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8: Seguir adelante.

Capítulo 8

Flavio y yo seguimos trabajando en el decorado del teatro y, aunque ambos no nos considerabamos personas muy habladoras, tenía que aceptar que me divertía bastante su compañía. Conforme los días pasaban, sentía como nos acercabamos notablemente, pues habíamos pasado de apenas dirigirnos la palabra cuando nos encontrábamos en la calle a cenar juntos cada vez que nos sentíamos cansados de pintar el mural.

Dejábamos los pinceles metidos en cubos de agua, nos sonreíamos y caminabamos por el ardiente asfalto de las estrechas calles. Gonzalo siempre nos esperaba en su puesto, feliz porque nos encantase su comida y, muy de vez en cuando, sacándonos fotos para mandarlas a mi curioso padre.

Porque sí, mi familia se mantenía atenta a nosotros, en busca de algún gesto que les afirmase que nos encontrábamos en una relación. Ana había sido la culpable de transmitir el rumor de que habíamos compartido algo más que palabras y se reía por lo bajo siempre que mi abuela me interrogaba sobre si eramos más que unos simples amigos.

Jamás me sonrojé tantas veces como en aquella primavera, avergonzándome de que observasen a Flavio como un próximo miembro de nuestro hogar.

Terminamos el decorado dos días antes de que la obra se llevara a cabo, el sudor nos caía por la frente y, acostados uno al lado del otro, admirabamos las estrellas que se asomaban por el techo de plástico transparente. La música de la radio inundaba nuestros oídos y el olor a pintura seca se introducía por nuestras fosas nasales.

—Hemos acabado a tiempo—comentó lo obvio mientras sacaba un cigarro de su bolsillo. Observé de reojo como lo encendía y soltaba todo el humo por la boca, tan tranquilo como un gato adormilado.—¿Quieres uno?

Quise decirle que sí, saborear el seco sabor del tabaco y volver a alimentar el león dormido que hibernaba dentro de mí, sin embargo, me negué. No quería regresar a aquella etapa de mi vida donde solía gastarme todo el dinero que tenía en drogas.

Nuestros ojos se encontraron entre el grisáceo humo e intentamos descifrar lo que pensábamos cada uno.

—¿Cuánto tiempo llevas con el tabaco?—Pregunté sin querer apartar la mirada de él. Me gustaba su forma calmada de actuar.

—Desde los quince años...—Confesó no muy orgulloso de ello.

—Tus pulmones deben estar totalmente negros.—Murmuré con sorpresa.

El mayor sonrió sin darle importancia a mi comentario y se apoyó sobre sus codos, levantándose un poco para poder analizarme mejor.

—De algo tendré que morir.—Dijo con un profundo desinterés.

Mi estómago se revolvió al escucharlo y sin poder evitarlo recordé el sufrimiento que Isabel había tenido que aguantar por culpa de aquello. Mi mente se llenó de recuerdo que prefería tirar a la basura, quemar o destrozar hasta el punto de engañarme a mi misma con que no había ocurrido.

—Créeme, una enfermedad en los pulmones es lo peor que te puede pasar.—Mi voz se escuchó tan dolida que Flavio dejó a un lado su imagen inquebrantable y cambió su expresión a una preocupada.

—¿Es de lo que murió tu hermana pequeña?—Preguntó, arrepentido por frivolizar con un tema así. Asentí, apretando los labios con fuerza, su iris gris se oscureció y alcancé a ver su pesar.—Lo siento...

—Da igual.—Respondí rápidamente para que no sintiera ningún tipo de pena hacia mí. Me incorporé intentando que la incomodidad escapase de mis poros y, sin poder evitarlo, mi rostro quedó a escasos centímetros del suyo.

—No fumo por gusto—confesó. Al contrario de mi se encontraba impasible ante la repentina cercanía. Mis palpitaciones se aceleraron.—Cuando eres una figura pública desde pequeño, el estrés es tan fuerte que necesitas buscar una salida en cualquier lado.—Sus palabras me golpearon en el pecho, pues sentí como una punzada me atravesaba allí con fuerza.

A veces me olvidaba de la persona que era Flavio, la tranquilidad que me gustaba de él podía engañar a cualquiera, su verdadera vida era totalmente diferente a lo que trataba de aparentar.

Me sentí algo estúpida al no saber muy bien que era una de las personas más famosas del país, nunca me había interesado la televisión y menos si se trataba de la prensa del corazón.

—Pensé que sólo eras conocido por tus descubrimientos.—Susurré, queriendo ser lo más sincera posible con él.

Pude admirar como se reía ante mis ojos, sus pomulos se marcaron y sus colmillos rectos y afilados quedaron a la vista. Mi corazón se estrujó en mi tórax al pensar en lo guapo que se veía en aquel instante.

—Tranquila, lo noté cuando te dirigiste a mi con esa cara de pocos amigos—golpeó mi frente con sus dedos, amistosamente—. Mi padre es millonario y se casó con una modelo muy conocida cuando murió mi madre, estamos en el punto de mira desde entonces.—Explicó.

—Siento la pérdida de tu madre.—Murmuré, tocándole el hombro en forma de apoyo. Este me respondió con una mirada tan profunda que no conseguí descifrar.

—¿No te importa quién soy? Me confundes cuando me tratas tan normal.—Me sorprendí al escuchar su pregunta.

—¿Y por qué debería tratarte diferente?—Respondí con el ceño fruncido.

No me percaté de su vulnerabilidad hasta aquel momento, ante mi mirada confundida apareció la imagen de un cachorro asustado, el iris gris de Flavio se había tornado tan triste que me costó asimilarlo. Repentinamente, recordé las cicatrices de sus muñecas y me pregunté, a mi misma, sí esa era la causa de sus autolesiones. 

