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10

Xiao se hallaba en la terraza de su guarida, de un piso único, pero con una sorpresiva red de túneles subterráneos que llevaban a distintas casas de toda la cuadra entera; conectaba unas veinte viviendas de distintos tamaños. Estaba sentada en el borde del muro, con una pata oscilando en el vacío y la otra recogida contra su pecho, reposando en su rodilla su antebrazo, y encima de éste su mentón. Veía la Ciudad Prohibida, la forma en que el atardecer calzaba con todo lo que ocurría, pues el sol se intensificaba por un instante antes de caer tras el horizonte, tiñéndolo todo de rojo sangre por un momento.

Su cuchillo de jade unido a la cadena de oro oscilaba con el viento que le sacudía los bigotes, en una silenciosa señal. Fan Tong y Lei-Lei a diez casas de distancia, con sus Sentidos Vitales apuntando hacia ella, listos para detectar su movimiento cuando diera la señal a los demás miembros de su grupo. Eran treinta y tres animales repartidos como hormigas en las cercanías, atentos al movimiento de su cuchillo. Cuando lo recogiese, sería el momento de atacar.

Xiao no se sentía del todo cómoda siendo la líder del grupo, pero era su deber. Con el ceño fruncido, observando a lo lejos, pensó en todas las decisiones semejantes que tuvo que tomar una vez su padre. ¿Elegir entre dos pueblos para dar de comer? ¿Salvar a uno y condenar al otro o ser equitativo, matando de hambre a más de la mitad de la población por la falta de alimento; o peor, generando un alzamiento civil entre los animales por robarse entre ellos la comida? Xiao negó con la cabeza.

«No vale la pena que me desmenuce la cabeza por eso. —Empezó a recoger un poquito la cuerda. Un carruaje se veía a lo lejos, no lo suficientemente cerca como para atacar—. Las muertes que cause mi decisión ahora no serán distintas de las que ya pesan sobre mi conciencia». Sin embargo, eso no lo hacía diferente.

El carruaje al fondo rodeó una de las miles de estatuas de todos los maestros existentes de China, esta era la del maestro Lagarto. Siguió derecho por una callejuela y se perdió de la vista de Xiao. Ella frunció el ceño, recogiendo de golpe la cadena, asegurándose de que una parte de su pelaje sin cubrir tocase el jade del cuchillo.

A su vez, tocó su pantalón.

—Sé mis piernas y fortaléceme —ordenó, imaginando que cuando se lanzase al suelo, el pantalón absorbería el impacto. Parte de su Chi la abandonó y entró en la prenda, moviéndose ésta como músculos reales por un instante.

Se arrojó al vacío, con la cosquilleante sensación en el vientre, cayó de pie y sin inmutarse, empezó a correr, dando un aplauso para alertar a su banda de ladrones. Recuperó su Chi y sin detenerse, continuó corriendo, atisbando por el rabillo del ojo las siluetas de sus animales, atentos.

Se detuvo en otra de las estatuas de la Ciudad Imperial, la del maestro Águila, donde estaba esperándola Gao, cuarto al mando de la banda, después de ella, Fan y Lei-Lei. Era un lobo de la misma edad de Lei-Lei, con una cicatriz que le iba en vertical de la sien a la mandíbula, en el lado derecho. Sonreía, como siempre, acentuando lo perturbador de la marca.

—Emperatriz —saludó él, con una reverencia. Xiao seguía odiando que la llamaran así, pero tenía que hacer lo que se tenía que hacer para conseguir una China estable. Su bienestar emocional era lo de menos, importaba más el pueblo—, ¿órdenes?

—Seguimos el cargamento —dijo ella, observando a los lados por reflejo, buscando amenazas. Su Sentido Vital la alertaba, mas no le confiaría del todo su seguridad—. Lo tomamos y matamos a los que nos han estado dando cacería. ¿Podrás con eso, Gao?

Gao sonrió.

—Por supuesto, mi emperatriz. —Silbó, con los dedos en los labios, y sus compañeros lo reodearon, corriendo hacia el cargamento.

Xiao pudo observar el resplandor de las armas al ser desenvainadas, cuando más adelante, sus animales entraban a pelear contra los que protegían el cargamento. Ahora estaban más protegidos, pues ella percibió con su Sentido a treinta animales dentro de la gran carreta, sumado a los que escoltaban la carreta a pie. El dolor y los golpes se mezclaron, los gritos se difuminaron hasta que ya no identificaba los que eran de dolor de los que eran de ira.

Sintió a Fan, acercándose a ella; se detuvo a su lado y, como Xiao, observó la carnicería que estaba presenciando. Lei-Lei llegó poco después.

—No deberíamos quedarnos —dijo la panda.

Xiao no respondió, sino que mantuvo la mirada fija en el cargamento. La sangre se veía negra a la luz de la luna; malditos sentidos estirados de los Estatus. Fan no dijo nada, en cambio, se quedó a su lado, observando lo que ocurría.

No. Xiao no se iría. Eso era lo que quería, responsabilidades, liberar a China, pues eso conseguiría. Y para ello, debía hacerse dura. Todavía más.

—¿Qué sabemos del ataque de hace dos días, Lei-Lei? —le preguntó. Gao clavó su espada en el pecho de un desafortunado guardia. ¿Tendría familia? ¿Xiao había causado la orfandad de otros cachorros?—. ¿Tienes información?

