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13

Xiao tuvo que alejarse a un lugar más calmado para procesar todo. La historia de Bao era increíble, cierto, y la obtención de un ejército de estatuas que peleaban era todavía mejor, pero lo que les contó sobre la leona Yuga, le hizo entrar en pánico. Xiao se escabulló de la reunión con discreción, pensando en las implicaciones de todo.

Para ella no era nuevo los intentos de asesinatos, su padre había sufrido unos cuantos, sin embargo, le asustaba la variable agregada. Cañones y armas que eran como cañones portátiles, llamados rifles. Se estremeció de sólo pensarlo. Que intentaran matarla era una cosa, pero que intentaran matarla con unas armas a las que no podía hacerle frente era otra cosa muy distinta.

Cerró la puerta corrediza de su habitación y se sentó en el catre, cerró los ojos y respiró profundo. «No dejes que eso te afecte. Ya tomaste una decisión. Mantente firme en ella». Pero eso no evitaba que efectuarla le generase remordimientos.

La puerta corrediza se abrió y por reflejo Xiao tensó la cadena de oro en su cintura, a la que estaba atado el cuchillo de jade, preparada. Sus reflejos habían mejorado considerablemente debido a estar viviendo con criminales que podían apuñalarla en el menor descuido. Sí, ellos la veían como una figura de esperanza por ser la heredera, sumado a que Hu, Kan y Xao ejercían presión a los animales para que se mantuvieran disciplinados, pero no le respetaban.

Al menos no como respetaban a Lei-Lei.

El rostro redondo de Fan Tong asomó por el umbral, seguido de su cuerpo. Cerró tras de sí y fue hasta ella, sentándose a su lado; el bambú del catre resistió sin problemas. Xiao había mandado a construir una cama con el triple de revestimiento para que soportase el peso de ambos.

—¿Quieres hablar? —le preguntó Fan Tong, apretándole la pata, cariñoso.

Xiao reposó su cabeza en el hombro de él, observando cómo le acariciaba el dorso de la pata con el pulgar. Era gracioso y tierno que sus patas se vieran de porcelana, el efecto de tener los brazos gruesos.

—¿Sobre qué?

—Sobre nosotros.

—¿Tú quieres? —rebatió ella. Inspiró profundo, de seguro Fan iba a decirle sobre su ascenso al trono.

—Sí. —Se separó un poco de ella, se giró y la miró a los ojos; estaba nervioso, se le notaba—. Sé que cuando te hagas emperatriz, no podremos estar juntos y...

—Para el carruaje, panda —lo detuvo ella, alzando la pata libre—. Nosotros vamos a estar juntos, pase lo que pase. Que sea la emperatriz o no, es irrelevante.

—Pero... —dudó—. Los Códigos.

Xiao dejó caer los parpados.

—Fan Tong —dijo, tomándole ambas patas. Él la miraba con atención, demasiada, más bien, lo que le era un indicativo de lo mucho que le importaba—, porque sea la heredera, no significa que no podamos estar juntos.

—Lo sé —comentó él, asintiendo—, yo podría unirme a tu guardia de honor y así estar juntos. O bien ser tu amante, muchos emperadores los tienen, ¿no? ¿Por qué tú no? Así podríamos estar juntos y tú podrías traer un heredero. No hay nada de eso en los Códigos Imperiales.

—Tampoco permitiré eso. Si yo reinase, tú reinarías conmigo, ¿he sido clara?

—¿Pero...?

—El heredero no será problema, ¿vale?

Fan Tong se puso pálido.

—Oh, Fénix, ¿vas a tenerlo con Kan?

—¿Qué? —se sorprendió ella, quedando en shock. Acto seguido, se soltó a reír, causando que Fan se sonrojara por eso—. No, no —aclaró, cuando recuperó el aire, sentándose lo más pegada que pudo a él, pasándole un brazo por cintura—, no seas tonto, Fan. Ni loca lo haría. Y en caso de que planeara tener un heredero, cosa que no hago, lo tendría contigo.

Gracias a los sentidos ampliados por su Cuarto Estatus, Xiao percibió el calor emanando de Fan. Sumado al carmín que tomó el sonrojo de su rostro y cuello.

—Nosotros no podríamos...

—Mejor, ¿o no?

Fan se encogió de hombros, tímido. Xiao le tomó el mentón y le hizo verla de lado.

—Necesito que confíes en mí, Fan, ¿bien? —le pidió—. Te juro que cuando todo esto termine, no nos vamos a separar. Tengo un plan para ello y necesito que me apoyes, pese a todo.

—¿Será arriesgado?

—Tal vez.

—Entonces te apoyo. Siempre lo haré. —Él estiró su brazo y la rodeó de la misma manera.

Fan no era muy hablador como Bao, o mantenía conversaciones filosóficas o interesantes como Nu Hai, pero con él Xiao podía ser ella misma. No tenía que ser la ladrona, bandida que se necesitaba que fuera. No tenía que ser una hembra indefensa y débil como debía aparentar para que la subestimasen. No tenía que ser la heredera al trono, recta y recatada. Ni siquiera tenía que ser la dadora que podía matar a varios sin mover un dedo. Sólo debía ser Xiao, y eso la relajaba.

