonces su salvación apareció.
Tigresa llegó y derrapó en el suelo, gritando su nombre. Po apenas si distinguía su figura, de lo mal que veía. Ella arrancó a Jade de su pata, sacándole un grito de dolor, y gritando cuando Jade empezó a apoderarse de Tigresa con sus tentáculos de Chi, ella lo colocó en la vaina y lo arrojó lejos; el bastón se deslizó por el suelo y chocó contra una pared, deteniéndose. Del yin yang brotaba humo, aunque leve.
Po se arrodilló con ayuda de Tigresa, jadeando y con las marcas doradas atenuándose en su piel. La cabeza le dolía y sintió las mejillas húmedas. Apenas si le quedaba Chi para un Segundo Estatus. Unos segundos más y sería un jadembie. Sacudió la cabeza, tratando de despejar su visión.
Algo cayó delante de él, con fuerza, clavándose en las piedras de suelo. Un bastón de jade, delgado y con una curva como de media luna. Po alzó la cabeza cuando Tigresa gimió.
—Levántate —dijo la voz de Kai a través de los jadembies—, Po. Vamos a terminar lo que iniciamos hace cinco años.
Pero no eran jadembies cualesquiera.
Eran Shifu y tres de los Cinco Furiosos.
Eran Ping y Li Shan.
Eran su familia.
Nu Hai ya no podía más, su cuerpo se rehusaba a seguir con aquel castigo. Entre Jing y ella lograron destruir el jadembie del panda, pero el del maestro Grulla les dio demasiado problemas. La habilidad del maestro era demasiado para ellas, que eran aprendices. Jing la había sanado tantas veces que, pese a no tener herida alguna, sus músculos ya no le respondían con la misma rapidez.
Jing gritó, rugiendo, canalizando tanto Chi que sus ojos eran pozos blancos. Generó dos grandes zarpas de tigre de Chi blanco, superpuestas sobre sus brazos y atacó al jadembie de Grulla, dando golpes con los puños que, un segundo después, las zarpas añadían otro, imitando sus movimientos. El jadembie de Grulla alzó una ala para detener el golpe y con la otra le dio un bofeton a Jing, mandándola a rodar por el suelo.
Al alzar la mirada, un corte resaltaba en su mejilla, que empezó a cerrarse con lentitud, pues era una herida de jade.
Hai gimió de impotencia, pues quería hacer algo. De nada servía que ahora fuera una dadora, pues el despertar su ropa no le ayudaba en nada. Estaba de rodillas en el suelo, golpeándolo con las patas de frustración. Gritó al ponerse de pie y atacar, creando una alabarda con su Chi y dando tajos como si no hubiera un mañana.
El jadembie de Grulla los evadía y, cuando Nu Hai dio uno vertical, le asestó senda patada en el estómago que el dolor le nubló los ojos e hizo que la alabarda se disipase. Ella pateó de forma ascendente, pero Grulla saltó y aleteó en el aire, volando.
Nu Hai acumuló Chi en dos de sus dedos y disparó un rayo hacia él, controlándolo para que se moviera como una serpiente en el aire, sin embargo, Grulla aleteó con fuerza, replegando sus alas y generando una ola de aire a presión. El rayo de Chi azul se disipó y la presión del aire mandó a rodar por el suelo a Nu Hai, quien fue detenida por Jing y consecuentemente sanada.
Ella le ayudó a levantarse. Grulla reposó con gracia en el suelo, mirándolas con sus ojos ciegos.
—No podrán conmigo, chicas —dijo Kai, con confianza—. No pudo Po, que las supera, ¿cómo podrán ustedes?
Jing escupió, desafiando a Kai. Éste rio, su risa a través del jadembie de Grulla, encontrando divertida a la novia de Nu Hai.
Entonces Jing gritó y cayó al suelo, seguida de una estela de sangre. Un instante después, un golpe sordo acristalado la alertó de un jadembie a su espalda; su Chi tomó el control y la hizo ladearse para evitar el golpe, esquivando el segundo hachazo. La fuerza del golpe rompió las piedras.
El maestro Oso alzó las dos hachas de doble filo dispuesto a atacar de nuevo, pero Nu Hai reaccionó rápido, e impulsada por su ropa despertada, tomó a Jing en brazos y de un salto aterrizó en un techo. Justo a tiempo, pues dos baras de bambú jadembificado se estrellaron en el suelo donde ella estaba: los maestros Tejones Gemelos.
Cuatro jadembies.
Estaban muertas.
Jing jadeó y Nu Hai observó el tajo en su espalda y la forma en que la sangre manaba y manchaba la ropa. Se agachó a su lado y la tumbó boca abajo sobre las lozas de tejas, las patas le temblaron cuando le tocó el tajo que bajaba de su hombro a su cola. Empezaba a cerrarse, demasiado despacio, pero eso no la calmaba.
—Vete —jadeó Jing, apretándole una pata—. Déjame.
—No seas idiota —murmuró Nu Hai, besándole los nudillos a Jing, sorprendiéndola—. No te dejaré ni aunque se me fuera la vida en ello.
—¿Te has dado cuenta de que ese es exactamente el escenario en el que estamos?
—Confía en mí. —Hai la soltó y se puso de pie—. Te quiero, Jing.
Dicho esto y sin darle tiempo a responderle, Nu Hai saltó al suelo. Cayó e inspiró profundo, accediendo a todo el Chi que podía; obligó a su cuerpo a canalizar todo el que le era posible. Una torre de Chi se alzó al cielo, azul como el más puro de los océanos; su pelaje empezó a teñirse y sus ojos se hicieron pozos azules.
Gritó, ampliando su poder. Algo no estaba como debía estarlo, pues en lugar de sentir el poder en todo su cuerpo, se concentraba en su pecho, donde estaban las esquirlas de la bala de jade investida. «Una segunda alma —pensó—. Esto puede ser interesante. Veremos si me mata o no». Sintió al fondo de su mente un poder enorme, tanto que era incomprensible, pero Nu Hai estiró su mente hasta él.
—¡Constelación del Liderazgo y la Serenidad —exclamó, destellando de Chi azul; sus garras desaparecieron, consumidas por el Chi—, cubre mi cuerpo, reside en mí y conviérteme en tu medio para pisar este mundo, Dragón Azul!