—Pensé que podía comprar todo con dinero, mi padre me enseñó que ser rico te soluciona todo en esta vida, pero... He estado sólo siempre, mis amigos querían pasar tiempo conmigo para disfrutar de las cosas materiales pero se fueron en el instante que mi madre murió.—El dolor en su expresión provocó en mi interior un profundo deseo de protegerlo.

Tomé su mano con fuerza, queriendo transmitirle algo de seguridad. El gesto lo calmó, sin embargo, la tristeza seguía presente en él.

—No todos somos así, Flavio.—Le dije sin romper el contacto visual.

—Lo sé, Aury.—Una breve sonrisa alargó sus labios.

Le aparté el cabello de los ojos, en una acción tierna e íntima. No dejé de tomar su temblorosa mano, pues pensaba que aquella era la única forma de que supiera que estaba para él sin querer nada a cambio.

—¿Puedes darme otra pegatina?—Demandó tímidamente.

Sonreí con dulzura y alejándome unos cortos segundos, saqué la hoja que guardaba en mi teléfono. Le enseñé todas las que tenía para que pudiera elegir y este señaló una en forma de mariposa. Permitió que le apartase la manga de la sudadera, dejándo a la vista las cicatrices en forma de pentagrama sobre su blanquecina muñeca, las acaricié antes de colocolar la pegatina sobre ellas como si fueran una tirita.

—Mientras que yo exista, no estarás sólo.—Prometí sin mirarlo a los ojos, demasiado atenta a las líneas. Sufriendo, incoscientemente, por lo desesperado que habría tenido que sentirse como para hacérselas.

No recibí ninguna respuesta, en vez de ello, noté como sus carnosos labios presionaban la piel de mi frente con tanta ternura que mi corazón amenazó con escaparse por mi garganta.

Quise abrazarlo, era todo lo que pedía mi cuerpo en aquel momento, en cambio, como si el mundo trabajase contra nosotros, el flash de una cámara fotográfica nos cegó por unos segundos. Sentí como Flavio se tensaba a mi lado y mis oídos se llenaron de las incesantes preguntas de los reporteros que habían dado con la ubicación donde se encontraba el arqueólogo.

La rabia lo carcomió, se levantó hecho una furia y caminó decidido hasta el gran número de cámaras que lo rodeaban.

—¿Es su nueva novia?—Preguntó un hombre canoso mientras le apuntaba con un micrófono.

—Marchaos de aquí, es un lugar privado.—Por su voz pude notar que trataba de contenerse.

Bajé del escenario para llevarlo a un lugar más privado, sin embargo, antes de poder alcanzar su mano, las cámaras volvieron a soltar numerosos flashes que me dejaron atontada. Cuando conseguí ver correctamente, ya estaba rodeada de todos ellos.

—¿Lugar privado o cita privada?—Volvieron a insistir.

—No voy a contestar a nada, he dicho que os marcheis.—Gruñó apartando a varios de mí y tomándome del antebrazo para que pudiera acercarme a él.

Nunca había experimentando una situación igual y comenzaba a agobiarme por las constantes preguntas que realizaban sobre nosotros.

Las fotografías, tan incesantes como odiosas, hicieron un click en Flavio. El mayor tomó la cámara fotográfica que apuntaba contra mi rostro y la reventó de un golpe contra el suelo. El silencio se hizo en la sala, los flashes se volvieron más rápidos y numerosos y las piezas del objeto quedaron esparcidas por todo el suelo.

—¡Que os vayáis!—Gritó.

El horror en los ojos que se posaban sobre él dolían como cuchillas. Su cuerpo se mantenía recto y tenso delante de mí, pero sus manos no dejaban de temblar.

El claxon de un vehículo irrumpió en mis pensamientos, alcé la mirada hasta la puerta que daba al exterior y pude reconocer a Carlitos junto a Macarena. Tomé con fuerza la mano de Flavio y me abrí paso entre los periodistas, sacándolo de allí. Los dedos del arqueólogo se entrelazaron con los míos y, casi sin tiempo de rodear el vehículo, entramos en él lo más rápido que pudimos.

Macarena apretó el volante con fuerza, tan furiosa que dudé en si iba a atropellar a todos los que nos rodeaban.

—Abrocharse los cinturones de seguridad.—Masculló entre dientes.

Lo hicimos lo más rápido que conseguimos y Carlitos bajó la ventanilla sacándoles el dedo corazón. Macarena puso en marcha el viejo coche, corriendo lo más rápido posible para no dejarles tiempo a que nos siguieran.

—¿Cómo sabíais lo que estaba ocurriendo?—Mi voz sonó atropellada, el nerviosismo me estaba agobiando y me incliné hacia adelante para poder mirar a ambos correctamente.

—Estáis saliendo por todos lados.—Informó mi primo, girándose hacia nosotros. Su mirada se posó sobre Flavio, quien no se atrevía a levantar la cabeza de sus manos. No dudé ni un segundo en sujetar una de ellas, obligándole a mirarme.

—Os he metido en un lío muy grande.—Se recriminó, pidiéndome perdón através de sus ojos. —Lo siento mucho...

—No pasa nada, Flavio. No es la primera vez que muestra familia sale en la televisión, mi tío fingió que lo habían secuestrado para no tener que escuchar a nuestra tía regañarlo por romper el macetero de su madre.—Carlos intentó quitarle hierro al asunto, aquella anécdota resultó ser tan graciosa que el arqueólogo soltó una gran carcajada.

Sonreimos dulcemente, más calmados.

No pasaba nada.

Flavio, yo siempre estaría contigo.

Porque mi corazón ya te pertenecía.

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