Lo hizo girarse por completo, para quedar frente a frente, por lo que tuvieron que sentarse ambos con las piernas cruzadas encima del catre. Nunca se cansaba de ver ese rostro redondeado, tímido y valiente cuando era necesario.

Xiao arqueó una ceja.

—Fan, ¿y eso que estás preguntando sobre el heredero que debería proporcionar? —Sonrió—. Nunca te habías interesado por ese tema en concreto.

—Oh, estuve hablando con Lei-Lei. Ella me dijo que si era tan imperante, bien podría darte uno.

—Eres muy atrevido, Fan Tong —bromeó ella, sentándose a horcajadas sobre sus piernas y acercando su rostro al suyo—. Me sorprendes.

—¿Qué? —Y de nuevo, explosión de rojo—. Oh, Fénix, no. No en ese sentido. Quería decir que podría darte uno en el sentido de conseguir un cachorro de lince al que cuidar.

—Lo sé —sonrió, hablando contra los labios de él, la respiración de ambos se mezclaba en el poco espacio que quedaba entre sus rostros. Fan Tong sonreía también; ahora que estaban solos, podía ser más osado—. Pero me gusta tomarte el pelaje. Te ves muy lindo cuando te das cuenta de ello.

—Eso es cruel —jadeó Fan—. Todos me gastan bromas, aunque sólo las tuyas me gustan.

—¿Puedo preguntar cómo llegaste a la conclusión de que lo más importante es un heredero? —quiso saber, lamiéndole los labios y sacándole una risilla—. Hay emperadores que no tienen heredero, sino que lo eligen al azar.

—Lo ponía en los Códigos.

—Bah, los Códigos pueden ser un incordio, Fan. Según los Códigos, yo siendo hembra y estando en un puesto de poder, sólo serviría para traer un heredero. —Fan Tong frunció el ceño—. ¿Me ves cómo una máquina de parir cachorros? Yo quiero ayudar a China, ver a sus animales felices, en lo que cabe; lo mío no sería criar cachorros. —Hizo una pausa—. Bueno, sólo si fueran tuyos.

Fan Tong empezó a balbucear, respirando con más rapidez. El agarre en la cintura de Xiao se tensó, asustado. Xiao rio para sus adentros; era tan sencillo poner a Fan Tong en una posición complicada que sólo sentía un ligero remordimiento, parte porque eran puyas de noviazgo y parte porque eran puyas verdaderas.

Llevaban ya dos años juntos y Xiao... bueno, ella ya pensaba que darían el siguiente paso.

Xiao lo besó. Con ganas, porque era Fan, siempre quería besarlo. Con enojo, porque su clase puso a su novio a preocuparse por el futuro de ambos. Y con cariño, porque, ¡demonios!, amaba cómo él la hacía sentir especial.

Ella le rodeó la cintura con las piernas, su flexibilidad natural aumentada por el entrenamiento de kung fu, pero ni así podía rodearla por completo. Fan tenia mucha panza, cosa que le gustaba. Sintió en sus propias piernas el sudor de las de él y supo que debía detenerse, no fuera que incomodase a Fan.

Se sorprendió cuando al intentarlo, Fan apretó el agarre en su cintura con una pata, mientras subía por su espalda con la otra. Aquello le sacó un ronroneo involuntario, la espalda era su punto débil. Se separaron lo justo para respirar, reposando la frente en la suya y mirándolo.

—No esperaba eso, la verdad —susurró con voz grave, Xiao.

—¿No me has dicho que debo ser valiente? —jadeó Fan, tenía las pupilas dilatadas.

—Que conste, no me estoy quejando —sonrió—. Es sólo que me sorprende. —Y lo volvió a besar.

Tal vez Xiao estaba desahogándose, tal vez estaba dando rienda suelta a su verdadera personalidad o quiza estuviera quemando una necesidad natural, pero no pensaba dejar que se detuviera. Las tutoras del palacio fueron especialmente concienzudas en enseñarle todo lo referente a la maquinación de un heredero, e incluso trucos sobre cómo fingir la doncellez, en caso de que la perdiera por una u otra razón, pero esos conocimientos se difuminaban como carboncillo de una tabla.

Pensar costaba demasiado, era mejor fluir. Además, era agotador. Ya de por sí sus sentidos extendidos por su Estatus la sobrecargaban, como para centrarse en otra cosa que no fuera la suavidad del pelaje de Fan. O el temblor de su tacto en su cintura. O el calor que desprendían sus cuerpos. O el ritmo del corazón de Fan, que era como un tambor tensado de piel, aquellos de la época antigua; fuerte y grave.

Xiao palpó la espalda de Fan hasta que halló el chaleco y con una garra lo rompió. Fan hizo lo mismo con el qipao de Xiao, con la diferencia que lo desabotonó, se lo sacó un brazo a la vez y lo lanzó por ahí. Estuvo a punto de soltar un gruñido-gemido cuando Fan le acarició con una pata la espalda y de ahí iba al vientre, ascendió despacio, tanteando, con los ojos cerrados, hasta que encontró las vendas y las quitó.

Xiao lo empujó sobre el catre y ella lo observó desde encima suyo, lo veia un poco borroso, pero sonreía. Oh, Fénix, ella debería estarlo también, pero sólo podía observarlo sin el chaleco. Blanco sobre negro con una línea dorada; cuando respiraba, formaba un ligero vaho, el calor de su cuerpo contrastando contra la fría humedad subterránea.