El Chi explotó, separándose como los pétalos de una flor al abrirse, giraron a su alrededor y se volvieron a unir, ascendiendo al cielo como una lanza que perforó las nubes. El cielo se desgarró por un instante, dejando ver un vistazo del Mundo Espiritual, antes de que esa apertura se cerrase cuando un avatar de Chi, del tamaño de un dragón natural, saliese y descendiera hacia Nu Hai.
El dragón abrió las fauces y «devoró» a Nu Hai. El impacto la hizo hincar una rodilla, por el peso del Chi, tan denso como unos ladrillos. Inspiró con fuerza, absorbiendo aquella energía, entrando por sus fosas nasales, sus ojos, sus labios, cada poro de su piel. Al tenerlo todo dentro, su cuerpo empezó a brillar de azul, como si tuviera una estrella contenida.
Entonces su cuerpo empezó a cambiar para adaptarse al Dragón Azul. Su pelaje en varias partes se hizo azul oscuro, como de sus antebrazos hasta sus dedos, su morro y sus piernas. La ropa se le desgarró cuando cambió. Sus brazos y piernas ganaron musculatura, de cada uno de sus dedos crecieron zarpas; sus gorditos se acentuaron cuando su pelaje se endureció, asemejando escamas. De su cola, una gruesa línea de Chi asemejó una cola de dragón, y de su rostro nacieron finos y largos bigotes. El último cambio fueron sus ojos, que se hicieron azules por completo, esclerótica y todo, con una rendija vertical blanca.
Suspiró, despidiendo Chi en forma de vapor de sus labios. La asimilación de su Constelación le sentaba extraña, pues no veía como siempre. Sus ojos veían el Chi, brillando de distintas formas en todos; los cuerpos se contorneaban de esa energía, incluso Jing, a su espalda, la percibía más que todo por su Chi. La miró de reojo y distinguió su rostro por el fluir de su Chi, pues su brillo cegaba a Hai y no distinguía el pelaje o la piel; sobre ella, o más bien unida a ella, una fina cuerda de Chi ascendía y se unía al cielo, a un Tigre Blanco.
De la misma forma, el Fénix Rojo y la Tortuga Negra le indicaron, por sus nexos con sus guerreros, dónde estaban Fan Tong y Bao. El cielo era negro por la noche, negro obsidiana de Xinzhi y opalado verdoso, los tres Mundos eran uno a sus ojos. Nu Hai vio más, pero decidió centrar su atencion en los jadembies que tenía al frente y en los que, al ella activar su asimilación, empezaron a llegar.
Nu Hai empezó a destruir jadembies como si se le fuese la vida en ello.
Cosa que de hecho, así era.
Bao hincó una rodilla en el suelo, alzando un escudo tan enorme que abarcó una calle entera, rechazando la ola de flechas que les dispararon. Los proyectiles rebotaron contra el enorme caparazón y se disiparon; él dejó caer el escudo y, jadeando, se puso de pie. No estaba atacando, ni haciendo nada en realidad, sino controlando las estatuas con órdenes, para que los flanqueasen y atacaran a todo objetivo hostil. Quizo ayudar a Lei-Lei, pero ella era un demonio en piel de panda, en una muy bonita, tenía que agregar.
Ella tenía un hacha enorme que hacía rato recogió del suelo, la empuñaba en una pata, su brazo fortalecido por su ropa despertada, y en la otra su espada de jade, girando entre animales y reanimados, matando a unos y decapitando a otros. Bao se admiraba de su capacidad, pero tenía miedo, pues Lei-Lei no era imbatible, en el momento en que la estamina se le agotase, moriría herida.
Un grupo de quizá setenta animales gritaron cargando hacia ambos y Bao llamó a más estatuas, entonces constató con horror que quedaban apenas cincuenta estatuas de piedra. Habían reducido los jadembies a menos de doscientos, pero... ¿cincuenta estatuas, tan pocas?
Bao tomó una espada de un animal caído, le sacudió la sangre y se puso en posición de ataque al lado de Lei-Lei. Ella respiraba con pesadez, el sudor apelmazándole el pelaje a la frente, con el ceño fruncido y las armas apretadas en sus manos.
—¿Listo o vas a seguir viéndome? —pregunto ella, con un deje bromista en la voz.
Eso lo hizo sonreír.
—¿Nunca cambias, eh?
Lei-Lei se encogió de hombros.
—¿Cuántas estatuas quedan?
—Cincuenta. Incluyendo las dos que nos están ayudando.
Ella observó los animales que corrían, como una estampida, con armas y antorchas en sus patas. Bao frunció el ceño, preocupado.
—Vamos —dijo Lei-Lei, luego de un rato. Se agachó ante dos cadáveres, tomó la ropa del primero, apretando entre sus dedos que soltaron el hacha, y la despertó—. Lucha por mí, como si fueras yo.
—¿Eso es una orden? —murmuró Bao.
Entonces Lei-Lei sonrió, ufana, una adolescente en toda regla. Casi pudo ver la chispa vivaracha que todos los pandas tenían en ella.
—La inventé yo —respondió—. Verás lo que mola, Bao.
Él asintió, observando la ropa despertada del cadáver, esperando algo, pero nada pasaba. Los animales llegaron y se armó la refriega. Lei-Lei despertó un segundo juego de ropas de otro cadáver y después tomó su hacha, empezando a repartir mandobles cortando extremidades, o dando puñaladas con la espada de jade.
Bao la acompañó, creando escudos de Chi que la protegían, al tiempo en que segaba vidas con su espada. Sus estatuas mataban otros tantos. Sin embargo, llegó un momento en que Bao flaqueó: terminó un tajo con la espada girando la cintura y, cuando se volvió hacia Lei-Lei, para cercenar a un animal que iba a por ella por su espalda, resbaló con la sangre y cayó de culo.
Por reflejo, empujó en todas direcciones con su Chi, derribando al suelo a Lei-Lei, que le salvó de una decapitación, pero los dejó a los dos a tajo de la muerte. Bao gritó el nombre de ella, cuando observó una espada descender hacia su cabeza, sin embargo, el golpe nunca llegó, pues otra espada se interpuso: las prendas de ropa, retorcidas asemejando la forma de un animal, sostenían el arma que la protegió. Las ropas golpearon y mataron al animal.
