5: Golpes.
Capítulo 5
La primera vez que sujeté una cámara entre mis manos tenía seis años. Por aquel entonces, José, mi único tío materno acababa de cumplir veinte años y se formaba en el artístico mundo de la fotografía. Me encantaba pasar tiempo con él, pues, aunque en esa época no me percataba, me utilizaba para impresionar a los padres de sus novias formales y, aunque a mi no me importaba acaparar toda aquella atención, me llenaba el estómago de dulces como recompensa a mi buena actitud.
Eramos uña y carne. Nuestras tardes se resumian en visitas a la playa y millones de nuestras fotografías acababan pegadas en el armario empotrado de mi abuela. Gracias a su amor por el arte, acabé aficionándome a la fotografía, la pintura y la música. Al hermano de mi madre le apasionaba enseñarme cosas y, por mi inocente parte, me enamoraba cada vez más de la cultura.
Tristemente, un accidente automovilístico lo obligó a marcharse demasiado pronto.
Aquella fue la primera vez que sentí el doloroso vacío de la pérdida. Años después, justo cuando estaba apunto de terminar mis días escolares, encontré a la que posteriormente sería mi mejor amiga; su antigua cámara fotográfica, testigo de nuestros maravillosos días juntos.
Presioné el disparador en el momento que un gato callejero de pelaje blanco se revolcó en el cesped. Sonreí ladinamente mientras revisaba la fotografía y traté de no morir de ternura. Amaba a aquel animal con toda mi alma, desde pequeña había estado rodeada por ellos y, aunque tenía un perro que hasta día de hoy seguía vivo, la personalidad única de los felinos era mi debilidad.
Una ronca tos provocó que el animal saliese corriendo. Giré mi rostro hacia la persona que se había colocado a mi lado y levanté una ceja al reconocer a mi tía más joven, Anastasia. Nos llevábamos unos diez años, no obstante, su inmadurez la hacía parecer menor.
—Tu padre me comentó que te quedabas una temporada aquí.—Murmuró y encendió uno de sus característicos cigarrillos. Su cabello rubio se revolvió por culpa del viento y las gafas plateadas que portaba se empañaron gracias al humo.
—Sí.—Contesté fríamente. Desde la muerte de Isabel no habíamos intercambiado ni una palabra y me sorprendí cuando pasó un brazo sobre mis hombros, incomodándome y examinando mi aspecto con detenimiento.
Fruncí el ceño al apreciar como una mueca aparecía en su blanquecino rostro, sabía que no le gustaba lo que veía, al fin y al cabo, nunca había sido tan atractiva como mis primas y ella siempre se encargó de remarcarmelo.
—Las drogas están pasando factura a tus ojeras... Deberías cuidarte.—Su comentario provocó que el rencor que guardaba bajo llave volviera a escapar, presioné con fuerza mis labios y aguanté todo el aire que pude.
—Llevo un año sin probarlas. Además, ¿Desde cuando te interesas por mi salud?—Contesté entre dientes y me coloqué el asa de la cámara alrededor del cuello, dispuesta a marcharme.
Anastasia me observó atónita, nunca le había contestado de aquella manera, no obstante, llevaba varios días sin pegar ojo y no conseguía pensar con claridad. Bufé, ahogándome con todas las palabras malsonantes que quería decir.
Tomé el manillar de mi vieja bicicleta y me subí en ella antes de que volviera a herirme con sus comentarios. Subí las cuestas de la inclinada montaña, sumergida en mis pensamientos; Odiaba a Anastasia con todo mi corazón. A veces me sentía culpable por experimentar aquel horrible sentimiento hacia la hermana menor de mi padre, tanto que, desde que era una niña, me había esforzado por caerle bien. Le regalé todo tipo de detalles, escribí poemas e, incluso, le lloré para que me tratase igual que a Isabel. No fue suficiente, pues su personalidad inmadura le impidió fingir que era de su agrado.
Conforme los años pasaron, dejé de preocuparme en buscar su aceptación y por primera vez en mi vida le resté importancia a cualquiera de sus miradas.
Pero todo volvió a cambiar el día en que las drogas me enviaron a un centro de desintoxicación. Esa fría noche de noviembre, mi familia perdió a dos integrantes; Isabel por culpa del cáncer y a mi por no saber como lidiar con la situación. Por más que dolía, la antigua Aurora, risueña y divertida, falleció en una habitación gris de hospital y por más que suplicasen, no regresaría jamás.
El viento me apartó el cabello del rostro y una intensa luz me cegó los ojos por unos segundos. La confusión no tardó en envolverme, mis oídos captaron el pitido de un vehículo y mis músculos se congelaron mientras giraba con rápidez el manillar. Caí con brutalidad contra el césped que descansaba a la orilla de la irregular carretera, este se hundió por mi peso y la puerta del coche que había estado apunto de arrollarme se abrió de par en par.