Ella terminó de sacarse las vendas, que reposaban en su cintura. Tratando de enfocarse en algo que no fuera el calor de ambos, la dureza de Fan justo debajo de ella, la quemazón de su vientre, los temblores de la adrenalina. Al arrojar las vendas al catre, buscó los labios de Fan una vez más.

Besó su mentón, su cuello, su pecho. Eran instintos. En un momento dado Xiao quedó contra el catre debajo de Fan, quien le besaba el cuello, la clavícula, y buscaba sus pechos con delicadeza. Estuvieron así quién sabe cuánto rato.

—¡Oh, dioses! —chilló una voz.

De pronto todo el romanticismo se detuvo, caldeante como el lugar donde va a caer un rayo, cuando los dos se detuvieron. Xiao giró la mirada hacia la puerta corrediza y encontró a Bao, con las patas en el rostro, en un cutre intento de no mirar, pero viendo de todas formas. Estaba rojo, aunque su Chi no resaltaba los colores como el de Fan, tildándolo a carmín, sino que resaltaba los oscuros, haciéndolo parecer que la sangre de sus mejillas estaba seca.

Entonces Xiao se observó y a Fan después. Sus piernas estaban alrededor del cuerpo de Fan Tong, su pantalón de entrenamiento estaba bajo, su pecho descubierto. Fan estaba de forma similar, pues sus pantalones de entrenamiento estaban bajos y si Xiao prestaba atención, notaba la tensión de la tela, lo que la hizo ruborizarse un poco (todavía más), el torso al aire, la panza también, y una de sus patas sobre uno de sus pechos.

«Vaya, con razón se sorprendió. Nos dejamos llevar».

Tomó lo primero que encontró (la venda de sus pechos) y agradeciendo por hacerle caso a Hu de colocarse un anillo de jade en un pie, despertó las vendas.

—¡Asfixia! —dijo, y las arrojó hacia Bao, quien no se defendió, pues aún miraba—. ¡Maldita sea, Bao, ¿nunca tocas?!

—Yo que iba a... —susurró, luchando contra la venda que intentaba asfixiarlo— saber que... estaban calientes... ¿Sabes...?, esto podría ser el fetiche de... cualquiera —dijo, refiriéndose a la asfixia.

—Oigan, chicos, —dijo la voz del maestro Po, luego asomó su rostro—, ¿por qué tantos grit...? ¡Ooaa! ¡Chicos, qué hacen!?

Xiao sintió la vergüenza apoderarse de ella.

—¿Pueden al menos salir en lugar de quedarse allí mirando? —reprochó—. Si quieren manden a llamar a Hai y Jing, que de seguro se deleitan viendo, si es que no se están comiendo ya. O mejor, Bao, llama a Lei-Lei y le enseñas que Fan tuvo el valor que tu no tienes. ¡Fuera, fuera!

Los dos pandas salieron azorados, cerrando la puerta. Tras ella, se escuchaba a Bao luchando por liberarse de la cuerda, susurrando que no podía respirar.

Una vez fuera, Fan Tong suspiró, asustado. Xiao le acarició el rostro y se soltó a reír, lo que hizo que él se relajara; el ceño que tenía se disipó. Desenroscó las piernas de él. Sin decir nada, se tumbó a su lado y le observó, erguido sobre sus patas.

—Nos van a matar —se asustó.

—¿Por algo que no terminamos? —rió Xiao, poniéndose de pie y acomodándose los pantalones, cuyo cinturon de tela estaba flojo—. Aún así, dioses, quemabas, Fan.

—Es por mi Chi —murmuró él, cuando Xiao llegó a la cómoda y empezó a sacar unos nuevos pantalones y calzas que estuvieran secos, pues los que tenía estaban sudados—. Creo.

—No importa —dijo, tendiéndole unos pantalones caqui y unas calzas a él; Fan frunció el ceño, pero se paró y al hacerlo, su pantalón cayó al suelo. Xiao intentó no mirarlo para avergonzarlo, pero al él cubrirse y girarse, no pudo dejar de hacerlo; benditos pandas que pese a hacer ejercicio, seguían siendo esponjosos—. Linda vista.

—¿Cómo tienes calzas de mi tamaño, y mis pantalones? —gimió, tanteando el aire para tomar la ropa. Xiao los alejaba de él, aposta.

—A veces dormimos juntos, tontito —dijo—. Sólo soy cauta.

—¿Me los das ya? —rogó.

—No. —Se cruzó de brazos, dejando que el pantalón resbalara un poco más—. ¿No acabamos de pasar el miedo a que el otro nos viera desnudo?

—Pero... —Se dejó caer de hombros—. Yo no soy precisamente alguien al que cualquier quisiera ver desnudo.

—¿Yo no cuento?

De dos zancadas, Xiao lo rodeó y lo observó. No era musculado, más bien gordito, pero a ella le gustaba. ¡Fénix, era su novia, por supuesto que le gustaba! Pisó las botas de su pantalón y se lo sacó, dejando caer también las calzas, quedando ambos tal como vinieron al mundo.

—Ahora los dos estamos igual —dijo—, ¿puedes dejar la vergüenza?