El segundo juego de ropas se desprendió del cadáver y empezó a pelear junto a la otra ropa, como controlados por animales invisibles.
Lei-Lei le dio un zape cuando se puso de pie y llegó a su lado, mirándolo con molestia.
—Gran idea, genio. Para la próxima mejor usas tu Chi para desarmarme.
—Lo siento —dijo, cuando ella le tendió la pata para ayudarlo a levantarse. La tomó—. Fue un reflejo.
—Ya, pero la próx... —se cortó cuando una torre de Chi azul se destacó a lo lejos. Bao alzó la mirada y gimió, sabiendo lo que eso significaba.
Nu Hai entró en la asimilación. La columna de Chi se abrió como una flor y se reconstruyó, tomando la forma de una lanza, atravesó el cielo y un instante después, un Dragón Azul entero de Chi descendió hacia donde estaba la torre de Chi. Momentos más tardes, la zona empezaba a brillar de un delicado azul.
Cuando acabaron con el último animal, ni siquiera tuvieron tiempo para descansar. Como dos murciélagos, dos jadembies aterrizaron con un estrépito, agrietándose. Uno de ellos era su abuela, otro un panda joven, de diez años quizá.
Bao flaqueó, lo suficiente para que uno de los jadembies lo atacase. El golpe le arrancó un gemido, y con una patada, lo mandaron a rodar por el suelo. Bao se quedó acurrucado, temblando, recordando la prueba de Oogway.
No podía repetir eso de nuevo.
No.
No.
No.
No.
No.
—¡Bao! —gritó Lei-Lei, asustada, corriendo hacia él, espada en ristre. El jadembie de su abuela destruyó lo que quedaba de las dos estatuas, mientras el del joven panda arremetía contra Lei-Lei. Su ser le gritaba que hiciera algo, pero estaba apático, temeroso—. ¡Bao, por favor!
El jadembie del panda le dio una tanda de patadas a Lei-Lei, tan rapida que Bao lo reconoció como uno de los críos que le hizo frente a los jadembies con fuegos artificiales. Ella soltó la espada y se cubrió el rostro con los antebrazos, repartiendo golpes para frenar al jadembie.
Su ropa despertada poco le sirvió, pues el panda pateaba demasiado rápido. Las ropas de los cadáveres las desgarró su abuela. Después, ella tomó la espada de jade y, con un simple movimiento, se la clavó a Lei-Lei.
La punta, manchada de sangre de la panda que amaba, salió por su pecho, desgarrando la ropa y llevando consigo trozos de vísceras.
Lei-Lei abrió los ojos con sorpresa, arqueándose hacia atrás de dolor.
—Otra que cae, Bao —dijo el jadembie de su abuela, con la voz de Kai—. Has fracasado. No has podido proteger a tu amada, al igual que tu hermana.
Bao veía la sangre de la espada goteando con parsimonia, como si arrebatarle la vida a su amada fuese algo intrascendente.
Se sorprendió susurrando.
—Constelación de la Protección y el Resguardo, cubre mi cuerpo, reside en mí y permíteme rozar tu poder.
Una asimilación parcial. Despidió tal cantidad de Chi que se alzó como una columna al cielo. El pelaje de sus brazos se tornó verdoso y duro, como la piel rugosa y escamosa de una tortuga; sus garras cortas se alargaron hasta alcanzar las de una tortuga.
Chasqueó los dedos, ignorando el punzante dolor que le recorría, y una onda de Chi, asemejando un caparazón, salió de sus dedos, mandando lejos a su abuela y el otro jadembie. De hecho, creó un domo de Chi de dos metros de diámetro, en los que él y Lei-Lei estaban a salvo.
Un tercer jadembie descendió del cielo, empuñando una alabarda, que clavó en el punto central y más alto del domo. Entró como una flecha, justo antes de que el Chi recompusiera el agujero. Era un jadembie del maestro Lobo, del oeste de China.
—También morirás peleando, Bao —dijo Kai, a través del jadembie—. Es tal como lo he planeado, al igual que tu hermana. Ella morirá para salvar a tantos como pueda, tú lo harás igual.
Bao carcajeó, tan fuerte que su risa la sintió amena. Con un gesto de la pata, un caparazón doble envolvió al jadembie, aprisionándolo. Caminó hacia Lei-Lei y reposó su cabeza en su regazo, acariciándole las mejillas con sus garras asimiladas; veía su Chi, delineando sus rasgos, debilitándose cada vez más. La herida en su estómago era un agujero agonizante que rezumaba sangre y vida. Estaba pálida.
—Vete —susurró, la sangre burbujeó en su boca—. Ayuda a mamá, sálvalas. Diles que lamento no haber hecho nada. —Su débil respiración era un silbido anormal.
Bao se inclinó, le besó la frente y después los labios, ignorando la sangre.
«Esto es lo que me hizo comprender Oogway sobre mí —pensó—. El dolor de perder a alguien y la decisión de hacer lo correcto. De abandonarla y destruir tantos jadembies como pudiese».
Lástima que Bao nunca aprendía del todo.
—Elegiste al hermano equivocado, Kai —dijo, desafiante—. Tuviste que escoger a Nu Hai para que se matase en pro de los animales, porque ella tiene la fea costumbre de hacer lo que es correcto en lugar de lo conveniente. —Irguió un poco a Lei-Lei, haciéndola sentarse—. La frase de mando de mis estatuas —susurró, sonriéndole—, eres tú, es tu accesorio.
Ella asintió, con las pupilas dilatadas. Bao sonrió, e inspiró profundo.
Reposó su frente contra la de Lei-Lei, sin apartar sus ojos de ella.
—Mi vida a la tuya —dijo—, mi Chi es tuyo.
Xiao se levantó del suelo por doceava vez, apretó el cuchillo en sus patas sangrantes u (y) se cuadró, preparada para seguir peleando, aunque muriera en ello. Las patas le temblaban, haciando vibrar el cuchillo y la cadena. Tenía una puñalada en cada hombro, una en cada pierna, cortes en los antebrazos, los muslos y el vientre, todos ellos superficiales, lo suficientemente profundo como para que sangrase lentamente, pero no tanto como para evitarle seguir peleando.
