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14

El choque entre ambas masas de animales enemigos fue estrepitoso. Le dejó en claro a Xiao que las peleas entre armadas como decía su padre y los miembros del ejército eran mentiras. No había formaciones cuidadosas, no había órdenes de los rangos mayores indicando qué hacer, sólo era caos.

Un caos frenético.

Los animales corrían y gritaban, unos de furia y otros de dolor; los escudos chocaban contra las espadas, las espadas contra las hachas, los martillos contra los cuerpos y las lanzas susurraban en el aire antes de encontrar la carne. No tenía el menor sentido, pero por algún raro motivo, lo veía normal.

Su Sentido Vital le indicó que Po y Tigresa tomaron otra dirección, Nu Hai y Jing por otro, Lei-Lei y Bao por otro y Hu, Kan y Xao por otro. Fan Tong corría por los techos de una casa a pocos pasos de ella, con su espada de Chi en pata, brillando de un rojo semejante a la sangre que manchaba el suelo.

Xiao saltó, despertando su ropa (la camisa para protección y el pantalón para resistencia), apretando con fuerza su arma. Cayó en el suelo, junto a seis animales amigos que se defendían de ocho atacantes; exclamaron al verla caer, pero Xiao no les dio tiempo de reaccionar del todo. Con un mandoble, le cortó el cuello al primero, uno de los animales que eran amigos mató a un segundo, otro un tercero. Fan Tong apareció como una exhalación, dio varios mandobles con su espada y despachó a tres, las heridas quemadas.

Xiao paró un mandoble de una espada de un chacal con la cadena de oro que estaba anexada a su cuchillo de jade, sujetó el arma con fuerza y tiró. Le sacó la espada de las patas y con ésta, se la clavó en el estómago. Los otros dos animales restantes fueron despachados por los conocidos. Uno de ellos, un lobo, tenía un tajo en una pierna.

—¡Ayúdenlo! —dijo Xiao, antes de correr hasta otra célula de peleadores.

Era peculiar cómo se separaban en grupos. No se preocupaban por los demás, sino que se unían en grupos de hasta quince y se movían como uno solo, protegiéndose, ignorando a los que no eran del grupo. De esa forma atacaban mejor. Era un método efectivo, pero que no funcionaba contra reanimados o jadembies.

El claro ejemplo fue que cuando aparecieron tres reanimados, todos ellos lobos, y atacaron a la célula de diez animales, estos apenas pudieron acabar con uno, antes de que los otros dos los matasen. Sus golpes eran certeros, sus zarpazos desgarraban la carne y manchaba sus patas grises de rojo, mientras sus heridas abiertas rezumaban un líquido blanco.

Sangre artificial, hecha para reanimados que superaban el mes de haber sido creados. Xiao atacó, tragándose el pánico que le daba enfrentarse a esos animales muertos. Uno de los lobos golpeó y ella lo esquivó, clavó su cuchillo en el brazo del reanimado y usó su peso para impulsarse y propinarle una patada a la cara. Acto seguido, usando la inercia de la caída hacia un lado aterrizó y le conectó una patada lateral, de empeine, moviendo la cadera para imprimirle aún más fuerza. Impactó en la mejilla del lobo, rompiéndole el cuello al girarle la cabeza, pero de poco sirvió, pues como el animal estaba muerto, le bastó con reacomodarse la cabeza y atacar de nuevo.

El segundo reanimado cayó bajo la espada de Fan Tong, quien lo decapitó de un mandoble. El reanimado que peleaba contra Xiao giró la vista hacia Fan Tong, en lo que ella aprovechó para sacarle el cuchillo de jade y enterrarlo en su pecho, lo bajó, haciendo un corte recto y abrió la carne, sacó y volvió a clavarlo en el corazón muerto de la criatura, que latía la sangre blanca. Ésta la manchó, era fría. Segundos después, el animal quedó estático, pues sin sangre, sus músculos viejos no respondían. Fan Tong acabó con él.

Fan desactivó su Chi de Héroe y se afincó las patas en sus rodillas, jadeando. Xiao se sintió mal por su novio, pues usar el Chi siempre lo agotaba. Se acercó a él y le posó una pata en la espalda, acariciándolo.

—Dame un momento —dijo Fan—, sólo necesito...

Xiao no lo dejó terminar, pues arrojó una cuerda que despertó con la orden de estrangular a un animal solitario que venía corriendo con un hacha en pata hacia Fan. La cuerda se enrolló en su cuello, y ella gruñó al bajar al Segundo Estatus. Despertó la cuerda de su cintura con la orden de atar cuando la arrojase, bajando al Primero.