Asintiendo, Fan alzó la mirada. Aceptó la ropa que le tendía y se vistió, lento, observándola por completo. Xiao soportó el frío hasta que Fan se colocó el chaleco; hasta entonces fue que se vistió. Ya presentables, Xiao le dio un pico en la nariz a Fan Tong y abrió la puerta corrediza, para que los pandas entrasen.

Bao se llevó a Fan, diciendo que Lei-Lei lo había mandado a llamar, dijo que a Xiao también también, pero no le dirigió la palabra al tenderle las vendas, de las que ella recuperó su Chi; inteligente, pues no se arriesgó. Po entró como si nada, con una sonrisa alegre.

—¿Puedo ayudarle en algo, maes... Po? —se cortó, recordando que a él no le gustaba que le llamasen maestro.

—Vine a hablar. —Observó el sitio y se sentó en el catre, en la orilla. El bastón a su espalda despedía un brillo apagado, atrayéndola—. ¿Es buen momento?

—Sí, claro —asintió, apoyándose contra la pared.

Po asintió.

—¿Estás de acuerdo con lo que vamos a hacer? —preguntó—. Atacar a Kai implicaría una posible destrucción de la Ciudad Imperial.

—Si es para liberar a China, sí —respondió con seriedad—. Asumiré lo que sea necesario.

—Ya veo, emperatriz. —Po sonreía, pero su mirada era analítica. De un maestro, en efecto.

Xiao suspiró, ordenando sus pensamientos.

—No sé explicarlo, Po —dijo, observándose las almohadillas de una pata—. Pero estoy dispuesta a hacer lo que haga falta. Aceptaré mi rol como emperatriz, trabajaré con criminales, mataré a quien deba y crearé reanimados con su cadáver, si con eso puedo hacer la diferencia.

Po se quedó en silencio, inclinado, afincando los brazos en sus rodillas y uniendo las patas bajo su barbilla. Se quedó así un rato, hasta que levantó la mirada. Parecía haber tomado una decisión, una que le había quitado un peso de encima.

—Ya veo. —Se levantó y fue hacia la puerta, le dio una palmada amigable en el hombro—. Has madurado, Xiao. Por cierto —añadió, con complicidad—, les recomendaría un sitio con seguro para la intimidad.

Los labios de Xiao se volvieron una línea inexpresiva.

—Digo, así no los sorprenden. Eso debe dar corte —siguió Po—. Por lo menos Ti y yo lo hicimos en el Palacio, y como...

—¿Po?

—¿Sí?

—Creo que debería ir con la maestra Tigresa —sugirió, sin saber qué responderle a lo que acababa de comentarle.

Po parpadeó y observó su reacción, luego abrió los ojos como cayendo en cuenta de lo que había dicho y se fue, sin voltear una sola vez.



Luego de dejar a Fan Tong en la sala donde Lei-Lei se estaba reuniendo, Bao fue a ver a su hermana, que estaba descansando con Jing, en el salón de entrenamiento. O lo que era, pues era una habitación con un tatami y armas repartidas por todas partes.

Esperaba que Hai estuviera tranquila meditando, pero claro, era su hermana, se hallaba practicando una secuencia de golpes y patadas. Por su rostro, Jing no estaban de acuerdo con ello, sin embargo, Nu Hai podía ser muy persuasiva; Bao muy bien lo sabía.

No obstante, se hallaba mejor que antes, pues su cuerpo recuperó su gordura normal, sus mejillas eran esponjosas y no tan chupadas como antes. Sus ojos brillaban de vida y algo más, algo que veía en Fan Tong y Xiao cuando ellos se miraban, sólo que era entre Hai y Jing.

Algo hizo clic en la mente de Bao.

—Hola —saludó, ondeando una pata.

Ambas pandas se detuvieron, excusa que aprovechó Jing para parar el entrenamiento y, de paso, aplicarle su Chi a Hai, mejorándole su aspecto aún más.

—¿Qué hay, Bao? —dijo Hai.

—Hola —dijo Jing.

—¿Ya vamos a iniciar el ataque? —preguntó Hai.

Bao negó con la cabeza.

—No. Vine a... —Frunció el ceño—, pedirte un consejo.

—¿Tú? —Hai arqueó una ceja.

—No, el tipo de la esquina —gruñó—. Por supuesto que yo. ¿Sabes qué? —agregó, dándose media vuelta para irse por donde vino—, mejor olvídalo. Lo haré de todas formas.

—¡No, espera! —exclamó Nu Hai, alcanzándolo y tomándolo del hombro—. No me voy a burlar, enserio. Puede que sea algo irreal, pero no lo haré.

—Acabas de hacerlo —bufó.

—No lo haré, de nuevo. —Hai le dio una mirada a Jing, como pidiéndole algo; acto seguido, ella asintió con su típica estoicidad y se retiró por una puerta lateral, hacia los baños. Cuando estuvieron solos, su hermana gemela casi que lo empujó dentro; sentándolo en el tatami—. ¿Bien, de qué querías hablar?

Bao se sintió incómodo al principio. Hubiera sido mejor ir y tomar el toro por los cuernos, si tenía que morir, que así fuera, pero... ¿hablarlo con su hermana? Ahora la perspectiva le parecía surreal. Lo habría hecho con la maestra Tigresa, pero estaba ocupada en el consejo de guerra, así que interrumpirla hubiera sido mala idea. De hecho, en su locura quiso preguntarle a Xiao o Fan Tong, y su suerte no fue sino que peor.