—Te dejaré morir fácilmente, emperatriz —dijo Cho, empuñando su sable que goteaba sangre de ella—. Sólo dime la verdad, nunca derrotaste a Tao, ¿verdad?
Xiao apretó el cuchillo. Los cortes, las puñaladas, el agotamiento, la humillación, el frío y la podredumbre de la muerte a su alrededor le estaban pasando factura. La adrenalina la podía llevar y mantener de pie hasta un punto, pero eso no duraría mucho.
No respondió.
—Muy bien, como quieras —dijo Cho, y atacó.
Un nuevo juego de pies obligó a Xiao a defenderse con su cuchillo, pero Cho la quería humillar aún más, pues de dos tajos semiprofundos, le cortó las vendas y las calzas, dejándola desnuda frente a él, ensangrentada.
Xiao apretó los dientes, evitando dejarse llevar por la ira. Detrás de Cho, Fan Tong lloraba, apretando las patas tan fuerte que se clavaba sus garras y manchaba el suelo con sangre, además de su herida; cuadraba la mandíbula, frustrado.
Irónicamente, verlo llorar le dio fuerzas, pues recordó aquél día en que decidió ser su novia. O más bien, en que lo aceptó por fin.
Toda su vida había sido criada por y para un objetivo, que estaba mentalizada para casarse con un macho distinguido, quizá conocido de su padre, por lo que cuando empezó a sentirse atraída por Fan, lo negó. Ella tenía que enamorarse de animales de corte, importantes, no de un panda cualquiera.
Pero los títulos que Fan carecía, a nivel noble e imperial, no importaban. Él la hacía reír, él no la juzgaba por lo que fue o le preguntaba por su vida anterior. Él la apreciaba por lo que ella era, por ser Xiao y no la heredera al trono. Él era sensible y gentil, y actuaba sin segundas intenciones, con sinceridad, lo que le hizo bajar la guardia y enamorarse poco a poco de su forma de ser.
La figura y condición que tanto se le enseñó para elegir, dejaron de tener sentido, pues amaba a un panda regordete y emocional.
Entonces el odio explotó como un volcán dentro de ella. No porque Cho la tuviera herida, no porque Cho la humillase obligándola a pelear desnuda para que cualquiera la viera. Sino porque hacía sufrir a Fan Tong. Su Fan Tong.
Hizo amago de atacar, pero Cho le propinó una patada a las piernas, haciéndola hincarse de rodillas, y con otra, rodó por el suelo.
Él sacudía la cabeza.
—Eres patética, Xiao. Estás ahí, arrodillada y a punto de morir, y sigues creyendo que eres mejor que yo, que puedes hacerme daño.
Xiao agachó la cabeza, demasiado débil para atacar. Cho le hizo un corte en la mejilla y la pateó con fuerza, haciéndola chocar contra una pared. Ella se deslizó hasta el suelo, apretando su cuchillo; Cho le pisó la pata.
—¿Crees que podrás conmigo, aún cuando no pudiste ni proteger este reino?
—He hecho lo que he podido.
—¡Tu padre hacía más! —espetó—. ¡Era implacable cuando se requería y benevolente con sus súbditos! ¡Por eso le seguíamos, por eso le respetábamos! ¡Por eso le traicionamos, porque no podíamos creer que el futuro de China terminaría en las patas de una cría mimada que no sabía nada del mundo real, más allá de sus cuatro paredes de oro!
—Yo no soy mi padre —susurró—. Yo no puedo matar como él, yo no puedo sacrificarme como él. Soy egoista, pero los monarcas deben serlo.
—Un mal monarca lleva a su pueblo a la muerte.
—Pero un buen monarca que sabe fallará, dimite.
Cho vaciló por un instante, con el pie en la pata de Xiao y el sable bajo. Entonces, finalmente, negó con la cabeza.
—Esos monarcas ya no existen. Adios, Xiao.
Levantó la espada para golpear. Y Xiao, asegurándose de tocar la hoja de jade con la pata que sostenía el cuchillo, alzó la pata libre y tocó el pelaje de la pierna de Cho.
—Mi vida a la tuya —dijo—. Mi Chi es tuyo.
Cho se tambaleó, aturdido. Una cantidad considerable de Chis, suficiente para llegar al Segundo Estatus, que era lo que conservaba luego de haber despertado sus ropas, salieron del pecho de Xiao y entraron en el cuerpo de Cho. No eran bienvenidos, pero no pudo evitarlo. Apenas dos Estatus, no mucho.
Pero suficiente para hacer que se estremeciera de placer. Para hacer que su cuerpo temblase de gozo. Suficientes para hacerle perder el control por un segundo y caer de rodillas. Y en ese segundo, Xiao se levantó, liberó su pata del peso del pie de Cho y segó con su cuchillo la garganta del león.
El antiguo soldado cayó hacia atrás con los ojos abiertos y el cuello sangrando. Se estremeció de placer por el Chi recibido, pese a estar perdiendo la vida. Era una acción incontrolable.
—Nadie se lo espera nunca —susurró Xiao, mirando a los ojos a Cho—. El Chi vale una fortuna para nosotros los dadores. Introducirlo en alguien y luego matarlo es desperdiciar demasiado poder, tanto que muchos lo consideran una locura. Nunca se lo esperan.
Inspiró profundo y escupió sangre a un lado. Cho entraba en los últimos estertores de la muerte.
—Querias saber cómo maté a Tao. Ahora ya lo sabes.
Cho murió, con una sonrisa en los labios.
Xiao cayó al suelo, demasiado débil para seguir de pie.
Los arqueros dispararon, ahora escondidos ante el inexistente Sentido Vital de Xiao. Fan Tong saltó y cortó con su espada de Chi las flechas, incinerándolas. Corrió a su lado y, luego de tomar sus ropas del suelo, la cargó como a una princesa en apuros; cosa que de hecho era.