Ondeó la cadena de su cuchillo y lo arrojó hacia un segundo animal que iba hacia su novio, clavándolo en el ojo del animal y matándolo. Tiró, el jade manchado de sangre dejando caer gotas en el aire. Su Sentido Vital la alertó de uno a su espalda, y por reflejo Xiao dio una patada giratoria, conectándola en toda la mandíbula y haciendo que la cabeza del animal girase como una peonza. Benditos pantalones despertados.

Fan Tong gritó de dolor y Xiao se volvió, asustada. Su novio tenía una rodilla hincada en el suelo, su sangre de un color rojo oscuro, casi negro, alterada por su Chi de Elegido, manchando las piedras del suelo, y una espada larga, como un sable, estaba en su cuello. La espada la sostenía un león con una melena negra cual hollín, con uno de sus dos ojos amarillo, pues el otro era blanco lechoso, surcado por una cicatriz.

Su mirada era torva, de odio.

—Hola, joven Xiao —dijo, su voz como un rugido atorado.

Ella sólo tenía cabeza para la herida que le atravesaba de lado a lado el hombro de Fan Tong.

—Tu novio no morirá —dijo el león, Cho—. Sabes que yo no peleo así. Sólo está herido. A quien vengo a matar es a ti.

—Acabarás como Tao —dijo.

La mirada de Cho empeoró al fruncir el ceño. Las gotas de sangre de Fan que caían de la espada eran hipnóticas.

—Tú no mataste a Cho —escupió Cho—. Él era mejor espadachín que yo. Una cría mimada como tú no pudo haberlo matado.

—¿Quieres averiguar cómo lo hice? —Xiao sonrió, tentándolo, tenía que apartar a Fan de la pelea, pues Cho era despiadado. Si lo tenía vivo era sólo porque sabía que le afectaba a ella.

Cho sonrió, un rictus, y dio un paso hacia ella. Amenazando aún a Fan, el mensaje era claro, si se metía, lo mataba. Fan la miró con aprensión, preguntándole qué hacer; Xiao le sonrió con todo el afecto que pudo reunir pese al miedo, negando con la cabeza.

Ese asunto era entre Cho y ella.

Él la apuntó con la espada, desde lejos.

—Quítate la ropa —dijo—. No pelearé en desventaja, teniendo tú ropa despertada que mejore tu habilidad, si es que la tienes.

—No la humilles, hijo de... —replicó Fan.

—Vale —cortó Xiao, desabotonándose el qipao y dejándolo caer al suelo. Siguió el pantalón y las vendas de las patas. El frío del atardecer, el calor de la lucha, el pegajoso abrazo de la sangre en el aire le recorrió el cuerpo, cubierto de la desnudez apenas por las vendas del pecho y la calza de la cintura. Cho insistió—. Estás alucinando si crees que pelearé desnuda, maldito.

Cho gruñó.

—Te concederé eso, joven Xiao —dijo—. Pero tengo arqueros en esas casas de allá. —Señaló por encima de su hombro a dos edificaciones de tres pisos a treinta metros. Su Sentido Vital se lo confirmó, eran cuatro—. Si llegas a usar alguna prenda despertada, dispararán y matarán a tu novio. Lo mismo aplica si la bola de cebo interfiere. ¿Pelearás con ese cuchillo?

Xiao inspiró profundo. «No dejes que se meta en tu cabeza. No le dejes ver lo incómodo que es para ti pelear en ropa interior. Recuerda que por dejarte llevar por eso casi te mató Tao». Asintió.

Cho le respondió el asentimiento y atacó, como una centella, rugiendo. Clavó la punta de su sable en su hombro derecho, sacándole un grito. El dolor subió como un rayo por su espina dorsal. Cho le dio una patada y la mandó a rodar por el suelo; su sangre le manchó las vendas del pecho.

Él sonrió.

—Tú no mataste a Tao.



Nu Hai apoyó su espalda contra la de Jing, expectante. La célula de amigos combatientes había caído, quedando sólo ellas. Trece animales. Pero entre ellos se cargaron a veinticinco enemigos, y ambas a diez reanimados. Hai tenía en sus patas una lanza de un soldado caído, despertada con su Chi de Héroe para que siempre diera en el blanco; una orden en extremo compleja y que cuyo despertar le devoró unos cinco años de vida, dejándola débil.

De alguna forma, Jing le introducía su Chi mediante contacto de sus espaldas, allí donde sus pelajes se tocaban a través de los cortes de las ropas. Ella estaba tan regia como las estatuas de piedra que, más a lo lejos, luchaban contra los reanimados y jadembies, unas cayendo y otras ganando.

