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21: Regresar a la oscuridad.

Capítulo 21

Al parecer, Anita, la menor de las primas, no era tan feliz como solía mostrar através de su sonrisa risueña.

La última mujer de la familia había nacido cuatro años más tarde que yo, sorprendiendonos a todos. Sus ojitos verdes, herencia de nuestro abuelo, brillaron bajo las luces del hospital y su risita provocó que todos los presentes sonrieran de ternura. Yo era muy pequeña en ese momento, no obstante, con inocencia coloqué un dedo en su diminuta mejilla y exclame:

—¡Parece una mandarina!

Mi tío Alberto colocó las manos sobre mis hombros y observó a su hija con un profundo orgullo reinando en sus pupilas. Era cierto. Ana se asemejaba a una mandarina, dulce pero no demasiado, fresca pero no intensa.

Sonreimos.

El paso de los años trancurrieron con rápidez y en un abrir y cerrar de ojos, los nietos de Elena ya corriamos por la larga calle de su hogar, golpeandonos para ser los primeros en subir a la camioneta de mi abuelo. Ana tenía el cuerpo más diminuto, atlética por la cantidad de deportes que practicaba con tan solo siete años, y saltaba hasta la parte trasera del camión, burlándose de los mayores por no ser tan hábiles como ella. Solíamos molestarnos, pero los caramelos que Jesús nos regalaba eran suficientes para ahogar nuestro mal perder en sus sabores cítricos.

Isabel siempre se sentaba a su lado, estiraba las piernas agotada y se quejaba por no conseguir ganar la carrera. Ana reía por lo bajo y no podía evitar llamarla perdedora, molestando a la mayor quien, en un ataque de rabia, le tiraba de las trenzas. Los golpes infantiles acabaron convirtiéndose en bolsas de hielo para los moratones y castigos que finalizaban con un cariñoso abrazo.

Aunque, detrás de sus disculpas, la competitividad seguía estando allí y se mecía gracias al viento veraniego.

A los trece, Isabel se apuntó al equipo de fútbol junto a Ana, quien rápidamente se percató del enorme talento de mi hermana y trató de superarla. Su rivalidad era tan fuerte que el entrenador acabó sentandolas en el banquillo durante toda la temporada, molesto por su comportamiento infantil.

La pelea se prolongó durante todas las vacaciones de verano y dejaron de hablarse durante meses, batallando una guerra fría que acabó con el primer desmayo de la mayor.

Ese día, el sol derretía nuestros helados de chocolate y Carlitos trataba de enseñar a bailar a Clara una canción del concurso Fama ante nuestras miradas aburridas. Isabel y Ana se encontraban separadas por Macarena y mi cuerpo, sin hablarse más allá de un hola o un adiós. Mi primo mayor gruñó en el instante que su hermana se dio por vencida y llamó a Isabel para que tomara su puesto. Como era de constumbre, la menor se levantó con una sonrisa feliz y, antes de llegar al inicio de la carretera, se desvaneció golpeándose la cabeza contra el ardiente asfalto.

Nos quedamos sin respiración y pensamos que intentaba hacernos una broma, no obstante, no se levantó. Ana fue la primera en correr hacia ella, gritando su nombre y dejando atrás el estúpido enfado.

En el hospital le hicieron millones de pruebas, pero no detectaron nada, e Isabel siguió asistiendo a las prácticas de fútbol, esta vez, sin que Ana luchara por superarla, pues en el fondo de su pecho sabía que aquel desmayo no había sido fruto de un golpe de calor.

Mi hermana no comprendía el cambio drástico de actitud de su prima pequeña, quien había pasado de insultarla cuando le arrebataba la pelota a morderse el labio inferior en un gesto inquieto por culpa de la preocupación.

Una tarde, con el atardecer coloreando sus cabellos castaños y golpeando la pelota por las estrechas calles, Isabel le pidió a Ana que dejase de actuar como si fuera una invalida. La menor no la entendió, pero la contraria sólo le sonrió tristemente. Le explicó que no tenía que preocuparse por ella, al fin y al cabo, todos nos encontrábamos mal a veces.

Si...

A veces.

Pero ese no era el caso.

El segundo desmayo ocurrió en mitad de un partido.

Ana había decidido hacerle caso y jugó mejor que nunca, soltando maldiciones cuando la mayor le quitaba el protagonismo y le devolvía la mirada, triunfante. Iban ganando, pero, Isabel perdió las fuerzas y volvió a desfallecer frente a todos.

Esta vez si le dieron un diagnostico.

Cáncer de pulmón.

Mis padres y yo lloramos en la sala de espera. Aunque aún existía la esperanza de que se recuperase.

La alegría se desvaneció progresivamente, volvimos a nuestra ciudad para que mi hermana recibiera tratamiento médico y Ana dejó el equipo de fútbol.