La imagen de los dos en plena jornada aún estaba grabada en su mente. «Olvídala, olvídala, maldita sea».

Nu Hai tomó asiento frente a él, mirandolo como si quisiera sacarle la respuesta a fuerza de voluntad.

—¿Y bien?

Bao hizo un mohín. Si ya había dado el paso, lo menos que podía hacer era caminar.

—¿Cómo hiciste para decirle a Jing lo que sentías? —le preguntó. Nu Hai parpadeó con lentitud, excesiva lentitud, antes de perder el color; lo supo gracias a su vista estirada por el Chi.

—¿Cómo lo sabes? —se asustó.

—Es obvio. —Bao arqueó una ceja—. Quiero decir, a mí me ha costado más darme cuenta, pero una vez lo hice, las señales eran obvias. Ustedes entrenaban juntas, se metían a duchar cuando la otra estaba allí, hacen la mejor pareja de pelea, hasta reaccionan en pro de la otra sin palabras. Da un poco de escalofríos, se parecen a Xiao y Fan. —Se estremeció. «¡Olvídala, olvídala!».

—¿Y... —tanteó Nu Hai, dando golpecitos con una garra en el suelo—, qué opinas?

Bao sonrió, podría lanzarle una puya y reírse, pero para su sorpresa no quería.

—¿Te sientes cómoda con ello?

—Sí.

—¿La quieres?

—Sí.

—¿Por qué?

Hai frunció el ceño, confundida.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué Jing? —quiso saber, tanto por curiosidad como para obtener lo que necesitaba—. ¿Por qué ella?

—¿Por qué no? —respondió, con naturalidad—. Podría decirte muchas razones y hacer de esta conversación un discurso digno de Xiao, pero... ¿por qué no? ¿Por qué Xiao siendo una lince no estaría con Fan Tong, un panda? ¿Por qué no la maestra Tigresa, una tigresa, con el maestro Po, un panda? ¿Por qué no estaríamos juntas Jing y yo? —Inspiró—. Lo importante es que la quiero y ella a mí, ¿hace falta más? Tal vez muramos antes de que anochezca, Bao, pero no me negaré a ser feliz.

Bao sonrió con un bufido divertido. Se puso de pie y sacudió los pantalones. De alguna manera Nu Hai había madurado, dejando un poco de lado su paranoia y obsesión por controlarlo todo y aprendiendo a vivir el momento, sin pensar en el futuro.

Le agradeció haberle ayudado, sintiéndose aún extraño por ello. Sin embargo, él también había cambiado; haberse conocido a fondo en esa prueba de Oogway le ayudó de distintas formas.

Sólo que eso no le ayudaría a lo que iba a hacer.

Se orientó por la línea de túneles imperiales, unos tallados en roca y otros con soportes de madera, llegando a la habitación de Lei-Lei. Sabía que salió del consejo a descansar un poco, la había estado monitoreando con su Sentido Vital, lo que de seguro la alertó. Golpeó con los nudillos los revestimientos de la puerta, donde no había tela que ahogara el sonido. Esperó. Podía sentir la molestia y la ligera esperanza tras la puerta. Al abrirse, la figura de Lei-Lei lo cegó.

El peto que llevaba le hacía ver más ruda, más... militar, adecuado quizá para dirigir a los animales. No obstante, por mucho peto que tuviese, seguía teniendo los rasgos delicados de una panda hermosa. Una buena figura curva, unos buenos rollitos, unos buenos cachetes esponjosos; estaba seguro que cuando fuera adulta, tendría pretendientes para llenar todo el palacio.

—No llevas tu flor de loto —fue lo primero que dijo al verla. Le gustaba su flor.

—¿Eso es lo que vas a decir? —Lei-Lei se cruzó de brazos.

—Pero me gustaba tu flor —agregó, sin pensarlo—. Quiero decir, con ella me gustabas más. ¡No,espera! Este... —Siempre pasaba. O se dejaba llevar por los nervios o terminaba por lanzar comentarios mordaces.

—¿Podemos pasar de eso? —Se dio media vuelta y andando hacia una mesita de madera, con los hombros caídos. Bao la observó caminar—. ¿Y qué tanto ves?

—¿Te respondo con la verdad o te respondo para salvarme?

—Sabré si me mientes.

—Te miraba el trasero —dijo, asintiendo y entrando también—. Quiero decir, tienes uno muy bonito.

—Eres todo un caballero —bostezó, sentándose en una de las sillas—, ¿te lo han dicho?

—Muchas veces —asintió, sentándose en la otra.

La mesa estaba repleta de pergaminos extendidos, unos con la Ciudad Prohibida cartografiada, otros con los planos de los túneles, otros con las zonas de las ciudades con mayor población. La mesa de una general, en efecto. Bao los observó con curiosidad, ¿bajo cuánta presión estaba?

—¿Sabes cómo vas a proceder? —le preguntó Bao, golpeando con una garra un pergamino que tenía varios círculos dibujados.

—Un poco —respondió ella, los ojos cerrados y desparramada sobre el espaldar de la silla—. Es complicado, mover tantos activos es difícil. Animales asustados o preocupados, reanimados, son demasiado llamativos.