Como cada vez que le preguntaba sobre ello, ella fruncía el ceño y componía una expresión de pocas pulgas; la copia exacta de la maestra Tigresa.

—Nada —gruñó—. He orquestado varias reuniones con... bajos fondos, Xiao. Iré a verlos para ver qué consigo. —Suspiró—. Gao tiene contactos —dijo con un tono más suave—, sabe cómo moverse por esos sitios. Tenemos cuatro reuniones hoy.

Xiao asintió, inconforme. El animal que hubo atacado su antiguo escondite masacrando a casi todos los que allí estaban, murió por pata de Lei-Lei, sin embargo, no se sabía nada de quién orquestó el ataque. No podía ser un simple mercenario, por ser un animal con el Sexto Estatus, esa clase de animales simplemente no se mete a mercenario, porque tal cantidad de Chis destacaría demasiado, por ende, tenía que ser otro.

Y ese otro se sabía esconder como una serpiente.

—Iré contigo —dijo Xiao, severa.

Lei-Lei se volvió a verla, arqueando una ceja. «¿Cómo lo hace? —pensó—. ¿Cómo desprende tal cantidad de seguridad y liderazgo con sólo un gesto, mientras yo debo esforzarme para siquiera inspirar respeto?».

—¿Estás segura? —preguntó, con duda en la voz—. No es por ofenderte, Xi, pero... tú no eres de esa clase de animales. Tú planeas y vigilas las ejecuciones, eres como Nu Hai; nunca te he visto peleando dándolo todo.

—Soy una dadora, si se te olvida.

Lei-Lei alzó las patas en señal de disculpa.

—No me entiendes, Xiao. Te creo capaz, pero me refiero a que ponerte en peligro no es algo... inteligente. Los animales que nos siguen son porque te temen.

—A mis reanimados, más bien. —Xiao había bajado al Segundo Estatus, de haber reanimado a gran parte de los animales que habían muerto en la antigua guarida, sumado a los soldados que derrotaban. Tenía ya cien reanimados, cien animales que pelearían sin sentir dolor, sin necesitar comida, sin alma.

—Es lo mismo. —Lei-Lei hizo un gesto de exasperación con la pata—. Lo que digo es que si mueres, todo se derrumba. Tenemos a los demás jefes de bandas, bandas más grandes que la de nosotros, respirándonos en la nuca; nos degollarán a la menor oportunidad. Y si tú caes, nuestros mismos animales se nos voltearán.

Xiao asintió, dándole la razón.

—Pero igual quiero ir. Debo ser otra Xiao, Lei-Lei, debo ser quien se nesecita que sea.

Lei-Lei sonrió, contrariada. Alzó una pata y le dio una palmada en la espalda. Resultaba cómico que ella se comportase como una adulta, cuando no le pasaba los hombros.

—Eso no siempre es bueno, Xiao —dijo y se fue hacia donde estaba Gao y los demás miembros de la banda, dejándola confundida sin entender lo que quiso decir.

Fan deslizó su pata en la suya.

—Yo quiero que sigas siendo la misma, Xi —murmuró—. Me gusta quién eres, quiero a quién eres.

Y así, tan fácil como una hoja barrida por el viento, su esmerado intento de ser una líder, de ser la emperatriz que tenía que haber sido, se derrumbó. Su rostro perdió la severidad y una incipiente sonrisa adornó sus labios, le soltó la pata y entrelazó su brazo con el de Fan Tong. Cerró los ojos y por un instante se imaginó en el Palacio Imperial, gobernando China al lado de él, siendo feliz por primera vez.

Inspiró profundo, Fan olía a comida, de alguna forma a las cocinas del palacio cuando vivía con sus padres. A hogar. Su sonrisa se disipó de golpe, si iba a ser emperatriz de nuevo, había ciertas cosas que debía suprimir.

—Yo también te quiero como eres, Fan. —Se puso de puntillas y le besó la mejilla—. Yo también.

Se soltó de su brazo, pero entrelazó sus dedos con los de él, caminando hacia donde estaban Gao y Lei-Lei. El lobo tenía sangre en gran parte de su camisa y pantalones, en cambio, la hoja de su espada estaba limpia, brillante incluso; Lei-Lei sostenía su cuchilla de jade, larga y delgada, casi una espada, apoyando su pata en el pomo del arma.

Gao le sonrió a Lei-Lei, encogiéndose de hombros y, de golpe, pasó de ser un apagado a ser un usuario del Tercer Estatus. Su cuerpo se estremeció en temblores, cayendo de rodillas, por recibir el Chi.

—Oh, dioses —gimió, después de incorporarse—. Hacía años que no me pasaba esto.

—¿Hace cuánto eras un apagado? —le preguntó Lei-Lei.

Gao duró en responder, como si pensara la respuesta.

—Años, jefa.

—Ahora —dijo Xiao—, necesito esos Chi, Gao. Debo recuperarme y ascender, además necesito más Chi para crear más reanimados.

Gao observó a Xiao e hizo una reverencia.

—Por supuesto, mi emperatriz. —Le tocó el antebrazo con un dedo, mientras agarraba el mango de su propia espada, donde tenía una pepita de jade—. Mi vida a la tuya, mi Chi es tuyo.

El Chi salió de Gao y entró en Xiao, fluctuando como una neblina dorada. Como ella ya tenía Chi y pertenecía a un Estatus, el estremecimiento apenas si fue un cosquilleo; Gao se hizo un apagado, aunque distinto a los que conocía, pues lo seguía detectando.

