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28: Una breve vuelta al pasado.

Hasta el momento, como habrás apreciado, he dado a conocer las diferentes historias de mi familia: Martina y su enorme pasión por la actuación; la historia de amor de mis abuelos; Ana y su competitividad; o mis numerosos errores que terminaron explotando en un sin fín de eventos destructivos. Pero, aunque escribo esta historia desde mis perspectiva, me gustaría haceros una breve introducción de la persona que fue mi hermana Isabel.

Isabel Ortega nació un congelado día de enero, tan blanca como la extraña nieve que caía tras las ventanas del frío hospital. Mi ciudad no estaba acostumbrada a aquel temporal, por lo que, sorprendentemente, la fuerte nevada fue digna de miles de reportajes. Tal vez, la llegada de una nueva niña a mi familia estaba espiritualmente conectada a los copos de nieve y aquel temporal fue un aviso de la persona que sería en un futuro.

Comenzamos a crecer rápidamente y a la edad de seis años encontró un folleto de su futura pasión: patinaje artístico. Al principio, mi madre se mostró reacia a aquel mundillo de entrenadores y competiciones, no obstante, mi padre y yo la convencimos, cegados por el increíble talento que la menor de la familia parecía tener. Y en efecto, Isabel era una de las mejores sobre el hielo.

Su habitación se llenó de medallas y trofeos, mis padres se esforzaron por pagar sus elegantes vestuarios, buscamos los mejores entrenadores y, en cuestión de años, comenzó a destacar entre las niñas de su edad. Lo tenía todo: buena personalidad, rostro de princesa y un increíble talento que se veía sofocado por su facilidad por coger peso. Isabel odiaba aquello, comenzó a obsesionarse con su cuerpo gracias a los comentarios de su equipo de trabajo y las dietas se volvieron parte de su rutina.

Me sentía mal por ella, la observaba comer atentamente y un nudo se formaba en mi garganta cada vez que dejaba la mitad del plato sin tocar. Me dolía verla sacrificarse por sus metas, para mí tan sólo era una niña y quería que viviera su infancia feliz, sin preocupaciones. Desgraciadamente, Isabel deseaba más el éxito que su propia salud y decidió seguir con su proposito durante un tiempo bastante prolongado.

Por aquel entonces, bajo los aplausos de los jueces y la mirada orgullosa de toda la familia, la enfermedad empezó a adueñarse de sus pulmones. Aunque aún era demasiado temprano para ser conscientes de ello.

Por otro lado, lejos de las competencias, la vida de Isabel se encontró con un rayo de luz y este tenía el cabello más rubio que jamás hubieramos visto. Hugo Gracia era un muchacho encantador, su imborrable sonrisa no tardó en llamar la atención de la casi esquelética patinadora y acabaron enamorándose perdidamente, rodeados de hielo y exhaustos entrenos que siempre acababan con ellos tirados en medio de la pista.

Hugo e Isabel no congeniaron desde el principio, la competitividad de ambos les obligó a luchar mutuamente para ser los mejores del equipo y demostrar al entrenador que valían la pena. El rubio siempre la observaba desde lejos, asombrado por el empeño que su contrincante empleaba para superarlo y no podía evitar sonreír cuando esta pasaba por su lado, golpeando su hombro intencionadamente.

Su relación comenzó a forjarse durante los viajes del club deportivo. Sus compañeras no solían acercarse a ella, envidiosas por que fuera el ojito derecho del entrenador, y, sentada sóla en una esquina del autobús, Hugo decidió hacerle compañía. Aquel gesto fue suficiente para que la menor comenzara a mirarlo con otros ojos, el rubio le colocó uno de sus auriculares en la oreja y se quedaron en silencio durante todo el trayecto.

Aquel acercamiento rompió el hielo, se hicieron inseparables y, tras muchos coqueteos, Hugo acabó besándola en medio de la pista de hielo. Isabel cayó en sus brazos sin ningún freno y se enamoró con tanta intensidad que hacía rodar los ojos constantemente a toda la familia. No podiamos evitar sentirnos felices por ella, el rubio era una persona maravillosa e, incluso en sus últimos días, demostró cuanto la amaba.

Con el tiempo, más bien en solo tres meses, Isabel empezó a desmayarse con frecuencia. El entrenador decidió sacarla del equipo hasta que mejorara, sin embargo, aquello nunca ocurrió. Hugo abandonó el patinaje artístico, dispuesto a dejar de lado su carrera hasta que su novia volviera, y la acompañó durante todo el tratamiento de quimioterapia.