Jing temblaba de cansancio, así que fue Hai la que atacó a un nuevo grupo de animales que iba hacia ellas. Gritó, emanando un rayo de Chi de su pata libre, controlándolo con los dedos, haciéndolo bailar en el aire, retorcerse y girar, atravesando los pechos y cabezas de sus atacantes. Diez cayeron, pero el doble los reemplazaron.

Hai esquivó el mandoble de una espada ladeándose, lo justo para que no le hiriese ni a ella ni a Jing, luego con la punta de la lanza, le atravesó el corazón. Acto seguido dio un barrido con la culata, derribando a un segundo y pisándole con fuerza la garganta; el animal agonizaba asfixiándose. Un tercero alzó un martillo tan grueso como su cabeza y lo descargó, pero Hai condensó tanto Chi en su cuerpo que, sumado a sus ropas despertadas, el golpe apenas la hizo moverse un poco; el animal cayó muerto con la lanza atravesándole el cuello.

Un cuarto arrojó un cuchillo, pero su camisa despertada lo atrapó al vuelo, Hai lo tomó en el aire, giró en sus patas y arrojó al dueño, clavándoselo en el ojo. Jing le cubría las espaldas, golpeando como si no hubiera un mañana; sus puñetazos eran poderosos, tanto que rompían huesos, pero el verdadero peligro era su Chi. Al recubrir sus patas de Chi, ella podía matar con sólo tocar, deteniéndoles el corazón.

Sanar y enfermar era la misma cosa, vista de distinta forma.

De golpe, como rocas cayendo, los reanimados descendieron del cielo, aplastando a los incautos que no se apartaron. Eran diez, dos de ellos elefantes y tres rinocerontes.

—Esto acaba de mejorar —dijo Jing, con sarcasmo.

Pero tan sorpresivamente como llegaron los reanimados, los propios aparecieron. Tres leones y dos estatuas de piedra, de los maestros Buey y Cocodrilo. Hai y Jing dejaron que las estatuas y los reanimados se matasen, mientras ellas seguían limpiando la zona.

Al cabo de varios minutos, todo lo que quedaba eran ellas dos y uno de los reanimados. El suelo estaba lleno de cuerpos, sangres, trozos de rocas y pedazos grises que eran los reanimados.

—Nos fue bien —jadeó Hai.

—Eso parece —sonrió Jing.

—Oh —dijo una voz, despectiva y burlesca—, yo no lo diría.

Se volvieron hacia el sonido de la voz y Hai sintió su alma desfallecer. Frente a ella estaban dos jadembies, uno de un panda y otro del maestro Grulla, mirándolas con sus ojos ciegos, fulgiendo de verde. La voz de Kai salía de sus bocas.

Sin decir más, los jadembies las atacaron.



—¡Bao! —gritó Lei-Lei, sacando la espada de jade de uno cadáver.

Bao inspiró con fuerza, agotado hasta la muerte, sentía las estatuas de piedra peleando, en el fondo de su mente, y eso sumado al constante uso de su Chi de Héroe, lo estaban dejando al borde de la inconsciencia. Gruñó, alzando un escudo protector en Lei-Lei, justo antes de que un hacha que blandía un jabalí, impactase. La fuerza del impacto rebotó, despidiendo el arma y haciendo gemir al animal; Bao dejó caer el caparazón y observó cómo ella saltaba impulsada por sus pantalones despertados y clavaba la espada en el estómago del animal.

La sacó, manchando el suelo de sangre y vísceras, y Bao detectó su cansancio en la forma que se encorvó.

—¡Cachorra! —exclamó una voz, el tigre, Hu, llegando y aplastándole la cabeza a un tejón que saltó, con cuchillos en ristre, hacia ella. Hu blandió un martillo tan grande como él, de cabeza plana como un yunque, en la cual quedaban rastros de sangre—. No te sobreexijas, nuestra general no puede morir tan rápido.

—¿Rápido? —gruñó ella—. Llevamos poco más de diez minutos peleando.

—Diez minutos en que nos están mermando.

—¿Cuántos han caído? —preguntó, irguiéndose y obligándose a seguir. Bao la imitó, deseando tener el poder de Jin para sanar a Lei-Lei.

Hu se echó el martillo al hombro, sin inmutarse. Parecía que tanta sangre y muerte era su ambiente natural.

—Tres cuartas partes —dijo—. Kan murió por un jadembie y Xao cayó por tres reanimados. Nuestros diez mil animales son apenas tres mil y los dos mil reanimados... tenemos suerte si conservamos doscientos.