Con el Chi, elevándola al Cuarto Estatus, procedió a reanimar a los animales que tenían mejor constitución y estaban menos heridos, unos veinte, entre los que se hallaban guardias y miembros de su banda. Xiao contuvo el asco de hacerlo y observó los veinte animales grises.

—Listo, mi emperatriz —dijo Gao, sonriendo y perturbándola con su cicatriz—. Ahora, mi señora, mi estimada Lei-Lei me informó sobre que nos deleitará con su presencia en nuestro viaje a los turbios suburbios.

Fan dio un paso al frente.

—No te burles de Xiao, lobo.

Gao cerró los ojos, con lentitud.

—Mis disculpas, estimado Fan Tong, no lo hago aposta. —Abrió los ojos, mirándolo de arriba a abajo—. Yo no podría con tan enorme empresa.

—No le prestes atención, Fan —lo apaciguó Xiao. Con haber pasado poco tiempo con Gao, dedujo que era como el sagaz de su padre. Un animal encargado de responder los insultos de los demás para que el rey o emperador no se molestase en tan insignificantes menesteres. Era esa clase de animal al que había que tenerle paciencia. Mucha—. Y sí, Gao, los acompañaré.

La expresión burlona y ligeramente insultante de Gao fue sustituida por una seriedad extraña.

—Será peligroso, mi señora. —Ella frunció el ceño. Gao bufó—. Vale, su expresión me dice que no habrá forma de persuadirla.

—Vamos, pues.

Gao asintió y con un gesto a Lei-Lei, les indicó que le siguieran. Silbó tres veces seguidas en rapida sucesión y los miembros restantes de la banda, sumados los que seguían ocultos, salieron y revisaron la carreta, le avisaron a los demás que subieran y se fueron en pos de la guarida. Parte en la carreta y parte a pie.

Entonces siguió a Gao, acompañada de Lei-Lei y Fan Tong. Por seguridad, colocó todo su Chi en su chaleco, para que no la detectaran; para su sorpresa, Lei-Lei no lo hizo. Al preguntarle, ella le dijo que si resaltaba, era poco probable que la atacasen. «Tan joven —pensó Xiao—, y con tanta capacidad de liderazgo. Casi como la que tenía padre».

El suburbio al que los llevó Gao era de los que su padre evitaba visitar. Difería de los distintos suburbios que conocía por sus incursiones con la maestra Tigresa; era más que sólo casas viejas y calles mal cuidadas. La maleza pululaba, las estatuas de distintos maestros, pulidas en algunas zonas de la ciudad o decoradas por animales en otras, allí se hallaban sucias. Habían animales en casi todas las esquinas, observándolos con ojos recelosos. De vez en cuando atisbaba hembras ligeras de ropa en los portales de edificios, mirando a Gao y Fan Tong; unas incluso les silvaron.

Gao las ignoró, Fan se cohibió. Xiao le rodeó la cintura con un brazo, o al menos toda la que pudo, diciéndole a esas que ese panda era suyo.

Era un lugar extraño. Sabía que con el gobierno de Kai y la ejecucion de la familia imperial a excepción de ella, los maleantes de China vieron su oportunidad para hacer de las suyas. Unos en otras ciudades y pueblos, y otros más que no tenían ganas de luchar por mando, se vinieron a la Ciudad Imperial, le rindieron pleitesía a Kai y éste los dejaba hacer lo que deaseasen, siempre que no atentaran contra él.

De ahí que la ciudad fuese un hervidero de bandas.

Xiao frunció el ceño. Ella tenía que salvar a China, devolverle la edad de prosperidad en la que su padre la había dejado, darle calidad de vida a los animales. Es lo que esperaba de ella. Su deber. Y su pueblo estaba asustado y amenazado por tantos criminales.

—¿Por qué esa expresión, mi señora? —preguntó Gao.

—Me preocupo por mi pueblo, Gao —dijo Xiao, mirando de reojo a unos maleantes con bandas rojas en los brazos—. Que estén rodeados de todo esto.

Gao frunció el ceño.

—¿Rodeados?

Xiao asintio.

—Vivir entre prostitutas y bandidos, todo eso debe ser...

Gao se echó a reír.

—Mi señora emperatriz, tu pueblo no vive entre bandidos y prostitutas. Tu pueblo son los bandidos y las prostitutas.

Xiao sintió una heladez en el cuerpo. Eso no era posible. ¿Cómo podía serlo? Que su gente se demigrara a tal oficio significaba que los planes de contigencia de su padre habían fallado. «Si padre no pudo ayudar a todos, mi deber es hacerlo. Las nuevas generaciones son siempre mejores que las anteriores. Debo de hacerlo mejor».

Los cuatro giraron en una estatua del maestro Rinociclón, luego a la derecha en una del maestro Buey y veinte minutos más tarde, se detuvieron en una de la maestra Víbora, tan degradada que el rostro apenas se notaba. Xiao nunca llegó a conocer a los Furiosos, pero había oído historias de parte de la maestra Tigresa.

A su alrededor empezaron a congregarse animales, después de que Gao se fuera y les pidiera lo esperasen mientras volvía. Los aspectos de los animales eran los que había visto antes, hembras ligeras de ropa, machos de ojos ariscos, ancianos encorvados. Xiao les ofreció una sonrisa, aunque se le hizo demasiado falsa hasta para ella.