Se metió en una casa y la dejó en el suelo, tapizando la entrada con los muebles de dentro. Xiao volvió en sí cuando Fan le instó a recuperar el Chi de sus ropas despertadas, volviendo así al Segundo Estatus. Tenía los pantalones sobre las piernas cubriendo su entrepierna y su qipao con borlas en los hombros, apenas tapándole los pezones.
Fan Tong se sentó frente a ella, limpiándose los ojos de las lágrimas. La oscuridad de su pelaje húmedo se acentuaba por su Chi.
—¿Estás bien? —preguntó—. Fénix, que pregunta tan tonta, obvio que...
Ella lo silenció al abrazarlo con fuerza, demasiada, tanta que sus garras le marcaron la espalda a Fan y sus pechos se apachurraron contra su pecho. Fan le correspondió el abrazo, fuerte también.
No había lujuria en ello, ni ansia del otro, sólo miedo. Miedo y tranquilidad. Temblaban. Una por el dolor que le causó al panda y el otro por miedo a perderla.
—Lo siento —susurró Xiao, llorando contra el hombro de su novio—. Perdón por haberte hecho pasar por todo esto. Lo siento.
—Tranquila, Xi —murmuró él, dándole palmaditas en la espalda—. Lo importante es que sigues viva. Te amo.
—Y yo te amo a ti. —Sentía la humedad de la sangre de Fan, más caliente que la propia, mojándole el pelaje—. Y es por eso que haré algo que traicionará a mi pueblo. —Inspiró profundo, pronunciando su decisión—. Voy a dimitir. Le daré la corona a alguien más.
—¿Es lo que deseas, Xi? —preguntó Fan Tong, amable, sin separarse del abrazo.
—Sí. —Las palabras dolían, quemaban su alma, porque aunque era lo que ella quería, la sensación de estar traicionando a su padre era demasiado fuerte.
—Entonces te apoyaré en ello. Siempre.
Gimió de alegría, contra su hombro. Y se quedó allí, desnuda y cubierta apenas, sangrando y adolorida, pero feliz. Feliz de tener a Fan que le diera calor. Feliz de tenerlo a su lado. Feliz de que no la juzgase por querer renunciar a la corona. Feliz, simplemente, de estar viva en ese preciso momento.
Fan Tong se tumbó en el suelo, de medio lado, abrazándola de cucharita, cubriéndola con su ropa y quitándose su propio chaleco para hacer lo mismo. Y se quedaron ahí en el suelo, ignorando todo lo demás, la pelea, la sangre, el caos. Sólo ellos dos. Acurrucados y con los ojos cerrados.
Ya no querían pelear.
No más.
Sólo descansar junto al otro.
Tigresa gritó cuando al alzar un brazo para parar el golpe de Shifu, el impacto le rompió el brazo. El dolor le tiñó la vista de rojo por un instante, antes de que el dolor explotara en su cuerpo. «¿Cómo puede hacerme tanto daño si mi ropa despertada me protege?», pensó. Sin embargo, su ropa despertada no le ayudaba mucho, pues la velocidad con la que el jadembie de Shifu atacaba, era mayor a la de respuesta de la ropa despertada.
Po intentaba pelear, pero sus golpes eran lentos y temblorosos. Los efectos de haber despertado a Jade le afectaban todavía. Los jadembies de Ping y Li Shan se enfrascaron con él, golpeándolo, pateándolo y dándole una paliza. Po quería defenderse, pero las lágrimas en sus ojos le decían que le dolía atacar a sus padres.
Ella rugía contra Shifu, Víbora, Mono y Mantis, sabiéndose en el borde de la muerte si no hacían algo.
Shifu saltó y golpeó blandiendo el bastón de forma ascendente, propinándole el golpe en toda la mandíbula, elevandola del suelo. El siguiente ataque fue de Mono, con un juego de patadas y puñetazos que la llevaron a estrellarse a una pared; le siguió Víbora, envolviéndole una pierna y tirando, trazando una parábola con su cuerpo y chocando contra el suelo.
La cabeza se le sacudió a Tigresa, sólo para ser recibida por una decena de pares de patadas de Mantis. El dolor de su cuerpo, su brazo roto, el emocional por enfrentarse a sus amigos, a su familia, la aletargaron; Tigresa estaba cansada ya de tanto.
El jadembie de Shifu le colocó la curva del bastón en el cuello y empezó a presionar, asfixiándola.
—¿Qué harás, Po? —dijo Kai, a través de todos los jadembies—. ¿Te dignarás a pelear?
Tigresa buscaba los ojos de Po y él, al encontrarlos, sonrió, con cortes en la cara y los labios sangrantes.
—Suéltala —murmuró. De soslayo, captó una explosión de Chi azul—. Suéltala y te daré lo que quieres.
—¿Y qué quiero, Po? —se río Kai.
Po duró en responder.
—Te daré la forma para que superes tu debilidad —dijo, levantándose y quedando de rodillas; las mejillas estaban húmedas de lágrimas y sangre—. Una forma para que siendo un espíritu guerrero, no mueras al usar tu Chi para despertar.
Los jadembies se quedaron estáticos, sin moverse un ápice, y la presión del bastón de Shifu en el cuello de Tigresa, aminoró, lo suficiente para que respirase. Todo quedó en silencio, escuchándose sólo el soplar del viento frío, los latidos de su corazón en su cabeza, los golpes de armas y energía a lo lejos.
Po agachó la cabeza, abatido.
—¿A qué te refieres, Po? —preguntó Tigresa.
—A la manera en que sigo vivo —respondió, con un hilillo de voz—. Te dije que fue por la Sangre Divina, pero mentí. Es más bien con un poder semejante al de un dios.
—No comprendo —murmuró, estirando una pata hacia él. Un gesto inservible, pero casi podía sentir en su propia alma cómo Po se quebraba, cómo dejaba todo, cómo se rendía. Sintió las lágrimas en sus ojos, pero las reprimió—. Po, no comprendo, pero me tienes aquí. Confía en mí.
Po alzó la mirada, las lágrimas surcando su rotro; sonrió con debilidad.