—¿Mis estatuas?

—Han caído cuatrocientas —respondió Hu—. Nos han ayudado como no te imaginas. Por el lado bueno, de los enemigos quedan mil animales, cien reanimados y mil doscientos jadembies, puede que éstos últimos sean más. —Respiraba acompasado, tranquilo aunque severo—. Nos pudo ir peor.

—Nos está yendo mal de todas formas —se molestó Bao—. ¿Cómo puedes tomarlo con tanta naturalidad?

Los ojos de Hu eran de piedra, como sus estatuas.

—Nunca pensé en salir con vida, Constelación. Kai ya no es derrotable, al menos no para animales corrientes como nosotros. Se necesita algo como él para detenerle. Nuestra general lo dijo, nos matarán.

—Me rehúso a morir.

—Mis animales lo han aceptado, incluso tu general. —Señaló a Lei-Lei con el mentón, luego asintió con respeto—. Iré al flanco occidental, protegeré lo más que pueda, mi general. Espero reduzcamos lo más posible las fuerzas de Kai. La suerte te proteja.

Dicho eso, Hu saltó a un techo y corrió lejos. Lei-Lei inspiró profundo y empezó a caminar hacia el corazón del ejército, ignorando cadáveres y la sangre, las vísceras y la muerte. Brillaba. Por alguna razón brillaba de un dorado opaco: estaba expulsando Chi, iracunda.

—Lei-Lei —la llamó.

—¿No querías matar a Kai, Bao? —replicó, sin dejar de caminar—. Es momento de ir por él, ¿no lo crees?

No se inmutó cuando un león, un lobo y una gacela salieron de una casa, blandiendo espadas hacia ella. Su chaleco despertado se enrolló en las armas e impidió que las movieran; ella abrió una pata y arrojó una cuerda que reptó por el brazo de uno de ellos y se aferró su cuello; a un segundo lo estranguló con las borlas de su manga y al tercero le rebanó la barriga.

Estaba enojada y con su Sentido Vital, Bao supo por qué. Por las vidas que cargaba a su espalda y tenía que proteger, por las vidas perdidas que pesaban en su consciencia. Por eso, Lei-Lei atacaba sin inmutarse a todo lo que veía, fuese animal o reanimado.



Tigresa estaba agotada, las patas las tenía rojas de sangre, los brazos y el pecho también. Era un espectro rojo y naranja. Po no estaba diferente, pues la sangre le salpicaba la ropa y las patas. Jade también estaba manchado de sangre, pero sólo salpicada, pues Po lo usaba como porra para romperles la cabeza o el pecho a quienes le atacasen, mientras que con los reanimados, Po les desprendía la cabeza con cuerdas despertadas o las borlas de sus mangas.

El último animal vivo cayó bajo las zarpas de Tigresa, tomándose el cuello y borboteando alguna maldición. Un dolor sordo le subió por los brazos, tenía fracturadas todas las garras y su sangre se mezclaba con la ajena.

—Un paso atrás, Ti —jadeó Po, con la mirada al frente. Al ver lo que él, Tigresa sintió su alma caer al piso: tenían al menos cien reanimados contra ellos, todos armados.

—Debemos retirarnos —se preocupó.

Po negó con la cabeza, se ladeó y le sonrió. Con la luz del atardecer pintando el cielo de rojo sangre, Po parecía un condenado a la horca pidiendo un último deseo.

—No nos dejarán. Nos mataran.

—¿Y entonces para qué quieres que me aleje?

—Porque no quiero lastimarte. —Alzó a Jade y sonrió—. Sólo por si acaso me mata, quiero que sepas que te amo. —Empezó a quitarle la vaina plateada.

—¡No, Po! —gritó ella, alzando una pata hacia él. Recordó cómo quedó el animal que lo hizo y le invadió el pánico—. ¡No lo hagas!

Pero Po no le hizo caso.

Le sacó la vaina y se la arrojó a Tigresa, cayendo en el suelo y manchándose de sangre. Po exclamó de dolor cuando unas telarañas verdes, como venas bajo la piel, empezaron a brillar y subirle por los dedos que sujetaban a Jade.

La voz de Jade resonó en su mente. Sin tono. Animal. Como una orden de un dios que hay que cumplir.

«¡DESTRUYE!».

Jade explotó en luz, que aminoró hasta un resplandor opaco, mientras derramaba Chi líquido, dorado, que se hacía humo y disipaba antes de tocar el suelo.

«¡EL MAL!».

Y Po, entre el dolor, le sonrió con un amor infinito, antes de lanzarse contra la centena de reanimados.

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