Al poco, Gao volvió y todos lo siguieron. Los llevó a una especie de mitad cobertizo mitad edificio de reuniones. Xiao vio a los animales dentro. Eran tres y vestían con ropas de corte lujoso, con hilos dorados; señores de los suburbios. Ella sintió un nudo en el estómago, los tres animales tenían al menos el Primer Estatus. Uno de ellos tenía el Tercero.

Eran tal cual como se los había descrito Gao. De derecha a izquierda, primero estaba Xao, un león con la melena anudada en trenzas, negra como la noche, y de pelaje amarillo oscuro; Kan, un lince de ojos bicolores; y Hu, un tigre blanco con una cicatriz triple en uno de los ojos. Todos sentados en sillas simples de una mesa redonda; cuatro sillas estaban vacías, Xiao, Fan Tong, Lei-Lei y Gao, se sentaron.

Xiao sabía que no debía juzgar a esos animales deprisa, o al menos, no dejar entreverlo, pues eran peligrosos. Demasiado.

Se hizo el silencio.

—Entonces, caballeros —dijo Gao—. Acordamos que nos darían información sobre quien está atacando o queriendo ver muerta a nuestra emperatriz.

Kan frunció el ceño y Xao tenía una expresión hastiada, observando un relojito de sol en su muñeca. Hu fue quien habló.

—Sabemos quién fue, aunque podremos ocuparnos de eso, emperatriz.

—¿Por qué? —Xiao alzó una ceja.

—Eres la hija de nuestro soberano. Nosotros fumos fiel a tu padre, de hecho, le servimos como mercenarios cuando hizo falta.

—Padre nunca usaría mercenarios, era demasiado honorable para eso —replicó por instinto Xiao.

Kan soltó una risilla seca.

—Niña, se te olvida que tu padre era un monarca. Debía proteger su reino.

—Para eso estaban los soldados imperiales.

—¿Y cuando aparecían revueltas iniciadas por otros animales que querían usurpar el trono? —gruñó, sus ojos de dos colores, uno azul y uno verde, la mareaban—. Todo buen monarca sabe que lo primero que tiene que hacer es ejecutar a los que tengan derecho a gobernar, o en cuyo caso, a quienes creyeran tener ese derecho.

—Pero... —Xiao se sintió caer. ¿Sería capaz de eso su padre, de contratar asesinos?

—Sólo dennos el nombre y ya —exigió Lei-Lei, impertérrita—. Para eso les estamos pagando.

Xao miró a Hu y éste se encogió de hombros.

—Cho, es un...

—Un soldado —murmuró Xiao, sorprendida. Todos sus amigos se volvieron a verla; los jefes de los suburbios se sorprendieron con curiosidad—. Cho Jing, perteneciente a la guardia de honor de mi padre. Un traidor. Nos entregó a Kai.

—¿Y por qué te persigue? —murmuró Fan, pasándole el brazo regordete por los hombros. Acción que la sorprendió, pues era muy osada para él realizarla en público.

Xiao parpadeó, aturdida.

—Porque maté a su hermano. —La voz le tembló, recordando el suceso—. Fue poco después de haber aprendido la maestría con la maestra Tigresa. Tao Jing era su hermano mayor, jefe de la guardia de honor, quien orquestó el plan para derrocar a padre. Me encontró y peleamos. Lo maté. Dioses, no sabía que su hermano estuviera vivo, pensé que murió cuando Kai entró.

—Eso explica muchas cosas —dijo Lei-Lei.

—Sumado al que te haya localizado —dijo Kan—. Han causado revuelo, y ahora toda esa habladuría del pueblo sobre la maestra Tigresa y su hija, las Constelaciones y la emperatriz, se les ha vuelto en contra.

Lei-Lei se inclinó en la mesa, posando las patas.

—Nosotros sólo buscamos sobrevivir —dijo—, derrotar a Kai y liberar a China.

—Eso es una guerra —aseveró Hu—. Su proposición es bastante débil. Tienen que ser más osados. Acciones militares, las guerras se libran para ganarlas. Sin fuerzas militares no podrán hacerle frente a los jadembies de Kai.

—Eso implicaría apoderarte de la ciudad —dijo Xao—. Podremos ayudar, ¿pero qué ganaríamos nosotros? Tu padre siempre pagaba bien.

—Un momento —dijo Kan—. ¿Apoderarnos de la ciudad? Ya hemos perdido animales y dinero en esas empresas, es muy arriesgado.

—Siempre que hayan compromisos, tienen mi apoyo. —Hu miró a Xiao, y ella frunció el ceño—. ¿Qué títulos se repartirán? ¿Quiénes tendrán acceso a las rutas comerciales? ¿Tierras?

—¿Eso no es muy poco? —preguntó Xao.

—Yo podría otorgar cinco mil animales adiestrados si tuviera el móvil necesario, mi emperatriz —dijo Hu—. Sólo pido que me hagas tu segundo al mando o me des tu mano. Sí, lo segundo serviría; unir mi sangre al linaje real nos daría más poder, y podría ofrecer cincuenta mil soldados.

Xiao se quedó perpleja. Sin embargo, a su lado, Fan Tong colocó su pata sobre la mesa, brillo de rojo y su espada de Chi apareció, incinerando y dejando el mueble en cenizas.

—Repite eso —dijo—, y el siguiente serás tú.

Tanto Xiao como Lei-Lei se quedaron perplejas ante el proceder de Fan Tong, aunque ella tuvo que reconocer que le enternecía que reaccionara de esa forma.