No mejoró nunca y el dolor se abrió paso en nuestros corazones. Cada uno tratamos de convivir con ello, pero, tras tres años de larga lucha, Isabel falleció agarrada a mi mano, y, mientras que yo perdía la vida en la fría habitación de hospital, dejando que se llevaran a mi hermana bajo una fina manta, Ana lloraba desgarradoramente en la sala de espera.

Suplicando que regresara su compañera de equipo.

Flavio volvió a actuar como si nada hubiera ocurrido, dejando que el tiempo transcurriera y aumentaran mis preocupaciones a medida que el lunes se acercaba. Esa noche, abrazados bajo las estrellas de su habitación y escuchando su desgarrador llanto, no me atreví a hacerle ninguna pregunta, pues tenía la esperanza de que me contase lo que había ocurrido por su cuenta.

No fue así.

El silencio reinó en la oscuridad y, sintiendo como la impotencia se abría paso entre nosotros dos, acabé permitiendo que un muro invisible nos separase lentamente. Nos amabamos demasiado, pero no eramos capaces de comunicarnos correctamente.

Los días siguientes, Flavio me ayudó a empaquetar mis cosas. El dolor visible se mezclaba con nuestras sonrisas tímidas, soportabamos las lágrimas lo mejor que podíamos y el silencio se adueñó de nosotros como si fuera un enemigo cruel.

Teníamos que hablar, pero a ninguno nos salían las palabras.

Cuando todas las cajas estuvieron apiladas en la puerta principal de la casa de mi abuela, decidimos caminar por el pueblo y disfrutar de la frescura de la noche. Las estrellas se alzaban en el cielo más brillantes que de constumbre, nuestros dedos se entrelazaron nerviosos y nos sentamos en las mismas escaleras que meses atrás. Esta vez ya no había ningún puesto y la plaza se encontraba vacía, más solitaria que nunca, como lo estaríamos en cuestión de horas.

El aire fresco golpeó nuestros rostros suavemente y me revolvió el cabello, sacando algunos mechones rebeldes de mi coleta. Sentía un horrible nudo en mi garganta, mis manos temblaban y traté de no mirarlo demasiado para no ponerme a llorar. Quería pasar mi vida con él, tomar su mano y decirle alto y claro que lo seguiría hasta el infinito.

Pero...

¿Nos hacía bien?

Sentí como recostaba la cabeza en mi hombro, acercándose más a mí en busca de cariño y calidez, sonreí tristemente y dejé que mi mirada pasase por nuestras manos entrelazadas. Flavio se había colocado una pulsera sobre sus cicatrices, escondiéndolas.

—Voy a extrañarte.—Susurré tan bajo que pensé que no me había escuchado. Apretó mi mano un poco más fuerte, suspirando contra mi cuello y acariciando mis nudillos con ternura.

—Quiero estar a tu lado, Aury—murmuró con un triste hilo de voz—. Estuve buscando alquileres en tu ciudad, pero mi padre quiere que me instale en Madrid.

Su padre... Su padre...

Díos, odiaba tanto a aquel hombre que de tan sólo escucharlo mencionar me hervía la sangre.

Suspiré, agobiada por no encontrar una solución. Había pensando en quedarme en el pueblo, cegada por mis sentimientos y el deseo de mi corazón, pero debía ser sensata, aún quedaba un año para finalizar la universidad, mi hermano estaba allí y Flavio y yo no eramos eternos.

Dolía demasiado, quemaba y me rompía.

—¿Qué es lo que te tiene atado a tu padre, Flavio?

Mi pregunta fue directa, sin ningún tipo de rodeo, y esperé a que fuera sincero conmigo de una vez por todas. El mayor levantó la cabeza, se alejó de mí para poder analizar mi expresión seria detenidamente y nos fundimos en un profundo contacto visual, buscando la forma de entender nuestros miedos y preocupaciones.

—¿Sabes por qué se suicidó mi madre?—Preguntó. Observé como las lágrimas se agolpaban en sus pupilas y negué, tomando la fuerza necesaria para escucharlo.—Mi padre tenía un amante y lo descubrí cuando era un adolescente. El asco me invadió en ese instante, quería contarlo, pero había algo que me lo impedía y ese era él. Le amenacé para que fuera sincero con mi madre, pero me calló a golpes, aún era muy joven y el miedo de sufrir una nueva paliza me obligó a guardar silencio.—El dolor de los recuerdos detuvieron su relato y apreté con fuerza su mano, reprimiendo las lágrimas y dándole el máximo apoyo posible. Su mirada triste cambió a una más relajada y prosiguió:—Pasaron años, todo el mundo me preguntaba por qué había cambiado y yo sólo podía pensar en una cosa: el estrés que me provocaba tener que ocultarle la realidad a mi madre. Comencé a fumar como vía de escape, no obstante, el dolor seguía ahí y cometí el peor error de mi vida.