—¿Puedo preguntarte por qué lo haces? —quiso saber, interesado—. Ser una general, tener tanto poder en tu pata para destruir la ciudad y controlarlo.

Lei-Lei sonrió, entrecruzando las patas encima de la mesa. Bao fue osado y se las tomó; la tensión en sus nudillos las sentía a través de sus propias almohadillas.

—Porque quiero hacer algo significativo —respondió con lentitud, mirando sus patas. Su guardia bajaba poco a poco—. A todos nos conocen, menos a mi. Soy la hija de Tigresa, soy la menor de la banda. Soy algo o alguien, pero no soy Lei-Lei. No espero que lo entiendas, pero quiero hacer algo que sea recordado, ayudar y que piensen en mí, quiero ser fuente de inspiración, como lo es mamá.

—Lo entiendo —dijo Bao, serio.

—Lo tuyo es diferente, Bao, sé que quieres ser famoso por la fama. Por el reconocimiento y la adulación. Yo no. Yo quiero que, si se me recuerda, sea por algo grande que haya hecho.

—Te estoy diciendo que lo entiendo, Lei-Lei —insistió—. De verdad. Y eso me hace admirarte. Quiero decir, tienes trece y ya eres uno de los animales más poderosos de China. Tú.

—Adularme no te servirá para conquistarme —refunfuñó.

Bao soltó una risilla.

—Lo sé. —Negó con la cabeza—. Sé muy bien que para aspirar a algo contigo he de ser sincero.

—Razón por la que no hemos llegado a nada —le reprochó—. Siempre te ibas por la tangente.

—Lo sé —reconoció él—. Y por eso estoy aquí, Lei-Lei, para ser sincero. No soy tan meloso como Fan Tong, ni tan rudo como Jing, pero puedo aprender. Sé como crecer. Y gracias a lo que viví en Shaoran, en Xinzhi mejor dicho, se me fue obligado a reconocer cosas de mí mismo que no quería hacer. —Suspiró—. Como que no soportaría perderte. Sabes que te quiero, no creo que deba decirlo de nuevo.

Lei-Lei entrecerró los ojos, analítica. Ese era uno de los aspectos por los que le gustaba; mientras la mayoría de las hembras eran frágiles o esperaban a que las rescatasen, Lei-Lei era tan fuerte como una montaña.

—No mientes, es cierto. —Casi parecía sorprendida—. ¿A eso te llevó lo que viviste, en serio?

—¿No que no querías que te adulara?

—Complace a tu general —dijo Lei-Lei, sonriendo. Lo hacía con sinceridad, de verdad. La comisura de sus ojos se arrugaba un poquito y los dientes se le veían. Quería besarla.

—Cuando escapamos de Shaoran, vinimos por Xinzhi, Lei —explicó, rememorando ese Mundo—, entrar no es problema. Salir, es otra historia. El Mundo en sí nos mermaba el Chi, hasta el punto en que empezamos a morir. No morir como tú imaginas —aclaró ante el brillo inquisitivo de sus ojos—, cuando los Elegidos sufrimos baja de Chi, nuestro cuerpo intenta generar más, pero como no absorbemos del ambiente, nos devoramos a nosotros mismos. Un canibalismo.

—¿Y cómo volviste?

—Con una Conexión —explicó—. Es el Mundo de la Mente, tiene sentido que el portal fuera posible abrirlo con una Conexión mental-espiritual. Pensé en ti. De verdad quería ir contigo. Recordé los momentos que hemos pasado luchando pata a pata, entrenando, lo que siento por ti. Y —añadió, sin poder contenerse—, cuando te caché en el baño de chicos.

—Ajá. —Ella rodó los ojos.

—Estaba hecho pedazos, Lei-Lei —susurró, controlando los temblores de la pata al recordar la prueba—. Todo lo que he tratado de mantener para protegerme se deshizo por Oogway, por lo que tuve que hacer. Fue gracias a ti que encontré la fuerza, Lei. Tu hiciste que me volviera a sentir completo. —Respiró profundo—. Te quiero.

De improvisto, Lei-Lei se desembarazó de sus patas, se levantó y rodeó la mesa. Frente a él, con una pata le indicó se levantase y, al hacerlo, lo abrazó. El gesto tomó por sorpresa a Bao, quien gimió por lo bajo, pero le respondió el abrazo, rodeándola por la cintura. ¿Por qué siendo ambos del mismo tamaño y contextura, sentía que abrazaba a un poder de la naturaleza?

Ella se separó y veloz como un azote, le rozó los labios en un beso. Uno que sorprendió a Bao, pero que disfrutó. Ella le colocó un dedo en los labios.

—Cuando acabemos todo esto y seamos libres —dijo ella—, me invitarás a comer. Creo que por fin podríamos tener una salida de animales normales, ¿te parece?

Le apartó el dedo.

—Me encantaría. —Lei-Lei le volvió a abrazar.

Bao fue a decir algo más, pero la palabra murió en sus labios. De golpe, cientos de Chis fueron captados por su Sentido Vital. No, cientos no, miles. Tantos que le hicieron doler la cabeza.

Lei-Lei se soltó de él y salió corriendo fuera, Bao la siguió.

—¡Todos listos, estamos siendo atacados!