—Caballeros —dijo, con tono diplomático y un nudo en el estómago—, no se trata de buscar ganancias personales. Se trata de patriotismo.

—Claro, claro —contestó Kan—. Pero incluso los patriotas ganan recompensas, ¿no?

Los tres le miraron expectantes.

Ella se levantó.

—Me marcho.

—¿Estás segura, mi señora? —preguntó Gao—. Ha sido bastante difícil concretar este encuentro.

—Ya tenemos lo que necesitamos, Gao —repuso ella con frialdad—. He estado dispuesta a trabajar con ladrones y hampones, pero ver a estos animales y saber que son mi propio pueblo, es demasiado duro.

—Nos juzgas a la ligera, emperatriz —dijo Hu—. ¿Acaso no te esperabas esto?

—Esperar es distinto a verlo de primera mano. Esperaba a ustedes tres, mas no lo que le hicieron a los demás.

—¿Con qué honor vienes y nos juzgas, emperatriz? Que yo sepa, huiste del palacio en lugar de enfrentarte a Kai y morir en el intento. No es muy digno de un gobernante, ¿o sí?

Xiao se volvió, molesta. Estaba tentada a recuperar su Chi y despertar una cuerda para estrangularlo.

—¿Qué sabes tú de ser gobernante? ¿Cuándo has tenido que sopesar una decisión sabiendo que causarás dolor a expensas del bienestar que generes? ¿Cuándo has pensado en las familias que destruyes con lo que haces?

Hu entrecruzó las patas sobre su regazo. Era imponente y la cicatriz en su ojo no hacía sino aumentar el efecto de que él, entre todos ellos, era el animal que estaba al mando.

—Mi padre nos trajo de las tierras heladas del norte, emperatriz. Allí donde los bárbaros con otro panteón matan a diestra y siniestra, donde te matan en día y beben licor en cuernos en la noche. Murió trabajando en las minas de jade de tu padre, nuestro emperador. Yo me mantuve a base de aguantar el dolor de mis patas arañadas y sangrantes. He trabajado mucho para que las cosas sean mejores para tu pueblo, para China entera. Yo soy el que ha mantenido a gran parte de la Ciudad Prohibida con comida, ya que nuestra gobernante no lo ha hecho. Yo soy quien ha luchado contra Kai de una forma que ustedes no comprenden ni un poco, pues yo mantengo a los animales que no tienen nada.

—Los conviertes en criminales, asesinos y mercenarios. Transformas a las amas de casa en prostitutas.

—Sobrevivo, emperatriz —dijo él—. Y me aseguro de que los demás tengan qué comer. ¿Lo harías tú mejor para ellos? —Se puso de pie—. Es irónico, emperatriz, que un mercenario como yo sepa más de cómo gobernar que la mismísima heredera al trono.

Dicho esto se dio media vuelta y junto a Kan y Xao, salió por una puerta ubicada en el extremo opuesto de la estancia. Dentro se quedaron los cuatro, Xiao con un rostro repleto de aturdimiento; no tenía respuesta ni forma de contradecirlo. La había desarmado.

Si alguien como ese tigre podía manejar tan bien el pueblo, el pueblo del que Xiao debería cuidar, quién era ella para negárselo. ¿Quién era para reclamar algo que parecía demasiado para ella?

Se volvió hacia la puerta por donde entraron y salió antes que nadie, recuperó su Chi y despertó los pantalones para fortalecerla, para saltar al tejado y, con una cuerda que tenía a modo de cinturón (para simular esa función, aunque era para obtener una arma de defensa en caso de emergencia), luego de despertarla, se aupó y desplazó entre los edificios, lejos de todos. Se movió por varios suburbios, ubicándose gracias a las estatuas de los maestros.

Se aupó con fuerza en un saliente de piedra de una casa, trazando un arco en el aire. Quedó suspendida unos segundos observando con maravilla y curiosidad, sólo una vez había contemplado esa vista y fue cuando viajó en los barcos aéreos de su padre. Toda la Ciudad Imperial estaba repleta de estatuas, de todos los maestros que habían existido desde que Oogway y Kai estabilizaron el país acabando con las guerras.

Curioso que incluso después de muerto, la creación de estatuas siguiese. Xiao empezó a caer en picada, con sus ropas aleteando por el viento. Asegurándose de que la hoja de jade tocase su cuerpo, despertó su chaleco con una orden de sujetar cuando lo quisiera. La había descubierto por sí misma, haciendo que con mover el brazo, las borlas atadas como puños a sus muñecas, se sujetasen como tentáculos a lo que ella quisiera.

La visión de su ciudad la deprimió, edificios derrumbados, o atestados de animales, y todo sucio, con un aura de inevitabilidad. «¿Cómo voy a traer la paz a esto?». Movió dos veces las muñecas al caer y las borlas de las mangas se desenredaron y ataron a una viga de soporte que sobresalía de un techo, con dos golpecitos a la manga, las borlas se soltaron. Así, pues, su descenso fue como un bardo haciendo un acto con cuerdas; aterrizó en un tejado de una pagoda. Una de las que pertenecían a su padre, pero nunca usaba.

Recuperó los Chis de sus prendas despertadas, se sentó en el borde y observó, intentando meditar. Por si acaso, despertó la cuerda en su cintura.

—Supongo que es cosa de felinos —dijo una voz a su espalda— estar en lugares altos.