Volvió a quedarse callado y tembló. No estaba segura de que pudiera seguir, por lo que no le presioné y lo abracé con cariño. Se aferró a mí y, seguidamente, comencé a escuchar su casi inaudible llanto.

—Pensé que lo mejor era ser sincero, me armé de valor y me planté delante de mi madre. Escupí las palabras rápidamente, relatando el suceso sin detenerme en ningún detalle que pudiera dañarla, traté de ser lo más suave posible, pero le afectó tanto que acabó suicidándose.—El sufrimiento que el arqueólogo había guardado en su pecho durante años explotó entre mis brazos. Me acarició el cabello y le permití desahogarse de una vez por todas.

Sufrí por él, víctima de la empatía y la crudeza de saber que había tenido que vivir con aquella espina clavada, la necesidad de protegerlo se apoderó de mí y pasé la palma de mi mano por su trabajada espalda.

No podía imaginarme lo mal que lo había pasado, la culpabilidad que llevaba a cuestas durante toda su vida y la impotencia de no haber podido detenerlo.

—No es tu culpa, Flavio.—Intenté suavizar su dolor inútilmente y levanté su barbilla para que me mirase.— Debías contárselo e hiciste lo correcto.

—Todos me culparon.—Se limpió las lágrimas con las manos temblorosas, las aparté y saqué un pañuelo de mi sudadera para hacerlo por él.

—No tenían la razón. No podías hacer nada por la salud mental de tu madre, seguías siendo un niño y nadie puede decirme lo contrario.—La rabia en mi voz era notable, incapaz de ocultarla. Odiaba a todas las personas que le habían hecho creer aquello y deseé haber estado allí para defenderlo.

Me tomó de las mejillas emocionado por mis palabras y presionó sus labios contra los míos. El sabor salado de nuestras lágrimas se mezcló con la dulzura del beso.

—Eres lo más hermoso que me ha pasado en la vida. —Dijo separándose unos segundos y regresando a mi boca para seguir basándome.

Le recé a Dios por que el tiempo se detuviera en ese instante para siempre.

Supliqué por unos días más a su lado.

Nuestros besos desesperados se vieron interrumpidos por la insistente música de mi teléfono, me costó despegarme de él, sintiendo un agudo vacío en el momento que lo saqué del bolsillo y observé el nombre de Ana en la pantalla. Rechacé la llamada, pero, antes de que volviera a prestarle atención a Flavio, volvió a llamar.

—Ana, no puedo hablar ahora.—Contesté notablemente molesta por la insistencia.

—¿Aurora?¿Eres la prima de Anita?—No reconocí la voz y fruncí el ceño, confusa.

—Sí, soy yo.— El sonido de la música en la línea contraria me costó entender la respuesta de la persona con la que estaba hablando.-¿Qué?

—¿Podrías venir a por ella? Ha tomado una droga muy fuerte y no se encuentra bien.—Alzó la voz, casi gritando. En su tono alcancé a apreciar la preocupación y palidecí.

¿Drogas?

Ana, no.

—Mándame la ubicación, estaré allí enseguida.—Colgué con el corazón latiendo a mil por hora y me giré hacia Flavio el cual había conseguido escuchar toda la conversación.

Se incorporó con rápidez y me extendió una mano al notar como el terror me recorrió. Me negué a aceptar que mi prima pequeña había caído en el mismo mundo que yo y los recuerdos, que hasta ese momento habían permanecido encerrados en mi interior, resurgieron.

—Aurora, vamos.—Me llamó para que regresara a la realidad.

Actúe bajo la influencia de mis nervios, tomé su mano con fuerza para protegerme de mis miedos y, con una mirada de apoyo, subimos por las cuestas hasta su vehículo.

La persona que estaba ayudando a mi prima me envió la ubicación y aumentó más mi preocupación al reconocer la dirección. El Vargas era el callejón de los drogadictos, años atrás había sido mi rincón favorito y, ahora, me resultaba el lugar más desagradable del mundo.

Llené mis pulmones de aire cuando Flavio aparcó delante del estrecho lugar y me colocó una mano en la rodilla para que lo mirase. Su iris grisáceo me analizó con preocupación y me apartó un mechón de la cara cariñosamente.

—Sabes que estoy a tu lado. ¿Verdad?—Cuestionó apoyando la palma de su mano en mi mejilla y acariciándola con suavidad. Sonreí un poco, tranquilizándome al saber que estaba a mi lado, y asentí.

—Flavio, tú también eres lo más hermoso de mi vida.—Le dije antes de salir del vehículo. No alcancé a ver su sonrisa, pues ya me encontraba fuera, caminando a paso decidido a ayudar a Ana.