—¿¡Estás loca!?—El grito de Flavio inundó mis oídos y me dejó más confundida de lo que ya me encontraba.
El mayor no tardó en aparecer en mi campo visual, su cabello engominado tapó los rayos de sol y sus ojos claros me devolvieron una mirada intranquila y agobiada. Intenté incorporarme con las mejillas ardiendo de vergüenza, pero el dolor de mis extremidades me dificultó el movimiento. Jadeé y el calor me mareó por unos segundos. Flavio se arrodilló ante mí y examinó las heridas que sobresalían de mi pantalón roto.
Seguí sus ojos hasta los rasguños que teñían de un rojo intenso mi ropa y luché por no desmayarme ahí mismo. Mi piel se arrugaba bajo la tela del pantalón, algunas piedras permanecían incrustadas en la carne y mis calcetinos blancos habían cambiado de color.
—Lo... Lo siento.—El nudo en mi garganta me impidió hablar con normalidad. —No se lo que me ha pasado.
El arqueólogo suspiró, relajando la expresión, pasó un brazo por debajo de mis rodillas y me alzó como una princesa. Quise negarme, no obstante, mi tobillo tenía un color violeta que nos aseguraba que no iba a poder poner un pie en el suelo. Me llevó hasta el asiento de copiloto y me acomodó en este mientras que regresaba a por mi destrozada bicicleta.
—Te llevaré al hospital más cercano.—Me indicó al entrar.
El dolor de mi cuerpo era indescriptible, pero me avergonzaba la idea de que tuviera que acercarme a urgencias por una simple caída. Aguanté las lágrimas que comenzaban a acumularse en mis ojos y negué con la cabeza. Mi gesto no le convenció y siguió el camino, sin importarle mis réplicas.
Una vez allí, esperé a que se marchase, en cambio, Flavio me ayudó a entrar con delicadeza y nos sentamos en la sala de espera en completo silencio. La incomodidad era notoria, apenas nos conociamos y, aún así, él no dudó en quedarse a mi lado en todo momento. Lo agradecí, odiaba los hospitales y no quería estar sola.
Un médico me trajo una silla de ruedas para desplazarme hasta uno de los triajes y Flavio se incorporó para seguirnos. La enfermera limpió mis heridas ante el nerviosismo del arqueólogo, quien parecía apunto de desmayarse.
—Voy a poner algo de anestesia en la pierna, así podré coserte la herida.—Comunicó la mujer mientras preparaba una larga jeringuilla. La miré indiferente y asentí, haciéndome a la idea de ello.
Un golpe en seco la detuvo antes de que me pinchara el muslo, giré el rostro y solté una breve exclamación al fijarme en como Flavio se había desmayado al ver la aguja. La enfermera dejó todo para ayudarlo rápidamente. Al despertar, lo sacaron de allí y , avergonzado por el espectaculo, me esperó en la sala de espera hasta que finalizaron conmigo.
Traté de no reirme durante el camino a casa, él seguía igual de pálido y sus mejillas estaban teñidas de un intenso color carmín.
—Me dio un bajón de azúcar.—Intentó excusarse con la mirada centrada en el camino.
Sonreí burlonamente y asentí como si le hubiera creído. Me divertía aquella faceta suya, por lo que me contuve la risa durante el camino de vuelta. Mi vista viajó hacia sus muñecas innumerables veces, recordando las cicatrices que había encontrado días atrás. No conseguí ver nada, pues se encontraban bajo el algodón de unas muñequeras blancas.
No pude evitar preguntarme qué le había hecho llegar a aquel punto, mi estómago se revolvió y comencé a encontrarme mal de una forma repentina.
Detuvo el vehiculo frente mi casa y pude notar como Carlitos y Martina levantaban la cabeza de sus móviles para prestarnos atención. La sorpresa en sus rostros no pasó desapercibida ante los ojos de Flavio, este salió y me abrió la puerta, entregándome las muletas que me habían prestado en el hospital. Me apoyé en ellas con cuidado y mis primos corrieron a mí cuando vieron mi estado.
—¿Qué te ha pasado?—Mi abuela salió inmediatamente de casa seguida por Anastasia, quien recorrió descaradamente al arqueólogo con la mirada.
—Me caí con la bicicleta.—Murmuré, sintiendo como la anciana me ayudaba a subir el escalón del portal. Giré mi rostro hacia Flavio, quise despedirme de él pero mis primos me agobiaron a preguntas mientras me adentraban en el hogar.
El mayor me envió una tímida sonrisa antes de dirigirse a su vivienda.
Anastasia analizó la situación desde el frío portal y sonrió fríamente.
Algo cambió.
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