Xiao contuvo un respingo, que la hubiera hecho caer, tomó la cuerda y la lanzó al origen de la voz, al tiempo que se giraba. Gao estaba detrás de ella, alzó un brazo y dejó que la cuerda se lo envolviera, después tocó la cuerda, murmuró algo y Xiao vio cómo su Chi (el de la cuerda) fluctuaba y volvía a estar dentro de sí misma. «¿Qué?», se sorprendió.

Gao sonrió, desenvolviéndose la cuerda y tendiéndosela.

—Esto es tuyo, mi señora.

Xia la tomó, recelosa.

—¿Qué haces aquí?

—Siguiéndote. Lei-Lei me dijo que no te dejara sola y Fan Tong me lo pidió con ahínco. —Sonrió, sentándose en el borde, con ella, las piernas de ambos oscilando en el vacío—. Buen chico, ese panda.

Sabía que estaba mintiendo, su lógica se lo decía, pues para seguirla tendría que saber a dónde iba o, mínimo, tener un buen control del Chi para seguirla.

—¿Qué haces aquí, mi señora? —preguntó, observando el horizonte.

—Pensar —respondió, después de un rato.

—Hu no lo comprende —dijo Gao, mirando el infinito—. No sabe lo que un verdadero gobernante sufre con sus decisiones.

—¿Lo sabes tú?

Gao no respondió. La luz de la luna le hacía parecer el negro pelaje de color gris.

—¿Crees poder con esto, joven Xiao? —Señaló con un amplio gesto la Ciudad Prohibida—. ¿Sientes que de verdad podrías?

Xiao parpadeó, la forma en que Gao observaba la ciudad era... nostálgica. No, más bien entristecida.

—Debo hacerlo, es mi deber.

—Pero deber y querer son dos cosas distintas, Xiao.

—Quiero hacerlo.

Gao se volvió a verla; sus ojos amarillos eran analíticos.

—¿Aún con lo que eso significa?

Xiao pensó en Fan Tong, en su sonrisa alegre, en la risa privada libre que le daba sólo a ella, en su pata en la suya. En su cuerpo esponjoso contra el de ella cuando estaban durmiendo. En su respiración acompasada y en el latir se su corazón. Cerró los ojos e inspiró profundo. No quería enfrentarse a ello. Una emperatriz debía proporcionar un heredero que continuara la dinastía, y ambos no podían hacerlo.

Si tomaba su lugar en el trono, debía dejar atrás a Fan Tong.

Eso la destruiría.

—Es mi deber, Gao —susurró, depresiva—. Mi padre murió confiando en que yo seguiría la dinastía, el amor que siento por Fan Tong no puede impedir mi deber para con mi padre, para con mi pueblo, para con mi país.

—Si lo haces por tu país, Xiao —preguntó Gao, observando las estrellas—, ¿por qué lo primero que dices es «mi padre»? ¿No será que quieres cumplir el objetivo para el que se te crió?

Xiao no respondió. No quería abordar ese tema, porque sabía que su respuesta sería contradictora. Quería hacerlo por su padre y su país, pero no si eso significaba apartar a Fan Tong de su vida.

Cerró los ojos, combatiendo las emociones. Una buena gobernante no se dejaba descubrir por sus emociones. Ya no.

—Es lo que tengo que hacer, Gao.

Él le puso una pata en el hombro, sobresaltándola. Entonces lo miró con otros ojos, sin el desdén por ser un ladron o la cautela por ser un asesino; Xiao vio un Gao adulto, unos ojos increíblemente viejos, contrastantes con su aspecto de chico.

—Tus amigos y tu novio te necesitan, Xiao. No puedo decirte qué debes hacer, pues eres tú la única que puede hacerlo, pero... —Sonrió y Xiao tuvo que parpadear, pues no tenía la cicatriz—, tal vez para decidir, necesites primero saber quién eres.

—Sé quién soy —replicó.

Gao se puso de pie, tambaleándose con sorna en el borde de la pagoda.

—¿Y quién eres, Xiao? En el fondo, ¿quién eres?

Xiao no respondió, pues no lo sabía.

—Creo que aprenderías de tu amiga Lei-Lei —dijo, tocándose la nariz. Tenía su cicatriz, así que tuvo que ser una ilusión óptica—. Y ella de ti.

Xiao frunció el ceño.

—¿Quién eres, Gao?

Él sonrió, divertido.

—Un ladrón, mi señora. Un simple ladrón.

Y con un sentido del drama digno de un bardo imperial, Gao saltó de la pagoda, a más de cinco pisos de altura. Xiao soltó un juramento, pero al asomarse por el borde, observó a Gao columpiándose con cuerdas despertadas, descendiendo con gracia. Eso la confundió, porque estaba segura que él le había dado todo el Chi que había recolectado.



Lei-Lei estaba sentada en la base de una de las estatuas de la Ciudad Imperial, una hecha en honor a su madre. Ella estaba tallada en la posición de ataque del estilo tigre, con el rostro severo y una sonrisilla incipiente, superior. No terminaba de sentirse cómoda allí: quería a su madre con su vida, pues ella le crió, pero crecer bajo el cuidado de la maestra Tigresa, la superviviente de Kai, era duro.

Los animales que reconocían a su madre observaban a Lei-Lei esperando que fuese como ella, pero Lei-Lei nunca podría ser como su madre. Lo intentaba siempre, pero no tenía su fuerza, su temple o su regia voluntad de hierro. Quería hacerla sentir orgullosa, sin embargo, no tenía nada que la hiciera enorgullecer.