El recorrido hasta el final del estrecho callejón fue demasiado difícil para mí, las miradas, las risas y las burlas de mis antiguos compañeros de adicción nos golpearon, provocando que Flavio murmurase varios insultos entre dientes. Me avergoncé de llevarlo hasta allí, no obstante, saber que tenía alguien a mi lado me ayudó a caminar con la cabeza recta.

Los amigos de Ana nos dieron la bienvenida con un fuerte olor a alcohol y marihuana, tuve que sostenerme al brazo del arqueólogo para no vomitar y una muchacha de ojos negros y risa nerviosa nos guió hasta la parte donde mi prima estaba tirada.

—Aury.—La escuché demasiado bajo. La menor se encontraba tumbada en el frío suelo, temblando por culpa de las sustancias que había tomado, su vestido corto estaba subido más de lo normal y su sujetador caía sobre su hombro.

Mi estómago se revolvió al recordarme de aquella manera. Por otro lado, Flavio se quitó la chaqueta y la cubrió para hacerla entrar en calor. La incorporé un poco para examinar su estado, estaba despierta pero apenas era consciente de lo que pasaba a su alrededor, la abracé con fuerza y un pinchazo atravesó mi tórax.

—No le digas nada a mi padre.—Masculló débilmente.

—No pienses en eso ahora, Anita.—Respondí y pasé su brazo por mi cuello.

La pusimos de pie e intentamos que no cayera de bruces al suelo con nuestra ayuda, apenas podía andar y la misión de sacarla de allí se volvió demasiado difícil. La situación se complicó cuando reconocí a la persona que se posicionó frente a nosotros, dispuesto a destruirme esa misma noche. Flavio frunció el ceño cuando me detuve y levantó su mirada hacia Roberto.

—Oh... No pensé que le fuera afectar tanto.—Soltó una carcajada y me estremecí por la macabra sonrisa que apareció en sus labios.

—¿Has sido tú?—Cuestioné con la sangre bombeando con fuerza contra mi cabeza.

—¿Yo? Tu primita lleva días colándose en mi casa para que le de drogas. Bueno, eso y... Para otras cosas algo más sucias.—El asco me recorrió y Flavio tuvo que sujetar mejor a Ana en el momento que me lancé contra él.

Mi puño se estampó contra su rostro con tanta fuerza que cayó al suelo, los espectadores nos rodearon rápidamente y sus gritos nublaron mis sentidos. La carcajada de Roberto me dejó fría, la sangre caía de su nariz, pero se encontraba tan colocado que no sentía ningún tipo de dolor. Se incorporó lentamente y frente a la ira de mis ojos, me tomó del brazo.

—¿Te molesta? ¿Te da rabia que me acueste con tu prima?—Me zarandeó como si fuera un trapo, ante la mirada divertida de las personas que algún día había considerado importantes en mi vida.

Ana escondió la cabeza contra el cuello de Flavio, avergonzada por que sus secretos salieran a la luz. Por el contrario, el arqueólogo contuvo las ganas de defenderme, pues sabía que debía quedarse con ella.

Siempre lo había sido.

—Si la vuelves a tocar, se lo diré a Marcos.—Amenacé y me escapé de su agarre. Mi corazón golpeaba con intensidad contra mi tórax y sentí miedo de volver a sufrir un ataque. El mayor alzó una ceja y se encogió de hombros, sin importarle demasiado mis palabras.

—Hazlo—alentó—. ¿Te creerán? ¿Después de todo lo que ha llorado tu madre por tí? Además... ¿Qué ocurriría si Ana y yo estuviéramos juntos? Ya es mayor de edad, no puedes decidir por ella.

La impotencia me golpeó al igual que las lágrimas contra mis ojos. Apreté los puños sabiendo que tenía razón, la vergüenza me invadió y lo empujé hacia atrás cuando volvió a intentar tocarme.

—Me das asco.—Sollocé por culpa de la rabia, alcé mi mano para volver a golpearlo, pero esta vez, Flavio me detuvo. Bajó mi brazo con lentitud y me regaló la mirada más profunda del mundo.

Entendí que debía dejar las cosas ahí, ocuparme del estado de Ana y actuar con la cabeza. Con la yema del pulgar detuvo las lágrimas de impotencia de mi rostro, no le importó las burlas, ni siquiera los insultos que escapaban de la boca de Roberto.

Me armé de valor y volví a ayudar a Ana, escapando de mi pasado, del horror y la mala vida. Por dentro deseé que la menor se diera cuenta de lo que estaba haciendo y, lejos de aquel tema, comprendí que Flavio era lo que había estado buscando todo aquel tiempo.

Acababa de tomar una decisión.

No volvería a mi ciudad y lo seguiría.

Pues un día, sentados en un diminuto escenario y rodeados de botes de pintura, le había prometido que mientras estuviera a su lado nunca estaría sólo.

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