Muchos animales los vieron con confusión, pero se cuadraron y saludaron al verla pasar. Al llegar con Tigresa, Po, Hai, Jing, Fan Tong, Xiao, Hu, Kan y Xao, ellos estaban dando armas a los animales que iban pasando. Dejaron los túneles y salieron todos a una terraza de un edificio de la plaza secundaria de la ciudad, delimitada en los cuatro puntos por estatuas a los maestros León, Lagarto, Águila y Lobo.

Al fondo, como una masa de hormigas, un ejército pequeño de animales marchaba hacia la guarida, desde el Palacio Imperial. Eran tantos que las antorchas que sostenían asemejaban las estrellas nocturnas, y el brillo de fuego chispeaba como un acero golpeado por un herrero, de lo vasta que era tan cantidad de espadas y armas.

—¿Por qué están quemando las casas? —dijo Xiao.

—No están quemando nada —aseveró Hu, causando que la maestra Tigresa asintiera—. Es polvo. Son tantos que cuando marchan, alzan esa nube de polvo.

Bao inspiró profundo, se tumbó en el suelo en posición de loto y se concentró, buscando las estatuas. Gritó de dolor al sentirlas, eran mil, mil estatuas exactas, pero al hacerlo, sintió los jadembies, los dos mil. «Mi momento ha llegado. Cambio de orden. Flor de loto. Cambio de orden cerrada. Flor de loto». Estuvo a punto de desmayarse cuando todas las estatuas cambiaron su orden que estaba atontado, pero alguien le dio unos golpecitos en la mejilla y, más tarde, el Chi de Jing lo embargó y sanó. «Flor de loto. Todas las estatuas, reúnanse alrededor del ejército de Lei-Lei, obedézcannos a Lei-Lei, Nu Hai, Jing, Fan Tong, Xiao, Tigresa y Po. Protéjannos. Flor de loto».

Abajo, en el suelo, en las calles empedradas los animales armados estaban asustados, murmurando una cacofonía de miedo. Bao se sintió caer. ¿Cómo iban a convencer a esos animales para que lucharan contra Kai y los que lo apoyan? ¿Cómo iban, cuando sus fuerzas los abandonaran y sólo los que estaban en esa terraza quedasen, llegar hasta Kai, quien de seguro estaba tranquilo en la retaguardia?

No tenían nada.

Ellos eran doce mil entre animales y reanimados. Los otros eran tal vez cinco mil animales, dos mil jadembies, posibles reanimados y... Kai.

Lei-Lei saltó por el borde de la terraza, despertó sus pantalones y cayó de pie, frente a una masa de sus animales. Era surreal la escena, pues los lobos, leones, jabalíes, caballos y demás, eran mucho más grandes que ella, pero Lei-Lei se imponía.

—¡Eso es Kai! —gritó, señalando a su espalda la nube de polvo que se alzaba onerosa en la Ciudad Prohibida, opacando el sol. Era curioso lo parecido que era a Shaoran—. ¡Ese es nuestro enemigo!

Bao saltó, rodando en el suelo para absorber el impacto y colocándose al lado de Lei-Lei. Inició el proceso de una asimilación, aunque sin pasar del uno por cierto, sólo lo suficiente para despedir una columna de Chi morado.

—¡Nos matará! —exclamó uno.

—¡Esto fue un error! —dijo otro.

—¡Maldita panda! —gruñó un tercero.

—¡Mi familia! —dijo un cuarto.

La maestra Tigresa y Po, y todos los demás, bajaron y cercaron a Lei-Lei, como una guardia de honor cerca al emperador. Estaban serenos, tranquilos. Hai, Jing y Fan Tong, lo imitaron, iniciando una mínima asimilación, despidiendo columnas de Chi. Po sacó el bastó de su espalda y lo reposó en su hombro, brillando con un dorado opaco, y la maestra Tigresa despertó su capa, que la alzó como un brazo gigante.

Poco a poco los murmullos cesaron, hasta que los miraron esperanzados.

Para completar el efecto, estatuas empezaron a llegar y cercar a los animales, pétreas y firmes.

El silencio era total, todos hipnotizados por el despliegue de ostentación de poder que hacían. Fan Tong le tomó la pata a Xiao y el Chi de ambos brilló de un naranja tenue. Bao se aventuró, estiró la pata y se la apretó a Lei-Lei, introdujo su Chi en ella, causando que los brillos de ambos fuera más oscuro y potente.

—Hoy, animales, les pido sus vidas —dijo Lei-Lei.

Bao sintió lo que ella. Sus anhelos, su deseo de hacer algo, su deseo de proteger. Pero sobre todo las expectativas. El peso de todo lo que ha hecho, el peso de las vidas de todos esos animales y de los que no luchaban. Ella le apretó la pata, duro.

—Les pido sus vidas —repitió con voz resonante. Bao trago grueso, con las emociones revueltas en su interior, parte suyas, parte de ella—, y su valor. Les pido su fe y su honor, su fuerza y su compasión. Pues hoy los llevaré a la muerte. No pido que agradezcan ese hecho. No los insultaré diciendo que es algo bueno o algo glorioso. Pero sí les diré esto:

»Cada momento que luchen será un regalo para quienes no pueden. Cada segundo que luchemos, es un segundo más de vida para quienes no están con nosotros, para quienes pelean de una forma más noble que nosotros. ¡Cada golpe de espada, cada enemigo caído, cada aliento ganado es una victoria! ¡Es un animal protegido un momento más, una vida extendida, un enemigo frustrado!