—No tenía que haberlo hecho. Debí morir. Pero me rehúse a hacerlo por ti. Porque te amo. —Su cuerpo empezó a brillar y a despedir Chi. Superpuesto a su cuerpo, un avatar de dragón empezó a formarse, dorado como el oro; pero..., distinto. Era como un dragon con forma animal, antropomórfico—. Fue gracias al otro Po que sigo vivo, que volví. —Titubeó—. Me enseñó a volverme mortal, asimilando a mi Bestia, con una orden especifica. Orden que de seguro Kai quiere.
Tigresa sacudió la cabeza.
—No me interesa nada de eso, Po —dijo—. Ni lo que has tenido que hacer, sólo me importa que no hagas una locura. No le des esa baza a Kai, Po.
Negó con la cabeza.
—Confía en mí.
Tigresa inspiró profundo, usando su Sentido Vital para analizar a Po. El autodesprecio hacia sí mismo estaba en su apogeo, pero ella detectó entre tantas emociones negativas y el amor desbordante que sentía por ella, una chispa de astucia. Parpadeó, sorprendida, cuando el dragón de Chi le guiñó un ojo.
—Siempre lo hago, Po.
Una mancha se destacó en el cielo y se precipitó al suelo. Chocó con un estrépito, en un tintineo de jade. Kai, con una mirada entre torva y burlesca, apretando sus cuchillos de jade.
—Ahora, Po —dijo Kai—. Dime lo que quiero saber.
Jing despertó en una casa, boca abajo, con el chaleco desgarrado y la espalda al aire. Parpadeó para orientarse y se levantó de un brinco, dejando caer los retazos de su ropa; gruñó, al sentir un dolor punzante en la espalda. Recordó entonces el tajo que el jadembie del maestro Oso le causó y lo complicado que fue cerrarlo.
¿En qué momento se había desmayado? Jing era más fuerte que eso. No obstante, tantos cortes y heridas causadas por jade de seguro le pasaron factura. Se puso en guardia al no percibir a Nu Hai con su Sentido Vital. La encontró a pocos pasos, tendida contra una pared, sangrando por ojos, nariz, oídos y boca; ella había vuelto a la normalidad, pero ahora su pelaje parecía descolorido, en lugar del negro y blanco de colores fuertes.
Respiraba con fragilidad, sus ojos parpadeaban demasiado despacio.
Jing se apresuró a ponerle las patas encima, introduciendo su Chi y detectando las fallas de su cuerpo. Que eran demasiadas. Sus músculos estaban agotados hasta casi su destrucción, sus organos estaban entrando en fallas generalizadas, sus sistemas iban cada vez más lento. No obstante, Jing sintió algo más, algo anormal.
Ella ya sabía cómo afectaba una asimilación, por haberla experimentado. El precio pagado no era paulatino como con Nu Hai, sino todo de golpe; si se asimilaba por completo, la muerte llegaría de sopetón, no de esa forma.
—Puedo salvarla —murmuró, introduciéndole todo el Chi que podía; sentía su cuerpo sanar, pero algo le arrebataba esa salud. Se concentró y percibió los fragmentos de la bala de jade en ella, absorbiendo el Chi de Jing—. Dioses, no es posible.
«Bao dijo que ese jade contenía un alma —pensó, desabrochándole el chaleco a Nu Hai—. Tiene sentido que si Nu Hai estuviera usando algo despertado, la asimilación arrebatase la vida de esa alma y no la de ella». Sonrió, con una esperanza dándole fuerza.
Le llevó unos minutos dejar desnuda de cintura para arriba a Nu Hai, intentando no distraerse con sus rollitos, su panza o sus senos. Dioses, quería apretarlos y... No, no, había que centrarse.
Halló la cicatriz entre los dos senos, demasiado cerca del corazón. Alzó un (dedo de una pata y apartó un seno con la otra, concentró su Chi en su garra e hizo una incisión un poco profunda en la carne, metió su dedo y palpó, hasta que dio con los fragmentos. Eran tres, cerca del esternón.
Cerró los ojos y ajustó su Chi a los latidos de Hai, maniobrando en la creación de una pequeña pata que tomase los fragmentos y los sacara. Cuando curaba no tenía idea de cómo hacía las cosas, sino que sólo las hacía; esa era una de ellas. Al sacar el primer fragmento, el aspecto de Hai mejoró de golpe, adquiriendo más pulso y color, mientras que el fragmento absorbía el Chi de Jing como una esponja.
Momentos despues, cuando sacó la última esquirla, Nu Hai tosió, despertando de golpe y aspirando una gran cantidad de aire. Jing arrojó el trozo de jade y se inclinó sobre ella, tomándola por los hombros y obligándola a quedarse tumbada.
—Por favor —dijo Jing, agotada—. Falta que te cierre la herida.
Nu Hai parpadeó aturdida, mientras Jing cerraba su herida curándosela con Chi.
—¿Sabes? —dijo Nu Hai—. Esto es muy sugestivo.
—¿El qué? —bostezó.
—Estar así. —Se señaló completa—. ¿Por qué será que cuando estamos en momentos de vida o muertes, siempre acaba una de las dos con los senos al aire?
—Esta vez fuimos las dos —sonrió Jing, ignorando el escozor de su espalda—. Y debo decir que no me gusta.
—¿Yo?
—No. —Negó con la cabeza y se señaló a ella y luego a Hai—. Quiero decir esto. O sea, si vamos a estar con las gemelas al aire, bien podría ser en un mejor momento que al borde de la muerte. No sé, al menos en la intimidad.
Nu Hai arqueó una ceja.
—No llevamos ni una semana juntas y ya estás pensando como Bao y Lei-Lei.
Jing se encogió de hombros.
—No hay nada que no haya visto ya. —Bostezó; el sueño empezaba a tomarla en sus zarpas, como cada vez que se excedía con las curaciones—. Mira, vamos a hacer algo —dijo, recostándose contra Nu Hai, en su estómago, sintiendo los senos en su cabeza—, estoy... estamos muy cansadas, necesito dormir antes de que mi Chi me deje inconsciente por días. Voy a hacerlo aquí, ¿bien? Y no nos vamos a preocupar por nada más.
—¿Por cuánto tiempo, Jing?
—No lo sé, el que nos quede antes de que Kai venga y nos mate, o envíe a sus jadembies.