La situación rompía sus corazones, aún así, trataron de disfrutar sus últimos días. El rubio la llevaba en su espalda hasta la azotea del hospital y observaban las estrellas agarrados de las manos, aferrándose por última vez a un presente que no tenía futuro.

Y entonces llegó la notícia.

El cáncer avanzaba más rápido que el tratamiento.

El mundo de Hugo se derrumbó en el instante que fui hasta su hogar para informarle, sus piernas se debilitaron hasta golpear contra el suelo de su portal y se aferró a la tela de mis vaqueros mientras lloraba desesperadamente. Nos quedamos así durante una hora, acaricié su largo cabello intentando mantener la compostura y no dije nada.

No me quedaban palabras.

A hugo le faltaban muchas.

Esa noche, mientras que Isabel se acurrucaba contra mis brazos para dormir, observé todas las fotografías del techo de su habitación. Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas y odié el mundo por ser tan cruel.

Murió días después.

Y volvió a nevar, tan fuerte que hubieron miles de reportajes.

La vida de Isabel se aferró a mi mano por unos segundos, pidiéndome que no la soltase, y falleció con una sonrisa en los labios. Había sido feliz.

Lo entendí dos años más tarde, concretamente en la misma pista de hielo en la que mi hermana había peleado por los trofeos que seguían decorando su oscuro dormitorio.

Mi estado era horrible, me había llovido encima, llevaba días sin dormir y las drogas me habían dejado tan delgada que mi chaqueta parecía tres tallas más ancha que la mía. Llegué al polideportivo bajo los efectos de varias sustancias, tambaleándome y riéndome sin encontrar la gracia en ningún lado. Mi mente decidió llevarme a aquel lugar y mis piernas decidieron seguirla incoscientemente. Me senté en las mismas gradas que años atrás, temblando, y observé con nostalgia a las niños patinar animadamente.

Una pequeña sonrisa recorrió mis labios, imaginándome cada escena de amor que me había relatado mi hermana entre risas nerviosas, y, sin poder contenerme, lloré.

Sollocé ante las miradas preocupadas de las madres que observaban a sus hijos y fui abrazada por unos brazos que tardé en reconocer. Hugo me permitió desahogarme contra su pecho, susurrándome en el oído que no estaba sóla. Quise creerle. Pero, pensando fríamente, no tenía razón.

Esperó a que mi estado volviera a la normalidad para llevarme a casa en su vehículo y me tomó de la mano, detenidos en el descampado frente a mi departamento.

-Necesitas salir de este mundo-susurró con los ojos pegados contra mi perfil-. Estás matándote poco a poco.

-¿Volviste a patinar?-Pregunté, evitando aquella conversación.

-No, pero no he dejado mi pasión por el patinaje. Ahora soy entrenador.-Sonrió con tanta tristeza que comprendí que aquel tema era bastante complejo para él.

-¿La hechas de menos?

-Todos los días-contestó mientras apretaba con más fuerza mi mano-, pero la vida sigue y le prometí que no me quedaría estancado.

Levanté un poco la mirada, apretando los labios y observándole de reojo. Pasó un brazo por mis hombros, volviendo a acurrucarme contra su maduro pecho. Agradecí aquel acto, pues llevaba tiempo negándome a que nadie me diera cariño.

-Gracias por hacerla feliz.-Susurré antes de volver a romperme.

-Yo hice todo lo que pude, pero no fui el único. Nunca he visto a una persona que amase tanto a su familia e Isabel os quería tanto que estaba más preocupada por vosotros que por ella misma. Falleció feliz, lo sé, tu madre me comentó que lo hizo con una sonrisa, sin importarle el dolor.-Sentí una de sus lágrimas chocar contra mi mejilla y me aferré con más fuerza a él.- Además, días antes me pidió que la llevase a patinar por última vez, lo disfrutó y estaba tan preciosa que deseé que pudieraís verlo. Estoy seguro que se despidió de mí en ese instante y en su sonrisa no había ningún rastro de tristeza.

No había tristeza.

No lo entendí, pero esa información alivió un poco mi dolor.

Hugo, gracias por hablar conmigo. Fuiste una de las razones por la que decidí ingresarme en el centro de desintoxicación.

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