Era buena peleando, pero no excelente. Era buena con el Chi, pero no tenía la destreza nata de Xiao. Era buena planeando, pero no tenía la agudeza de Nu Hai. Era buena colocando a otros delante de ella, protegiéndolos, pero no tenía la entrega de Jing, pues temía morir.

Sólo era Lei-Lei.

Sacudió la cabeza, molesta. Habían pasado años desde que pensaba en esas cosas, no era momento de eso ahora. Posó su pata en su espada de jade, apretando con fuerza el pomo; respiró profundo y se puso de pie, observando el rostro de la estatua. ¿Dónde demonios se había metido Xiao? Pudo ver cómo las ideas y convicciones de Xiao se derrumbaban a causa de lo que le dijo Hu, ¿pero era necesario huir como un adolescente?

«Dioses, yo misma soy un adolescente», pensó, sin saber si reírse por olvidarlo o sentirse mal por lo mismo.

—¿La extrañas? —preguntó Fan Tong.

Lei-Lei se volvió hacia su compañero y lo encontró mirando la estatua.

—Sí —respondió—. Dudo que si ella estuviese aquí, hubiera permitido la masacre de nuestra anterior guarida.

—No puedes culparte por lo que no has podido hacer —dijo Fan Tong, mirándola a los ojos—. Es lo que Xi dice.

—¿Ah, sí?

—Sí —asintió—. Cuando me lamento por no poder hacer las cosas, me lo repite.

—¿Irónico, no? —Lei-Lei se cruzó de brazos—. Cuando ella no puede dejar de culparse por no ser emperatriz.

—Está bajo mucha presión, es comprensible.

Su tono era amable, como siempre, casi risueño, pero Lei-Lei lo conocía tan bien como para detectar la duda en su voz. Respiró profundo, era increíblemente difícil, por no decir imposible, enojarse o siquiera sentirse molesta con Fan Tong. Él era bondad pura.

Lei-Lei se sentó de nuevo en la base, él la siguió.

—¿Quieres que Xiao se haga emperatriz? —preguntó.

Fan Tong vaciló.

—Si eso la hace feliz, entonces sí.

—¿Sabes lo que eso significaría?

—Sí —musito, apretándose las patas—. Y lo entiendo. No seré muy listo como Nu Hai o tan valiente como Jing, pero no soy idiota. He estudiado los Códigos Imperiales y... lo sé. Yo estoy bien con ello, si ella está feliz. Podría volverme su guardia de honor, así no le dolerá tanto tener que alejarse.

Lei-Lei sonrió con afecto, Xiao tenía una suerte de dioses.

—¿Pero tú serás feliz, Tong?

Fan alzó la mirada y sonrió, encogiéndose de hombros.

—¿Importa?

Lei-Lei le dio un golpecito en el brazo, cosa bastante complicada, ya que Fan le sacaba varias cabezas de altura.

—Vaya, la quieres de verdad.

—Sí.

Frunció el ceño.

—¿Y por qué no luchas por estar con ella? —Extendió las patas, realzando lo que quería expresar—. Quiero decir, si ella toma el trono, podría cambiar los Códigos, ¿no?

—No. —Negó con la cabeza—. He hablado de eso con la maestra Tigresa. Los Códigos Imperiales son como los Códigos de los Maestros; no se pueden cambiar. Los escribió el primer emperador, cambiarlos causaría grietas en la dinastía, porque los animales esperan que sus gobernantes sigan los Códigos, para así ellos seguir los decretos. —Agachó la cabeza—. Y no quiero que Xiao gobierne trozos de un imperio.

—Y... —Lei-Lei era nueva en eso de ofrecer soluciones a los animales, al menos en cuanto a palabras se refería. No encontraba la forma de expresarse como debía, por eso le caía bien Jing, porque ambas resolvían todo de manera rápida y concisa. Era algo que quería aprender, a inspirar y ser una buena líder, para evitar que sus conocidos y amigos murieran—, no sé, ¿no podrían adoptar un lincesito que les haga de heredero de la dinastía?

Dioses, qué idea tan tota.

—Lo he pensado —dijo Fan Tong, tan bajito que casi no lo escuchó; sonrojado hasta parecer tan rojo como su propio Chi—. Digo, los padres de Xiao lo hicieron antes de que ella naciera, pero..., a ver, ¿cómo se lo diría?

—Con los labios —sonrió.

Fan Tong la miró y sonrió, cómo lo hacía él, arqueando los labios, mas no riendo. Reía muy pocas veces, lo que lo hacía más sincero. «¿Cómo acabé en esto, consolando románticamente al más noble de todos nosotros?».

—No sé —agregó ella, encogiéndose de hombros—. ¿No han hablado del futuro?

Fan Tong alzó una ceja.

—¿Así como deberían haberlo hablado tú y Bao?

Lei-Lei se atragantó, disimulándolo con una tos.

—¿Disculpa?

—Oh, por favor, Lei, ¿no creerás que nadie se ha dado cuenta de que entre tú y Bao hay algo?

—No hay nada, de hecho. —Se cruzó de brazos—. ¿Qué debería haber?

—¿Enserio? —dijo, confundido—. Vaya, creí que ustedes dos... Bueno, como lo he oído decir que le pareces guapa y... he oído cosas de ustedes.