Lei-Lei hizo una breve pausa, jadeante. El enorme grupo de animales murmuraba, pero Bao advirtió con sorpresa que ya no era de temor, sino de ansia, de apoyo, de acuerdo con sus palabras. Bao y los demás apagaron sus asimilaciones, Po guardó el bastón, Tigresa tocó el suelo y los otros animales, como Hu, Kan y Xao, se colocaron detrás de ellos, como guardaespaldas.

Xiao lloraba con estoicismo, siendo abrazada por Fan Tong.

—Al final, moriremos —dijo Lei-Lei; desenvainó su espada y la alzó—. ¡Pero, primero, que nos teman!

El griterio generalizado de apoyo fue brutal. Todos gritaron y empezaron a correr hacia la polvarera que se veía cerca. Era una estampida, sin control e inspirada por el discurso de Lei-Lei. Los tres animales cabezas que los bajos fondos asintieron a Lei-Lei con respeto, se dieron media vuelta y siguieron a paso tranquilo al ejército.

Lei-Lei, sin embargo, le soltó la pata a Bao y veloz como un rayo le rodeó el cuello, ayudándose de él para mantenerse de pie. Jadeaba, agotada.

—Eso fue increíble —dijo Nu Hai—, la forma en cómo los inspiraste.

—Es simple —respondió ella.

—Es conocimiento de su gente —comentó Xiao, con una sonrisa—. Supo qué emociones inflamar. Ira, odio, sed de venganza y amor. Sublime, Lei-Lei. —Hizo una reverencia, se dio media vuelta y, con su pata entre las de Fan, se alejó, rumbo al ejército. Los dos saltaron, Xiao moviéndose con gracia mediante su ropa despertada y Fan siguiéndola, corriendo sin detenerse.

—¿Amor? —preguntó Nu Hai.

—Por supuesto, Hai —corroboró Jing, asintiendo—. Nadie puede ir a la guerra sin tener algo que proteger: la familia, los amigos, el hogar.

El tono en que lo dijo le dejó saber a Bao que se refería a ella. Que Jing pelearía por protegerla a ella. Acto seguido, corrieron en pos de Xiao y Fan.

La maestra Tigresa y Po se acercaron a ella, él asintió con respeto y ella la abrazó.

—Estoy orgullosa de ti, hija —dijo, y junto a Po, se fueron hacia el ejército.

Sólo quedaron Bao y ella en la plaza desierta, sitiados por las estatuas que mandó a ayudar. Lei-Lei se desembarazó de él y suspiro, quedito. Le agradeció su ayuda y empezó a caminar hacia el ejército.

—Espléndido, mi general —dijo una voz a la espalda de ellos. Los dos se volvieron, el lobo negro que se había identificado como Gao, estaba sentado en la base de una de las estatuas que ya no estaba, con una pierna replegada, y su espada reposando en la piedra. Estaba serio, con la cicatriz destacando—. Espléndido.

Lei-Lei no esbozó expresión alguna.

—¿No deberías estar en el frente, Gao?

El lobo negó con la cabeza.

—No, mi general. Esta no es mi batalla, sólo soy un observador y un apoyo. Yo... no puedo intervenir.

—¿Y qué haces aquí, entonces?

—Observar cómo nace una reina —sonrió—. La formación de un monarca. Y me atrevo a decir, mi general, que es de las mejores que he visto.

—Yo no soy una reina, Gao —desdeñó Lei-Lei, pero Bao podía verla y, no es porque le gustara, pero la veía siendo una reina—. Sólo una guerrera.

—Una general —la corrigió—. Ya tienes parte de lo necesario.

—¿Eso es todo, entonces? —soltó—. Un uniforme, un discurso y un ejército, ¿eso es lo que hace a un rey?

—No. Por supuesto que no.

—¿Qué es? —inquirió Lei-Lei, seria.

Gao suspiró y miró con ojos increíblemente viejos a ambos. Bao sintió un escalofrío, podía Gao tener un cuerpo de trece, pero esos ojos eran de adulto. De viejo.

—La confianza. Un buen rey es en quien su pueblo confía... y quien merece esa confianza. —Se levantó y desperezó—. Xiao lo comprende. —Tomó su espada—. He conocido reyes peores y reyes mejores, Lei-Lei, y tú y Xiao son mejores, pero... —Dudó— sé, por experiencia, que los animales se forman en función de la situación. Yo, por ejemplo, era un asesino desgraciado que odiaba a todos, hasta que la muerte de mi maestro y mi hermana me templó, y trabajar codo a codo con quienes detestaba y entenderlos, me dio humildad. Fue el inminente final de mi mundo, lo que estuvo a punto de destruirme. —Observó a Lei-Lei con el peso de la sabiduría—. ¿Será éste el fin de tu mundo, mi general?

Gao alzó la espada y trazó un mandoble, abriendo el aire como una cortina. Le hizo una referencia a Lei-Lei y le sonrió a Bao, para después atravesar el aire y adentrarse en el Mundo Mental. No quedó rastro de que allí hubiera estado Gao.

Lei-Lei sacudió la cabeza, saliendo de su aturdimiento y miró a Bao, con una incipiente sonrisa.

—Vamos, tenemos un yak al qué matar.

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