Nu Hai no respondió, sino que empezó a acariciarle el cabello. Era su respuesta: lo aceptaba. Estaban cansadas ya de pelear, de luchar por sobrevivir durante tantos años; sólo querían descansar.
Po se puso de pie, cuadrándose en una posición de ataque. Su avatar de Chi brilló con fuerza, replicando sus movimientos.
Atacó.
Kai frunció el ceño y le respondió el ataque, con una sencillez burlesca. Po lanzó un golpe con la derecha, duplicado con su avatar, que Kai bloqueó con su pata, recibiendo el golpe del avatar en la mejilla. Bufó, con molestia, y le dio un cabezazo a Po, seguido de un puñetazo a la barriga.
Po gimió de dolor; alzó al brazo para intentar aplicarle una llave al brazo a Kai, pero éste le dio un gancho a la mandíbula que por poco no le hizo perder el conocimiento. Kai hizo un barrido, derribando a Po al suelo, saltó y con las cuchillas en ristre, estuvo dispuesto a matarlo, sino fuera porque él rodó para evitarlo.
Irguiéndose con dificultad, Po cargó contra Kai, pero éste con un gesto despectivo, hizo que los jadembies de Ping y Li Shan lo atacaran. Su padre ganzo le dio tremenda bofetada con el ala que lo hizo tambalearse a otro lado, y su padre panda le dio un panzazo que lo llevó a estrellarse contra una pared. Su avatar se disipó.
El Chi de Seiryu en su interior, de su Bestia, se rebulló con enojo y poderío. Recordó la forma en que su otro yo, un dios, le indicó cómo dominar a su Bestia y someterla a sus deseos, para así lograr lo imposible: recuperar su mortalidad. Lo que sufrió con ello, y lo que vio al dominar, comprimir y absorber el poder de Seiryu para sí mismo lo había sorprendido y aterrado a partes iguales.
Se obligó a controlarlo, ya que esa era su carta de victoria, una que al pronunciar la misma orden con que lo asimiló, Po moriría y se llevaría a Kai consigo, creando un conducto por donde Seiryu usaría su cuerpo para un único propósito. En teoría seguía siendo una asimilación, pero asimilar una Constelación (un trozo minúsculo de la Bestia de origen), era un juego de niños con asimilar una Bestia Sagrada.
Tigresa gritó su nombre. Po la miró a los ojos, pidiéndole perdón.
—Seiryu —murmuró Po—, atiendme a mi petición y escucha mi orden: hazte uno conmigo, dame tu poder. —Inspiró estirando su conciencia, buscando el Chi que lo volvía un Elegido en lo más profundo de su alma—. ¡Quebranta...!
Shifu le dio una patada en el rostro, moviéndose como una exhalación. De pronto, Tigresa y él se encontraron rodeados de una veintena de jadembies. Ella, quien ya no estaba aprisionada por Shifu, empezó a atacar como una poseída, repartiendo patadas y golpes, sin embargo, la terminaron superando y reduciendo; dos pandas enormes la sostenían de los brazos y el maestro Chacal empuñaba una espada contra su cuello.
Kai caminó hasta él, con paso arrogante, y le dio una patada en la boca, sacándole un gemido. Po se acurrucó en el suelo, tratando de contener el dolor.
—¿Creías que te permitiría usar tu asimilación? —dijo, molesto—. Me insultas, Po Ping. —Lo pateó de nuevo—. ¿Me crees un simple animal? ¡Yo soy Kai, Guerrero de Jade, Hacedor de Viudas, Máquina del Terror! ¡Yo dirigí los ejércitos de China! —Otra patada, esta vez en el estómago—. ¡Crees que no sé distinguir una estrategia militar! ¡Primera regla de la guerra, Po Ping, conoce a tu enemigo!
Tigresa volvió a gritar su nombre. Kai alzó una pata en puño y el jadembie del maestro Chacal la silenció de un puñetazo.
—Dame la orden que te permitió ser un dador, Po Ping —exigió Kai—. Dámela o Tigresa morirá.
Po intentó generar de nuevo el avatar de Seiryu para recubrir su cuerpo y obtener fuerza, sin éxito. Estaba demasiado cansado. Apretó las patas en el suelo, manchadas de sangre. Sangraba por muchos lugares; en los cortes de la frente, los labios rotos, las garras quebradas, la nariz rota.
Sus ojos buscaron los de Tigresa, quien sangraba de la nariz.
Po empezó a temblar, apretándose los costados.
Kai se carcajeó.
—¿Este es el que estaba destinado a vencerme, Oogway? —dijo, burlón, alzando el dije de jade que contenía el Chi de Oogway—. Míralo. No puede ni ponerse de pie. No es nada.
—¡Po es mil veces mejor que tú! —gritó Tigresa.
Kai la miró, molesto.
—Dime cómo, gatita. No es nada, no tiene el poder para detenerme.
Po gimió, intentando ponerse de pie, pero sus piernas no le respondían. Con su Sentido Vital sentía la angustia de Tigresa, su odio y su enojo. «Vamos, muévanse, piernas estúpidas». Kai chasqueó las pezuñas y se acercó con paso tranquilo hacia Tigresa, sujetando en una pezuña uno de sus cuchillos.
—Me has dado muchos problemas —dijo, apuntándola—. Demasiados.
De pronto, el maestro Oso apareció y arrojó a dos animales al suelo, dos que eran Nu Hai y Jing. Ambas estaban sin el chaleco, pero con distintos aspectos, porque mientras Jing estaba compuesta, Nu Hai parecía estar viva a duras penas. Después otros jadembies dejaron a Fan Tong y Xiao, él con una herida abierta en el hombro y ella cubierta de cortes y golpes. Por último llegaron Bao y Lei-Lei, ésta última con una pierna fracturada.
—¡No! —gritó Nu Hai, corriendo hacia Bao y abrazándolo con fuerza. Po parpadeó, sorprendido, pues él estaba descolorido, como un reanimado. Hai lloraba, meciendo el cuerpo de su hermano—. No. No. No. No.
Fan Tong gritó el nombre de Bao, corriendo con Hai. Jing estaba aturdida y Xiao, como ida, observaba todo con lágrimas surcándole las mejillas. Tigresa gritó, un único sonido desgarrador que le apretó el corazón a Po.
