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3: Arrogante.

Capítulo 3

Dejé de teclear en el portátil para prestarle atención a la joven que acababa de llegar a la casa de mi abuela, su vestido elegante caía hasta sus gemelos y se ceñía como un guante a su figura de modelo. Reí por lo bajo al fijarme en como su cabello se encontraba recogido en un moño improvisado y, en vez de tacones, abrigaba sus pies con unas pantuflas en forma de gatos

-¡Martina! ¿Cómo se te ocurre andar así por el pueblo? ¿Estás loca?-Mi abuela la regañó y, sin abandonar su felicidad por verla después de tanto tiempo, la golpeó debilmente en la nuca.

La joven soltó una carcajada y entró con sus maletas, sorprendiendonos a todos. Nos regaló una sonrisa nerviosa mientras que se encogía de hombros.

-Me quedo un tiempo.-Nos informó, permitiéndonos reaccionar a nuestro ritmo.

-¡Yo también! Mi padre me ha echado de casa, abuelita.-Una cabellera castaña se asomó entre las cortinas que separaban la cocina del comedor, Carlitos abrazó a su hermana por detrás y cerró los ojos ante la expresión estupefacta de la anciana.

Recé por que no se desmayase allí mismo y, levantándome del sofá, la ayudé a sentarse en una silla. La pálida mujer sacó un abanico de su bolsillo y lo sacudió con gracia, intentando asimilar que tenía nuevos huéspedes. En el fondo, sabíamos que estaba encantada por tenernos tan cerca.

El reencuentro con mis dos primos mayores fue bastante divertido, Carlos trató de explicarle a mi furiosa abuela el por qué de su fracaso estudiantil, mientras que Martina se dedicó a sacarse fotos con cualquier cosa que encontraba por la casa. Yo, por otro lado, observé toda la escena en una esquina, feliz por volver a verlos y sintiéndome mal por que mi hermana no pudiera hacerlo.

Dejé la idea de acercarme a la expedición arqueológica para otro día y me dediqué a disfrutar del día con mis familiares. A media tarde, fui a comprar con Carlos algo para cenar. El supermercado estaba sólo al cruzar a la esquina, no obstante, mi primo insistió en acompañarme.

Entramos en el diminuto establecimiento y nos apretamos entre los clientes al ritmo de música flamenca. Ambos nos miramos divertidos ya que reproducían el mismo disco que diez años atrás. Hablamos cómodamente entre las altas estanterías, poniéndonos al día de nuestras vidas, y me sorprendí al escuchar todas sus historias.

El mayor tenía el sueño de viajar por el mundo y planeaba marcharse en cuanto ahorrase el dinero necesario. Sonreí a la vez que tomaba un cartón de leche entre mis manos, no parecía el mismo niño asustadizo del pasado, ahora, el de cabello castaño y ojos azules, deseaba tomar las riendas de su vida por si sólo. El orgullo se apoderó de mi corazón y le deseé suerte.

Me preguntó por mis sueños y, aunque mi cabeza estuviera llena de metas, no fui capaz de responder con ninguna en concreto.

El murmullo de dos niñas nos enmudeció, estas se giraban constantemente y reían por lo bajo. Levanté una ceja y giré mi rostro en busca de lo que les parecía tan gracioso. Me sorprendí incoscienteme al ver al mismo hombre con el que me había chocado días atrás, su vestimenta contrastaba con la informalidad del supermercado y sujetaba entre sus manos una caja de cigarrillos sin estrenar.

Nuestras miradas conectaron por un segundo y pareció reconocerme al instante, regresé mi atención hacia Carlos, quien estaba embobado por el atractivo desconocido. Le di un codazo para que regresara a la realidad y se recompuso enseguida. Me tomó del brazo, acercó su boca a mi oído para que nadie lo escuchase y susurró:

-No me digas que no sabes quien es...-Negué y me apagué más a él, interesada.-Es Flavio Fernández, uno de los arqueólogos más importantes del país.

Reconocí su nombre inmediatamente, había leído sobre él varias veces en internet, además, mi profesor de historia solía nombrar sus hallazgos en clase. Volví a mirarlo disimuladamente, el arqueólogo no se asemejaba en absoluto a la idea que había tenido de él, era bastante joven, casi rozando los veinticinco años, y parecía un modelo de revista por su mandíbula afilada y marcada.

-Siguiente, por favor.-Escuché por parte de la cajera y Carlos me obligó a avanzar.

Flavio bufó ante nuestra lentitud y me aseguré de recoger lo más rápido que pude. Por muy importante que fuera en nuestro país, me pareció tan engreído que decidí no prestarle atención.

Aunque aquello no me duró por mucho tiempo, pues, en el momento que llegamos a casa, me percaté de que su Mercedes gris se encontraba aparcado justo enfrente del banco de mi abuelo. Fruncí el ceño con molestia, allí no podían estacionar los vehículos, además, el pobre señor no conseguiría vigilar la calle como a él le gustaba.

Me quedé allí sin hacerle caso al mayor, quien me suplicó que no montase una escena, y esperé al multimillonario con los brazos cruzados. Carlos entró en casa en el momento que Flavio cruzó la esquina.

-Perdona-lo llamé para que se detuviera. Este suspiró y me miró con cierto aire de superioridad.-¿Podrías mover el coche, por favor?

El hombre vaciló unos segundos y pasó una mano por el capó de su lujoso transporte, acariciándolo como a una mascota. Esperé una respuesta impacientemente, no obstante, el contrario se quedó pensativo con intención de molestarme.

¿Qué era? ¿Un niño?

-¿Por qué debería?-Debatió, regalándome una sonrisa ladina y traviesa.

-Está prohibido aparcar, impide el paso de los tractores y...-Comencé a hablar, pero su carcajada me cortó antes de terminar la frase.

La rabia recorrió mis venas, odiaba que se rieran de mí y más aún si lo hacían en mi cara. Me sonrojé por el enfado.

-No sabía que mis nuevos vecinos eran tan desagradables...-Rodó sus ojos grises y caminó hacia la casa que conectaba con la nuestra, dejándome con las palabras en la boca.

Me mordí el labio, echando humo por las orejas, y observé como su atlética figura desaparecía por la puerta de madera.

Para mi sorpresa y alivio no tardó en buscarse otro aparcamiento, mi abuelo regresó a su asiento favorito y yo, feliz por mi victoria, lo acompañé hasta entrada la noche.

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