Lei-Lei inspiró profundo. Maldita sea con Bao. Sabía exactamente a lo que Fan Tong se estaba refiriendo, era la razón por la que Bao ya no la molestaba. Hacía pocos meses, Lei-Lei había entrado al baño de chicos para tomar una ducha, porque no le gustaba ducharse en compañía de las demás, y ese día Nu Hai y Jing estaban en la ducha comunitaria de la guarida. Ella prefería la soledad. Lo que no había previsto era que justo cuando se cambiaba, Bao entrase y la viera en su traje de cumpleaños.

Le rompió los brazos a puñetazos y casi lo asfixió con la toalla despertada. Jing tuvo la gentileza de no comentar el incidente cuando curó los huesos del panda, pero, claro está, era imposible que semejante cosa pasara desapercibida entre los chismorreos de las cocineras.

—A ver. —Lei-Lei alzó las patas, tratando de detener los pensamientos de Fan Tong—. Lo dejaré claro; sí, hay cierta tensión entre nosotros, pero... a mí no me gusta Bao. Creo. Es decir, puede que sea bien parecido, pero... No. No. Definitivamente, no.

Fan Tong sonrió, y por un momento vio a Xiao en él. «Rayos —pensó—, ¿tan compenetrados están?».

—¿Sabes, recuerdo que le oí decir lo mismo a Xi antes de que estuviéramos juntos?

Lei-Lei arqueó una ceja.

—¿Enserio?

—Ajam —asintió—. Le oí decírselo a Nu Hai, poco antes de que ella me lo preguntara. ¿Te imaginas mi sorpresa?

Lei-Lei cerró los ojos, recordando cuando Bao le dijo una vez que era bonita.

—Sí, puedo imaginarlo. Y sé cómo terminó, fueron felices y comieron perdices. Fin.

—Llevo dos años con Xiao, Lei-Lei —le dijo él—. Dudo que la felicidad sea intentar vivir al máximo porque no sabemos en qué momento podemos morir. Ha sido duro, sí, sobretodo siendo... distintos.

—Oh. —Lei-Lei asintió, comprensiva—. Comprendo, supongo que lo han notado cuando... —Hizo la mímica para expresar lo que quería decir—. Ya sabes.

Si Fan Tong se sonrojó demasiado antes, ahora estaba a punto de parecer como sangre. Su Chi, de paso, incrementaba el efecto, resaltando el color de su rubor. Lo hacía de un rojo carmín. Lei-Lei se avergonzó al interpretar la reacción de su amigo, tal vez había pasado un mal momento con ella que lo avergonzaba de esa forma.

Dioses, ella y su falta de tacto.

—Eh, Fan, lo siento, no quise decir que...

—Nosotros no... —Respiró con rapidez, desviando la mirada—. No..., ya sabes.

—Ah... ¿No...? Oh, Buda, perdón. Pensé que como tienen tanto juntos... —Ahora era ella la que estaba apenada—. Olvídalo, por favor.

—Yo me refería a que somos de especies distintas, Lei. —Alzó la mirada, tan rojo que parecía asfixiarse—. ¿En qué cosas piensas? —Frunció el ceño, como si hubiera descubierto algo—. Hasta haces las mismas bromas que Bao. Vaya, eso no me lo esperaba, pero explica muchas cosas.

—¿No estábamos hablando de cómo le propondrías un hijo a Xiao? —puyó Lei-Lei, tratando de desviar la conversación de los caminos que estaba tomando—. No de mis líos amorosos.

—En realidad, estábamos hablando sobre que no debíamos lamentarnos por las cosas que no podemos hacer. —Se puso de pie, con una sonrisa bobalicona—. Y yo creo, Lei-Lei, que eres buena líder. Y lo serás aún más en el futuro, sólo necesitas practicarlo más.

Alzó la mirada hacia un techo de una de las casas cercanas y su sonrisa se ensanchó. Al seguir su mirada, Lei-Lei observó a Xiao, caminando por el techo, como si nada estuviera pasando, pero con su expresión más... ¿relajada? No podía decirlo con seguridad, pero la tensión con la que la había visto estos últimos días parecía haberse disipado.

Eso, o mejoró con sus emociones.

Por si acaso, usó su Sentido Vital para leer el Chi de Xiao. En definitiva, su tensión se había ido. ¿Por qué? En el suelo, caminando como si nada, encontró a Gao, con la mirada perdida y sin la característica sonrisa que aumentaba lo perturbador de su cicatriz. Lei-Lei no estaba del todo segura cómo catalogar al lobo, por un lado era amable y cooperador, pero por el otro tan cruel como el mismo Kai, sin embargo, cuando ella le pidió que siguiera a Xiao para que no cometiera una locura, ni siquiera rechistó. Su mirada se vio increíblemente vieja, asintió y se fue tras ella.

Xiao bajó, ayudada por las borlas cortadas de las mangas de su chaleco, le sonrió a Fan Tong y le dio un beso en la mejilla, para después apretarle la pata. Una puya de envidia se le clavó en Lei-Lei al verlos así, debía ser bonito tener a alguien además de la familia que te sirviera de apoyo. Alguien como Fan Tong para Xiao o Jing para Nu Hai.

—¿Y qué hacemos ahora, Xiao? —le preguntó.

La lince se volvió a verla, con un brillo nuevo en la mirada.

—Lo primero —dijo—, es organizarnos. Porque vamos a derrocar a Kai a la vieja usanza y, de paso, saldar cuentas con quien me quiere muerta.

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