Bao estaba muerto.
Lei-Lei lloraba con los ojos cerrados, temblando, como si le arrancasen las lágrimas a golpes.
—Observa, Po —dijo Kai, tranquilo—, cómo vuelves a fracasar.
Bao estaba muerto por su culpa.
Po, con una apatía tóxica que le envolvía como la pata dominante de un monstruo, observaba alternativamente a Kai, los chicos, Tigresa y los jadembies.
—Y cómo lo harás una vez más.
Los jadembies se lanzaron sobre los chicos, implacables.
«¡No!».
Fan Tong creó una espada de Chi rojo, para pelear, rugiendo entre el dolor. Jing le acompañó, los puños en alto; Xiao se movía demasiado lento por las heridas, mientras que Nu Hai sólo se mecía de atras hacia adelante, acunando la cabeza de Bao.
«¡No!».
Fan Tong recibió una puñalada de una espada en el estómago, cayendo de rodillas. Xiao reaccionó y atacó, blandiendo su cuchillo. Jing se apresuró a sanarle la herida. El maestro Oso alzó una de sus hachas doble filo hacia Nu Hai, pero Lei-Lei, de alguna forma, paró el golpe con su espada, aunque hincando una rodilla.
«¡No!».
Po rodó y se obligó a incorporarse. Entonces echó a correr hacia Kai. Con el cuerpo exhausto. Pero no se detuvo. Tigresa se liberó del jadembie del maestro Chacal y se lanzó hacia el yak, con lágrimas en los ojos y se enzarzó en una batalla que estaba perdida.
Po gritó y de alguna parte sacó fuerzas. Alzó el brazo para darle un puñetazo a Kai, cuando éste rechazó a Tigresa de una patada.
Kai le atrapó la pata y le dio una patada en la rodilla, haciéndolo hincarse. Él alzo su pezuña libre y enterró su cuchillo de jade hasta la empuñadura en el hombro de Po.
Él gritó, adolorido, con su cuerpo tan agotado y exprimido que no tenía fuerzas para más nada. En ese momento de tiempo cristalizado, contempló a sus enemigos. Jadembies verdes, con ojos que brillaban de Chi contenido y robado por Kai. Pandas. Animales varios. Conocidos. Amigos. Familia. Todos transformados en esas criaturas.
Transformados porque les robaron su Chi.
—¿Qué planeabas, Po?
Po sonrió, la sangre manchándole los labios y la barbilla.
—Necesitaba acercarme para esto.
Alzó como pudo su pata libre y le apretó la pezuña a Kai.
Ya no tenía su título como maestro. Ya no tenía su título como Guerrero Dragón. Ya no era ni siquiera un cocinero de un gran restaurante. Pero sí tenía algo por lo que luchar hasta su último aliento. Tenía a Tigresa. Tenía a Lei-Lei. A Nu Hai. A Jing. A Fang Tong. A Xiao. Y aunque lo había perdido, seguía teniendo a Bao.
Pero sobre todo, seguía teniendo sus conocimientos.
Y aunque su poder estaba débil por culpa de Jade, aún tenía una forma de recuperarlo.
Miró a Kai a los ojos.
—Tu Chi al mío —dijo, observando cómo Kai abría los ojos con sorpresa.
Entonces Po recuperó la magnánima cantidad de Chi que Kai le robó en el Mundo Espiritual, tantos que lo llevaron a Doceavo Estatus. El cuerpo le sanó de golpe, las heridas se cerraron, su mente se aclaró.
Su cuerpo de pronto fue recubierto por unas ropas increíblemente intrincadas, de un blanco perla con diseños de un dragón dorado en hilos que parecían de oro, pero que era Chi; los pantalones negros parecían deformar la luz a su alrededor y, para terminar el conjunto, un simple sombrero de paja adornó su cabeza.
Su visión cambió. No sólo veía el Mundo Físico tal cual era, sino que como un cuadro que era apartado muy rápido para ver el siguiente debajo, observaba el Mundo Mental, Xinzhi, y el Mundo Espiritual. Buscó a Tigresa, hallándola con un brazo roto y sangrando por una infinidad de heridas, la vio así y un instante después observó cómo era ella en el Mundo Mental, un pilar de energía con su forma delineada, de donde salían lazos que la unían a Lei-Lei, Nu Hai, Jing, Fan Tong y Xiao. Y a él. En el Mundo Espiritual no tenía forma, pues pocos eran los mortales que lo rozaban.
Inspiró profundo, observando cómo en el Xinzhi, las formas de los jadembies eran como los cuerpos de los animales a los que pertenecieron, delineados por un Chi dorado, aprisionado por uno verdoso. El de Kai.
Éste, quien había derrapado por el suelo ante la onda expansiva que generó Po al absorber todos los Chis que le había robado, alzó ambas cuchillas y se lanzó al ataque, con un grito más desesperado que furioso. Po podía notarlo con su Doceavo Estatus, que le daba una detección del sonido armónico.
Movió un brazo, un simple gesto de apartar algo sin importancia, y de su brazo pululante de energía surgió una zarpa de dragón dorado azulada, que embistió a Kai y lo envió a estrellarse a una pared que se derrumbó sobre él.
El Doceavo Estatus estaba expandiendo su mente a un ritmo acelerado, permitiéndole comprender que no sólo estaba atacando él, sino que al hacerlo, su Bestia lo imitaba, con una fuerza monstruosa. Y lo mejor era que no golpeaba a Kai simplemente, sino que lo hacía en su cuerpo, en el Xinzhi y en el Mundo Espiritual.
Dio un paso hacia Kai y estiró una pata. Jade llegó a ellas, como tirado por cuerdas invisibles, envuelto en su vaina. Po brillaba como el sol, despidiendo tanto Chi que el aire a su alrededor se deformaba.
—¡Yo te había arrebatado ese Chi! —gritó Kai.
Po negó con la cabeza, sonriendo; al hacerlo, una ola dorada seguía sus movimientos como un borrón.
—Olvidaste la regla más básica de la maestría del Chi, Kai: sólo el dueño puede darlo o extraerlo —dijo—. Robar y dar no es lo mismo. Me lo quitaste, sí, pero nunca fue tuyo.
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